/ un cuento de Josemanuel Ferrández Verdú /
Oscar era un materialista empedernido. Para él la materia lo era todo; era un apasionado de los objetos físicos. Si casualmente se hallaba delante de una mesa donde hubiera un vaso de agua, al cabo de un rato podía llegar a amar al vaso de agua casi tanto como a su propia madre. Aquel vaso se convertía en un ser querido para él, porque Oscar era un materialista incontestable. No se andaba con bromas en lo relativo a los objetos materiales.
Su facilidad para apreciar los menores detalles lo llevó a consultar con una filósofa amiga de la familia, quien lo puso en el camino de su materialismo como la única manera de no llamar la atención y de no llevarse sorpresas en un mundo en el que no escasean las ocasiones de hacerse uno mala sangre.
Cada vez que algún objeto físico se cruzaba en su camino, sufría un éxtasis emocional, le temblaban las piernas y se ponía nerviosísimo.
Cierto día iba paseando tranquilamente por Central Park y de pronto se tropezó con un objeto material macizo y, como su materialismo era completamente sincero y temperamental, se agarró a aquel objeto y no lo quería soltar. Las personas que pasaban por allí se escandalizaban y algunos le aconsejaron que por su salud se desprendiera del objeto, que estaba hecho totalmente de materia y solo de materia, antes de que fuera demasiado tarde.
—No me fío de los que van por ahí fanfarroneando de materialistas, y a la primera sospecha se dejan llevar hacia fantasías y quimeras. La materia no es imposible, pero requiere dedicación.
La policía envió cadenas para reducirlo y hacerle abandonar lo que tanto le entusiasmaba
—Yo me aferro a la cosa en sí. El materialismo fingido es teatro barato. Querer aparentar amor hacia lo común, pero aborrecer lo único con escrupulosa necedad.
—A ver —dijo el sargento Alfred—, defíname la realidad material —y mientras decía eso tenía preparada una libreta y un bolígrafo para anotar cualquier dislate de Oscar—, pero piense que cualquier respuesta podrá ser usada en su contra.
—Para mí la materia es aquello que está ahí, lejos de todo prejuicio, es decir, lo que percibimos por los sentidos —el policía anotaba con interés todo esto, no sin una sonrisa irónica.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—¿Y cree usted que los barrotes de la cárcel son materia de verdad?
—No me cabe duda de que lo son. De hecho, los ignorantes huyen de ellos como de la peste.
—Y si yo lo llevo hasta una celda con rejas de hierro, ¿qué haría usted?
—Agarrarme a ese hierro como a un clavo ardiendo.
Entonces el sargento Alfred sacó del coche un barrote carcelario portátil que llevaba para casos de emergencia.
—En nombre de la policía de Nueva York, queda en posesión de este hierro y puede considerarse preso, si lo desea.
—No sé si debo aceptarlo —dijo Oscar—. Me parece muy generoso por su parte. Siempre he soñado con tener mi propio barrote carcelario para uso privado, pero ¿no me quedará escaso?
—Yo creo que le sienta perfecto, parece su talla —y el cabo Alfred lo comprobó haciendo una serie de mediciones del barrote y de Oscar.
—Está bien, me lo quedo. ¿Cuánto le debo?
—Vamos, hombre, usted no me debe nada: es un regalo de la casa.
—Pero no sé cómo funciona. ¿No trae instrucciones de uso?
—El manejo es sorprendentemente fácil. Solo tiene que ponerlo junto a usted.
Feliz con su hierro, Oscar se marchó por la avenida en dirección a la calle Mayor, donde tenía previsto visitar a algunos intelectuales. Sin embargo, algo lo hizo cambiar de idea, puesto que, en lugar de seguir en dirección hacia la catedral del saber, se encaminó al centro movido tal vez por algún impulso materialista, o porque deseara ver algún monumento donde tuviera su sede algún gran banco económico y financiero, de los cuales había escuchado maravillas.
Al llegar junto a la enorme puerta del Big Bank, observó de cerca las columnas del inmueble. Se puso a besarlas y a abrazarlas como si fueran parientes próximos o incluso lejanos.
Un alto ejecutivo del banco que iba por la calle, viéndolo aferrado a los fundamentos del banco, de una manera impredecible se enfureció con el joven Oscar y le aconsejó que tomara posiciones largas en su banco.
