/ por Avelino Fierro /
Después de más de una semana sojuzgado y secuestrado por el virus, no sé si estoy en disposición de reflexionar sobre ello y compartir con los demás mi experiencia. No lo sé, en verdad. ¿Es prematuro? Ahora que llevamos varios días sin fiebre, ¿podría revertir todo hacia los peores momentos? ¿Habrá nuevas escaramuzas? ¿Quedarán grupos incontrolados, jinetes armados, sucios mercenarios que nos hagan recaer en la perplejidad y la tristeza? ¿Que tomen al asalto una víscera, un hilillo de sangre, alguna de nuestras ingles? Porque no sabemos qué resquicio dejamos desguarnecido, ni si vendrán de día o de noche, silenciosos o con alarde de pífanos y desplegados estandartes.
En esta tarde de Sábado de Pasión me había quedado dormido en el salón, mientras sonaba el Winterreise schubertiano. Me sobresalté una de las veces en que abrí un poco los ojos: había oscurecido y una luz fría venía desde el cielo e iluminaba parte de la mesa y el jarrón con tulipanes. Les había quitado su color, eran flores mustias, tristes flores ajadas de camposanto.
Han sido días de lentitud obligada y, a veces, de preocupación. Afortunadamente, los padecimientos físicos han sido escasos. Mar quizá ha llevado la peor parte, pues una tos persistente le desencajaba las juntas de la cabeza y le causaba dolor. Hemos estado controlados médicamente. Carmen y Conty llaman a diario y nos recuerdan que a pesar de estar los dos contagiados, no debemos estar juntos; que nos hidratemos, que ventilemos, que controlemos la saturación de oxígeno con ese aparato que se ciñe al dedo, que nos pinchemos heparina a diario. Ojalá estemos ya en el ecuador.
A veces no se tiene conciencia del paso del tiempo ni de sus intervalos, como les sucedía a Hans Castorp y los internos en el sanatorio internacional Berghof, en la novela de Mann. Uno se queda mirando cómo amanece o cómo muere el día; cansado de rumiar sobre el destino, de leer, de pensar (eso me sucedió en un momento de flojera) quién se quedará con los cuadros, con algunas colecciones de libros y discos de rock and roll. El parte médico habitual se parece bastante a este que acabo de enviar por wasap a Eduardo: «Siesta por la mañana, siesta por la tarde. Bacalao al mediodía y creo que pollo al curry por la noche. Schubert por la mañana y Kurt Weill por la tarde. No fiebre, no sexo. Cernuda y Paco Umbral». Todo regado con unas gotas de constante preocupación.
Los amigos se han portado bien, no han dado la tabarra y se han coordinado en la ayuda al desfavorecido. Han llegado sigilosos y han depositado víveres y presentes a la puerta de casa. Cada ciertas horas abrimos para ver esa afirmación de solidaridad: un pollo de corral guisado, pastas y dulces, el periódico que trae a diario Julián, algunos discos, empanada, un quiche, esa crema buenísima y algo picante de no se sabe qué con sus picatostes, bacalao, el bizcocho relleno de frutas, flores… Le hemos dicho a Marta, nuestra hija, que se limite a traer pan cada dos días.
Así las cosas, los sueños tendrían que ser agradables. Pero no es el caso. Los bichos siguen incordiando, sobresaltándonos. Como para recordarnos que la vida sigue pendiente de un cierto azar, que continúa sin espantarse del todo la incertidumbre. Recuerdo un viaje trepidante, deslizándome por pistas de nieve, con Pavarotti cantando Funiculì, funiculà. Curvas y vómitos. De ahí a un colectivo (como le dicen en Argentina a los autobuses, quizá porque terminé de leer El río sin orillas de J. J. Saer), recorrido más pausado pero no falto de tribulación: íbamos sin detenernos en paradas intermedias hacia el final del trayecto, apenas luz, aunque los pasajeros parecían tranquilos, en constante cuchicheo. Puede que detrás de esas imágenes estuviera el poema de Zagajewski «Última parada» y sus versos finales: «En los prados veía hierba centella amarilla./ Pensaba que en la última parada/ se revelaría el sentido de todo,/ pero no ocurrió nada, nada,/ el conductor comía un bocadillo de queso,/ dos mujeres mayores hablaban en silencio/ de los precios, de las enfermedades».
Sueños traviesos, turbados. Insignificantes males que se suman a todos esos de un mundo enfermo. Que puede que no sirvan para reflexionar ni cambiar nada, tras este sobrevivir. Pero sobre eso ya escribí en el capítulo final de Estatuas de sal. Cada vez más aislados, más narcisistas también en el sufrimiento. No sé cómo volveremos cuando todo amaine. Igual sin rostro, o sin mano que empuñe una espada, como aquel caballero de ficción de Calvino. O subidos a los árboles, como Cósimo Piovasco di Rondò. O sin voz.
Si todo cursa con normalidad recibiremos a las puertas de casa el domingo de Resurrección. Reserven ya sus localidades. Pueden venir con alguna de las prendas que estrenaron el domingo anterior: calcetines, una cinta para el pelo, unos zapatitos de charol, un sujetador… Habrá un vasito de limonada y se les leerá un poema. Se entregará la última flor rosa de los prunos del parque y se ensayará una bendición. Acudan en los tramos horarios que figurarán en su invitación.
Voy a hacer una pancarta con aquel versículo del Eclesiástico: «No hay riqueza que valga lo que la salud del cuerpo, y no hay bien como el gozo del corazón». Pero voy a esperar a que dejen de dolerme las cuencas de los ojos.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
Le deseo una pronta y feliz recuperación