Poéticas

‘Niño’, de Melchor López: poesía e iniciación

Sergio Barreto reseña «Niño», de Melchor López, «una rara manifestación de límpida, personal, alumbradora poesía», que «resulta una de las muestras más hermosas del nacimiento de una vocación que puede hallarse en la literatura española actual».

/ por Sergio Barreto /

Entre los poetas españoles que comenzaron a publicar a finales de la década de 1980 y principios de la década siguiente, pocos con una trayectoria más atrayente y sólida que la de Melchor López (Tenerife, 1965). Se trata de una trayectoria guiada por el rigor estético y ajena a los cauces promocionales de los autores de su generación, tan entregados al gregarismo y casi siempre ahogados en él. No es el caso de Melchor López. Libros como Altos del sol (1995), El estilita (1997), Oriental (2003), Fama del día seguido de Escrito en Arrieta (2006), De la tiniebla (2013, en colaboración con el artista Stipo Pranyko), Dos danzas (2014), Según la luz (2019) y De vuelo (2019) son el resultado de un preciso modo de entender el fenómeno poético: la poesía como forja de un mundo intelectual y espiritual y como peculiar método de conocimiento.

Melchor López

Ahora, con la publicación de su último y nuevo libro, López da un giro (en cierto modo previsible, pues su obra ha sido orientándose sobre todo a la explicitación de su propia experiencia existencial) hacia una escritura claramente autobiográfica. Niño está compuesto por un conjunto de treinta prosas a modo de breves escenas líricas, divididas en dos secciones —simétricas como alas— que plasman, igual que leves parpadeos, el tiempo originario de una infancia dolorosa e iniciática. Los ejes temáticos de las diferentes composiciones son la propia infancia (marco temporal), la madre, la muerte y la palabra poética. En cada escena, el poeta se dirige unas veces al niño que fue, otras a su madre y, a veces, a sí mismo; escenas con atmósferas que conforman un mundo nebuloso y en el que la naturaleza, los miedos infantiles y las figuras protectoras cobran una visible relevancia simbólica.

De algún modo, en el niño quedó la idea de que madre e isla compartían un vínculo ctónico. La madre tiene el poder de escuchar los murmullos de la isla: «Soy el hijo de aquella que percibía en la isla los más leves terremotos». Tal vez (reflexiona el poeta) el niño haya heredado de su madre el poder de oír o de entender los mensajes de la naturaleza o de la isla. Esta pregunta obtendrá respuesta más adelante, cuando el niño comience a hablar el lenguaje de la poesía. Entretanto, la naturaleza o el mundo insular descrito de fondo como entidad enigmática y sorpresiva adquiere importancia fundamental. El niño pasa del adanismo del edén doméstico («Aún no sabe, no comprende, de dónde viene el vilano ni adónde va») a la experiencia tempranísima de la muerte de la madre.

A propósito de este carácter sorpresivo y enigmático, asistimos por ejemplo a la sencilla contemplación de la lluvia, una contemplación en la que madre e hijo comparten el milagro de un tiempo detenido. En otro momento, lo innombrable hace su aparición y el fatum cumple sus designios. La voz del poeta se aproxima a su niño interior para describir la experiencia más dolorosa y extraña que habrá de sufrir. La intimidad es apabullante: «No, no llegará nadie a tiempo de protegerte: ni los manes de la casa en sus hornacinas ni los lares consagrados del mar». Esta búsqueda en la médula de la orfandad obliga a nuestro autor a hablar consigo mismo, con el niño y con la «malhadada madre» en un trance solemne, consciente de lo que supone, desde la madurez de un hombre, la rememoración de lo lejano y traumático: «De aquel tiempo oscuro —pese a los cuidados de la tía—, de aquellos dos años alejado del pueblo, te salvaron en buena parte las largas horas de recreo que pasabas en la finca del tío Juan». Al tratarse de un niño, la experiencia del duelo es impracticable racionalmente. La escritura es la resolución dada por el poeta a ese conflicto no zanjado.

