Escenario

Sus silencios hablaban

Eduardo García hace una semblanza de Marlon Brando, repasando sus papeles en sus películas más emblemáticas.

/ por Eduardo García Fernández /

Sobre el actor Marlon Brando (Omaha [Nebraska], 1924 — Los Ángeles, 2004) se han escrito más que ríos de tinta, verdaderos mares. Sin embargo, aquí solo pretendo hacer una aproximación a su figura desde mi experiencia de aficionado al cine o más bien apasionado del mismo.

En mi imaginario infantil recuerdo oír cuando mi madre decía: «hoy ponen una película de Marlon Brando», y a ella parecía iluminársele la expresión de su rostro. A continuación veías la película fijándote en él, y así, más tarde, logré entender qué significaba la expresión tener un magnetismo animal. Hoy, más allá de la fuerza que emanaba en sus interpretaciones, y de la cantidad de polémicas que como persona y actor protagonizó a lo largo de su vida, que no despiertan ningún interés en mí (por cierto, recomiendo el documental Listen to me Marlon, que emitió TCM), vuelvo a ver de forma un tanto salteada o anárquica ciertas películas suyas donde resuena la parte animal de este hombre. Quizás es que he conseguido con el cine lo que decía Victor Hugo que había que hacer para escribir: «afinar la mirada, para ver en las cosas más allá de las cosas»; o quizás cuando advertían que iban a poner una de Marlon Brando activaba los sentidos y así conseguía aquello que decía Gustave Flaubert: «todo lo que se mira con intensidad se vuelve interesante».

Pero para mí lo interesante surge cuando en el western El rostro impenetrable (1961), por cierto la única que dirigió, y donde protagoniza a un hombre llamado Río cuyos silencios semejan a los de un felino, siempre termina estallando en una fuerza violenta que se desata como cuando un tigre está calmado y sosegado en un silencio prolongado y se abalanza rugiendo sobre la presa con un furor que estremece. Hay momentos en este filme de una tensión contenida que recuerda al cine de Takeshi Kitano. Así, Santiago Vila dice en su libro Takeshi Kitano: niño ante el mar:

«La concepción kitaniana de la vida como un constante movimiento pendular entre opuestos se concentra en una dialéctica entre tiempos vacíos y tiempos llenos. Los tiempos vacíos o muertos paréntesis, a veces muy dilatados respecto de la acción principal, constituyen momentos de calma en los que la energía se acumula y se comprime. En los tiempos llenos de acción, la violencia se desencadena, liberando la energía acumulada hasta su total vaciamiento. Esta dialéctica hay que entenderla desde el modelo yin/yang: en el corazón del tiempo calmado siempre existe un foco de violencia y en el centro del tiempo violento —como en el de un remolino—encontramos siempre un lugar en calma».

A Marlon Brando le fascinó Japón y le influyo en cierta medida. Como señala Laurent Tirard, «el cine asiático puede hacer algo que el cine norteamericano es incapaz de hacer: controlar el uso del tiempo. En una película de Hollywood, si hay más de diez segundos de silencio, la gente se extraña. En Asia mantenemos una relación con el tiempo más natural y saludable». En El rostro impenetrable hay silencios prolongados, no tanto como para ahuyentar a un espectador medio, pero sí rezuma un tempo oriental por momentos, así como emite un aullido animal.

En el filme La jauría humana, dirigida por Arthur Penn (1966), protagoniza al sheriff Calder en una población del profundo sur donde pretenden capturar a un prófugo que probablemente es inocente. Mientras, el sheriff quiere poner cierto orden en un pueblo donde la corrupción y la falta total de escrúpulos es la moneda corriente. Al comienzo de la película Calder está limpiando una silla de montar con esmero y se le ve ausente soñando probablemente con el rancho que desea tener con su mujer, papel que interpreta una estupenda Angie Dickinson. En una cena a la que son invitados acaban marchándose, y en plena noche, cuando va conduciendo, un caballo salta una valla y cruza por delante del coche. Mientras su mujer se arrima a su hombro, el caballo va campo a través y se pierde en la noche cómo Calder desearía hace: salir huyendo como un animal de aquella jauría humana. Este inserto tan poético me parece tan apropiado que hace que los silencios de Calder sean como los de un animal cautivo y a la vez hostigado, un joven alazán encerrado en mundo violento y corrupto, de donde solamente podrá salir si emplea su poder y su fuerza animal, y así será, pues los hombres se mostrarán peor que las alimañas y Calder tendrá que usar el poder que le confiere su cargo de sheriff más toda su energía animal. A pesar del empeño que pone para proteger al inocente prófugo, papel que interpreta Robert Redford, la jauría humana, por llamarla de alguna manera, acabará matando al joven inocente y por el camino Calder se llevará una soberana paliza. Al final Calder y su mujer se marchan del pueblo como si lo hicieran campo a través; huyen a modo de animales heridos para vivir con animales en un rancho y no con determinados humanos.