—¿Posiciones largas? —preguntó Oscar, para quien cualquier posición parecía hecha a la medida de su amor profundo hacia lo sensible—. Prefiero que me muestren ustedes la masa oscura que guardan en su caja fuerte.
El banco tenía una caja fuerte a más de doscientos metros de profundidad. Su puerta debía de pesar más de cien toneladas. Al abrirla, se encontraron con un hermoso-bello vestido de seda y recostado en una cama con lujo oriental.
—¿Quién es? —preguntó Oscar.
—El parásito —dijo el ejecutivo.
—¿Y para qué sirve? —insistió Oscar.
—No lo sabemos. Ha estado aquí siempre. Tiene un plano-mapa de Marruecos.
En efecto, el parásito extrajo de un bolsillo de su blusa de seda un enorme plano-mapa de Marruecos.
—A los quince años me dije un día a mí mismo que jamás me faltaría en el bolsillo un plano-mapa de Marruecos —dijo el parásito.
—A eso lo llamo yo confianza en uno mismo.
—¿Dónde está la materia? Me gustaría creer en ella.
—Por aquí —dijo el parásito, y lo condujo a través de túneles oscuros y húmedos hasta desembocar en una espléndida cueva sumergida en lo más profundo de la tierra. Había una mesa de billar y en su centro una bola blanca de marfil.
—¿Qué es eso? —preguntó Oscar.
—Un billar —dijo el parásito.
Cerca de la mesa de billar había otra mesa enorme, de una sola pata central en forma de garra de fiera, león o pardoleón, muy ancha y oblonga. Encima de ella, un anciano escribía sobre un gran libro de pergamino con pluma de pavo moldavo y tinta de las montañas negras del desierto triste. El anciano, cuyo nombre se ignoraba, los saludó en noruego. Estaba escribiendo un ensayo acerca de la importancia de los españoles en la historia de España. Junto a él, un gran espacio mostraba un artefacto mecánico de diseño muy exótico y alambicado.
—¿Qué es eso? —preguntó el parásito.
—Parece una máquina de soñar —dijo Oscar—, pero las he visto mejores.
—¿Un utensilio soñador?
—Así es, están programados para soñar y olvidar
—¿Con qué objeto?
—Aquí tiene una pantalla, mírala.
—Sí, pero ¿para qué sirve un ingenio soñador?
—No lo sé… Esto parece… ¡Eh! ¡Mira! Se ve algo en la pantalla.
—Será algún sueño indescifrable.
Mientras hablaban ambos intelectuales, no se habían percatado de la llegada de Boleslas, el cual había hecho su aparición a través de una oquedad del fondo de la cueva. Era un afamado pintor que venía a poner un poco de orden en la materia inorgánica de la cueva.
—Buenas tardes —dijo—. Mi nombre es Boleslas y traigo un pincel con el cual desearía que la vida adquiriese un nuevo sentido.
Ambos lo miraron como si no hubieran comprendido lo que quería decir aquél recién llegado que más que de pintor tenía aspecto de ser un bohemio y un vivalavirgen.
Boleslas les explicó un paisaje de la llanura. Allí se ve a tres personajes, dos de ellos como observadores y un tercero ocupado en algo. Más a la derecha hay cuatro árboles que ocultan a un desconocido.
Con tanta gente allí, Oscar estaba inquieto. Le hubiese gustado disfrutar él solo de un trozo de realidad pura. Pero estaban el hermoso-bello, Boleslas y el anciano escritor de historias sobre la importancia de los españoles en la historia de España.
—¿De verdad cree usted que los españoles han tenido un papel decisivo en el desarrollo patético de la historia de España? ¿Está usted seguro de eso? —le interrogó Boleslas.
—No me cabe la menor duda —dijo el viejo.
—Así es —dijo el hermoso-bello.
—No tan deprisa —dijo Oscar—. Yo he venido a ver la materia en persona. Pero aquí solo se habla de temas históricos.
Boleslas sacó un pincel y estaba manchando una tabla que había apoyada contra la pared. Sus pinturas se mezclaban con agilidad y las sombras aparecían en el cuadro: casas solitarias y lugares abandonados.
—Soy decadente en extremo —dijo Boleslas—, y mis sombras no son sino figuraciones subjetivas. Yo pienso lo que me apetece.
