/ texto de Tomás Sánchez Santiago / fotografías de Encarna Mozas /

Absorta y desmandada, una mujer va cantando por la calle. Lo hace a media voz, decidida como si quisiera entregar cuanto antes a lo público su canción porque es quizás lo único que tiene. Pone el paso muy vivo, en concordancia con la melodía. Por un momento, cuando pasa a mi altura, puedo verle la cara. Es feliz, sin duda. Eso es lo que nos está diciendo a todos para que la acompañemos en su dicha. Imagen de la alegría, que se sobrepone a la sordina del tráfico y al ceño transeúnte. Yo aprieto el paso para no perderla, para seguir en pos de esta mujer entusiasmada allá donde ella vaya.
En la frenética carrera de todos los países por acumular vacunas contra el virus ya se han establecido turnos y normas de comportamiento: primero Israel como cliente distinguido; luego los que tiene permiso para dar cuerda a la Historia (Europa, Canadá, Inglaterra o EE UU han comprado excedentes hasta un 200%); más adelante, ya a los postres del convite clínico, las migajas serán para esos otros pueblos que no pertenecen al club de los confortables y que, por tanto, deben esperar aún contando sus muertos minuciosamente. La consigna, una vez más, está clara: ¡Sálvese quien tenga!

Visto de lejos, el hayedo de La Boyariza, en este final seco de invierno, emite ya un vago resplandor rojizo y espectral. Es como si una gasa afantasmada estuviese esperando en las ramas la resurrección de la primavera. Primero está la luz y luego las realidades que de ella emergen, tal como se dice de los días de la creación. Eso vimos en la mañana del domingo.
Ocho de marzo. Amanecer. Empieza la semana. Día por fin iluminado como ninguno. En lo oscuro, ya esperaban los pájaros más tempranos agarrados a los hilos del tendido eléctrico. Ellos lo sabían, sabían que toda la luz del final de invierno se quiere apretar en las horas de esta fecha. Y ahí cabe.

Era Walter Benjamin quien nos advertía de que al levantarnos cada mañana seguimos perteneciendo todavía al territorio del sueño por un tiempo; justo hasta que desayunamos. En ese rato no podemos referir a nadie nuestros sueños, no podemos convertirlos en las palabras que los degradarían. Hablamos en ayunas como si aún estuviésemos dormidos. Yo suelo esperar también un buen rato cada mañana antes de tomar algo. Mientras tanto, en silencio, muevo palabras de acá para allá como si fueran muebles mal asentados. Una especie de patinaje sobre hielo, silencioso y sin precisión. Y sí, hay algo de esa misma percepción de Benjamin: voluntad de no entregarse tan pronto a la vida, verlo todo aún desde las márgenes del sueño, que nos ha abandonado no del todo. Como quien sigue oyendo llover aun después de que ha caído la lluvia. Y nada más. Ni hambre ni frío ni los empujones que nos quieren llevar cuanto antes al umbral de los tejemanejes de la vida real diaria aún tan extraña, aún tan evasiva.
Entro de nuevo en esa relojería (se me ha parado otro reloj: esta vez el Thermidor de bolsillo) y vuelvo a ver al relojero ahí enclavado, en su minifundio atestado de piezas colocadas frente a él en algún orden que solo él sabe. Es una labor misteriosa, al margen de los quehaceres de los demás. Los relojeros se retiran a ángulos desentendidos para hacer sus tratos con el tiempo a espaldas del mundo. Este es un hombre parsimonioso y con esa facilidad para reconcentrarse que tienen todos los oficios solitarios. A veces lo he visto fumando en silencio a la puerta de su establecimiento y sigue sumido en el ensimismamiento, como si todo lo viera del revés. Y cómo me gustaría que me dejase contemplar su labor. Simplemente eso: verlo volcado sobre sus menudencias como quien se ha confabulado con el tiempo para entrar sin permiso en su oscura entraña dolorosa.
Cuando proclamamos una y otra vez a los cuatro vientos la modestia de alguien como uno de sus rasgos esenciales, en realidad lo hacemos también para dejarle claro que no debe intentar otro comportamiento más pretencioso, no siendo que entonces brille más de la cuenta y nos sobrepase.

