Entrevistas

Clase y género. Entrevista a Ana Carpintero

El éxito viral de un hilo de Twitter sobre el conflicto de Ike, uno de los emblemáticos de la reconversión industrial en Gijón, motiva a Pablo Batalla a recuperar esta entrevista de 2016 a la que fue su rostro más conocido, que relata las entretelas de un conflicto muy interesante por su protagonismo femenino.

Ana Carpintero: «Si nos hubieran llegado a decir, antes de que empezara todo, lo que íbamos a ser capaces de hacer, no lo hubiéramos creído»

/ una entrevista de 2016 de Pablo Batalla Cueto /

«¿Una entrevista? ¡Pero si yo ya estoy más vista que el tebeo!», responde, al otro lado del teléfono, Ana Carpintero cuando le proponemos esta conversación: parece embargarla la misma modestia que suelen mostrar los líderes sindicales auténticos, que son aquellos carentes de la consciencia de haberlo sido. Cuando se charla con ella, el campo semántico del adjetivo colectivo se visita con obsesiva reiteración y la única primera persona invocada es la del plural. Nosotros, nuestro, dijimos, gritamos, luchamos, conseguimos. No en vano Carpintero es miembro de un sindicato a cuya sede, en la antigua Sindical de Gijón, se accede a través de un hall en el que el rostro de Luis Redondo, su fundador, llena una pared junto con la siguiente sentencia: «O nos salvamos con el alma colectiva o con el alma individual nos vamos todos al infierno». Y es cierto: la lucha sindical que hizo famosa a esta mujer hace un cuarto de siglo fue una lucha colectiva, plural, espléndidamente asamblearia. Fue la de Charo, la de Noemí y la de Bernardina. Fue la de Adela, Rosi y Mari Carmen. La de Ana y la de Pili, y así hasta casi quinientas mujeres: tantas trabajaban en Confecciones Gijón. Pero los liderazgos existen, y aquel medio millar de costureras tuvo el de su lucha contra el cierre de la empresa —conocida como Ike por el nombre de sus camisas más afamadas— en esta mujer de cabellos sanguinos. Fue con ella al frente que asaltaron la embajada de Cuba en Madrid, abordaron barcos, trenes y autobuses y mantuvieron un memorable encierro de cuatro años de duración. Cualquier divulgación de ese pedazo ejemplarizante de historia contemporánea de Asturias debe pasar indefectiblemente por ella. Con ella, pues, nos citamos en un angosto despacho del cuartel general de la Corriente Sindical de Izquierda para charlar durante tres horas sobre su vida y aquel conflicto.

Ana Carpintero

Nace en León en 1955.

Nazco en Valencia de Don Juan y nos venimos a Gijón a principios de los sesenta. Mi padre era carpintero, ebanista concretamente, y aquellos años cincuenta y sesenta eran los del éxodo del campo hacia la ciudad y los del boom de la construcción y en lugares que crecieron mucho y rápido, como Gijón, había mucho trabajo para gente como él. Mi padre vino primero, él solo, y después vinimos mi madre, mi hermano y yo.

¿Hay antecedentes de militancia política o sindical en su familia?

Un hermano de mi madre sí que militó en la CNT, pero mis padres no militaban. Sus afinidades tiraban más bien hacia la izquierda, pero nada más.

Se instalan en el barrio de El Coto.

En El Coto, sí. Vinimos en Navidades y llegamos de noche a la estación de Renfe, que entonces estaba en lo que hoy es el Museo del Ferrocarril. Recuerdo que fuimos caminando hasta El Coto con todos los maletones y que entre aquellas farolas a medio gas y que toda esa zona estaba todavía a medio urbanizar (lo que hoy es Pablo Iglesias y Viesques eran todo chaletones y en el propio Coto había sólo alguna casina de planta baja y el único bloque de pisos era el nuestro), a mí me pareció que aquello era el culo del mundo. También recuerdo, eso sí, que en comparación con el frío que pasábamos en León el clima de aquí nos parecía la gloria: andábamos en camiseta por casa en pleno invierno.

¿Cómo era el barrio entonces?

Todavía medio rural, como te digo. Estaba aislado de la ciudad y recuerdo que las casas tenían agua, pero que los cortes eran continuos y que entonces teníamos que abastecernos en unas fuentes que había en las esquinas de las calles, que por otra parte eran puros barrizales. Aquellas fuentes eran puntos de reunión y a veces de riñas. Las relaciones vecinales eran muy estrechas pero también muy conflictivas a veces. A nosotros nos sorprendían mucho aquellas grescas, porque no estábamos acostumbrados a ellas. También me acuerdo mucho de las pescaderas, que llegaban con el carrín y les preguntabas «¿a cuánto?»; de La Perala, que quería ser artista y vagaba por ahí supermaquillada y llena de collares vendiendo cualquier cosa… Y recuerdo estar muchísimo en la calle. Éramos auténticas bandadas de guajes. Cada familia tenía unos cuantos y en todos los bloques había una pandilla grande. Nos pasábamos el día jugando y corriendo por el barrio hasta que las madres se asomaban a la ventana y nos llamaban a comer o a cenar.

Fue a la Universidad, algo inusual en mujeres de clase trabajadora de aquella época.

Era inusual, sí, pero mi hermano y yo estudiábamos bien, y yo tuve una maestra a la que nunca olvidaré: Consuelo Estrada, una cabeza privilegiada y también adelantada a su época que fue quien nos alentó, a otra moza y a mí, a seguir estudiando. Nos dijo que era una pena que nos quedáramos solo con el certificado de estudios primarios, nos animó a pasar al instituto y estuvo un verano entero preparándonos. Había unos exámenes en junio y otros en septiembre, y al de junio yo no me podía presentar porque cumplo años en agosto y por lo tanto en junio no tenía todavía los catorce que había que tener para pasar aquella especie de reválida. Así que dediqué el verano a estudiar, me presenté en septiembre y entonces pasé a hacer tercero de BUP en el Calderón. Allí tuve otro profesor que también me marcó mucho, César, que no sólo me animó a pasar a la Universidad después de acabar bachiller sino que me pagó la matrícula él mismo.

Imagino que, en cualquier caso, el esfuerzo económico familiar y propio para permitírselo fue grande.

Sí, sí. Yo siempre trabajé. Nuestra situación económica era muy estrecha y, como en todas las familias obreras yo tenía que buscarme la vida dando clases, en el servicio doméstico, de bibliotecaria… En verano iba al sur de Francia, a toda esa zona costera de Banyuls-sur-Mer y Perpiñán, y trabajaba también de lo que fuera: en la vendimia, cocinando…

Estudia Filosofía y Letras, algo aún más inusual. Las familias de clase obrera que conseguían matricular a sus hijos solían hacerlo en carreras con mejores salidas laborales. ¿Por qué le atrajo la historia?

A mí aquel profesor, César, me decía que yo era una alumna claramente de Letras; que lo mío no eran las ciencias, y el caso fue que después de acabar COU tuve una época un poco rara. Mi primera intención era examinarme para hacer enfermería —había una especie de examen de acceso—, pero aquel verano fui también a trabajar a Francia y tuve un accidente: me corté con un cuchillo el tendón de Aquiles y eso me hizo estar seis meses fuera de combate justo cuando tenía que hacer el examen de marras. Al final me matriculé en la Universidad, pero como en realidad no sabía muy bien qué quería hacer me dejé llevar por la recomendación de aquel profesor.

¿Se politiza en la universidad, o ya antes?

En realidad me empecé a politizar en Francia en aquellos veranos que me iba allí a conseguir pelas. Yo allí estuve en contacto con gente a la que nunca olvidaré: gente exiliada que había tenido que huir después de la guerra civil. Su forma de ser, de afrontar la vida, aquellas conductas ejemplares, etcétera, me marcaron mucho, y eso hizo que me identificara con las ideas que ellos tenían. Me dije: «Si esta gente es comunista, comunista hay que ser». Por otro lado, el Calderón, mi instituto, era cuando yo tenía quince o dieciséis años un hervidero de gente muy inquieta y muy rompedora. Se hacían huelgas, manifestaciones… Mi militancia empezó ahí.

