Creación

Once cuentos cortos imposibles

Relatos breves y surrealistas de Josemanuel Ferrández Verdú, titulados «Fantasía policíaca», «La columna Torcuato», «La magia del tiempo», «El fabricante de problemas», «Literatura», «La situación Jaramillo», «Los silencios de Astorga», «El libro», «Viaje a Gleis», «El contrato» y «El lago de los cisnes».

/ por Josemanuel Ferrández Verdú /

Fantasía policíaca

El detective Forrest se derrumbó moralmente al conocer la noticia. El asesino era un individuo llamado Alberto Gutiérrez, e, imprevisiblemente, Forrest no dudó de su culpabilidad. Forrest no consideraba concluyente ninguna de las pruebas aportadas por la policía; podía refutarlas una a una, despojarlas de su sentido acusador, invalidar los argumentos que implicaban necesariamente la culpabilidad de Gutiérrez. Pero no lo hizo. Creía en Gutiérrez como verdadero asesino de la señorita Josefina. Lo hallaba vinculado a su muerte por razones que excluían cualquier tipo de razonamiento. Solo el poder de la fantasía era capaz de llegar a esa conclusión: Gutiérrez era solo un asesino imaginario, pero el único verdadero asesino. Forrest podía demostrar rigurosamente que nadie más había asesinado a la bella muchacha.

Aquella noche Forrest no concilió el sueño. En la vigilia leyó a los poetas, masculló sus palabras, malentendió sus metáforas, se ofuscó con sus imágenes. Multitud de héroes acudieron a su cuarto.

La literatura —dijo— es obra de la imaginación, luego deberá tener en cuenta todas las posibilidades. Necesito un poeta que imagine al asesino, que construya con su lira la realidad del mismo. No puedo acusar a Gutiérrez con palabras vulgares, no tendrían fuerza probatoria. Tengo que acusarlo de lo que ha hecho y no de otra cosa.

Por la mañana cogió un tren. Iba a visitar a un lírico al que conocía. Le declaró sus intenciones en pocas palabras:

—Quiero que escribas un poema sobre un asunto que llevo entre manos. Lo habrás leído en los periódicos.

—No leo los periódicos. ¿Qué ha sucedido?

—Josefina ha sido asesinada. El autor es Gutiérrez.

—Un asunto complicado ese.

—Así es. ¿Podrás hacerlo?

—Creo que sí.

Aníbal Sebastián Salomón Ludwig de José era un poeta anónimo que se había consagrado al estudio de algunos manuscritos antiguos, igualmente anónimos.

Forrest permaneció varios días en casa de Salomón. Se les oyó hablar, discutir, comentar. Se oyó el ruido de libros que eran consultados, libros que se cerraban. Libros que se caían al suelo. Libros que eran depositados sobre la mesa.

Trece jornadas enteras fueron llenadas con el resultado de esta actividad. Al cabo de ese tiempo, el Dr. De José había completado su obra: un bello poema de mil versos encadenados, dividido en doce cantos de 80 versos cada uno más un preámbulo introductorio, todo ello completado con infinidad de notas aclaratorias que llenaban mil páginas en cuarto.

Forrest se despidió de su amigo con un imponente tomo de folios bajo el brazo. En su rostro podía leerse el rigor del cansancio.

Cuando el tribunal se reunió para decidir sobre la responsabilidad criminal de Gutiérrez, Forrest estaba allí y mostró al juez lo que, desde su punto de vista, constituía la única prueba capaz de incriminar al asesino de Josefina. El juez suspendió la vista y fue repartida una copia a cada jurado. Quedaron emplazados para el mes siguiente.

Acabado el plazo el jurado fue reunido de nuevo. Gutiérrez fue declarado culpable y hecho prisionero. El poema se entregó a las llamas y el detective Forrest descansó.


La columna Torcuato

La columna Torcuato fue erigida para desconcertar. Desde el valle es visible a una distancia de más de ciento cincuenta kilómetros. A medida que uno se acerca se comprende menos su tamaño. Once edificios caben en su base, que alberga una guarnición de setecientos hombres armados. Sobre ella se levanta lo que no cabe describir con moderación.

Cuando mi hijo tuvo uso de razón, decidí mostrarle algo que lo impresionara para siempre. Todos sus maestros me aconsejaron, unánimes, que lo llevara a ver la columna cuya erección tocaba, por aquél entonces, a su fin.

Yo había escuchado rumores acerca del oscuro proyecto. Quienes hablaban de ello lo hacían a escondidas como si se tratase de algo maligno aunque necesario, de lo cual dependería la vida de mucha gente.

Antes de iniciar el viaje largo e incómodo quise conocer algunos detalles. El más enterado era el profesor Horca, que ostentaba la cátedra de oratoria en la escuela de ingenieros. Sus informaciones me resultaron de gran utilidad para hacerme una idea de lo que iba a ver.