Sin su casaca amarilla, tiritan desvalidos los limones. Se miran en el espejo de la cazuela, se ven en desnudez, se consultan las últimas costuras desoladas de su rugosidad. Su ímpetu frutal ha dado paso a esto: la exhibición miserable de la intimidad. Tal como si fueran seres humanos contemplándose a solas la secreta orografía de la piel.
Después de un tiempo sin verte, alguien te encuentra y te dice eso: «Chico, estás igual que hace diez años; no parece que pase el tiempo por ti». Lo tengo claro: en la búsqueda de procedimientos para parecer más joven lo mejor es lo contrario; lograr un desmejoramiento prematuro, un estropicio físico para quedarse ya así, como enfrascado para siempre en una edad impropia y que nos ha rebasado por su cuenta. Algo como cumplir de una sola vez todos los años que nos faltan. Y entonces: «Chico, estás igual…».
Media mañana. Él y ella. Una calle inadvertida y poco ruidosa, a solo un par de esquinas de la calle central de la ciudad pero con el encanto de lo apartadizo. Él sentado ya en un velador, en el exterior del pequeño café. Ella, una mujer de cierta edad (qué expresión esta tan incolora, tan desalada), quería tomar tranquila su café con leche pero no encontraba sitio para sentarse. Todo ocupado. Se lo dejaron servido en una repisa, de cara a la pared, para tomarlo de pie. Él la ve apurada. Es bastante gruesa y tiene la mirada fangosa de quien no ha dormido apenas. Entonces la convida a sentarse en alguna de las sillas vacías de su propia mesa. Ella recela y prefiere seguir así, en una incomodidad forzada. Él se despreocupó del asunto. Ella, al fin, no puede más y le pregunta si de verdad él le ofrece sentarse. Él lo confirma. Con su taza en la mano, ella acaba por acomodarse frente a él. Charlan con las mascarillas puestas. ¿De qué hablan? De la pandemia, luego del clima, después del dolor de piernas (ambos emprenden esa competición habitual por calibrar con exactitud el itinerario de sus molestias). Al fin, restituida ya del todo la confianza, ella le hace saber que no se atrevía a sentarse con un desconocido. Es que no está acostumbrada. Él sonrió jovial: «En Portugal esto no hubiera sido así», le dice. Y hablan todavía un rato de la necesidad de modificar comportamientos. Habría que renunciar un poco a nuestra mentalidad de defensa de lo exclusivo. Habría que compartir todo lo posible, aunque sea este velador por un rato. Ambos se miran y sonríen. Él termina por fin su café, se levanta, se despide afable, se va. Ella tiene delante otros individuos tomándose lo suyo en pie, como pueden. No les dice nada. Se arrellana y sigue sentada entre un exceso de sillas vacías. Él todavía se vuelve a mirarla así, antes de desaparecer por una esquina.

Los paseantes se detienen ya ante el almendro florecido, debajo de la casa junto al Duero. Lo miran con un algo reverencial y hacen comentarios sobre el ímpetu pomposo de su blancura. Parece una criatura a contrapié. Mientras lo demás pugna por esquivar las ponzoñas invisibles del aire, este árbol (solo este) arde de exuberancia y de belleza en medio del paseo. En otras civilizaciones, los árboles actuaban como mensajeros de las divinidades naturales; se iban transformando según las estaciones, se dejaban hacer sin moverse del sitio («la sumisión de los árboles», escribió Tomás Salvador). Ahora se utilizan solo como elementos decorativos en los paisajes urbanizados. El alboroto de la naturaleza ha sido sometido, reducido a un jardín. Pero este almendro es otra cosa. Brotó aquí de manera espontánea (también hay un nogal, un poco más allá). La gente que pasa parece saberlo y se acerca a mirarlo, a comprobar de cerca la llamada a una resurrección necesaria en este tiempo, ya tan largo, asistido por el aturdimiento y la debilidad. Cualquier signo (este almendro, por ejemplo) sirve ahora para encaminarnos de nuevo a la vida.
Primero se les secuestró la realidad, y en vez de ella se les brindó una galería de simulacros: juegos virtuales, sensaciones envolventes, espejismos, máquinas para inventarse otra identidad. Luego se les arrebató la imaginación: ya construimos nosotros tus sueños por ti, les dijeron. Ahora, por fin, se les ha usurpado el pensamiento: han llegado los influencers. Y sin sentido de la realidad, sin imaginación, sin pensamiento propio, ¿dónde van nuestros adolescentes?

Lo que Ullán pone a salvo en su nebulosa de menudencias es lo que no importa al mundo pero que está ahí, interpelándolo: lo invisible obvio. VISTO Y NO VISTO. Así se llama la exposición que acaba de inaugurarse en el MUSAC. Es la lectura de una vida entregada al lenguaje: un repertorio de señales como una pequeña fronda revuelta con la que él fue empapelando la existencia, comprometiéndola con signos entre el susto y la risa. Todo cabía en el mundo de José-Miguel Ullán: la delicadeza y la transgresión; el gesto crudo y la pedrada sentenciosa («Soberbia de saber a qué se aspira», se lee de repente en una vitrina). La indignación revestida de travesura. Otra manera de estar. Fuera de tono. Sí, travesuras. TraVersuras. Ullán.
No más polillas en la cocina. Ahora entramos allí y nada desconcierta la mirada. La quietud de las cosas sabidas es lo único que aguarda. O tal vez en algún ángulo, más allá del orden de lo evidente, resisten en su sueño unas huevas secretas. Quién lo sabe.
Cuando un poeta verdadero se va, sé que una palabra del mundo —nadie sabe cuál— se apaga para siempre. Adiós a Adam Zagajewski, el poeta que deseaba conocer «cómo terminan los payasos» (¿y cómo terminan los poetas?) y sabía los trucos para desafiar el destino:
Nos encerraron en la cajita del mundo,
el amor nos liberará, el tiempo nos matará.

Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.
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