Entra a militar en la Liga Comunista Revolucionaria. ¿Por qué? ¿Qué le atrae de esa formación? ¿Qué no le atrae del PCE, que era un partido más fuerte?

Entré en la Liga porque era el grupo en el que más gente conocida mía militaba: Chus Morales, Bernardo Santaeugenia… Si hubiera estado trabajando probablemente habría acabado en el PCE, que era más fuerte en los centros de trabajo, pero en la Universidad y en los institutos la fuerza la tenían la LCR, la LC, la ORT, el MC, el PT…; toda esa jartada de pequeños partidos. En mi pandilla el grupo que más fuerza tenía era la LCR, y además me gustaba su carácter internacionalista.

¿Cómo era aquel partido? ¿Cómo funcionaba? ¿Qué acciones llevaba a cabo?

Se organizaba en células: la de estudiantes de medias, la de la Universidad, la obrera… Era un sistema muy de base con un tipo de acciones que ahora te las planteas y dices: «¡Madreee!» (risas). Me acuerdo de los comandos: grupos de encapuchados que iban a las fábricas a repartir panfletos.

Se llevarían buenos palos, imagino.

Pues como toda la gente de mi época, sí. A mí me detuvieron por primera vez cuando tenía quince años, con motivo de una de aquellas manifestaciones.

Muchos militantes de la Liga, como los propios Morales y Santaeugenia, acabaron en el PSOE. ¿Por qué sucedió eso en un partido que en principio se situaba a la izquierda del PCE? ¿Por qué no fue su caso?

En la Liga había el rollo aquél del entrismo, y el partido en el que más fácil era hacerlo era el PSOE, porque no tenía absolutamente ningún cuadro, igual que no lo tenía la UGT.  Los cuadros de la LC fueron pioneros en el montaje de la UGT aquí en Gijón, y parte de mis compañeros de la Liga, en efecto, se fueron al PSOE. Una parte se fue y otra no. ¿Qué parte se fue y qué parte no? Pues todo tiene una explicación. No se fue la parte más enraizada en el movimiento obrero y en el trabajo, y sí se fue la gente que ya tenía en perspectiva vivir de la política. Todos habíamos empezado a militar muy jóvenes, cuando no teníamos otra cosa que hacer y podíamos volcar todas nuestras energías en aquella actividad, pero de repente llegamos a una edad en la que había que empezar a ganarse la vida, y unos empezamos a trabajar y a volcarnos en una actividad más bien sindical y otros decidieron, como decía Machado, sentar la cabeza «de una manera española» y hacer de la política su modo de vida. Y eso sólo se podía hacer en el PSOE. Todo lo que vino después tuvo su raíz en aquella división: cuando uno se dedica a la política y hace de ello una actividad remunerada, acaba viviendo en una burbuja, mientras que cuando uno no hace de la actividad política o sindical su modo de vida, mantiene el vínculo con la realidad. Si vives en una burbuja, los problemas, lejos de molestarte o de indignarte, casi hasta te incomodan.

El feudo de don Enrique

En un momento dado su carrera se trunca y entra a trabajar en la camisería fundada en 1952 por Enrique López y conocida como Ike por el nombre de sus más famosas camisas, así bautizadas por la visita del presidente Eisenhower a España en 1953. ¿Cómo y por qué llega a ella?

Entré a trabajar en Ike porque se murió mi padre y a mi madre no le dieron pensión de viudedad, porque no habían cotizado por él. Tuvimos que empezar a currar y a mí me enchufó en Ike un directivo que estaba de pensión en casa de una tía mía por parte de padre.

¿Intentó compatibilizar el trabajo con los estudios de alguna manera, o renunció a ellos desde el primer momento?

Dejé de estudiar automáticamente, sí. No recuerdo si llegué a completar el primer año de historia…

Pasa de golpe de un ambiente intelectual a la vida proletaria pura y dura. ¿Cómo fue para usted ese cambio brusco?

Pues chocante, pero, de todas maneras, yo nunca había sido lo que podríamos decir una moza progre (risas). Una parte de mí sí lo era, pero otra parte de mi vida era mi pueblo, en el que estaba muy enraizada. Tenía mi pandilla de amigos de la verbena y de la romería y esa otra clase de vínculos que hicieron que nunca me desclasara. Pero bueno, sí, cuando pasé a Ike me chocaba todo. Yo me acuerdo de que los primeros días pedía las tijeras por favor y entonces escuchaba a una compañera gritándome: «¡Mira a ésta, qué fino lo tiene! ¡Así no se pide! Se pide así: “¡Dame las tijeras, jodío ratu!”» (risas). Fue un choque grande. También por el tipo de trabajo, sí: las cadenas de montaje son un tremendas, un trabajo muy embrutecedor.

Hay trabajos proletarios pero algo más creativos, menos repetitivos.

Sí. La camisa en Ike tenía ciento y pico operaciones. Operaciones significaba que una hacía el pespuntito de aquí, la otra cosía el bolso, la otra los bajos, la otra hacía no sé qué en la manga o en la entretela, el cuello llevaba no sé cuántas operaciones… Y otras planchaban y plegaban. Yo plegaba: doblaba las camisas y les ponía unos alfileres y un papel para que al coger la camisa sonara el frufrú de las camisas nuevas. Me dediqué siempre a eso; siempre estuve doblando camisas. ¡Yo no sé coser a máquina! Trabajé durante años en una camisería, pero no sé coser, porque nunca cosí.

¿Qué consecuencias psicológicas tenía hacer el mismo trabajo repetitivo uno y otro y otro día?

¡Uf! Yo recuerdo que bajaba la cuesta hacia la fábrica pensando que hoy tenía que plegar doscientas camisas igual que ayer y lo mismo que mañana. Era terrible. Pero bueno, pensabas que tenías que ganarte la vida y que aquél no dejaba de ser un trabajo como otro cualquiera.

¿Qué condiciones de trabajo se encuentra en Ike? ¿Cómo eran las jornadas, cómo eran los salarios, cómo las condiciones de seguridad?

En Ike, las condiciones eran relativamente privilegiadas con respecto al resto del textil. Era una empresa más grande y menos insalubre que otras. De todas formas, las jornadas eran largas y fatigosas. La mayor parte del tiempo que estuve en Ike teníamos una jornada continuada de siete de la mañana a cuatro de la tarde con un descanso de media hora para comer. Recuerdo que en Ike me pasaba lo mismo que en la vendimia, donde el despertador biológico te salta automáticamente cuando da la una y es la hora de comer o de descansar. A nosotras, en esa media hora nos daba tiempo a todo: a comer, a echar el pitu y a hacer asambleas. El trabajo era muy fatigoso: trabajabas de pie; estabas ocho horas de pie, y a eso se le sumaba el calor. Hacía mucho calor. Además, los encargados procuraban impedirnos hablar y cantar. A mí me colocaron en la cabecera de la cinta para que tuviera delante a la supervisora. De todas maneras, aún así solíamos hablar. Hablábamos de lo divino y lo humano y nos reíamos mucho. Los lunes, sobre todo, daban para mucho, porque era cuando nos contábamos lo que habíamos hecho el fin de semana.

¿Cómo eran los sueldos?

Los salarios también eran algo más altos que lo que era normal en el textil. Se basaban en la productividad: había un salario base y, después, tantas prendas hacías, tanto cobrabas. Se cobraban productividades largas, pero claro, sacándotelo del cuerpo, a destajo.

¿Y las condiciones de seguridad? ¿Qué accidentes, qué gajes del oficio comportaba el trabajo en Ike?

Sobre todo, todo lo que conllevan las tareas repetitivas de pie ante una máquina. Todas las compañeras, quien más, quien menos, tienen lesiones cervicales, de espalda, etcétera. También varices, problemas en las piernas… La postura que adoptábamos no era precisamente la más correcta para el cuerpo.