El hermoso-bello miraba el cuadro surgir de la materia.
—Esto último que has pintado me parece excelente.
—Estoy pintando lo que no existe.
El hermoso-bello se cayó al suelo en éxtasis puro. Sentía grandes ausencias y no quería dárselas a conocer a ningún mortal.
Oscar estaba fuera de sí. Cuando vio que el cuadro estaba sin terminar, renunció a sus intereses en el banco.
—¿Qué tiene ese cuadro? —preguntó al azar.
Boleslas lo estaba mirando. Entonces el anciano Manuel dejó por un momento su tratado acerca de la importancia de los españoles en la historia de España, y acercándose al materialista le ofreció un vaso de vino tinto.
—Tome —le dijo—, hermano. Quiero que sepas que nada tiene necesidad de existir.
Pero Oscar fue hasta arriba y pidió hojas de reclamaciones. En el despacho del director exigió una compensación económica de varios dígitos. El director tenía sobre su mesa desierta una piedra de color ocre con rayas verdes y azules, que era la piedra que dejaba tocar a sus mejores clientes. Estaba hecha de silicatos y su brillo lo delataba.
—¿Deseaba usted tocar la piedra? —le preguntó a Oscar, porque hasta él habían llegado rumores de su espíritu sensible.
—Prefiero no hacerlo —dijo este—. En esa cueva donde están el pintor y el loco de la mesa y el HB he tenido la sensación de que cualquier contacto directo con la vida es prácticamente inútil.
—¿Ah, sí? —comentó el directivo.
—Por supuesto. Yo tengo mi propio celebro, por eso no me fío demasiado.
—Pues consulte las estadísticas: aquí tiene. ¿Prefiere consultar los anuarios o los cambios de divisas?
—Divisa, división, divisar, dividir, gualda y oro, nuestra divisa será siempre la misma, amar antes de morir. Yo creía amar los objetos sensibles, pero ahora sé que nunca seré correspondido.
—No finja desinterés —dijo el banquero.
—Me interesa todo por el azar mismo de las cosas bien hechas.
—La materia es un compromiso científico —dijo el financiero.
—¿No me diga? ¿Ama usted esa piedra que hay sobre la mesa?
El otro miró a la piedra y luego se volvió de espaldas, encendió un pitillo mirando a través del amplísimo ventanal desde donde se veía una fotografía que invitaba a perder la vista en las lejanas colinas al norte del estado Norte.
Después de firmar un recibo, el materialista salió del banco. Se encontraba mal, tenía mal cuerpo y le dolía la cabeza. Decidió ir al médico. Acudió con gran preocupación al domicilio de un cirujano para que le curase de un mal que le afectaba mucho. Cuando el físico le preguntó que qué le pasaba, Oscar dijo
—Pues mire usted, que no sé vivir…
El cirujano puso también cara de preocupación y después de consultar algunos manuales de cirugía práctica le dijo:
—Eso es un mal incurable… Debemos operar de inmediato.
Pero después de varias intervenciones quirúrgicas en las que se empleó material de primera calidad y los más modernos métodos de la cirugía, cuando el propio Oscar despertó en el lecho de su casa y preguntó qué era lo que le habían hecho, el cirujano le contestó:
—Le he quitado el alma. La tenía podrida.
Oscar quedó muy satisfecho ante esta respuesta. Pasado un poco de tiempo volvió a sentir la misma falta de habilidad para las cosas de la vida, incluida la materia, que había sentido aquel día en el banco.
—Mire usted —le dijo al doctor—, sigo sin saber vivir. A pesar de ser un materialista empedernido, la vida guarda muchos secretos para mí…
—Eso tiene fácil arreglo —dijo el cirujano—: viva usted de cualquier manera y no se preocupe de lo demás.
Después de cobrar la factura, el cirujano se marchó y Oscar quedó pensando la recomendación de aquel. Lo primero que hizo al día siguiente fue salir a la calle de cualquier manera y comenzar a andar hacia cualquier parte… Pero cuando llevaba recorridos un buen número de metros se detuvo y miró a su alrededor. Desconocía por completo aquel barrio. Ignoraba si estaba cerca o lejos de su casa. Entonces vio pasar a una mujer:
—¡Eh! ¡Oiga, señora! —la llamó—. ¿Podría decirme, por favor, dónde estoy?