—Antes de nada —me dijo—, es necesario que comprendas que no se trata tan solo de una construcción más o menos gigantesca. Los beneficios que su enorme tamaño proporcionarán a los hombres no son de carácter físico, sino metafísico o moral. Lo único que se ha querido es hacer algo que no sea fácil de olvidar. Se trata más de un símbolo que de otra cosa. Y ha sido necesario hipertrofiar todas las concepciones arquitectónicas en vigor, porque, en el fondo, aquellos a quienes está destinada esa columna sucumbirán más fácilmente a sus desproporciones, tal vez monstruosas y posiblemente anómalas, que a la elegancia y ecuanimidad de todo el arte pretérito, cuyos efectos en el alma de la gente han sido, como es universalmente admitido, insignificantes… Es por lo tanto un ejemplo negativo, un símbolo de la estupidez y el desorden, el arquetipo de todo lo que no se debe hacer. Su interior es un museo de setecientas plantas con todas las falacias, errores, catástrofes, calamidades y maldiciones que ha padecido la humanidad desde antiguo por causa de sí misma. Sabemos que no es suficiente reunirlas para que desaparezcan, pero su presencia allí enumeradas y clasificadas por orden alfabético tal vez contribuya a crear un clima de prudencia a su alrededor, clima que con el tiempo se irá extendiendo hasta abarcar toda la faz de los países, a una velocidad radial de cinco centímetros por milenio…

Aunque sus palabras eran clarividentes me sonaron un poco huecas y lamenté entonces haberlo escuchado. Eché de menos lo que hubiera podido entender por mí mismo, sin su introducción moral.

Aquella misma noche preparé las alforjas para mi hijo y para mí. Antes de que amaneciera, nuestros pasos nos conducían a través del polvo. Atravesamos provincias enteras. Tropezamos con guerras, desiertos, muros, ríos, peregrinaciones y ciudades.

Los trabajos se iniciaron en el año de gracia de 1731 y las moscas, medidoras de la paciencia, no cesaron de ser ahuyentadas por procedimientos anárquicos. Dos eran los más usados: la miel explosiva que hace ignición al contacto con más de doce mil patitas y los leones podridos que eran mascaras de león rellenas de vísceras de león podrido. Las untaban con bergamota y estos animálculos tenían allí sus exequias.


La magia del tiempo

En un mercadillo de cosas usadas consiguió a buen precio una Retromax XQW de 1888 que le permitía retroceder o avanzar en el tiempo pequeños tramos o temporadas. Períodos cortos de unas pocas horas era todo lo que se podía conseguir con aquella antigualla que parecía sacada de algún cuento gótico antes que de una auténtica plataforma para alterar las coordenadas espacio-temporales de algún cuerpo sensible.

El caso es que, tal vez por aquello de que la cabra tira al monte, en el primer intento, el viejo artefacto, que era un modelo portátil, y que básicamente consistía en un adaptatorio que se incrustaba sobre el sujeto volador, con una palanca y una hélice para volar por el tetracosmos hacia atrás o hacia adelante, lo vino a depositar ante el puesto del mercadillo donde unas horas antes había adquirido aquél ingenio.

El vendedor, al verlo allí de nuevo, se quedó mirándolo con una interrogación en la cara:

—¿Qué sucede?

—Nada, su artilugio me ha traído otra vez aquí

—¿Y qué quiere ahora?

—Comprar otra vez la máquina del tiempo

—Pues eso va a estar difícil, porque ya se la he vendido hace un buen rato, mire, aún tengo aquí los dos billetes que me ha dado por ella —y sacó un par de billetes de veinte arrugados de un bolsillo del pantalón vaquero, tan ajustado que le costó lo suyo sacar el dinero.

—Pero es que con su máquina del tiempo he viajado justo hasta el momento en que aún no se la había comprado, como es fácil de comprobar, puesto que no la tengo.

—El que no la tiene soy yo

En efecto, la máquina del tiempo ya no estaba en el puesto. Había desaparecido durante el viaje de regreso

—Tenga en cuenta que al trasladarme al momento anterior a la compra yo estoy como antes de adquirirla, es decir, no la poseo.

—Seguro que se la ha dejado en su casa —dijo el otro.

—No creo. En las instrucciones de uso pone que la máquina, una vez colocada, acompaña al sujeto hasta el lugar a donde se traslade.

—Sí, pero ya sabe que estos modelos antiguos a veces hacen cosas raras.

—Por favor, compruebe la hora en su reloj.

El vendedor miró su reloj de pulsera y vio que eran las doce. La máquina se la había vendido a las diez. Se lo mostró al otro

—Aquí tiene la prueba, son las doce en punto y cuando usted vino eran más o menos las diez, por tanto ya han pasado dos horas de eso.