¿Era parte de sus reivindicaciones reducir esos riesgos de alguna manera, o esas lesiones eran de algún modo inevitables?

No lo eran, no. Claro que reclamábamos: reclamábamos, por ejemplo, sillas más ergonómicas. También recolocar a las mujeres embarazadas a puestos que fueran un poco más compatibles con su estado.

Su caso es una excepción: la inmensa mayoría de sus compañeras habían entrado a trabajar muy jóvenes, con catorce e incluso doce años. Cuando nos horrorizamos por el trabajo infantil del Tercer Mundo olvidamos o ignoramos que también fue la norma aquí hasta no hace mucho. La expresión prosaica que suelen utilizar las extrabajadoras mayores de Ike es que les vino la regla delante de la máquina de coser. ¿Era literal, eso?

Sí, sí, literal. Mucha gente empezaba a trabajar a los doce años y sin contrato de trabajo, porque la edad reglamentaria de aquella eran los catorce años. Lo que les hacían era un contrato de aprendizaje: estaban dos años de aprendizas haciendo tareas como recoger paquetes o distribuirlos. Y a los catorce se sentaban ya en la máquina. Yo tuve suerte, sí. Entré teniendo el bachiller y COU, lo cual no era habitual y me daba otro bagaje. La mayoría de mis compañeras no tenían ni el certificado de estudios primarios. Charo [López Brandi] entró a trabajar con doce años.

¿Llegó usted a ver niñas tan pequeñas entrando a trabajar, o el trabajo infantil ya era algo pasado cuando entró a trabajar en Ike?

No, cuando yo entré las chicas ya entraban algo más mayores: diecisiete, dieciocho años…

Imagino que la relación de las mujeres mayores con esas niñas sería especial: una cosa entre madres y amigas.

Sí… En una fábrica de mujeres, el tema emotivo es una cosa muy especial. Yo recuerdo cómo a veces las mayores te tiraban de la lengua para intentar averiguar lo que habías hecho el fin de semana (risas). Me acuerdo de un día que Marujina se acercó a mí y me dijo: «Ana, ayer te vi con el mozu. Te vi besándote, y pensé: “Si hace esto en público, ¿qué no hará en la intimidad?”» (risas). Se trababan relaciones muy especiales allí. Se compartían muchas cosas. También los problemas y la mala leche.

¿Había alguna infraestructura política o sindical montada en la empresa cuando usted entró?

No, justamente se empezó a montar la primera comisión obrera cuando yo entré a currar, en el 75. Anteriormente, lo que había era gente suelta que había hecho entrismo en el Sindicato Vertical. Pero algo más organizado lo empezó a haber cuando yo entré. Yo empecé enseguida a participar en los órganos unitarios de que nos dotábamos, con ramas y demás. Los trabajadores de cada sección enviaban a las dos personas que consideraban que mejor les podían representar: dos o tres de plancha, dos o tres del taller, dos o tres de cuellos, dos o tres del almacén… Y con eso fuimos montando la estructura que en el futuro se convertiría en el comité de empresa.

 ¿Cuál era el grado de conciencia de clase de sus compañeras? ¿Era fácil movilizarlas? ¿Cómo conseguían las trabajadoras más politizadas ir creando conciencia entre las que no la tenían?

Con tiempo y paciencia. La clave es la confianza. Los planteamientos tienen que ser lineales, estables. Lo que menos tolera cualquier persona es que la gente en la que confía dé bandazos. Eso te desconcierta. La clave no es tener planteamientos más o menos radicales. Puedes tenerlos muy radicales: lo importante es que no des bandazos con ellos, que seas firme y constante. Y luego es muy importante tu actitud en las asambleas. La asamblea es el órgano de debate y unas veces te da la razón y otras te la quita. Aunque te la quite, tú tienes que acatar la decisión del colectivo. Si tú quieres ir a la huelga y el colectivo decide que no, te tienes que joder y entrar a trabajar. Y a veces se pueden dar situaciones incómodas, como la que tuvimos nosotros una vez que decidimos entrar a trabajar y vinieron los piquetes a sacarnos. Que entráramos a trabajar aumentó los recelos que el resto del textil tenía hacia nosotros por ser una empresa en cierto modo privilegiada, donde los salarios estaban un poco por encima del resto. El empresario, para encima, pasaba por el morro a los demás que nosotras habíamos hecho caso omiso de la huelga. Pero era lo que había decidido la asamblea, y a la asamblea hay que acatarla.

Ike llegó a fabricar, en los años setenta, más de un millón de camisas al año, a facturar anualmente 1300 millones de pesetas y a emplear a 680 personas. ¿Se veían beneficiados los trabajadores por ese éxito? ¿Aumentaban los sueldos y mejoraban las condiciones de trabajo cuando aumentaban los beneficios de la empresa?

Sí, porque esos beneficios permitieron ir ampliando y modernizando la fábrica, y eso siempre mejora las condiciones de trabajo.

¿Cuáles fueron sus primeras reivindicaciones en Ike?

La primera fue que nos metieran todo en nómina. Aquello era una cosa dantesca: nosotras cobrábamos una nómina cada seis meses. Nos las iban apilando y de seis en seis meses nos llamaban a firmar y nos las daban. Pero eso era la nómina pelada, es decir, el salario base más o menos incrementado por la antigüedad y por todo lo que estipulaba el convenio. El plus que nos daban en función de la productividad no cotizaba. ¿Qué pasaba? Que caías de baja y tenías que pedir ayuda a tus padres, porque con lo tuyo no te daba. En consecuencia, nosotros pedíamos que todo lo que cotizábamos pasara a nómina y que se nos pagara regularmente. También adecuar los desequilibrios salariales; que los destajos se pagaran de una forma correlativa; que entre la que da un pespunte y la que da otro hubiera una correlación. Tuvimos muchos líos con aquello. El empresario no quería: nos decía que él no era una hermanita de la caridad. Otro tema fundamental para nosotras era el de los comedores, y otro el de las guarderías.

¿Abrir una guardería en la propia empresa?

Sí, o al menos una cerca. Recuerdo que una de las primeras guarderías laborales que hubo en Gijón, en el ochenta y algo, fue la de San Eutiquio. Muchos de nuestros críos fueron allí.

¿Qué clase de acciones llevaban a cabo para sostener sus reivindicaciones?

Una de las primeras acciones que hicimos fue no volver a trabajar al acabar el descanso de media hora para reclamar que ese descanso contase como parte de la jornada, porque no contaba. Nos quedamos ciento y pico abajo —el resto de la gente subió— y nos sancionaron. A la mayoría le cayó una sanción de tres días y a las que consideraban las principales agitadoras, para dar ejemplo, nos cayeron siete u ocho de suspensión de empleo y sueldo.

¿Despidos no había? ¿Sólo sanciones?

Sólo sanciones, sí. Y pasó una cosa muy jocosa: nos sancionaron y entonces recurrimos ante Magistratura y perdimos. El caso es que antes de saber el resultado de ese recurso supimos que el juez correspondiente, Arozamena, había pasado por Ike a recoger unas camisas. Lo hacía mucha gente: las camisas no sólo se vendían en las tiendas de Gijón, sino también en la propia fábrica. Este hombre pasó por allí y poco después palmamos: la gente de las oficinas con responsabilidad entró dando saltos por los talleres dando la buena nueva. Nosotras atamos cabos, y, furiosas como estábamos, decidimos hacer un artículo poniéndolo a peloconejo y mandarlo a la prensa. Nos dijeron que lo teníamos que firmar y dijimos: «Vale, vale, firmamos». Firmamos todos, pusimos el carné y todo, pero al final no nos lo publicaron. Sin embargo, el artículo llegó al poder de este juez. Nos convocó a su despacho, nos dijo que nos sentáramos, le dijimos que no (risas) y allí hubo un cruce un poco raro de palabras, una engarrada. Él nos decía que lo que andábamos publicando por ahí de él no era cierto, y es verdad que no teníamos pruebas, pero hombre, canta mucho que recojas unas camisas e inmediatamente después emitas una sentencia en contra de los trabajadores.