—Está usted ahí —dijo ella señalando el lugar donde estaba Oscar—. ¿Es que no lo sabe, o es acaso forastero? —preguntó, a su vez, la mujer.
—No soy forastero, sino un materialista puro, y la vida tiene para mí grandes dificultades. No sé cómo resolver los problemas. Ni siquiera sé cuáles son los problemas que tengo…
—Su problema, mi querido materialista o lo que sea, es que es usted un poco tonto.
—Sí, pero, a pesar de ello, y con todo respeto, tengo que vivir. Y tengo que realizar determinadas acciones y cosas o de lo contrario no viviría.
—Nadie está obligado a vivir —dijo la mujer—. Si usted no quiere, o no lo necesita, o si es un vivalavirgen, o si está cansado o aburrido o lo que sea, renuncie y ya está…
Esto lo dejó pensativo unos instantes, que la mujer aprovechó para marcharse al mercado para hacer una serie de compras muy interesantes y necesarias y materialistas…
Después de reflexionar durante algunos minutos, cayó en la cuenta de que no sabía renunciar…
—¡Eh! Señora, escúcheme, por favor —dijo dirigiéndose de nuevo a la mujer que ya iba a una cierta distancia y que no lo escuchó, sino que continuó con su caminata en busca del mercado y de las especias que iba a adquirir muy pronto para aderezar los diferentes condumios que su alma abrigaba—. El caso es que tampoco se renunciar —dijo para sí mismo.
—Bien —dijo, levantando la mirada con orgullo—, estoy dispuesto a lo que sea para renunciar a la vida. Buscaré la oficina de renunciamientos y rellenaré sus más importantes formularios.
Comenzó a andar con la idea de encontrar la oficina de renunciamientos y objetos perdidos, porque él se consideraba a sí mismo como un objeto perdido y necesitaba ser encontrado por alguien a pesar de ser ya un caballero adulto.
No encontró la oficina esa después de dar muchos tumbos por Manhattan. Vio un parque y sentóse sobre un banco de madera donde una anciana fabricaba un tejido de punto con grandes alfileres en las manos, moviéndolos con habilidad
—Disculpe, amable anciana, ¿sabe dónde está la oficina de renunciar definitivamente a la vida y encontrar objetos diversos?
Aquella anciana lo miró y, con una risita llena de picardía, metióse el dedo índice en uno de los orificios de la nariz al tiempo que decía:
—¡Aquí! Ji, ji, ji…
—¡No puedo creerlo! —afirmó Óscar, que no salía de su asombro al escuchar aquellas palabras tan sorprendentes que procedían de una persona aparentemente inofensiva. Luego se dio un golpe en la frente como para castigarse a sí mismo por no haber adivinado algo que era bastante evidente. ¡Con razón no la he encontrado en ninguna parte!
La anciana continuó haciendo punto como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, un maleante se aproximó hasta el banco donde estaban sentados Oscar y la anciana y, amenazando a esta última con una escopeta de cañones recortados, hablo así:
—Venga, vieja, dame todo lo que llevas hecho o te dejo seca aquí mismo.
Pero la anciana hizo caso omiso de aquella invitación y siguió con su interminable labor, porque ese día estaba muy animada con el punto y todo le estaba saliendo de maravilla. Entonces el maleante arrimó el cañón de la escopeta a Oscar y le amenazó del siguiente modo:
—Oye, tú, dile a esta abuela que me arrime la tela o te achicharro.
Oscar quedó atónito ante aquellas palabras llenas de intensidad dramática e interés por el punto de cruz, olvidó por completo su ignorancia de la vida y contestó:
—Pienso hacer todo lo que esté en mi mano para ayudarle, pero sepa usted que apenas tengo influencia sobre esta respetable anciana.
—¡Dile que te largue la tela, rápido —repuso el malhechor—! ¡O te achicharro aquí mismo y te mando al otro barrio!
—Pero, oiga, no tenga tanta prisa. Déjela terminar. ¿No ve que aún le falta menguar por delante?
—Si mengua te dejo seco —dijo el otro convencido.
Entonces Oscar tocó a la vieja y habló con ella:
—¡Ea! Buena mujer, entréguele a este asesino su molde, porque tiene mucho miedo y se quiere ir.
—¿A dónde? —preguntó Afrodita, que así se llamaba la anciana del punto.
