Narrativa

Una liebre negra en un tiempo gris

Francisco López Porcal reseña 'Los días rojos', de Miguel Herráez, un libro sobre el grado de connivencia del régimen de Franco con los nazis.

/ por Francisco López Porcal /

La lluvia ofusca y confunde, perturba y adormece. Es el recurso que Miguel Herráez utilizó en Bajo la lluvia (2000) para adentrarse en el tardofranquismo, un tiempo ficcional en el que se mueve de manera ágil y precisa. Es, diríamos, un espacio narrativo que le pertenece. Ya lo hizo con anterioridad en La vida celular (2014) y La mitad de la memoria (2019). Ahora vuelve con Los días rojos (Piel de Zapa), un relato bien documentado y escrito en primera persona con la voz del protagonista, Diego, alias Acevedo, un joven estudiante de filología hispánica vinculado a la lucha clandestina contra el régimen franquista y captado en la cafetería de la universidad por un compañero llamado Rómulo. Su misión, llamada lièvre noir, consistiría en el seguimiento a Otto Skorzeny, ingeniero y comandante de las SS acusado de crímenes de guerra, uno de los numerosos exdirigentes nazis, responsable de espantosas masacres, que, tras la derrota de Berlín, había conseguido escapar a España de manera impune llevando una plácida existencia gracias a la protección del régimen de Franco. Aquello no era un asunto de política internacional, le contaba Rómulo a Diego sobre su encargo, sino «un tema de derechos humanos, universales, que nunca deberían caducar». De ahí que el escritor tenga la responsabilidad moral de dejar constancia sobre episodios sociales, políticos y culturales de gran calado, pues, como ha manifestado David Peace, el descarnado autor de novela negra contemporánea en una reciente entrevista, «el trabajo del novelista empieza donde terminan los registros oficiales de la historia». Razones no le faltan a Herráez para abordar la figura del nazi refugiado en España, pero, a pesar de la locura y la crueldad que supuso el nazismo para la humanidad, esta obra no pretende ser una narración del dolor, sino un pretexto, el del nazi que trota por nuestro país, para rescatar las tácticas y los movimientos de la clandestinidad en las postrimerías del franquismo.

Los días rojos nos introduce de lleno en la oscuridad de un túnel en el que parecía vislumbrarse a lo lejos una pálida luz de una etapa que declinaba. Herráez construye un texto bien trazado, con su habitual precisión, que sale al rescate de la memoria de un tiempo de desestabilización y lucha contra un sistema autoritario, todo un revulsivo que provocaba no pocas conexiones emocionales en los movimientos juveniles de toda España. Valencia, no era una excepción, aunque la ciudad como escenario de la acción, aparece latente, solo sugerida, nunca nombrada, tal vez porque la historia que se relata y el furtivismo en el que se mueven los personajes son extrapolables a cualquier lugar de la geografía española. Si bien, el lector que conozca la capital del Turia, la identifica fácilmente, aunque Herráez haya tratado de ocultarla bajo una especie de ¿trasunto? o remedo de la realidad:

«Yo acababa de llegar a su piso de Trinquete de Caballeros, había dejado unos libros y el abrigo en uno de los sillones. Anochecía, era un piso oscuro donde entraba el reflejo de una farola de la calle, dos habitaciones más y una cocina integrada en el comedor desde la que veíamos de lado los capiteles y las gárgolas de una iglesia gótica».

De acuerdo con la cita anterior, el nomenclátor urbano delata la ciudad y con ella la iglesia medieval de San Juan del Hospital, al igual que otros tantos espacios urbanos presentes, la Estación del Norte, el barrio de Ruzafa, los chalets de los periodistas en Botánico Cavanilles, Abastos, o el puente de piedra de la Alameda, quizá el del Mar, sobre un cauce cuya vegetación todavía quedaba lejana de la espléndida configuración actual: «Se oía el agua correr, desatada, turbia, la oía en movimiento morder en su recorrido las márgenes de hierbas entrelazadas y juncos y madejas de zarzas», observaba un Diego pensativo acerca de las consignas recibidas en aquel frío noviembre de 1971.

Tiempo de silencio y de asfixia, el que nos aporta el autor, ante la ausencia de información sobre acontecimientos que sacudían no solo la realidad nacional, sino también la del exterior. Todo un estrangulamiento presente a lo largo de la obra mediante una metáfora intermitente, la de la asfixia, que utiliza Herráez para referirse a situaciones comprometidas, «le robamos a la liebre el oxígeno, le reducimos a cero el espacio» insistía Rómulo a su captado, un Diego que en su adolescencia había sentido también la sensación de ahogo buceando a ras del fondo en la piscina Vedrí, bajo al menos tres metros y medio de profundidad. La misma sensación que sintieron los tres cosmonautas tras abandonar la estación Salyut 1 al quedarse sin oxígeno por unos defectuosos trajes, leitmotiv utilizado en las situaciones de inseguridad y paranoias sufridas por el propio Diego, en su papel de Acevedo, una lucha de resistencia, no contra la milicia napoleónica como en la serie de televisión de los sesenta, sino frente a otras tropas invasoras bien distintas.

Los días rojos también muestra un tiempo de inquietud en las misiones a desarrollar ordenadas por el partido. Café, mucho café para distraer la impaciencia, «déjate de cafés», exclamaba un Diego que paladeaba el sabor acre y sentía la bola de alquitrán en el estómago, un recurso compulsivo que incluso se trasladaba al Nescafé apelmazado y caducado, el almacenado en alguna cueva clandestina, como aquellos derechos humanos que dejaron de aplicarse para redimir tanta crueldad nazi. Tiempo de tedio, el de Diego, la lentitud de la espera vigilante, desesperante, dentro de un Dauphine bajo la lluvia a la espera del nazi, Skorzeny (la liebre en el argot subversivo) donde el cronotopo se detiene ante su mirada «una gota de lluvia solitaria recorre la ventanilla, se desliza a saltitos, tiembla, duda hacia dónde continuar, con sigilo pero de golpe se vuelve rápida, patina hasta reventarse en la base del cristal» soportando un chaparrón permanente y desbordante que lo invadía y deshacía todo, incluso el esqueletito del ratón en los bajos del consulado. Un aguacero que penetraba en la trama clamando un lugar entre los personajes, saturando alcantarillados, sacudiendo toldos de escaparates y acharolando aceras y calzadas sobre las que se proyectaba tristemente la luz de los neones publicitarios secundados por los faros de los coches, fantasmales, iluminando un tiempo de tiniebla, de espera, de pesimismo y drama social ¿similar al que destilaba Steinbeck en sus narraciones? como preguntaba Rómulo a Diego, o tal vez era el de aquellas tardes de domingo, «purgativas, densas y existencialistas» en una bolera con unos compañeros de instituto a los que Diego no vería nunca más, como los ciclos que terminan. Y lo evoca el autor con cierto aire de pesadumbre y nostalgia, como se recordarían más tarde los años de clandestinidad, se podría haber hecho mejor, pero eran las consignas del partido, «hoy toca cine de sábana en uno de los agujeros, en el del callejón de la Abadía de San Martín». Qué más daba, al fin y al cabo, Diego no era más que «un pivotito que activa al siguiente por contacto» en una lucha contra un régimen que encima amparaba la locura nazi.

Con el paso de los años, quizás quedara una decepción en aquel muchacho «cazanazis comprometido, asumir y callar» que se siente desorientado en una misión cuyo cometido superaba el lanzamiento de panfletos y la protesta en la calle o en la misma facultad contra un régimen próximo al cortacircuito, que chisporroteaba ya como los cables de las catenarias por donde se deslizaban los trolebuses de la época en las calles de Valencia o de cualquier ciudad, transportando pasajeros soñolientos, aquellos a los que la persistente lluvia confundía y adormecía al igual que la propaganda de la democracia orgánica. Tiempo tendrían estos pasajeros de llegar al final del túnel. Alguien los despertaría ofreciéndoles una copa de champaña, como el que se anunciaba en los bajos de los trolebuses que a diario veía Diego en su tiempo de tediosa vigilancia.


Los días rojos
Miguel Herráez
Intervención Cultural, 2021
250 páginas
18,05 €

Francisco López Porcal (Mislata, Valencia, 1957) es licenciado en filología hispánica por la Universidad de Valencia (1998) y doctor por la Universidad Cardenal Herrera-CEU de Valencia (2014), con una investigación acerca de la noción de imaginarios en el espacio ciudadano y sus conexiones con el discurso ficcional de la novela. Colaborador habitual en prensa diaria y en publicaciones especializadas, como Revista de Letras, La Vanguardia.com y Makma, revista de artes visuales y cultura contemporánea. Ha colaborado en libros como Santos Juanes: diversas publicaciones sobre esta Real Parroquia (Ayuntamiento de Valencia, 2002) y 101 relatos de la publicidad antigua (Vinatea, 2018). Recientemente he publicado el ensayo La Valencia literaria desde el espacio narrativo (UNED Alzira-Valencia, 2018) y la novela Atrapados en el umbral (Sargantana, 2019).

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