Le sobornaron con camisas, vaya.

No lo sabemos con certeza, pero todo indica que sí.

¿Había en ustedes un orgullo de empresa similar al de los trabajadores de un astillero cuando terminan un barco, o ese sentido de orgullo por el trabajo colectivo no existía en su caso al no ser una sola cosa enorme lo que se fabricaba, sino miles de pequeñas y repetitivas piezas textiles?

Sí, el orgullo de hacer camisas bien hechas. Eran camisas de gran calidad, que duraban mucho, y la gente lo sabía y se enorgullecía de ello, de ser buenas currantes.

Anuncio de Ike

La empresa suele describirse como paternalista. Según se cuenta, cada 24 de noviembre, festividad de Cristo Rey, Enrique López, el dueño de la empresa, celebraba una fiesta anual con los trabajadores. Se alquilaban autobuses y se invitaba a toda la plantilla a un viaje de confraternización a algún lugar de la región, casi siempre Covadonga. ¿Cómo era, en general, la relación de la plantilla con el dueño?

Él, cuando montó Ike, se había nutrido para crecer de un grupo grande de gente de su zona, los Oscos. Eso hacía que hubiera una especie de relación de vasallaje. Se llegaron a plantear cosas como: «Yo te meto a trabajar y tú me das la tierra, o me la vendes». Muchas trabajadoras, en consecuencia, le tenían un eterno agradecimiento que costaba mucho romper: él me lo ha dado todo, me sacó del pueblo, etcétera. A mí me llamó al despacho a los seis meses de meterme a currar la persona que me había metido y me recordó el vínculo familiar y lo agradecida que tenía que estar. También hay que entender cómo eran las cosas para las mujeres trabajadoras en aquel entonces: pasabas de la tutela del padre que te daba permiso a trabajar a la del empresario. La relación de un empresario de ese tipo con sus trabajadoras no es una mera relación contratador-contratado, sino algo más complejo. Rebelarse contra él no era, para las mujeres, simplemente rebelarse contra un patrón, sino algo más, casi rebelarse contra un padre.

¿Le veían con frecuencia?

Sí, sí. Y no sólo verle. Recuerdo que cuando se bautizaban sus hijos se le hacían regalos a escote. Y luego estaban esas fiestas de confraternización. Nos llevaban a Covadonga por la festividad de Cristo Rey, efectivamente. Eso sí, todas vestidas con las camisas de Ike y la marca bien visible. No dejaba de ser una forma más de publicitar la empresa. Otras veces íbamos al Savannah o a Las Delicias.

¿Las trataba con respeto?

¿Respeto? Pues supongo que, más allá de alguna expresión de cierto desprecio o condescendencia (la chica, tal), sí, pero yo entiendo que en la vida hay una raya muy clara: hacia acá estoy yo y están mis derechos, y yo sé lo que soy, una currante, y hacia allá está él, el empresario, que es el que tiene las perras y el que me las quitas. Respeto puede haber mucho, pero a la hora de la verdad él te puede hundir la vida, y si lo tiene que hacer, si te tiene que despedir y dejarte en la estacada, lo hace. Eso sí, a veces, no él, pero sí los directivos, nos hacían propuestas deshonestas.

¿Cómo qué?

Pues como cosas de tipo sexual en las que tu rechazo o no rechazo hacía que tu vida fuera más fácil o menos, que tu situación laboral empeorase o se te encomendasen tareas más desagradables.

¿La cosa nunca pasaba de la categoría de propuesta? ¿Se dieron casos de violaciones o agresiones físicas?

Agresión directa, yo no recuerdo ninguna. Ahora bien, no deja de ser una agresión que te hagan una propuesta, tú no accedas y entonces te hagan la vida imposible. Y yo sí que escuché casos de compañeras de otras fábricas que tuvieron experiencias más traumáticas. Una compañera me contó que cuando le intentaron meter la mano cogió la tijera y se la clavó en la mano al agresor.

Los mandos, ¿eran todos hombres?

No, digamos que la cosa era la siguiente: el ochenta por ciento de la plantilla éramos mujeres, en los mandos intermedios de unidades muy concretas, como corte o almacén, había varones pero también mujeres, en las oficinas también había alguna mujer y los directivos eran todos hombres.

Las trabajadoras más identificadas con la empresa debido a esa relación de vasallaje fueron adversarias duras de las movilizadas como usted cuando comenzó el conflicto. ¿Cómo era la relación con esas compañeras? ¿Se las consiguió ir convenciendo? ¿Hubo alguna que se negara a participar en la movilización hasta el final?

Hombre, claro, siempre hay alguien que se niega hasta el final. Pero cuando las cosas se van poniendo más y más duras y se va pelando la corteza del arbolín hasta desnudarlo, hasta el más reacio en principio acaba sabiendo en qué parte tiene que estar y con quiénes. El tiempo da y quita razones. De todas maneras, sí, había parte de las trabajadoras y por supuesto parte de los mandos que nos abucheaban por luchar por nuestros derechos.

¿Procuraban ellos, de alguna manera, que no generasen lazos entre ustedes?

Que no generáramos lazos entre nosotras era imposible, porque estar juntos en un sitio siempre los genera para bien o para mal. Pero sí que se procurara que no habláramos durante el trabajo, que no cantáramos, etcétera.

Alguna vez ha contado que los trabajadores de un piso no conocían a los de otro y no lo hicieron hasta que no empezaron las movilizaciones.

Sí, eso es cierto. Había estructuras muy cerradas. Las de la plancha, por ejemplo, éramos como un reducto, porque estábamos siempre solas y nos relacionábamos mal con la planta. El almacén también estaba aislado, el corte estaba dentro del taller pero también era otro mundo… Y de una planta a otra había muy poca relación, sí. La gente era Fulanita la de cuellos, Menganita la del corte… Ubicabas a la gente por su sección. A mí me recuerda mucho al hospital en el que trabajo ahora de enfermera, que también es un sitio con estructuras muy cerradas, como UVI o REA, y otras algo más abiertas, como las unidades de hospitalización.

El fin de la fabricona

Se habla mucho de la reconversión minera o de la de los astilleros, pero poco de la del sector textil, que en España llegó a ser muy boyante. ¿Qué desmantelaron, y cómo lo desmantelaron, los gobiernos de UCD y el PSOE al desmantelar ese sector?

Yo te puedo hablar de Asturias, donde no nos podemos comparar con la cuna del textil, que es Cataluña y sus hilaturas, o con Valencia o la zona de Béjar con la lana. Aquí hubo una época de bonanza en la que el textil floreció más. La característica principal del sector aquí era que había muy pocas empresas de punto y la mayoría, como Ike, eran de confección. De punto estaban Laberlis y Cordelería Baras, y el resto era de confección. Había empresas muy grandes, como Camilo en Avilés, Mantova en Oviedo o Ike y Obrerol en Gijón, y lo demás era un sinfín de pequeños talleres. En total llegamos a tener, según los censos que tenía el Sindicato Vertical cuando las primeras elecciones sindicales y que nosotros consultamos con atención en el contexto de la construcción de la rama del textil en Comisiones Obreras, un censo de siete mil y pico currantes. Ese fue seguramente el punto álgido. Fue en los ochenta cuando empezaron a cerrar empresas, tocado como empezó a estar el sector textil español por la competencia taiwanesa, japonesa, coreana, etcétera. Y empezaron a cerrar a mogollón: no podías poner manos en todos los lados para todas las empresas que estaban cayendo. De las pequeñas no quedó ni una y de las grandes y medianas cayeron Cordelería Baras, Laberlis… Entonces, entre 1980 y 1982, todavía gobernando la UCD, fue cuando se empezó a hablar de los planes de reconversión. La idea no era mala: se trataba de dotar a las empresas de una capacidad de diseño y creación que aportara un factor distintivo con respecto a las asiáticas. En precios baratos no se podía competir, así que lo que había que hacer era un producto caro pero más de élite, por así decir; fabricar moda.

Es decir, el mal no fue la reconversión en sí, necesaria e inevitable, sino cómo se llevó a cabo.