—Con mi hija —dijo el asesino de la escopeta—. Está desnuda y necesita ropa. ¡Dame eso de una vez! —y arrancándoselo de la mano se fue corriendo y desapareció.
Fuese entonces Oscar a caminar por el parque, ya que no comprendía nada de lo que había pasado.
Halló en el parque una niña que jugaba a dar vueltas alrededor de una fuente de donde manaba el agua y como viera que la niña hiciera gestos muy graciosos que le llamaban la atención, comenzó a reír tan estrepitosamente que aquella, al verle, se asustó y quería salir corriendo en busca de sus padres y de sus hermanos.
El guardia del parque le dijo a Oscar que tuviera mucho cuidado.
Entonces el caballero materialista, acordándose de que la vida era bastante difícil, decidió que en adelante tendría mucho cuidado con todas las cosas materiales.
Para distraerse se entretenía tocando cosas y contándolas para ver cuántas había en cada sitio…
Un día llegó a un sitio donde había 16 cosas…
—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó al dueño.
—Dieciseislandia —dijo aquel.
Pero una de las cosas estaba mal puesta y el sitio no funcionaba bien.
Los existentes puros son personas que están básicamente de pie en algunos lugares, y que no hacen nada en concreto sino simplemente eso: estar de pie existiendo a manos llenas. Su existencia es enormemente interesante, ya que poseen una vida interior intensísima, llena de riquezas espirituales y fantásticas, y su mente alberga infinidad de imágenes e ideas… Pero se hallan tan quietos e inmóviles en medio de la calle que han originado especulaciones de todas clases, incluso inmobiliarias, ya que algunos avispados han pretendido vender edificios proyectados cerca de donde había algunos de ellos con el reclamo turístico de su presencia.
Son personas cuya principal actividad consiste en, básicamente, existir. Y, para ello, no dudan en aplicar las técnicas más audaces o sofisticadas. A veces se requiere pasar una vida entera aprendiendo, ya que no es sencillo y son muchas las distracciones y tentaciones que pueden desviar a un existente puro de su único propósito. Ser un existente puro no requiere conocimientos previos, pero sí un cierto entrenamiento diario.
Puede que para algunos la existencia sea algo superfluo, pero para los existentes puros no hay nada tan importante como estar de pie, en cualquier parte, existiendo intensamente y llevando esa vida tan peculiar que los caracteriza y que los hace estar siempre conversando acerca de todas estas cuestiones. Se toman las cosas con tranquilidad. Por ello, el buen existente no dudará en quedarse en alguna parte quieto, mirando lo que sea, con tal de mantenerse en su existencia indiscutible y luminosa a la vista de todos. A veces se les ve formando grupos compactos que se reúnen al amparo de una esquina y se hacen fuertes rodeando alguna cosa cerca de la esquina. Pero también ocurre que viven en lugares apartados, cerca de una fábrica abandonada o de cualquier almacén en ruinas. Salen entonces a mirar y a existir y, si se da el caso, observan a otros que, viviendo cerca de ellos, actúan como si no existieran.
Los existentes puros son barrocos y aman el ansia de ser. Son barrocos en política y clásicos en ortografía.
Cuando se marchó de aquel lugar, Oscar estaba desconcertado y buscó la oficina de renunciamientos, pero sin éxito. Un materialista sincero como él no podía permitirse el lujo de no saber qué hacer. Al pasar por delante de la catedral, escuchó la atronadora voz del prelado que amedrentaba a los fieles y anatematizaba a los materialistas y a los que no sabían qué hacer.
—¡Ay de ellos —decía el prelado—, porque ellos conocerán la mugre y en sus sueños se agazapará la bestia, el perro…, y en las colinas de la desesperación no hallarán consuelo ni alegría!
Oscar quedó preocupado ante tales palabras, meditando su posible significado, y pasó un buen rato reflexionando ante aquellos términos decisivos.
Sentóse en los escalones del pórtico y veía pasar a la gente concentrada en sus asuntos particulares.
—Tengo que averiguar qué pasa aquí —se dijo a sí mismo.
Al pasar un peatón viandante, lo detuvo y lo interrogó con una mirada llena de patetismo y melodrama.
—Desconocido peatón, ¿le importaría decirme si sabe qué es lo que está pasando?
