Mirar al retrovisor

El rey América anda desnudo

Después del Putsch de Múnich o el incendio del Reichstag, se restauró el orden, como se restauró después de la Marcha sobre Roma, pero nada volvió a ser igual. ¿Sucederá igualmente con el asalto al Capitolio de los trumpistas?

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana Mestre /

Nada volverá a ser igual. El rey anda desnudo. Esto es lo que ocurre en Washington estos días, tras el asalto al Capitolio. Alguien puede decir que la democracia, al final, triunfó. Pero después del incendio del Reichstag en febrero de 1933, también se restauró el orden, y tras la Marcha de antorchas sobre Roma, en 1922, se impuso igualmente. El mundo creyó que todo volvía a estar en su sitio, pero nada fue igual, porque en los tres casos hubo una demostración de fuerza brutal.  América no es ya la tierra prometida ni la tierra de las oportunidades; no sé si alguna vez lo fue; en todo caso, hoy no lo es. Cierto que allí están las mejores universidades del mundo, pero son para que estudien las hijas y los hijos de los ricos. También tienen algunos de los hospitales más avanzados del mundo, pero son para que se curen en ellos los millonarios. Allá, casi doscientos cincuenta años de democracia no han conseguido establecer la igualdad ante la ley: si la jauría destructora que avanzó sobre el Capitolio hubiera estado compuesta por hombres y mujeres de color, en lo alto de las graderías habría habido ametralladoras y en las esquinas tanquetas, y habrían disparado. Pero eran blancos, salidos de sus caravanas oxidadas o de sus ranchos llenos de trofeos de caza, y, por lo tanto, sólo les esperaban en lo alto de las escaleras algunos centenares de uniformados casi desarmados. No, no los trataron igual; el carnaval de disfraces que vimos en el interior del edificio no era otra cosa que el lumpen blanco, sediento de sangre, que alguien desde despachos bien protegidos lanzó para intimidar a los legisladores.

Esta América real —no la ideal que muchos imaginaron— es también la que propición los golpes de estado en Venezuela en 1948, que destituyó a Rómulo Gallegos; en Paraguay en 1954, que destituyó a Federico Chávez; en Guatemala contra el presidente Jacobo Arbenz; en la República Dominicana en 1963 contra el presidente Juan Bosch; en Brasil en 1964 contra el presidente  João Goulart; en Argentina en 1966 y en 1976 con los presidentes Arturo Illia y María Estela Martínez de Perón; en Bolivia en 1971 contra Juan José Torres; en Chile en 1973 contra Salvador Allende; en El Salvador en 1979 contra Carlos Humberto Romero; en Panamá en 1989 contra Manuel Antonio Noriega y en 2004 en Haití contra Jean-Bertrand Aristide; y esto tan sólo en medio siglo, por no citar los golpes de Estado propiciados en el resto del mundo por el Imperio americano a lo largo de este mismo medio siglo. Después de cada uno de estos golpes de Estado hubo dictaduras más o menos sanguinarias, como la nuestra particular, la de Franco, que, si bien no propiciaron, sí mantuvieron.

Ahora, el rey anda desnudo en medio de un imperio resquebrajado y que empieza a amenazar ruina, fuertemente empujado por la potente economía china mientras Trump emula la siniestra figura de un Nerón o un Calígula, es decir, de un demente alucinado, con aires de profeta. Por ello tiene millones de seguidores, como los tuvieron todos los dictadores que en el mundo han sido. Y hay que recordar ahora que también Hitler fue aupado al poder por millones de alemanes que lo votaron, no una vez, sino varias. Y Calígula, que tan sólo gobernó el imperio del año 37 al 41, lo hizo durante el tiempo suficiente para mostrar que el pueblo le adoraba como un dios. Fue el primer emperador que se presentó a sí mismo como tal: también él luchó para reducir la influencia del Senado y aplastó a sus opositores.

Trump no se irá de vacío: dejará a estos millones de seguidores, convencidos de su mesianismo, resentidos ante una victoria que creen robada, convencidos que sus puestos de trabajo les fueron quitados por hispanos y negros y que su país, la plutocracia más grande del planeta, al fin resucitará para coronarles como héroes en el Capitolio que quisieron incendiar. En noviembre del año pasado escribí en esta misma sección que Eric Hobsbawm, el gran historiador del siglo XX, preconizaba hace ya veinte años el fin de la hegemonía norteamericana en el mundo, es decir, el fin del Imperio estadounidense. Y afirmé entonces que parece que los tiempos le dan la razón. Ya sé que no es de recibo andarse con autocitas, pero lo que yo escribí lo están pensando multitud de analistas que ven como esto es ya el final de una época, cuando el mundo se da cuenta de que nuestros maestros en democracia padecen de la misma enfermedad que nosotros, el fascismo, aun cuando en un Estado quizás más avanzado. Los verdaderos demócratas norteamericanos, que son también millones, han de tomar buena nota de lo sucedido; que no les ocurra lo mismo que a los biempensantes liberales de la República de Weimar, que creyeron, después del Putsch de Múnich, que el orden constitucional había sido restablecido. El carnaval del Capitolio presumiblemente no ha terminado todavía.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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