Claro. ¿Para qué se hicieron los planes de reconversión? Pues para eso, para reconvertir, para modernizar, para acometer una serie de cambios en las empresas que las volvieran a hacer competitivas. ¿Para qué valieron, sin embargo? Nosotros lo resumimos en una frase muy corta: millones para el empresario y despidos para los currantes. Desde mi experiencia en Ike, cuando se recibían los millones de los planes de reconversión —millones y millones de pesetas de dinero público— el empresario no los utilizaba para reflotar la empresa, sino para pagar deudas, tapar agujeros y liberarse de hipotecas personales poniendo como avalistas al Banco de Crédito Industrial, Seguridad Social y Hacienda, que asumieron toda la deuda de la empresa. El tenía créditos que pagar al Banco Bilbao avalados con su casa, su patrimonio, etcétera. Estaría apurado, no te digo que no, pero lo que no se puede hacer es emplear el dinero del contribuyente en resolverle las deudas a nadie.

Si tenía deudas, que las pagara él: se supone que ser empresario es asumir riesgos.

Claro, claro. Él, con los planes de reconversión, vio la oportunidad de librarse de esas deudas. No hubo control de ningún tipo por parte de la Administración y lo que sí hubo fue una clara descapitalización de la empresa, con desvíos de recursos hacia una nueva empresa llamada Vehils de la que Enrique López se hizo cargo en Cataluña y con la que montó una red de tiendas de moda y confección en Barcelona. En general hubo cosas muy fraudulentas y asuntos sospechosos. Además, cuando tú vives a expensas de aquello que te tiene que llegar y te llega tarde, mal y nunca, tu capacidad de decisión a nivel empresarial mengua, y eso agrava la crisis. Por otro lado nosotros, los trabajadores, intentamos desde lo que yo ahora veo que fue una supina ingenuidad tener reuniones con los empresarios del textil para elaborar un plan para salir de la crisis de manera conjunta, con cosas que se podían hacer para evitar los cierres: por ejemplo, formar unos equipos comerciales u otras estructuras comunes del tipo que fuera que no impidieran que después cada cual se dedicara a lo suyo. Tuvimos varias reuniones con los empresarios del textil, gente de la FAD, etcétera, pero fue misión imposible. Ellos saben cerrar filas cuando se trata de machacar a los trabajadores, pero más allá de eso son auténticos lobos entre ellos. Se negaban a cooperar entre ellos. Al final, para lo único que valieron los planes fue para aligerar plantillas cada vez más y acabar arruinando sectores enteros. Para acometer las medidas de las que se hablaba no valieron en absoluto.

¿Cuándo notaron por primera vez, en Ike, que algo iba mal y que el futuro comenzaba a nublarse?

Cuando nos metieron en los planes de reconversión.

Para muchas trabajadoras criadas en la cultura de la fabricona para toda la vida debió de ser traumático enfrentarse de pronto a la posibilidad de ser despedidas.

Sí, sí. Pasó en todas partes: en Crady, en Tabacalera…

La idea era que, salvo inopinada catástrofe, uno se jubilaría en la empresa en la que había entrado siendo adolescente.

Claro. No te planteabas que la vida pudiera dar otras vueltas. Esa precariedad a la que ahora estamos tan acostumbrados entonces no existía. La cultura de las viejas fabriconas se extinguió con nosotros.

Una primera manifestación de la crisis del textil fue el procedimiento por el cual la trabajadora despedida adquiría la máquina con la que realizaba su trabajo y se la llevaba a casa, donde seguía desempeñando la misma tarea pero sin estar en nómina ni cotizar a la Seguridad Social.

Sí. El trabajo textil es un trabajo que se presta mucho a ser hecho en casa. Mi madre era una pantalonera: hacía pantalones, remataba camisas, hacía punto, etcétera, y lo hacía en casa con su máquina para complementar la economía doméstica. Cuando empezaron a cerrar las fábricas, a nosotras se nos dio también esa alternativa: el trabajo sumergido, unas veces para empresas que ni siquiera estaban dadas de alta como tales y otras para cooperativas que no eran tales. Yo entiendo que una empresa es cooperativa cuando hace productos propios con su etiqueta y su marca que luego es capaz de colocar en el mercado. Lo que se montaba no era eso, sino sótanos con mujeres cosiendo por cuatro duros para las grandes empresas textiles. Se avisaba al cura del pueblo, el cura llamaba a las mozas y les decía: «¿Queréis trabajar? Pues podéis trabajar así». Venía el representante de Refrey, te vendía las máquinas y entonces te ponías a trabajar para un empresario que hacía el agosto, porque te podía dar o quitar el trabajo según le pareciera y al precio que le diera la gana.

Un poco como los autónomos proletarizados de hoy: teóricos empresarios que en realidad son asalariados de una única empresa que sin embargo no tiene para con ellos la responsabilidad que sí tiene para con los que están en nómina, a los que no puede despedir a voluntad.

Claro. El empresario se ahorraba el gasto en maquinaria y buena parte del gasto en salarios.

Para Ike, la cosa se agrava cuando Enrique López inicia una carrera política en la UCD de Suárez, que le designa senador en 1977. ¿Por qué? ¿Cómo afectan esas ambiciones de López a la fábrica?

Pues un poco como te comentaba antes. Él utilizó ese puesto a modo de gancho de cara a los planes de reconversión, y cuando entró en ellos supeditó toda su actividad empresarial a los dineros que le iban a llegar y que llegarían un año o dos más tarde. Dejó de tomar decisiones en un momento en que había que tomarlas rápidas y audaces, se concentró en su actividad política y eso agravó la crisis.

El desmantelamiento de Ike en sí comienza en 1983, cuando la empresa se acoge al programa de reconversión implementado por el Gobierno socialista. ¿Qué comportó aquella primera fase de la decadencia de la empresa? ¿Cómo se protestó contra ello?

Hubo dos fases. En la primera se nos decía que no se iba a reducir plantilla y que lo que se iba a hacer convertir la empresa en una industria temporera, estacional. Se nos podría enviar al paro hasta dos meses al año entre la campaña de verano y la de invierno, cuando hay una inflexión en la producción. Nosotras a esas regulaciones temporales nos opusimos, pero al final la gente las acabó aceptando. En la segunda fase ya nos empezaron a pegar un muerdo a nivel de plantilla: unos ciento cuarenta trabajadores. Yo creo que aquella fue la primera vez en mi vida que lloré de impotencia; la impotencia de ver venir algo claramente y saber que no tienes capacidad de respuesta. Además, esas ciento y pico personas no fueron seleccionadas al azar: en ese grupo se metió a mucha de la gente más revoltosa, por así decir, y eso reducía aún más nuestra capacidad de respuesta con vistas a futuras luchas.

En cualquier caso, aquellas primeras protestas dieron también los primeros frutos de la larga lucha de las trabajadoras de IKE: consiguieron que las trabajadoras despedidas pudieran acogerse a un programa de prejubilaciones.

Sí, jubilaciones anticipadas y bajas incentivadas.

En 1987 Enrique López cede a la Administración el control de la empresa y durante los años siguientes, el Gobierno intenta sacar la fábrica adelante, pero fracasa y deja a la empresa en un estado aún más ruinoso. ¿Por qué fracasa? ¿Era luchar contra los elementos intentar reflotar Ike?

Podía serlo o no, pero sobre el papel se había trazado un plan bastante ambicioso y correcto. ¿Por qué falló? Pues por ejemplo por traer de gestores, con contratos blindados, a cargos de la Administración como [Gonzalo] Otero o Edesio [Fernández], gente sin experiencia en el sector textil que no se cree lo que están haciendo y a la que le importa un pepino Ike, porque no es ese empresario a la vieja usanza que se juega su capital y su prestigio y que por lo tanto va a hacer todo lo posible por sacar el negocio a flote, sino alguien que el dinero que se juega es el de todos y que en consecuencia no ve problema ninguno en tirar de largo gastándose montes y morenas en estudios y prospecciones que no sabes quién hace ni para qué pero suponen auténticas millonadas. Aquello era terreno abonado para los típicos cuatro vividores que se dedican a hacer el agosto saltando de sablazo en sablazo.