—Nada —dijo el otro—. Nada de nada —y continuó su viandancia y su peatonismo.
—Si no pasa nada —dijo Oscar—, entonces es absurdo que me preocupe.
En aquel momento un grupo de existentes puros pasaba por la acera: eran unos veinte o treinta y venían todos juntos en dirección a los jardines adonde tenían previsto dirigirse para, una vez allí, dedicarse a no hacer nada todos juntos.
Uno de ellos pisó a Oscar en un pie y acto seguido pidió disculpas, arrepentido.
—Usted perdone —le dijo.
Oscar lo miró con curiosidad y advirtió algo raro en aquella persona, que era una mujer muy guapa y atractiva. Vestía una túnica a cuadros blancos y negros y se llamaba Carla.
—Mi nombre es Oscar y ha sido un verdadero placer ser pisoteado por alguien como usted.
La mujer se rio con una risa franca y jovial.
—En tal caso, si me permite, desearía volver a pisarlo, porque lo que es yo, lo he pasado fantásticamente mientras lo pisaba con el pie.
—Aquí tiene otra vez mi pie —dijo Oscar, y estiró el suyo—. Puede volver a pisarlo cuanto desee. Está hecho de materia pura —dijo con orgullo—. Píselo, por favor, que yo sabré apreciar sus pisotones en lo que significan y en lo que valen. ¡Ttenga! ¡Tenga! —y le mostraba el pie.
Ella lo pisoteó varias veces con su sandalia de existente puro. Luego se despojó de la sandalia y con el pie desnudo pisó el de Oscar, que también se había quitado el zapato y el calcetín. Lo pisaba acariciadoramente hasta que Oscar se enamoró de tanto pisotón amable y femenino, dando pie con ello a que se hicieran amantes.
Oscar le rogó a Carla que le ensañara a ser un existente puro.
—Lo primero que tienes que hacer es dejar de hacer todo tipo de cosas —le dijo aquella la bella.
—No sé si voy a saber —dijo Oscar—. Estoy acostumbrado a ser un materialista y cada vez que veo algo que me gusta, no puedo dejar de hacer lo que me pide el corazón.
El jefe de los existentes puros era un tal Paco Olsen. Carla llevó a Oscar a su presencia para que mantuviera una entrevista.
—¿Qué sabes no hacer? —lo preguntó aquel.
—Solo algunas cosas —repuso este.
—Hazme una demostración —le pidió el jefe de la banda.
Entonces Oscar comenzó a no hacer un montón de cosas.
A no andar.
A no mirar a los pájaros.
A no tocar la flauta.
A no cocinar unos huevos a la Rochefoucauld..
A no leer las obras completas de J. L. Pérez y Pérez.
A no escribir el diario íntimo de Tagore.
A no recitar las elegías austriacas del conde de la muela triste.
A no jugar una partida de ajedrez con el asesino de la calle 42.
A no ir a ver la famosa película Ya no me debes nada, capullo.
A no entablar una charla con un aficionado a las charlas.
A no asistir a la famosa conferencia del artista irreverente Eusebio el cojo acerca de las ultracostrumbres simiescas de los simios.
A no mostrar ninguna emoción ante la presencia de la famosa actriz Josefina la cantaora.
A no participar en ningún acto solemne.
A no molestar la siesta sublime del octavo patriarca de la luz cegadora.
A no estarse quieto.
A no hacer muchas más cosas.
Cuando hubo acabado de no hacer todo esto, miró otra vez a Paco Olsen, el cual se hallaba en un estado de ánimo lamentable, porque estaba convencido de que aquel recién llegado era capaz de no hacer muchas más cosas que él mismo, por lo que a continuación llamó a todo el mundo, que se hallaba esparcido por los bosques del parque para no hacer nada de nada, y les expuso los hechos que siguen:
Primer hecho de Paco Olsen: un recién llegado siempre es un recién llegado.
Segundo hecho de Paco Olsen: Oscar era un recién llegado.
Tercer hecho de Paco Olsen: él no era un recién llegado.
Cuarto y último hecho de Paco Olsen: este hecho era misterioso…
Oscar pasó algún tiempo ejerciendo de existente puro por la calle. Iban de un lado para otro y luego volvían sobre sus pasos sin ningún propósito. Solo por mero afán de existir.
