/ Cuentos elementales / Josemanuel Ferrández Verdú /
Recibió una llamada desde Tokio a las cuatro de la madrugada.
—Óigame, por favor: ¿el señor Julián?
—Sí… ¿qué pasa?
—Necesito hablar con usted.
—¿Qué…? Pero ¿quién es? ¿Qué hora es?
—Un admirador. He oído hablar de usted, de su gran capacidad para resolver problemas de otros.
—¿Cómo? ¿Qué? No sé de qué me habla… No quiero saber nada de nadie, y menos a estas horas. Me importan un pimiento los problemas de la gente.
—En ese caso, es usted mi hombre: solo alguien como usted es capaz de entender los problemas y, por lo tanto, de resolverlos.
—No sé quién es usted, pero me da igual: no se equivoque conmigo, yo no soy su hombre, ni su mujer tampoco. Tengo mucho sueño y estas no son horas de despertar a nadie.
—Eso ya lo sé.
—Entonces porqué me llama y me despierta a estas horas?
—Porque he oído hablar mucho de sus actividades y me lo ha recomendado mi amigo Hirochi Mo Ko.
—No conozco a nadie llamado así.
—Eso es problema suyo, yo lo que digo es que se ha hecho usted muy famoso en Tokio capital y no se habla de otra cosa en el barrio elegante, entre la gente fina que come pescado crudo.
—Me importa poco lo que coma toda esa gente.
—Venga, hombre, no sea así, póngase en mi lugar.
—¿Se puede saber qué es lo que quiere?
—Que venga a Tokio, quiero presentarle a un par de amigos.
—Lo siento, pero me es imposible.
—¿Por qué?
—Porque, entre otras cosas, no tengo dinero para ir a Tokio, ni nada que hacer allí. Además, son las cuatro de la madrugada.
—Por eso no se preocupe, le vamos a pagar el billete y se alojará en casa de una amiga mía que está de muy buen ver… y cuando venga, verá como se le ocurre algo para hacer.
—No sé, no sé.
—Estupendo. Le envío el billete y ya hablaremos. Tómese el tiempo que quiera.
Al cabo de dos semanas, Julián estaba en Tokio, y lo recogió un hombre llamado Makido Mido, el cual lo condujo directamente a casa de una joven estudiante de ciencias plásticas llamada Aranira Nirani.
Julián era un hombre sumamente desconfiado, por lo que esperó a ver qué pasaba antes de tomar cualquier iniciativa. Al día siguiente, lo invitaron a una fiesta en su honor, donde conoció a más de ciento cincuenta admiradores y admiradoras que hablaban, todos ellos, de las inmensas cualidades de Julián. No deseaba hacerse el desagradable, por lo que no quiso negar abiertamente que él poseyera las virtudes que le atribuían.
Después de la fiesta, Julián comenzó a pensar que tampoco estaba tan mal en Tokio y que de hecho Japón era un gran país, muy industrial y muy artístico. Los japoneses eran excelentes personas en general y habían realizado grandes proezas en el pasado, y sin duda alguna las seguirían realizando en el porvenir.
Después de varios días de pasear por la ciudad sin tener nada que hacer, comenzó a pensar que acaso debería preocuparse por los problemas de los habitantes de Tokio, y le preguntó a su anfitriona que de qué manera él podría hacer algo por ellos.
—No te preocupes —le dijo Aranira—; cuando surja algo, ya te lo diremos.
Con lo cual, enseguida Julián se dio cuenta de que allí iba a estar mejor que en ninguna otra parte.
Poco a poco se fue acostumbrando a su nueva vida de héroe y de hombre lleno de fama. Muchos le llamaban para felicitarle por sus grandes y magníficas cualidades de hombre de bien…, hasta que, un día, alguien le dijo que tenía un problema. Julián se entusiasmó con aquella noticia porque ahora iba a demostrar de lo que era capaz. Fue corriendo a la casa del hombre que tenía el problema y le pidió por favor que le explicara cuál era la naturaleza del mismo, para ocuparse inmediatamente de su solución.
—Lo ignoro. Sé que no soy feliz, pero desconozco la causa.
—Bueno —dijo Julián—, la falta de felicidad así, en general, sin datos más concretos, no constituye lo que se puede decir un problema, sino que es algo tan vago e indefinido que no es posible reducirlo a términos manejables, no sé si me explico con claridad.
—Sí —dijo el japonés de Tokio, un poco decepcionado—. Lo ha hecho con demasiada claridad; comprendo que es muy fácil ir por ahí dándoselas de arreglarlo todo, pero cuando surge una cosa seria, entonces las cosas ya no son tan fáciles —le dijo en tono de recriminación.
Esto le sentó a Julián bastante mal, ya que ponía en tela de juicio su posición de hombre capaz de resolver cualquier cosa. Si se corría la voz de que no había sabido resolver lo del japonés de Tokio, llamado Usumiyo Tomiyo, entonces, tal vez, la gente dejaría de llamarlo para felicitarlo por sus atributos incontestables. Durante muchas noches, no concilió el sueño pensando en Usumiyo y en la forma de aliviarlo de su desesperación; pero no se le ocurría nada de nada. Varios días después se le ocurrió buscar el socorro de algún experto en la materia, psicólogo, psiquiatra, cura, poeta, borracho, etcétera; pero en todos veía pocas posibilidades de ayudarle. Entonces fue a ver a un político, de los que prometen la felicidad a sus votantes.