Aquellas supuestas prospecciones de mercados a los centros de la moda que en realidad eran viajes a todo trapo para gerentes enchufados que llegaron a sumar 20 millones de pesetas.

Exactamente. Vacaciones en Florida, en México, en Argentina… Aquello fue una cosa demencial: una fuga ingente de dinero en una empresa que ya estaba tocada. Y no eran sólo las vacaciones: nosotros, el colectivo, hacíamos todas las denuncias del mundo de cómo se hacían las compras. Había locuras como compras de partidas de bolsas que daban para suministrar a todos los centros comerciales de Gijón y para que todavía sobrase para empapelar la ciudad entera. Bueno, pues a toda esa gente no se le exigió responsabilidad alguna, al contrario. Hoy Otero está gestionando un centro sanitario.

Por otro lado, mientras las trabajadoras sufrían retrasos e impagos en la percepción de sus salarios de 50.000 pesetas y de sus pagas extraordinarias, los salarios del personal técnico directivo superaban los 25 millones brutos al año.

Sí, sí. Llegamos a acumular unos cuantos meses de débito de salarios que cobrábamos trampeando a través del FOGASA, que nos adelantaba una parte que la empresa después devolvía.

Todas estas corruptelas, ¿eran evidentes y flagrantes, o se conocieron después?

No, no, eran evidentes y flagrantes. Era una locura.

En 1990 el Gobierno de Pedro de Silva saca finalmente adelante un expediente de crisis por el cual 277 trabajadoras tienen que irse a la calle.

Sí. En 1988 había habido un acuerdo de todas las partes con una idea que era buena: crear una empresa llamada Distribución de Formas y Modas para lavar el pasivo de Confecciones Gijón. Confecciones Gijón quedaría como un cascarón vacío y DFM absorbería lo bueno de Ike, es decir, su plantilla y sus activos —la cartera de pedidos, los bienes, etcétera—, y sería la que recibiera los fondos de la Administración. Poder quedarnos con los bienes de Confecciones Gijón era fácil, porque los trabajadores éramos los acreedores principales, junto con el Fondo de Garantía Salarial, a causa del débito de salarios. A la larga sólo quedaría una empresa. La idea, como digo, era buena, pero el dinero se volvió a despilfarrar de manera absurda y el plan no llegó a cuajar. En 1990, efectivamente, se planteó el cierre.

¿Cómo recibieron la noticia en un primer momento? ¿Con ira movilizadora, o con resignación?

No, no, con ira. Cuando ya no es cobrar o no cobrar o cobrar con desajustes, o tener que irte dos meses al paro o no irte, sino una agresión brutal y directa como ésa, se abren absolutamente todas las compuertas. Nosotras, además, lo planteamos como un todo o nada. En principio lo lógico, y lo que se solía hacer, era aceptar una salvación para pocos, porque si se planteaba la salvación para todos o para nadie la empresa cerraba: la política del mal menor, que se decía entonces. Pero, ¿qué moral tengo yo para decir que tú te vas y yo no? ¿Cómo escogemos quién se va y quién no?

La decisión de a quién despedir, ¿se delegaba en la asamblea?

A veces sí. Y a veces, muchas veces, se resolvía así: primero las mujeres casadas, porque tienen marido, después las solteras, después los hombres solteros y luego los hombres casados. Aquello era un debate normal en los ochenta. Como el hombre es el que lleva el pan a casa y el trabajo de la mujer sólo es un complemento, un soporte, una ayuda a la economía doméstica, no pasa nada por despedir a una mujer casada. Era una locura, y nosotras no lo hicimos así. Nosotras dijimos que tu salario, tu trabajo como mujer, tu derecho al trabajo como mujer, es tuyo, no de tu marido, que tú eres una currante y tu marido otro, y que o nos salvábamos todas o todas nos hundíamos, porque, qué coño, lo que tampoco se puede hacer —eso lo vas entendiendo a medida que te vas curtiendo en mil batallas— es entrar en la lógica de ellos, en esa lógica del empresario en la que hay que hacer despidos y regulaciones. Ellos jamás entran en tu lógica como trabajador, ¿por qué vas a entrar tú en la suya? Labordeta tenía una canción que decía «Yo sufro mucho por ti,/ hay que ver lo que cuesta/ comprar un Audi 1000,/ viajar a las Bahamas/ o invernar en Haití». Que tú pierdas tu Audi 1000 o tus vacaciones en las Bahamas será una putada, pero si yo pierdo el trabajo pierdo el pan. En la política del mal menor no hay que entrar jamás, y nosotras jamás entramos.

El 15 de junio de 1990 ocupan el edificio de la fábrica con el propósito que cualquier posible comprador supiera que el solar tenía bichu, como decían ustedes.

Sí. Fue una manera de contrarrestar la marginación que sufríamos en absolutamente todas las negociaciones. Nosotras sabíamos que el solar de Confecciones Gijón era una bicoquina, porque estaba en pleno centro urbano y eso hacía que valiera muchas pesetas. Encerrándonos allí nos asegurábamos de que cualquier solución pasara por nosotras.

El encierro, según se cuenta, comenzó de una manera completamente espontánea. ¿Cómo recuerda aquello?

Pues… Estábamos montando una barricada en una zona que estaba al borde de la ciudad, en el límite con la parte rural, y de la que en consecuencia la Guardia Civil y la Policía Nacional no se ponían de acuerdo al respecto de a quién correspondía. Al final se decidió que le correspondía a la Guardia Civil y la Guardia Civil cargó y detuvo a una compañera, Esther [Viña], y la llevó al cuartelillo. Nosotras fuimos en tromba detrás y cuando estábamos fuera del cuartelillo nos llegó la noticia de que el cierre era inminente y que se iba a clausurar la fábrica. Entonces decidimos marchar para allá corriendo y ocupar los locales.

La ocupación duraría cuatro años.

Sí. Entonces no imaginábamos que fuéramos a durar tanto tiempo.

Cuando el encierro comienza, Comisiones Obreras y UGT se desvinculan de ustedes.

Sí. El grueso de la plantilla, que los procesos de reconversión habían reducido de unos quinientos trabajadores a menos de trescientos, se alineó con el comité de empresa, pero 47 trabajadores se desvincularon cuando lo hicieron Comisiones y UGT. ¿Por qué se desvincularon? Pues porque la Administración del PSOE, que entonces ya tenía el apoyo de Izquierda Unida, cogió a las cúpulas de esos dos sindicatos afines y les dijo: «Voy a plantear un expediente de cierre. No lo ha autorizado la Dirección Provincial de Trabajo, así que se puede decir que estoy con el culo al aire, pero ya me lo autorizará. Por lo demás no te preocupes: yo te pago, tú te vas para casa y acabo así con el conflicto, pero me comprometo a buscar un empresario para montar un nuevo proyecto textil. Cuando lo encuentre, te llamo». Ése era el planteamiento. Nosotras éramos un problema incómodo que no eran capaces de resolver, una cosa incordiona que querían quitarse de delante, y vieron la manera de desgajarnos en la misma operación chabacana de tantas otras veces: se presiona a las cúpulas sindicales afines y éstas se pliegan sin discusión aunque lo que se les proponga esté lleno de irregularidades y cosas difícilmente creíbles (a nosotras nos proponían el edén: un nuevo proyecto textil dirigido por un empresario vasco, recolocar a no se cuántas trabajadoras en el nuevo centro comercial de Los Fresnos, etcétera), porque les va en ello el pan que le da esa Administración en la que están los suyos. Aquello nos hizo mucha mella, pero bueno, por suerte esas doscientas y pico personas se quedaron con el comité.

¿Pertenecían a la Corriente Sindical de Izquierda y a la Unión Sindical Obrera, los otros dos sindicatos presentes en Ike, todos los trabajadores que se alinearon con el comité de empresa, o hubo afiliados a Comisiones y UGT que rompieran con sus sindicatos?