Como Oscar era un apasionado de la materia, toda aquella vida se le antojaba insuficient,e por lo que pronto desistió de seguir con aquel juego tan turbio y así se lo dijo a Carla.
—Lo siento, pero yo no siento nada con todo esto… Creo que me voy a ir.
—¿A dónde? —le interrogó ella sorprendida.
—Adonde sea: necesito materia para satisfacer mis necesidades y con vosotros no encuentro más que vagar de un lado a otro sin poder disfrutar de los placeres de la vida.
—Entonces me voy contigo, porque yo aquí ya no pinto nada.
Oscar y Carla se fueron juntos en busca de objetos verdaderos para poder construir algo entre los dos. El primer día no encontraron nada con lo que disfrutar. Después de haber recorrido toda la parte sur, de pronto se encontraron en una plaza donde había mucha gente. En una de las esquinas había un edificio con unas letras en la puerta «Oficina de renunciamientos y objetos perdidos».
—Mira —dijo Oscar—, estuve buscando la oficina aquella y no conseguí encontrarla. Ahora que no la busco me la tropiezo así de cualquier manera.
—¿Y para qué la buscabas? —le preguntó Carla.
—En otra época yo estaba harto y me dijeron que renunciara a todo para poder solucionar mi problema.
—¿Tu problema?
—Sí, no sabía vivir, lo hacía todo al revés… Incluso llegué a operarme varias veces, pero como si nada.
—Y fue entonces cuando te hiciste un materialista —dijo ella.
—No, ya lo era por convicción. Lo que pasa es que a veces no encontraba nada que me agradara lo suficiente. También tuve asuntos con la policía.
—¿No me digas? Pero eso es magnífico, ¡no sabes cómo me interesas ahora!
—Me otorgaron un barrote carcelario portátil que suelo llevar encima —y sacó el barrote que le había dado el policía—. Míralo, ¿qué te parece?
Ella lo cogió con asombro y lo observó de cerca.
—Es muy bonito, pero no te lo he visto nunca puesto…
Entonces se les acercó alguien con una guitarra
—Acabo de veros con ese barrote portátil y me gustaría hacerle una canción.
Canción del barrote
Tengo un barrote detrás del cogote
Duermo con ello
No me da lástima pero me callo
El barrote es mi música negra
Subiré hasta el jardín
Y seré pronto libre…
Barro barrote para el cogote…
Después de cantar aquella canción del barrote, el guitarrista se marchó a canturrear por la plaza, reuniéndose con otros que estaban por allí, hablando con ellos y rasgando la guitarra para sacarle las músicas que llevaban escondidas en el agujero negro.
—Voy a entrar a la oficina, creo que debo renunciar. Es mi oportunidad de resolver el problema y quedarme a salvo de todo.
—Pero ahora me tienes a mí. Ya no es lo mismo, ya no estás solo.
Oscar la miró con atención.
—Es verdad, ahora estoy contigo y en realidad no necesito renunciar a nada. Sin embargo, siento la necesidad de renunciar a algo, sea lo que sea, o de lo contrario no estaré satisfecho. Es una necesidad espiritual y física. No sé, no estoy cómodo si no renuncio a algo.
Ella lo miraba con extrañeza, como si no comprendiera el significado de sus palabras, realmente extraordinarias, proviniendo de un materialista que también era un inútil y un ex-existente puro.
—¿Y qué piensas hacer, a qué cosa vas a renunciar ahora que ya no quieres renunciar a nada de lo que te ofrezca la vida? —inquirió ella, no sin ironía.
—Déjame que lo piense —dijo Oscar, y mientras iba diciendo esto, se encaminó hacia el edificio de la oficina.
Una vez dentro, se acercaron al mostrador donde un hombre con una gorra atendía las peticiones de la gente. Había una señora muy anciana que se hallaba renunciando a todo el universo, a las galaxias, a la radiación de fondo, al gato de Schrödinger porque decía que allí había gato encerrado, a los aeroplanos, a las constelaciones astrales, a los jarrones chinos y a los tostadores de pan.
—Firme aquí —le propuso el empleado a la anciana, y le ofreció unos documentos para que los firmara.
Cuando le tocó el turno a Oscar, se arrimó al mostrador y el funcionario le preguntó qué quería.
—Deseo renunciar.
—Sí, pero ¿a qué?
—A renunciar.