En el filme Missouri, dirigido por Arthur Penn, de 1976, interpreta a un excéntrico pistolero que tiene que capturar a un escurridizo ladrón de caballos, papel que interpreta Jack Nicholson (por cierto que solo coincidieron en esta película). Una escena que puede pasar desapercibida es donde Lee Clayton (Marlon Brando) observa un ave con un catalejo, un tipo de halcón, y mira en un libro que es una especie en peligro de extinción, como en realidad ya era él en el año 1976 un ave en peligro de extinción. Es como si la ficción del filme irradiara su vida personal, pues poco a poco le iba quedando un menor espacio vital donde habitar.

Hay una escena en la magnífica película El último tango en París, de Bernardo Bertolucci (1972), que quisiera resaltar, donde el protagonista Paul es un hombre completamente devastado tras el suicidio de su mujer que arrastra su estado por un París que ha quedado impreso en nuestro imaginario de una forma muy especial. Comienza a tener una relación con una joven en una habitación donde solo hay un colchón tirado en el suelo y allí tumbado en la cama le narra a la joven sus recuerdos, que quizás sean ciertos o no. Lo relevante es la forma de narrarlos, su ritmo y las pausas permiten que la cámara se detenga con todo detalle en el rostro de Brando, iluminándolo con una luz oblicua y dotando la escena de una gran intimidad. Así capta la atención de ella mientras mantiene en la mano una armónica. Y dice así: «Tuve algún momento agradable, sí, mi madre me enseñó a amar la naturaleza, claro que era lo único que podía hacer, ya que teníamos delante de casa una enorme extensión de campo, una pradera, en verano se cultivaba mostaza. Teníamos una gran perra negra llamada Tuchi, solía perseguir a los conejos en el campo, pero no podía verlos, de modo que tenía que brincar en el campo de mostaza y mirar rápidamente si quería saber dónde estaban los conejos. Era un espectáculo muy hermoso: nunca consiguió atrapar ninguno». En medio de una película tan nihilista, esta narración invade de luz a este animal que yace tumbado.

Y cómo no traer a colación la excelente Piel de serpiente, de Sidney Lumet (1960), con un guión de Tennessee Williams, donde da vida a Valentine, un vagabundo en el profundo sur, a quien expulsan de una población y que termina trabajando para la dueña de una zapatería, papel que interpreta la gran Anna Magnani. En un momento del filme y en plena noche él le comenta que

«hay dos clases de gentes, las que se compran y las que se venden, aunque hay otros, los desplazados, y de estos hay una clase de pájaros que no tienen patas y no pueden posarse y tienen que pasar la vida entera volando. Una vez vi uno: murió y cayó al suelo, su cuerpecito era azul pálido, tan menudo como un dedo meñique, y tan ligero en la palma de la mano como una pluma. Tenía las alas muy grandes y veía a través de ellas. Los halcones no los cazan, porque no pueden verlos, porque resultan tan invisibles al volar tan alto cerca del sol».

Entonces ella le responde «¿Aunque no brille el sol?». Y él le replica: «Vuelan tan alto que si hay nubes los halcones no llegarían. Como esos pajaritos no tienen patas, pasan la vida suspendidos por las alas, duermen en el aire, lo hacen así, tienden las alas, se abandonan y dejan que los lleve el viento: solamente se posan en la tierra una vez, cuando mueren». Entonces iluminan los ojos de Anna Magnani y a continuación la cara de él. El director de fotografía Boris Kaufmann consigue atrapar en este instante mágico el alma de este personaje en blanco y negro, un pajarito que descendió a la tierra y que, cuando muere, su espíritu se reencarna en un pájaro de verdad, posado sobre la rama de un árbol, como así vemos en la escena final, pura poesía visual.

Quizás la vida interpretativa de Marlon Brando consistió en traspasar la pantalla, y con un zarpazo dejarnos en la retina unos gramos de belleza con su magnetismo animal. Logró hacerlo con la facilidad con la que un tigre se despereza, un pájaro emprende el vuelo o un caballo salta, y además sus películas, pese a lo que puedan decir muchos de sus detractores, destilan un aroma inconfundible, tanto, que tengo la extraña sensación que Marlon Brando era un animal de otro planeta bastante alejado de la Tierra.


Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.

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