Hubo muchos. En realidad, Comisiones y UGT se quedó sólo con el cascarón del huevo, y se quedó sólo con eso porque una de las cosas que siempre tuvimos y dejamos claras es que a la hora de negociar negociábamos nosotras, no papá ni mamá ni el marido, y digo el marido porque hasta hace bien poco era relativamente habitual que los maridos de las trabajadoras fueran a las asambleas del textil a decirnos a las mujeres lo que teníamos que hacer. El papel de un sindicato debe ser apoyar, asistir, aconsejar, etcétera, pero de tal manera que siempre primen las premisas aprobadas en la asamblea. Para nosotras, eso era el abecé. En el momento en el que entran en juego las cúpulas sindicales, estás jodido, porque te van a vender. Es un patrón que se repite continuamente en todas las empresas. Los conflictos que triunfan son aquéllos más amarrados a la asamblea: lo hemos visto no hace mucho con Tenneco. Hay una asamblea en la que cada cual pierde la pelleja defendiendo su posición pero teniendo claro que lo que salga va a ir a misa, hay un comité que lleva a todos los estamentos lo que la asamblea le ordena y no se desmadra y por lo demás todo apoyo es bienvenido, pero siendo eso y nada más que eso: apoyo. Yo tengo compañeros de sindicato de los cuales he recibido toda la solidaridad del mundo igual que ellos la han recibido de mí, pero siempre con la premisa clara de que la lucha de las mujeres de Ike era la lucha de las mujeres de Ike y debían ser las mujeres de Ike y no el sindicato quienes decidieran qué hacer o qué dejar de hacer. Lo que no puedes hacer es dejar que negocien por ti.

¿Cómo organizan la vida allí dentro durante los cuatro años que dura el encierro?

Al principio espontáneamente, durmiendo en cualquier sitio a base de mantas. Cuando vimos que la cosa iba para largo organizamos la cosa de una manera más racional, por medio de turnos de mañana, tarde y noche. Convertimos la fábrica en nuestro centro de operaciones. Las asambleas se celebraban allí y por suerte teníamos las máquinas y podíamos trabajar algo con ellas y vender ropa para conseguir dinero. Normalmente, en un conflicto de estas características lo primero que hacen es asfixiarte económicamente. Si lo consiguen, tienes poco fuelle. Yo siempre digo lo mismo: son como aves carroñeras. El ave carroñera tiene mucha paciencia: espera lo que haga falta a que su presa esté muerta en el suelo y entonces va a por ella. A nosotros nos lo quitaron todo: el agua, la luz, todo, pero pudimos zafarnos. La luz la apañamos con unos compañeros de Comisiones Obreras de Hidroeléctrica del Cantábrico, que nos dijeron: «De lo de atrás no nos hacemos cargo; lo de delante ya veremos cómo lo vais pagando» (risas). Con el agua hicimos un apaño parecido: los compañeros del Naval nos inventaron un artilugio para utilizar la boca de riego que nos permitía llenar bidones. También nos movíamos para, desempleadas como estábamos oficialmente, recabar prestaciones y demás que luego repartíamos entre nosotras. Gracias a eso y a la venta de camisas pudimos resistir. Éramos conscientes de que teníamos que asegurarnos el condumio porque si no nos ahogarían.

¿Vendían en la propia fábrica las camisas que manufacturaban, o tenían circuitos de comercialización?

En la primera fase, antes del encierro, sí. La empresa todavía tenía gestores, pero nosotras nos cuidábamos de que todo lo que se producía no fuera despilfarrado, sino que una parte fuera para salarios y estuviera controlada por el propio comité de empresa, que departía directamente con tiendas abiertas en Oviedo y en Gijón. Después del cierre ya sí: las camisas se vendían en una tiendina abierta en la propia fábrica.

Se ha contado que organizaban incluso una especie de terapia de grupo para abordar las consecuencias psicológicas que tenía el encierro.

Sí (risas). Mientras estábamos ahí sentadas y una tejía, otra hacía una pancarta, otra octavillas, etcétera, reflexionábamos y compartíamos cosas como lo que nos estaba pasando en casa. No necesitábamos psicólogo: entre nosotras nos bastábamos, igual que las vecinas antaño. Ver que lo que te pasaba a ti le pasaba a la otra ayudaba mucho. A veces hacíamos encuentros de mujeres más ambiciosos y convocábamos a asociaciones feministas de aquí y de fuera y a otros colectivos de empresas de mujeres también en lucha. Hablábamos de lo laboral, de los problemas que teníamos como cualquier currante que tiene que salir a la calle a defender lo más importante que hay, que es el puesto de trabajo, y de cómo nos estaban chinchando y negando el pan y la sal, pero también analizábamos cosas que nos pasaban como mujeres y que necesitábamos verbalizar, como las peleas a veces gratuitas que teníamos en casa porque nuestros familiares y maridos no entendían lo que estábamos haciendo y nos decían: «Pero mujer, si un plato en esta casa nunca te va a faltar…». Las charlas nos servían para reafirmarnos en que queríamos esa independencia que sólo nuestro puesto de trabajo nos garantizaba. Eran muy útiles.

Del encierro también suelen contar que generó unos lazos fortísimos de amistad entre las trabajadoras, muchas de las cuales ni siquiera se conocían antes por haber trabajado en plantas o secciones diferentes de la fábrica.

Sí… Había mucha gente a la que yo no conocía bien cuando empezó el encierro a causa de esa distribución de la fábrica y con la que sin embargo trabé lazos fortísimos, como es lógico cuando compartes con alguien tantas penurias, situaciones tan duras, tan violentas y descubres que los problemas que tú tienes también las tienen ellas. Esos vínculos, cuando se crean, son muy difíciles de romper.

Mañanitas, abordajes y agujas de coser

Las formas de lucha que implementaron fueron muy creativas. Entre las más recordadas están las llamadas mañanitas, un antecedente de los actuales escraches.

Sí (risas). Nosotras, en un momento dado, nos dijimos: «¿Quién es nuestro empresario? ¿Quién es el que pone las perras? La Administración regional», y decidimos empezar a dirigir los tiros hacia ella. Pedro de Silva [presidente autonómico en aquel momento] tuvo la mala suerte de vivir muy cerca de nosotros, en la calle Granados. Estaba a tiro de piedra, y nosotras íbamos allí todos los días a eso de las siete la mañana, antes de entrar a trabajar o en los fines de semana y festivos, y nos poníamos a cantar. Teníamos canciones muy buenas. Alguna vez había altercados con dos guardaespaldas a los que llamábamos Lucky y Luke porque no nos dejaban pasar, pero siempre nos las ingeniábamos para burlar el cerco y meter una nota por debajo de la puerta. Otro de nuestros secretos como movimiento relativamente exitoso fue ése: ser unas moscas cojoneras (risas). La constancia es muy importante.

A Paz Fernández Felgueroso, futura alcaldesa de Gijón y entonces consejera de Industria, llegaron a arrojarle treinta monedas cuando salía de su casa, imagino que como manera gráfica de llamarla Judas.

Es que aquello fue una venta… Parece mentira que fuera una mujer la que nos cerró la empresa. Y que presuma de ser de AFA [la Asociación de Feministas de Asturias]… ¡Telita!

¿Le tenían más inquina a Paz Fernández Felgueroso que a Pedro de Silva?

Sí, porque Maripaz fue seguramente la persona más dura y menos racional de todo el conflicto. A ella le mandaban tal o cual cosa y la cumplía a rajatabla, no negociaba lo más mínimo. ¿Hay que cerrar? Pues cierro.

¿Era agresiva con ustedes?

Perdía los papeles, sí. Fue una gestora nefasta.

¿Cómo era la relación con el alcalde Areces?