—Vamos a ver, buen hombre, ¿qué puedo hacer por usted? —le preguntó el político.
—Conozco a alguien que no es feliz.
—Eso es lo normal —dijo el político—. Yo, de usted, no me preocuparía.
—Sí, pero es que esa persona no se conforma con eso y dice que, si no le ayudo a ser feliz, va a desacreditarme.
—No entiendo las razones que pueda tener ese hombre para desacreditarlo. Al fin y al cabo, la cosa no es asunto suyo.
—Pues ahí está el meollo: en que a mí me llamaron y he venido desde España porque todo el mundo pensaba que yo era capaz de hacer grandes cosas, y ahora resulta que a la primera de cambio no sé qué hacer.
—Bueno, bueno, hágase el tonto y que cada vela sostenga su mochuelo o como se diga el refrán ese… Usted déjelo tranquilo a su amigo y verá como él solo se las arregla de una forma o de otra.
Julián se disponía a marcharse de casa del político, pero cuanto ya estaba en la puerta se volvió y le dijo:
—Pero usted prometió la felicidad a los que le votaran, ¿recuerda?
—Y lo he cumplido. Yo soy feliz, o al menos lo fui la noche del recuento. Tal vez no oyeron bien lo que dije en el mitin, porque la gente empezó a aplaudir justo cuando estaba diciendo eso.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Lo que dije fue, textualmente, «si me votáis os prometo que me haréis feliz», pero empezaron a aplaudir antes de acabar la frase, justo cuando dije «os prometo», y luego hubo mucho lío y música y felicitaciones, etcétera. No sé qué les hizo pensar que cuando hablé de felicidad me refería a ellos: un malentendido. Pero cualquiera, con dos dedos de frente, sabe de sobra que eso es imposible.
Aquellas palabras, tan bien dichas, convencieron a Julián de que nada podría esperar de aquel sujeto que se explicaba a las mil maravillas.
Julián no tuvo más remedio que aceptar la situación, aunque le venía muy cuesta arriba que se viniera abajo su reputación ganada con tanto esfuerzo durante varias semanas. Ahora, por culpa de un idiota, la gente iba a empezar a desconfiar de él y se le acabaría el bienestar del que disfrutaba, por lo que comenzó a darle vueltas a la cabeza para pensar en posibles soluciones a su problema. Pensó que tal vez si se fuera a vivir con el desgraciado y tratara de alegrarle la vida de un modo u otro, podría ser que la cosa se fuera arreglando poco a poco…
Habló con Usumiyo y le propuso matrimonio de carácter gay. Pero el otro dijo que no, que no se casaría con alguien tan famoso, ya que eso sería peor aún que su estado de persona privada, anónima y tranquila, y que si tenía que ser desgraciado, prefería seguir siéndolo él solo que no con la carga de otro, aún más idiota que él.
Esta respuesta le sentó a Julián como una patada en la boca del estómago. Esa tarde la pasó en su habitación completamente solo, pensando en las consecuencias que podría tener el asunto si se hacía público.
Cuando Aranira lo vio en tan lamentable estado, intentó consolarlo y le propuso relaciones amorosas, pero Julián no estaba para zarandajas, por lo que rehusó su amistosa proposición.
Julián comenzó a frecuentar bibliotecas públicas y privadas hasta que dio con los diarios filosóficos de Wittgenstein. Después de haberlos hojeado hasta la saciedad, cuando ya estaba a punto de comprender aquellos apuntes filosóficos extraordinarios, una tarde irrumpió en su casa un vendedor de salchichones de Jabugo. Intentó venderle un salchichón con tanta vehemencia que Julián quedó entusiasmado por la alegría de aquel vendedor. Entonces corrió hasta donde estaba el señor Tomiyo y le habló de dedicarse a la venta de salchichones ibéricos, y que eso podría ser la solución de sus problemas. Al oírle decir eso, Tomiyo se retiró a una habitación retirada de su casa e intentó quitarse la vida por el procedimiento de separar el espíritu del cuerpo. Para ello, solicitó la ayuda de Julián, al cual rogó que cogiera su espíritu por un extremo y tirase de él hasta desprenderlo completamente de su carne. Julián no sabía si debía hacerlo para ayudar al desgraciado, o si por el contrario sería más ético negarse alegando alguna clase de escepticismo con respecto a la cuestión de la separabilidad de carne y espíritu.
Después de una serie de discusiones metafísicas de alto contenido ontológico y semántico, Julián logró que el señor Tomiyo se resignara a su condición de infeliz, y tratara de dedicarse a algo que le diera alguna satisfacción. Pero, de pronto, Usumillo lo miró con desesperación y le dijo:
—Ya que no puedes, voy a hacer que sepas lo que es la infelicidad —y aproximándose a Julián, con las manos crispadas estaba a punto de alcanzarlo cuando despertó Julián en medio de un terror y un hambre atroz.
Colgando de la lámpara del dormitorio había un gran salchichón atado a un hilo, y Julián lo devoró como si no hubiera un mañana.
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