Pero el comprador miró su propio reloj que marcaba las diez menos cinco

—Mire, amigo, aún no son las diez en mi reloj, luego he retrocedido en el tiempo hasta antes de comprar la máquina.

—Bueno, dijo el vendedor, en tal caso no tiene motivos de queja ya que queda demostrado que usted ha viajado en el tiempo con mi máquina. Si la ha extraviado no es mi culpa.

—Eso es justo lo que le digo. Si estamos en el momento anterior a la adquisición, debe usted devolverme el dinero, y si tiene razón y su reloj marca la hora correcta, es que no he viajado y por tanto también debe devolvérmelo.

En ese momento se escuchó un ligero silbido y se vio descender al artefacto hasta posarse en el lugar que ocupaba en el puesto de venta al tiempo que los billetes, con cierta dificultad, salían del bolsillo del dueño de la tienda y se dirigían como por arte de magia al bolsillo del comprador, hasta introducirse en el mismo.

La máquina del tiempo, ilustración de principios del siglo XX para la novela de H. G. Wells

El fabricante de problemas

En aquel pueblo un día apareció un fabricante de problemas bien vestido y mejor hablado. Entró en el bar de la plaza del pueblo, donde se hallaba la iglesia y el ayuntamiento, y pidió un whisky escocés del siglo diecinueve. El dueño del bar, que era quien atendía la barra, se quedó pensando en qué siglo estaban, y al comprobar que el siglo diecinueve ya había pasado hacía mucho tiempo, le dijo:

—Lo siento, pero no me queda.

Pero, al parecer, el recién llegado no estaba dispuesto a renunciar fácilmente a su deseo

—Pero ¿cómo es posible una cosa así, no es acaso esto un bar? —dijo mientras señalaba unas cuantas botellas de licores dispuestas detrás del dueño sobre una leja alargada.

—Lo es, pero si no es usted retrasado mental ni nada por el estilo, comprenderá sin dificultad que un whisky de esa época no es lo que hay en los bares de pueblo. Tendrá que ir a buscarlo a otra parte, pedazo de arqueólogo.

—Lo que yo soy en realidad es un pedazo de romántico como la copa de un pino piñonero —dijo el recién llegado—. Además, en este pueblo absurdo necesitáis un jefe como el comer y como la copa de otro pino —dijo el botarate. Al oír aquello, todo el mundo se quedó de piedra.

—¿Qué es eso de un jefe —le preguntaron unos que había por allí distraídos.

—Yo, un jefe soy yo.

—¿Y para qué sirve? —le dijo el tabernero—. Porque aquí nadie tiene problemas de verdad, sino que la gente solo disfruta de falsos problemas y se queda tan tranquila. —Yo os enseñaré a crearos unos problemas que para sí quisieran en París.

Fue nombrado jefe, y la gente acudía a su casa para comprarle líos y asuntos desagradables y turbios, ya que en el pueblo no los vendían en ninguna tienda, pues eran comercios muy primitivos donde solo vendían piedras.

El recién nombrado jefe envolvía su mercancía con telas que afirmaba ser de procedencia húngara y las vendía a un precio muy bonito, ya que estaba escrito con letras góticas. Pronto se hizo rico y comenzó a desayunar huesos con chorizo pamplonés. 

La gente estaba contenta, porque el jefe les abastecía de todo tipo de conflictos y enemistades y jaleos.

Pero de tanto comprarlos, se quedaron sin dinero, y una comisión fue a ver al jefe para decirle que ya podía irse puesto que habían aprendido a odiarse ellos solos y además ya no les quedaba más dinero que el justo para no morirse de hambre. El jefe se puso muy triste, pero aceptó la proposición. Entonces salió del pueblo no sin intentar de nuevo tomar un whisky del siglo diecinueve en el bar de la plaza. El dueño del bar, al verlo aparecer con la misma cantinela, le dijo:

—Mire usted, dé gracias a que soy un hombre pacífico, que si no iba a salir de mi bar con un ojo morado y el otro también.

Entonces dijo el jefe:

—No me iré de aquí mientras haya un solo hombre que no sepa construir sus propios disgustos y pesadumbres.

Y la gente le aplaudió y defendió.