En el libro subyace una densidad onírica dominada por el miedo a la oscuridad y por la sensación de desvalimiento. En este sentido, el fragmento doce (tres asesinos entran en la casa, visión grotesca de los Reyes Magos) es significativo. El tono oscuro, desconsolado, que presenta al huérfano tomando conciencia de su condición se impone, a pesar de que por las páginas desfilan figuras protectoras como el abuelo. La noción de pérdida salpica la segunda parte. La madre ya no está. La realidad es inhóspita: «el niño tuvo que vadear un río adverso y vencer a embozadas sombras». No obstante, al vencer y vadear, durante un proceso febril descrito en otro fragmento, esos obstáculos espectrales, comienza a emerger en el núcleo del abismo una luz mental, los señuelos hacia una sensibilidad que habrá de convertir al niño, mucho tiempo después, en poeta. La altura lírica que impera a partir de ese momento, una vez tiene lugar la catarsis («es hora de que las lágrimas se muestren como señal visible»), nos recuerda el compromiso manifiesto del poeta por buscar lo que él mismo ha llamado el «trato casi amoroso con la materia, con la harina de las palabras».

Alumbrado con un estilo nítido, y al margen de su disposición fragmentaria, Niño posee una estructura narrativa definida. Abordable como un viaje iniciático dispuesto en cuadros sucesivos, el armazón de estos se vuelve patente, los personajes se suceden en las diferentes escenas, el protagonista y el elemento antagonista son explícitos. Asimismo, la presentación del mundo establecido, el conflicto y la revelación vocacional encajan en el marco narrativo clásico, lo que hace de Niño una hibridación de géneros que va desde el poema seriado hasta el relato autobiográfico, pasando por las historias de iniciación.

El fragmento o cuadro en la que el yo poético y su hermano, en el cuarto de una azotea, recitan poemas hasta que aparecen los versos del conde Arnaldos y se clavan en la psique del niño («Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va») resulta una de las muestras más hermosas del nacimiento de una vocación que puede hallarse en la literatura española actual. Niño es, por todo ello, una rara manifestación de límpida, personal, alumbradora poesía.


Tres poemas de Niño

10

Negras telas, negros cabellos. Atraviesa sola, a tientas, un pasaje de temblorosas sombras. Las paredes son húmedas al tacto. No se ve ninguna luz parpadear al fondo. Desgarrones en la ropa. Desciende entre las sulfuraciones. Abajo, más abajo. Negros cabellos, negras telas. Desciende. Mi malhadada madre.

15

Sí, todo lo que has vivido ha estado bajo el signo de la orfandad desde el día en que un siniestro dramaturgo vestido con pieles de astracán, repantigado en el patio de butacas, te asignó al azar el melancólico papel que en adelante interpretarías. Todo lo que has vivido o dicho ha estado destinado a suplir esa carencia, ese vacío, ese hueco insondable, el gran desamparo. Todo lo que has vivido, dicho o escrito lo has hecho para no caer dentro de esa tiniebla abismada que se abría bajo tus pies, como una trampilla oculta en el interior de un castillo.

    ¿También morirás finalmente como huérfano, tal y como has vivido: solo entre los solos, el más solo de los solos?

29

El cuarto de la azotea era un torreón de abracadabras. Allí, con tu hermano jugabas a memorizar —porque él con su cornucopia lo convertía todo en juego maravilloso— viejos romances leídos en una antología literaria: «Abenámar, Abenámar …», «Asia, a un lado, al otro Europa, /y allá a su frente Estambul», repetías, disfrutando por primera vez de la música de las palabras sustanciales, de la lengua del poema y sus desconocidas medidas. Y de todos aquellos romances ninguno suscitaba tan emocionante y venturoso misterio como el del conde Arnaldos: «Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va». Esos versos finales se convertirían con el tiempo— pues siempre volvían, insistentes, como palabras oraculares— en un lema, en una orgullosa divisa personal, secreta, que solo compartirás cuando, más adelante, reconozcas a aquellos que llevan en su interior la inquietante señal de tu misma estirpe.

[EN PORTADA: Niños leyendo, de Joaquín Sorolla]


Niño
Melchor López
Franz, 2020
78 páginas
7€

Sergio Barreto (Tenerife, 1984) ha publicado el poemario Los centinelas (2011). En 2013 presentó junto al poeta Iván Cabrera Cartaya, la colección de poemas Sangre de eclipse (Fundación Mapfre Guanarteme, 2013) durante el Día de las Letras Canarias. Ha obtenido los premios Emeterio Gutiérrez Albelo (2012) por Libro del Observatorio, Benito Pérez Arm as de Novela (2015) por Vs. (Ed. Salto de Página) y Las Justas Poéticas de Laguna del Duero de Valladolid (2016) por el poema Roma no es bella.

0 comments on “‘Niño’, de Melchor López: poesía e iniciación

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo