/ por Josemanuel Ferrández Verdú /
Se levantó de la cama y miró por la ventana. Las mujeres habituales que pasaban con la compra. Vivía en una casa de planta baja y el dormitorio daba a la calle. Las ventanas no tenían rejas de hierro. Abrió las dos hojas y se subió al alféizar de pie, extendió los brazos y se puso a gritar. Las mujeres que pasaban continuaron su ruta, pero lo miraban como se mira a algo raro.
—¡Necesito asistencia socrática! —dijo en voz alta, y lo repitió varias veces, cada vez más fuerte, hasta que algunas de las mujeres que pasaban con la compra se detuvieron y se quedaron mirándolo, asombradas de ver a un hombre gritar de esa manera.
—¿Quiere que llame a alguien? —le dijo una de ellas.
—A Sócrates, por favor, si es tan amable.
Pero antes de que a la mujer le diera tiempo de decir nada más, apareció un guardia municipal que, atraído por tales gritos, había acudido a ver qué estaba pasando:
—¿Qué pasa aquí? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular, pero mirando al hombre de la ventana.
—Que necesito asistencia socrática. No creo que la cosa sea tan difícil de entender.
—Más bien psiquiátrica, me parece a mí —dijo el guardia.
—Socrática. Necesito saber si el bien y la belleza son la misma cosa, o no, y si la verdad es algo distinto de ambas cosas o, por el contrario, se asimila a ambas de alguna manera que no comprendemos bien.
—¿Está usted seguro de que necesita todo eso? —le preguntó el guardia.
—Como el comer.
—Un momento: voy a llamar a la oficina —y el agente cogió su radio y se puso a hablar a través de ella—. Central, aquí Pérez. Tengo un P14 en la calle Rosario, número nueve, justo enfrente de la peluquería Paquita… Vale, espero aquí —dijo—. Van a mandar un equipo de apoyo socrático. Estará aquí en diez minutos. Mientras tanto, puede bajar de esa ventana y abrigarse, o va a coger frío. Si me deja entrar en su casa, le acompañaré hasta que llegue el equipo.
El hombre hizo todo lo que le dijo el agente municipal y ambos se sentaron en la cocina de su casa a esperar al equipo. Las mujeres siguieron su camino en medio de comentarios un tanto irónicos o filosóficos. El hombre preparó café con leche y sacó unas magdalenas para el guardia y para él y, mientras aguardaban la llegada de los refuerzos prometidos, desayunaron tranquilamente mientras comentaban las paradojas eleáticas.
—Yo la verdad es que no tengo grandes conocimientos de filosofía —dijo el funcionario de la ley—. En las oposiciones para policía municipal nos exigen conocimientos básicos de cultura ,pero la filosofía no está entre ellos, por lo que todo eso de las paradojas eleáticas, de Ulises y la tortuga o de la flecha que no avanza o del río que nunca es el mismo y no te deja bañarte dos veces, me suena un poco a metafísica, es decir, a algo que no es comprensible en sí mismo, que no es intuible por evidencia ni forma parte de la experiencia inmediata de la conciencia subjetiva.
—Bueno, tampoco se subestime tanto, ya que, según le oigo decir, no carece de un vocabulario propio de la filosofía avanzada en el terreno del empirismo lógico y quizá del psicologismo epistémico.
—Pues no sé decirle, la verdad, pero esas palabras han acudido a mí como traídas por el viento de la mañana, sin que mi propio espíritu tuviera una conciencia demasiado clara de por qué he elegido esos términos y no otros.
En ese instante llamaron a la puerta, pero solo como formulismo, ya que estaba abierta y pronto penetró allí todo un equipo de asistencia socrática para situaciones P14.
—¿Se puede? —dijo una voz femenina—. Vamos entrando.
—Adelante —dijo el hombre desde la cocina, situada al fondo de la casa, al final de un amplio pasillo con habitaciones a ambos lados.
En la cocina apareció la mujer completamente pertrechada de una serie de complementos que llevaba adheridos a la ropa y que constituían un equipo completo de asistencia socrática. Llevaba un diccionario de filosofía de apertura automática que bastaba apretar un pequeño apéndice y se desplegaba en toda su rotundidad y mostraba definiciones y conceptos para casos urgentes. También traía unas bolas de algún metal bruñido para casos de un simbolismo extremo. Alrededor de la cintura llevaba un hilo parecido al hilo de Ariadna, por si en algún momento alguno lo perdía en medio de la confusión, y algunos utensilios más convenientemente ajustados a la ropa.
La mujer no estaba mal y poseía una hermosa melena negra como la noche más negra de la pantera negra, desplegada según el uso normativo, para incitar un espíritu de alegría socrática, que, aunque no directamente relacionado con las doctrinas del maestro, sí que estaba comprobada su influencia en la aparición de actitudes expectantes por parte del sujeto paciente.
—Buenos días —dijo—. Veamos qué le pasa a este hombre.
—Pues mire usted, que esta mañana me he despertado a eso de las ocho y media y de pronto me he sentido abrumado por una necesidad de belleza tan grande que me he asustado.
—¿Ha orinado con normalidad? —le preguntó la joven policía.
—Para mí orinar con normalidad es hacerlo mal.
—Bien, pues por ahí es por donde vamos a empezar. Lo primero de todo, tiene usted que tomarse dos litros de agua, a ser posible del grifo, ¿me ha comprendido? Por cierto, dígame su nombre de pila para que me pueda dirigir a usted en términos más cotidianos.
—Pepe.
—Pues bien, Pepe, mientras usted se va tomando el agua, mi compañero y yo vamos a rellenar los formularios.
—Vale —dijo Pepe, y comenzó a llenar vasos de agua del grifo y a beberlos mientras los dos agentes sacaban innumerables papeles de todos los colores y los disponían sobre la mesa. Después, y en medio de murmullos incomprensibles, fueron escribiendo cosas en todos los formularios hasta que hubieron rellenado multitud de casillas con detalles referentes a Pepe y a su vida y sus circunstancias, para lo cual le iban haciendo las preguntas que consideraban oportunas y que el hombre contestó con toda la precisión que su estado de cierta excitación, y como a la espera de acontecimientos que le ayudaran a mejorar, le permitía.
Tuvo que contarles su vida entera, la cual no había sido ni fácil ni difícil.
Había nacido en un pueblo cercano y de joven tuvo que estudiar como muchos otros jóvenes, pues aunque sus padres no eran ricos, le podían dar estudios igual que a sus hermanos, en total nueve, de los cuales él era el mediano.
Luego estuvo por ahí dando tumbos, como si no comprendiera nada de este mundo, como efectivamente así era, porque de hecho nunca llegó a comprender nada del mundo y por eso mismo pensó dedicarse a la filosofía como medio para abandonar de una vez por todas las preocupaciones habituales de la gente. Pero los estudios filosóficos se le resistieron en cuanto los profesores se pusieron a hablar en términos técnicos y a hacer análisis semánticos de ciertos asuntos que, aunque eran interesantes, dichos profesores consiguieron, con grandes dosis de tenacidad y conocimientos, arrancarles todo el interés que poseían, de manera que la filosofía se convirtió para él en un batiburrillo de palabras sin sentido, y esto fue el comienzo de sus males auténticos, ya que tuvo que sumergirse de lleno en donde no había querido sumergirse nunca, que era en la vida real, y esto le resultó tan antipático y depresivo que al cabo de muchos años de ejercicio y religioso cumplimiento de obligaciones sin número, estaba totalmente lleno de oscuros miedos y se sentía culpable de millones de cosas, por lo que comenzó a pensar en serio en la belleza como forma de conquistar la felicidad perdida, que en realidad nunca había sido tal, ya que tal felicidad no había formado parte nunca de su vida más que en breves momentos, de los que solo era consciente después de haberlos pasado, durante la época de los recuerdos.
Todo esto lo habían ido anotando los agentes en los papeles de colores.
—¿Está usted seguro de que nunca ha sido feliz? —le preguntó la mujer cuando Pepe se lo dijo.
—Bueno, quizá yo tenga un poco de autocompasión y en realidad sí lo haya sido y no quiera reconocerlo para hacerme el interesante con usted que es tan guapa y merece tantos elogios por parte de un pobre y aburrido amante de la belleza en sus más sublimes manifestaciones.
—¿Entonces admite haberlo sido alguna vez?
—Puede ser.
—Y ahora necesita la belleza porque sin ella no podría ser de nuevo feliz o al menos alcanzar a recordar aquélla otra época anterior en la que usted mismo reconoce que fue dichoso por algún motivo, sea el que sea.
—Justo, eso es, me parece, señorita, que es usted bastante inteligente.
—Es mi trabajo, caballero. A ver, póngase aquí —y lo hizo echarse en un sofá boca abajo y le levantó levemente la camisa para ver el inicio de la espalda. Luego le pasó la mano suavemente por la zona lumbar, de manera que era como una caricia de tipo policial, pero muy persuasiva.
—¿Qué nota ahora?
—Pues noto como si me estuviera pasando la mano por la zona lumbar y se me antoja que me está haciendo alguna clase de caricia de tipo policial pero muy persuasiva.
—Está bien —dijo ella—. Puede levantarse —y le bajó de nuevo la camisa. Entonces se dirigió al otro agente, que estaba de pie mirando lo que hacían los dos y le dijo:— Puede irse usted, Rigoberto, ya no le necesito, le acompaño hasta la puerta, porque quiero decirle lo que tiene que hacer
Y ambos policías salieron hacia la puerta de la casa mientras Pepe se quedaba en la cocina en espera de que la bella agente volviera y comenzara la vigilancia socrática.
—Dígale al teniente que es un caso desesperado y que me tengo que quedar varios días aquí con Pepe —dijo ella.
—Pues no parece que esté tan mal —dijo Rigoberto—, pero me alegro de poder irme.
—¿Qué tal le ha ido con él en el primer pronto?
—Bien, pero he tenido que aplicar el código 14 y decir algunas palabras de esas que nos suministran con cuentagotas.
—Tenga cuidado con ese tipo de palabras, que si no se utilizan bien pueden resultar contraproducentes. La otra noche, al compañero Agapito le tocó gestionar una conversación poliédrica detrás de un almacén de insecticidas con una intelectual con gafas y pelo corto que se empeñó en que la sustancia ontológica y la esencia lógica son cosas diferentes.
—¿Qué barbaridad? ¿Y qué le paso a Pito? ¿Es que no avisó a central?
—Sí pero se dejó embolicar y lo encontramos intentando demostrar las consideraciones heurísticas y propedéuticas de Euripo.
—¡Válgame la Macarena de Murillo?
Luego que se hubo ido el agente Rigoberto, la guapa guardiana del orden público entró de nuevo a la cocina donde Pepe la esperaba, nervioso pero contento.
—Mi nombre es Ricarda, pero puede llamarme Rica si le apetece, y tengo que someterlo a un enjuague profundo o de lo contrario se va a armar usted un lío tremendo.
Ese día lo pasaron entre risas y chistes socráticos, de manera que el hombre fue recuperando su estabilidad filosófica, y la agente puso en juego todo su ingenio para amenizar un P14 en estado avanzado.
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