Literatura

—Mi padre nació en la famosa novela El dinosaurio de Monterroso —comenzó a decir Marlowe—, pero era tan corta que apenas comenzó a caminar se salió de la misma por el lado donde no estaba el monstruo, y se fue a vivir a las obras completas de un tal Chandler, donde conoció a mucha gente, la mayoría de ellos pillos y seductores con pistola. Cuando yo nací la cosa se había puesto muy removida… Una noche, alguien intentó clavar un adjetivo en el corazón de una joven no tan inocente, pero ella se defendió del asesino arrojándole varios pronombres demostrativos y un gerundio perifrástico en voz pasiva. Cierta sombra se había encerrado entre las líneas en la penumbra de un párrafo para desde allí observar un diálogo que tenía lugar varias páginas más adelante. Durante más de treinta años, he mantenido una constante preocupación por algo de lo que no sabría explicar en qué consiste. Kuego me trasladé a una novela corta llamada Regomello, porque me habían asegurado que allí estaría tranquilo y podría dedicarme a mis cosas, pero al cabo de pocos días cometí un asesinato. Resulta que yo era el culpable sin saberlo, pero de eso no me enteré hasta la página 122. Entonces quise volver hasta la página 51, que era por donde había accedido hasta la novela falsamente tranquila, pero una frase relativamente simple se opuso a ello impidiéndome el regreso. Era una frase que la víctima profería hacia la página 74 más o menos, y decía lo siguiente:

—No voy a permitir que hagas ninguna tontería, merluzo.

—Yo no hago tonterías —le dije para que se apartara y me dejara volver a salir—, y creo que harías bien en apartarte para que salga ya que soy el asesino de tu personaje en la página 122.

—¿Si? No me digas, mira cómo tiemblo —y la frase comenzó a reír a mandíbula batiente.

—Si no me crees, puedes ir a verlo.

Pero era ambiciosa, y deseaba apoderarse de la víctima, para lo cual iba diciendo por todo el capítulo que era la verdadera responsable de la personalidad que iba a morir a manos de un desconocido.

—Solo estás intentando conquistar a un muerto —le dije.

Quise avisar a la víctima, pero estaba rodeada de amigos que me miraban como si fuera un forastero, lo cual era cierto. Cuando me disponía a acabar con la vida del personaje, llegó la frase de nuevo:

—Estás acabada —dije—, y saltando por encima me escabullí por una mancha de sangre.


La situación Jaramillo

—Estaba haciendo las maletas para salir de viaje. Había consultado mapas y biografías de turistas ingleses.

Sonó el timbre de la puerta, y al abrir vi a alguien, más o menos de mi edad, que preguntaba por mí.

—Yo soy —dije

—Yo también soy tú —dijo el recién llegado—. Tenemos el mismo yo.

Me quedé mirándolo sin saber qué decir

—Pasa —le dije—. Tenemos que hablar.

Le ofrecí algo de beber

—¿Qué es lo que pasa?

—Que somos el mismo. Me ha costado encontrarte, pero al fin he dado contigo. Quiero celebrarlo, aunque no sé por qué.

—¿Y cómo sabes que eres el mismo que yo? —le pregunté.

—Porque he estado pensándolo bastante y sé que soy tú.

—¿En qué lo has notado?

—En nada. No hace falta notar nada para saber quién es uno.

—En eso estoy de acuerdo. Pero creo que podría deberse a una simple coincidencia. Una casualidad más de la vida. De todas formas, creo que si eso fuera cierto yo también debería saber que soy tú —dije.

—No tiene porqué ser así. Tú solo sabes que eres tú, pero yo también sé que soy tú.

Esta respuesta me asombró

—¡Caramba! —dije—. No entiendo nada

—Yo tampoco —dijo—, pero lo sé porque lo vivo y soy consciente de ello.

—Sea como sea, el caso es que ahora mismo iba a marcharme de viaje. Quiero visitar alguna ciudad de provincias.

—No es mala idea. ¿Piensas ir solo?

—No. Viene conmigo una amiga que es una intelectual y no está mal ni como intelectual ni como amiga.

—En tal caso iré con vosotros, ya que si ella es cultivada no se sorprenderá demasiado de nuestra duplicidad egoísta.

Eso no me hizo mucha gracia. El tipo era astuto y podría utilizar argumentos para que ella se interesara por él.

Nos reunimos en la estación, porque el tren partía enseguida. Mi amiga se quedó atónita, a pesar de ser una intelectual, al conocer la coincidencia de egos entre el mío y el del otro que se llamaba Pepe, y que, al parecer, siempre se había movido en ambientes sofisticados.

Ella era experta en lenguajes artificiales y retórica de salón. Sabía disecar caracoles, falsificar ensaladilla rusa de primera generación. Había estudiado democracia en Tirana, tenía gran habilidad con los picatostes y era diplomada en teoría de la paz por West Point.

—Este soy yo —le dije al presentárselo—, y se llama Pepe.

—¿Tu otro yo? —preguntó ella—. Pues no os parecéis demasiado.

—No, no es mi otro yo, sino mi mismo yo, es decir, yo mismo pero… En fin, ya lo ves. Tenemos coincidencia de egos.

—Encantada —dijo ella con cara de póker.

—Entonces, si te hablo a ti, ¿le hablo a él también? —preguntó.

—Puede ser —dijo Pepe.

—Esto es bastante raro, y me gustaría saber con quién hablo.

—Así es —dije—. No sabemos lo que puede pasar de ahora en adelante.

—Ya, pero eso es fácil decirlo —dijo ella —, porque, si llegaras a amarme, entonces, ¿él también me amaría?

No te preocupes —dijo Pepe—. Conmigo no vas a tener esa clase de problemas.

En la estación tomamos unos billetes para Badajoz.

—¿Y dónde has estado todo este tiempo?

—Por ahí.

—Pero ¿cuándo te enteraste de que eras yo? —le pregunté.

—Hace dos semanas. Estaba en Almería y una tarde fui a dar una vuelta por el puerto. Había gente comprando chocolate. De pronto sentí como si me hubiera caído un pedrusco en la cabeza. No daba crédito a lo que me estaba pasando, pero una evidencia muy fuerte se me impuso de golpe y me quedé pensando como tres horas, de pie, mirando un poste de la luz.

Al principio creía que no me podía mover, pero al cabo de un rato me fui andando. Sin embargo, alguien se dio cuenta de lo que me pasaba. Era un hombre con barba blanca y vestido con ropas anchas.

Acercóseme y dijo que se llamaba Jaramillo, y que era psiquiatra. Yo no sabía qué decirle, pero enseguida averiguó lo que me estaba pasando.

—También es casualidad —dijo ella.

—Explicóme luego que yo era un caso de una enfermedad descrita en un artículo suyo que había enviado a una revista de psiquiatría. A mí, la verdad, todo lo que dijo me parecía increíble, pero como estaba mareado no podía pensar. Jaramillo me aconsejó que no me pusiera nervioso.

Sebastián Jaramillo perdió su ego durante la guerra. Un trozo de metralla se lo arrancó de raíz. Fue llevado semiinconsciente hasta un hospital donde intentaron ponerle el de un recién fallecido que lo tenía intacto. Pero con las prisas y las malas condiciones el cirujano se lo puso al revés y, una vez cerrado su celebro, pues con buen criterio se lo pusieron allí, así se quedó.

Desde entonces comenzó a notar ciertas molestias psicológicas, como cuando estuvo mucho tiempo sin decir esta boca es mía.

La belle société, de René Magritte (1965-1966)

Los silencios de Astorga

Aunque los silencios de Astorga tienen fama de ser los mejores de España, no por eso debemos menospreciar los silencios elaborados en otras regiones de nuestro país.

En Galicia, para no ir más lejos, es fama que algunos de sus más conspicuos y silenciosos fabricantes de silencios dan a veces al público obras maestras.

Uno está ahí y de pronto ve cómo un gallego te guarda un silencio de esos de agárrate y no te menees y uno tiene que quitarse el sombrero y decir ¡chapeau! Que significa «sombrero» en francés.

Aunque si te quitas el sombrero no estoy seguro si hace falta decir lo de chapeau, ya que, al haberte quitado ya el sombrero, decir sombrero, aunque sea en otro idioma, no tiene mucho sentido.

Lo que pasa es que como mucha gente no sabe todavía que chapeau significa «sombrero» en francés, también puede ocurrir que te quites el sobrero, digas chapeau y sin embargo nadie advierta la redundancia que acabas de cometer.

Pero tanto si llevas sombrero como si no, en Astorga uno tiene la sensación de que guardar silencio cuando pasea por esas calles llenas de soledad y alegría es una sensación que no se parece a ninguna otra, y callarse incluso cuando todo se pone en contra resulta a veces tan embriagador que más de uno ha llegado a decir que el que calla Astorga.

Silencio, de Katarzyna Skulik

El libro

En la Puerta de Oriente había sentado un árabe. Anotaba en un libro a la gente que entraba o salía y con el tiempo el libro se llenó y la gente al pasar lo veía atareado. Uno, que se detuvo a observarlo, le preguntó una vez por qué hacia aquello y él respondió:

—Para estudiar la muchedumbre.

—Apúntame a mí —le dijo.

Pero el árabe se negó a apuntarlo, porque el otro no creía en el mundo.

Entonces el otro se fue renegando. Como tenía mal carácter, no comió ese día.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su mujer

—Nada —dijo.

—¿Por qué no comes?

—Porque no tengo hambre.

—Algo te ha pasado.

—Calla, mujer, y déjame en paz, si quieres.

Pero el hombre volvió aquella noche y, cuando el árabe se disponía a marchar, se echó sobre él y le arrebató el libro. Luego le hundió un puñal en el corazón.

Feliz con su libro fue a su casa, donde leyó los nombres y la vida de mucha gente. Todos estaban allí, cada cual con su nombre de pila, copiados por la mano llena de sabiduría del árabe en caligrafía arábiga.

—Bien —dijo—, me apuntaré yo y escribiré mi propia vida, con lo cual seré la corona.

Así lo hizo, pero notó que su mano no le obedecía, como si una voluntad distinta a la suya la guiara. La mano del asesino escribió la vida del árabe, a pesar de que había sido una vida larga y confusa y llena de situaciones arábigas. Aunque se esforzaba en anotar los datos de su propia vida, lo que su mano escribía pertenecía a la vida del muerto.

Cuando estaba terminando la biografía involuntaria, la mano le tembló y tomando el cuchillo, que estaba a su lado, se lo hundió a sí mismo en el celebro.

Después escribió la palabra fin.


Viaje a Gleis

Para llegar hasta Gleis, donde actualmente se construye la pirámide, muchos hombres eligen el caballo y hacen el viaje a gran velocidad. La decepción los derrumba a pocos kilómetros de las obras, cuando comienzan a sentir lo inútil de su esfuerzo. El disponer de un caballo ha sido su ruina, porque a Gleis solo se puede llegar después de un largo aprendizaje, y escritas en el polvo del camino se encuentran las palabras, que las patas de los caballos borran.


El contrato

Hace unos años fue descubierto el caso de un hombre al que hallaron en medio del campo, solo, andando sin rumbo fijo. Unos jóvenes que paseaban lo vieron y dieron parte a la guardia civil. Cuando lo detuvieron, afirmó que estaba desolado. Luego fue depositado en un depósito de personas incontroladas y se le asignó el nombre de Pérez.

La vida de Pérez es la siguiente: había nacido en Estocolmo, de una familia de esclavos portuarios originaria de Katmandú. Como su padre, Pérez obtuvo el título de esclavo en la universidad de Uppsala con notas excelentes, destacando especialmente en la disciplina de subordinación psíquica referencial, sobre la que realizó un máster en Oviedo en el que demostró resultados sorprendentes, que luego publicaría en la revista de la sección croata del KGB Piraautas Barafostos.

En su trabajo demostraba que es posible, bajo ciertas condiciones, que algunos hombres asuman culpas de otros y estableció las bases para lo que se ha dado en llamar contratos de arrepentimiento.

Al poco de publicarse su tesis revolucionaria, recibió una llamada desde Londres rogándole que se presentara de inmediato en la mansión de Sir Julius.

No otra cosa hizo nuestro hombre. Se deslizó hasta el canal de la Mancha y después de cruzarlo tuvo que llevar sus ropas a la lavandería. Luego tomó un tren hasta el condado de Oxfordshire, y, una vez allí, se dirigió a pie hasta la mansión situada en medio de la campiña, rodeada de árboles y de ancianas inglesas con cara de ancianas belgas.

El orgulloso Sir Julius en persona salió a recibirlo a la puerta de su enorme casa solariega. Le mostró la biblioteca del siglo XVI y algunas cacerolas de cobre de la cocina. Le presentó al servicio, compuesto por tres personas y catorce inmigrantes. Luego le mostró sus habitaciones.

Después de tomar un lunch en el salón noble, le propuso los términos de su contrato de arrepentimiento.

—No hace falta que le explique en qué va a consistir su trabajo, puesto que usted ha publicado un brillante artículo en el que lo explica con suficiencia. Es quien más sabe del asunto.

—Me siento halagado por sus elogios —dijo Pérez.

—Entonces vayamos al grano. Pasará usted en adelante a hacerse cargo de todos mis pecados, mortales y veniales, de los que deberá arrepentirse adecuadamente por mí, ya que yo soy incapaz de hacerlo, debido a mis obligaciones familiares y para con mi país, que ha depositado en mí su confianza.

—Entiendo perfectamente, milord.

—Cada lunes recibirá usted puntualmente, a las siete y veintitrés minutos de la mañana, una lista completa de todos aquellos pecados o pecadillos que haya cometido durante el fin de semana, que es el tiempo que dedico a pecar con la familia, aunque a veces me retiro a mis aposentos personales para cometer algún que otro pecado más íntimo. A partir de ese momento tendrá exactamente cuatro días, siete horas y cincuenta y tres minutos para arrepentirse en mi nombre. Verá que hemos colocado un confesionario gótico florido en un gabinete adjunto a sus habitaciones, dentro del cual se encuentra situada una copia serigráfica del cuadro de Francis Bacon titulado Inocencio X, que no es sino una interpretación del famoso retrato de Velázquez del papa Inocencio X del año 1651. Deberá obtener un arrepentimiento satisfactorio desde el punto de vista litúrgico, teológico, ético y emocional. Tiene exactamente hasta el viernes a las quince horas y seis minutos de tiempo para llevar a cabo su trabajo de un modo completo y cabal, de manera que al comenzar el nuevo fin de semana, cuya hora de inicio es exactamente treinta y tres minutos después de esa hora, es decir la edad de Cristo, mi alma estará limpia de polvo y paja y perfectamente preparada para iniciar otra ronda después del té. No sé si me he explicado con claridad, señor Pérez. Pero si todavía tiene alguna duda, no dude en preguntar cuanto desee antes de comenzar sus tareas mañana mismo, que es lunes.

—Bueno, creo que sé cómo hacerlo, pero lo que no termino de comprender es lo del cuadro dentro del confesionario: ¿cómo es posible que una simple reproducción de un cuadro de Bacon que es, a su vez, una interpretación de otro cuadro de Velázquez de un papa romano, pueda darme la absolución de los pecados de usted?

—¿Ha oído usted alguna vez que tal copia de tal cuadro se negara a dar la absolución de los pecados de algún miembro de la aristocracia rural inglesa, representada por alguien convenientemente sometido a un contrato elaborado en la City? —preguntó Sir Julius a su vez.

—Pues, pensándolo bien, nunca.

—Entonces ya está. ¿Alguna otra duda?

—Ninguna, milord.

Pérez comenzó al día siguiente. Puntualmente le fue entregada una lista manuscrita en un papel con membrete de la casa de los Oxlane en la que, con una perfecta caligrafía art decó, se le desgranaba una serie de pecados, algunos de ellos horripilantes y otros realmente graciosos, amén de curiosidades como haber deseado que cayera el jarrón encima del gato cuando iba en silencio meditando en algún ratón por el pasillo.


El lago de los cisnes

En Baltimore vivió un agricultor infatigable que, cuando todo el mundo estaba dormido, él seguía cultivando plantas y cereales. Así, desecó un terreno pantanoso y después lo convirtió en un huerto de árboles frutales. Una mañana, cuando se disponía a comenzar la faena agraria en su huerto, observó, en silencio, que alguien había abandonado un violonchelo bajo uno de los árboles. Junto al instrumento se hallaba la partitura de El lago de los cisnes.

El fumigador cogió casi involuntariamente la partitura y, abriéndola por una página cualquiera, se embebió de tal modo en ella que olvidó la fumigación vegetal que tenía prevista. Las moscas y pulgones revoloteaban alrededor de los naranjos y melocotoneros y mientras tanto aquél fumigador no salía de su asombro mirando y recorriendo los pentagramas geniales del ballet de Chaikovski.

Sin embargo, cuando ya creía haber comprendido cabalmente aquella escritura un tanto caótica, levantó un instante la vista y sus ojos se llenaron de terror. Un ejército de pequeños insectos voladores parecidos a notas musicales escritas como negras o corcheas evolucionaba ante su vista al ritmo de aquélla melodía grandiosa y al mismo tiempo que simulaban la bellísima coreografía del ballet se disponían formando milagrosamente un tejido gráfico muy parecido al que mostraba la partitura.

—¡Malditos pulgones! —exclamó el fumigador de Baltimore al mismo tiempo que, en un arranque de genio musical, tomaba en sus manos el violonchelo y comenzaba a interpretar una suite para cello solo de Bach, de manera que las notas del gran músico de Leipzig se elevaban en el aire entre los árboles frutales como un prodigio del arte y la agricultura.

Al cabo de una semana de estos acontecimientos agrario-musicales, el fumigador, de nombre Valdomer, recibió una carta del FBI en la que se le urgía a presentarse en las oficinas que este organismo posee en Baltimore. Allí fue interrogado por una agente llamada Susan.

—¿Qué hizo el viernes pasado entre las nueve y las diez de la mañana? —le preguntó.

Valdomer le contó su extraña experiencia con las moscas y los pulgones y el violonchelo.

—¿Piensa que voy a creerme su coartada? —dijo ella.

—¿De qué se me acusa? —quiso saber el fumigador.

—Del asesinato de Shi Mho.

—¿Quién es ese, si puede saberse?

—Un mongol que apareció muerto hace dos meses y su cadáver no ha sido encontrado.

—Pero ¿no dice que apareció muerto? ¿Dónde apareció?

—En un callejón de Ulán Bator.

—¿Y no han encontrado el cadáver?

—No.

—Pero eso es muy raro.

—Y que lo diga.

—¿Qué tengo yo que ver con eso?

—Todos los indicios apuntan a usted.

—¿Qué indicios?

—Todos.

—¿Y cuáles son todos? —dijo Valdomer molesto.

—Había una mosca en el lugar donde no fue hallado el cadáver. Eso le señala a usted directamente.

—¿Es que piensa que yo voy dejando moscas por ahí? Además —dijo Valdomer—, si eso ocurrió hace dos meses, ¿por qué me pregunta lo que hice el viernes de la semana pasada?

—Es mi trabajo —dijo ella.

—¿Y por qué había una mosca allí? ¿Qué hacía esa mosca allí? —preguntó Valdomer.

—No lo sabemos, pero lo estamos investigando. Le hemos seguido los pasos a la mosca. Estuvo en el Bolshói viendo El lago de los cisnes. Luego se metió, de manera misteriosa, en el interior de un violonchelo de uno de los maestros de la orquesta que había tocado la partitura. Resulta que dicho maestro es dueño de una tienda de insecticidas agropecuarios de Baltimore y en esa tienda lo conocen a usted.

—No entiendo nada —dijo el fumigador—. ¿Por qué no detienen al maestro de violonchelo y le hacen un interrogatorio?

—Ya lo hemos hecho y lo niega todo. Niega que haya habido una mosca en su instrumento en toda la temporada de fumigaciones y de la ópera de Moscú, y también niega que esa mosca hubiera estado en el Bolshoi durante la representación de El lago de los cisnes.

—Miente —dijo Valdomer.

Al cabo de varios días organizaron un careo entre Valdomer y el violonchelista llamado Predicarius Gomis. Estaban los tres. Gomis trajo consigo un reloj de pulsera que llevaba en la muñeca derecha y que poseía un grosor exagerado. A veces el reloj emprendía una febril carrera contra el tiempo y sus agujas comenzaban a girar con una velocidad angular de pi radianes por segundo, al tiempo que un zumbido semejante al de un abejorro de las islas Pringadas acompañaba aquella carrera extraordinaria.

Al oír ese zumbido tanto Valdomer como Susan se levantaron de la mesa donde estaban en compañía de Gomis y fueron en busca de un abogado.

Después de aclarar lo del reloj, Valdomer se vio acusado por Gomis de no haber comunicado a la autoridad la presencia del violonchelo en su plantación.

—¿Por qué no nos dijo que había un instrumento de cuerda bajo uno de los naranjos? —le inquirió Susan.

—Porque quería fumigar para el pulgón verde de Cabo Verde, que estaba ocasionando grandes arrollamientos en las hojas de los naranjos.

—¿Había alguna mosca en el violonchelo? – dijo Susan mirándolo fijamente

—No lo sé. Había una partitura de El lago de los cisnes.

—Y ¿qué hizo usted? —dijo Gomis.

—Ya le he dicho que iba a fumigar.

Gomis miró su reloj de pulsera y se puso a escribir sobre un papel. Trataba de dibujar un violonchelo reposando junto a un naranjo.

—¿Qué intenta hacer? – le dijo Valdomer.

—Quiero que la agente Susan vea claramente la escena del crimen.

—¿Dónde está el muerto? —dijo Valdomer.

Esta pregunta pilló por sorpresa a ambos.

Tras esta rápida conversación, fueron los tres hasta el huerto de Valdomer, quien había abandonado allí la mochila de fumigar y los productos químicos fitosanitarios. Luego fueron a la tienda propiedad de Gomis, donde Valdomer había adquirido aquéllos productos a un precio irrisorio.

Uno de los dependientes de la tienda se llamaba Lua Pu y era primo del muerto Shi Mho.

Al ver a Valdomer, Pu intentó venderle varios botes de productos fitosanitarios y herbicidas selectivos.

—Tu primo Mho ha muerto —le dijo Susan—. No hemos encontrado su cadáver, pero creemos que el autor del asesinato tenía un violonchelo con el que había intentado varias veces huir hasta Groenlandia.

—¿Qué hay en Groenlandia? —preguntó Pu.

—Algunas personas que estarían dispuestas a pagar una suma considerable por un violonchelo. Parece ser que allí escasean mucho.

Después de algunos regateos, Pu consiguió vender a Susan un insecticida para la mosca de verano, ya que ella pasaba sus vacaciones en una plantación de maíz de unos amigos en las llanuras de Alabama.

El 24 de agosto, mientras araba un campo de maíz, Susan desenterró un viejo cofre que había pertenecido a un antepasado de Predicarius Gomis. Dentro del cofre encontraron una bandera de la confederación y algunos objetos personales del Dr. Alloysius Jeremías Gomis, quien había emigrado desde algún pueblo del sur de Rusia. Había sido miembro de una familia judía de emigrantes y se había embarcado hacia el continente americano a raíz de la persecución y los progroms contra los de su pueblo.

Entre otras, encontraron una fotografía de Shi Mho tocando el violonchelo junto a un árbol gigantesco.

[EN PORTADA: El lago de los cisnes, por Advait J. K.]

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2 comments on “Once cuentos cortos imposibles

  1. Pingback: Once cuentos cortos imposibles — El Cuaderno – Julisa Soto

  2. ¡Me encantó!

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