—Eso es una metarrenuncia, también llamada una renuncia metafísica o de segundo orden. Apenas se presentan casos por estas fechas. Deberá ir al departamento de asuntos simbólicos que se halla en el segundo sótano —y el empleado le señaló una pequeña puerta que había al fondo del recinto en un rincón: casi parecía la puerta de un pequeño armario empotrado en la pared más que la que diera acceso a cualquier lugar adonde pudiera dirigirse un renunciante normal.
Oscar accedió a través de aquella puertecilla ridícula seguido de Carla, a quien, como era muy alta y elegante, le costó mucho trabajo doblegar su cintura para penetrar hasta allá. Luego siguieron una serie de pasillos, escaleras y subterráneos hasta que dieron con un pasillo larguísimo, al fondo del cual había una puerta ridícula. Sobre la puerta se podía leer lo siguiente: bienvenidos.
Cuando penetraron allí, había una habitación deslumbrante, enorme, decorada de espejos, cuadros, sillones dorados, mesas lacadas, estatuas, arañas de cristal, armaduras y un sinfín de cachivaches de toda índole. En una chaise longue se hallaba echada una dama envuelta en sedas y gasas de colores, con una hermosa cabellera rubia y una sonrisa que abarcaba toda la felicidad que puede permitirse un renunciante secundario.
—¿Cómo estáis? —les preguntó con familiaridad, como si los conociera de mucho tiempo.
Oscar no salía de su asombro; no hacía más que mirar a todas partes ante el despliegue de objetos materiales que se exhibían delante de él.
Mientras se aproximaban hasta la mujer recostada para expresarle sus deseos, Oscar, como buen materialista, tropezó con una bola negra de alabastro blanco que había en el suelo.
—¿Qué es esto? —dijo— ¡Ah! ¡Qué hermosa bola! —y se arrodilló para recogerla y acariciarla y besarla. Luego se levantó de nuevo con la bola negra blanca y se acercó hasta la mujer—. ¿No es verdad que es incomparable esta bola?
—No me quiero pronunciar acerca de la bola. Lo tengo prohibido. Es una cuestión baladí y yo estoy aquí para cosas más importantes que hablar acerca de bolas blancas o negras.
—Me parece bien —dijo Oscar—. En realidad, hemos venido para renunciar a renunciar y nos han dicho que era una operación secundaria o metafísica, no recuerdo, y que requería los servicios especiales de un experto.
—Así es. Siéntense, que voy a tomar nota de sus inverosímiles aspiraciones y deseos.
Ambos tomaron asiento en sendos sillones Luis XVIII.
—Deseo renunciar a renunciar, como le he dicho ya.
—¿Y qué más?
—Solo eso.
—Vale, pues ya está, se pueden ir, he tomado nota de todo… Y la mujer continuó en su actitud de mujer decadente y pecaminosa, sonriendo como si deseara ofrecerle alguna extraña ofrenda.
Oscar y Carla salieron del salón rococó perfectamente satisfechos de la operación que acababan de realizar ante una experta, aunque un poco intrigados frente al despliegue barroco de mobiliario y escenificación, para una gestión tan liviana. Casi se habían quedado con ganas de realizar un trámite más largo y complejo, o al menos, que las preguntas hubieran sido más profundas y comprometedoras.
Oscar y Carla deambularon luego largamente por los muelles, charlando amigable y tranquilamente de sus propios problemas, que no eran pocos. Cerca del ministerio hablaron con algunos diplomáticos y funcionarios acerca de lo mal que estaba todo lo relacionado con la materia.
—Aquí materia hay poca, como pueden comprobar —dijo uno de los responsables de los asuntos sensibles del Gobierno. El otro día, sin ir más lejos, tuvimos que recorrer todo el desierto con helicópteros para encontrar un trozo lo bastante grande como para surtir a todo el departamento.
Oscar y Carla se fueron haciendo poco a poco una pareja inseparable, hasta que decidieron renunciar a la materia para convertirse en amigos el uno del otro y dedicarse en exclusiva a su amistad. Muchos conocidos los veían por la calle y los llamaban por sus nombres, pero estaban tan enamorados el uno del otro que no prestaban oídos a las murmuraciones así que llegó un día en que ya no sabían qué hacer. Ese día se fueron al campo y allí cultivaron la soledad y la resignación hasta que llegaran tiempos mejores.
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