Tini tenía una relación algo más indirecta con el conflicto, porque el Ayuntamiento no tenía jurisdicción en nada relacionado con él, pero sí que hacíamos acciones destinadas a conseguir un apoyo explícito suyo. Siempre terminábamos las manifestaciones allí y alguna vez nos llegamos a encerrar, y eso hacía que en el Ayuntamiento hubiera una cierta histeria contra nosotras. Cada vez que veían a dos mujeres juntas en la Plaza Mayor candaban la puerta (risas). La cosa se acabó de estropear cuando le arruinamos a Tini la inauguración del Elogio del Horizonte [escultura de Eduardo Chillida inaugurada en 1990, convertida a posteriori en emblema de Gijón]. No nos lo perdonó jamás y de hecho a partir de ahí rompió todos los lazos con [Luis] Redondo[, fundador y líder histórico de la Corriente Sindical de Izquierda], al que pasó prácticamente a no saludar. De todas formas, lo que más le molestó de aquello no había sido culpa nuestra, sino de un paisano de La Camocha que no sé qué rollo tenía con una vivienda que no le habían concedido y le remachó una hostia a Tini. El hombre no tenía nada que ver con nosotras, pero dio igual: le echaron la culpa a las mendas.

La cosa recuerda al boicot de los trabajadores de Naval Gijón a la inauguración del Acuario de Poniente años más tarde, ya con Paz Fernández Felgueroso como alcaldesa.

Un poco lo mismo, sí.

Otra cosa muy recordada es que utilizaban sus agujas de coser para pinchar a los antidisturbios.

Sí (sonríe). Si nos hubieran llegado a decir, antes de que empezara todo, lo que íbamos a ser capaces de hacer, no lo hubiéramos creído. ¡Nosotras éramos esquirolonas! Veníamos del paternalismo, de ser una fábrica privilegiada, etcétera. Pero lo que pasa a medida que te van cerrando puertas yo lo comparo a lo que hace un toro cuando le van acorralado en un coso: por muy aturdido que esté siempre va a intentar saltar la barrera. A nosotras nos sucedió lo mismo: a medida que nos fueron cerrando puertas y desesperando más y más y fuimos viendo que no recibíamos más que hostias por reivindicar una cosa justa, que era ese puesto de trabajo y ese modo de vida que lo era todo para nosotras, fuimos incrementando el voltaje de las movilizaciones. ¿Que te agreden? Pues tú agredes también. Cuando ves que le están dando una somanta de palos a tu compañera a cuento de nada, sólo por plantear algo que es justo, que es lo que tiene que ser, ¿cómo no vas a agredir? ¿Cómo no se va a incrementar el voltaje de las movilizaciones?

Los propios gerifaltes socialistas les señalaban el camino, por otro lado, ¿no es así? Jesús Sanjurjo, secretario general de la Federación Socialista Asturiana, llegó a decirles que mientras no atravesaran una carretera con un camión, como hacían los de la Naval, no le iban a quitar el sueño.

Sí, eso nos dijo a principios de los ochenta, cuando empezaba el conflicto. Nos señaló el camino, la verdad. El listón en general de las movilizaciones en aquella época era muy alto, y había muchos maestros de los que aprender. A partir de ahí fuimos aprendiendo a hacer barricadas y otras cosas ingeniosas y riesgosas, como cuando tomamos el Vulcano.

¿Aquel barco que abordaron en El Musel y en el que se pusieron a fumar como carreteras, pensando que el enorme cartel de No Smoking no era una prohibición de fumar sino el nombre del barco?

Ése, ése (risas).

En otra ocasión secuestraron un autobús de EMTUSA. En otra se encadenaron a un Talgo.

Yo a la del Talgo no fui. Lo intenté, pero no pude: tenía ya un embarazo de ocho o nueve meses y por más que lo intenté no fui capaz de saltar aquellas vallas. Cuando mis compañeras consiguieron encadenarse al tren yo ya estaba pariendo.

En otra memorable ocasión obligaron a Felipe González a entrar por una puerta trasera al Congreso manifestándose ante la principal, y en otra se encerraron en la embajada de Cuba en Madrid. ¿Por qué escogieron la embajada de Cuba? En general, ¿cómo decidían qué acciones llevar a cabo?

Lo primero que decidíamos era contra quién queríamos dirigir los tiros. ¿Que se iba a negociar con la Administración? Pues las movidas a la Administración. ¿Que la Dirección Provincial de Trabajo autoriza el cierre? Pues a la Dirección Provincial de Trabajo. Luego hacíamos lo que ahora se llamaría tormenta de ideas y decidíamos qué cosa concreta hacer. La embajada cubana la escogimos porque entonces era noticia aquello de los marielitos, los gusanos que escapaban de Cuba hacia Estados Unidos. Escogimos la embajada de Cuba como una manera de decir: «Pues a nosotras nos tienen tan puteadas que queremos salir de España e irnos para allá». Aquello fue bastante memorable. Muchas de las mujeres que fuimos no supimos que íbamos a llevar a cabo esa acción hasta que no llegamos a la misma puerta de la embajada. Las movidas más arriesgadas se decidían así, sólo en el comité, porque pronto aprendimos que las decididas en asamblea las sabía antes la policía que muchas trabajadoras. El comité decidía, se comunicaba simplemente que había que llevar calzado cómodo y los que sabían lo que se iba a hacer encabezaban la marcha hacia el sitio en cuestión. La toma del Vulcano también se decidió así, y cuando nos montamos en el tren para ir a Madrid a tomar la embajada cubana recuerdo que hubo una moza, Juanita, que se echó las manos a la cabeza porque no había avisado en casa y no sabíamos lo que podía durar la movida. También recuerdo que estábamos relativamente divididas con respecto a la movida: había un grupo de mujeres que pensaba que, como Cuba era un país socialista, nos acogería muy bien, y había otro en el que me encontraba yo y en el que pensábamos que por muy socialista que fuera la diplomacia es la diplomacia y ningún país permite que le asalten una embajada así como así.

¿Qué pasó al final? ¿Las expulsaron?

No, no. Ellos nos decían que allí nos podíamos estar y nos pedían que saliéramos, pero muy diplomática y amablemente, y al final fuimos nosotras mismas las que decidimos salir cuando conseguimos el objetivo que nos habíamos planteado, que era salir en los medios. Curiosamente, la gente que en el tren estaba convencida de que nos iban a acoger fue la que salió como diciendo: «probes, tienen razón, nos convencieron» y las que habíamos supuesto que nos iban a echar, yo y alguna compañera más, éramos las que queríamos quedar. Al final me quedé en solitario defendiendo seguir allí.

Alguna vez ha contado que otra vez, en verano, asaltaron la cabina de socorrismo de la playa de San Lorenzo para transmitir sus reivindicaciones a los centenares de bañistas. Pero algo salió mal.

Ahhh, sí, ésa fue gloriosa (risas). Era verano y pensamos: «Bueno, a ver, ¿cómo llegamos a la gente? ¿La gente dónde está? En la playa. ¿Cómo llegamos a ella? Con el walkie o la radio o lo que coño sea que usan los socorristas. Pues nada, vamos a tomar la caseta de salvamento. Entramos, agarramos el micrófono, que no sabemos dónde está pero ya lo averiguaremos, y empezamos a cascar por esos megáfonos». ¿Qué pasó? Que nos equivocamos de micrófono y nos pusimos a hablar con las barcas de salvamento que estaban en alta mar (risas).

Otra acción muy recordada es la creación de un partido político antes las elecciones municipales de 1991 para conseguir y aprovechar el espacio de publicidad electoral de que todo partido dispone por ley: Mujeres-Ike Contra el Paro.

Sí. En aquella época no nos daban tregua ni los sindicatos, ni la Administración, ni los partidos, y nos pareció que, como en las elecciones nadie iba a hacer bandera de nuestro problema, teníamos que hacerla nosotras mismas aprovechando esos espacios televisivos y esas cuñas de radio que se dan a todos los que se presentan. Así lo hicimos y el último día tuvimos una discusión tensísima hasta las mismas doce de la noche para decidir qué debíamos hacer, si retirar la candidatura o no. Al final se nos calentó la cabeza decidimos tirar para delante.

Izquierda Unida intentó negociar con ustedes para que no se presentaran, ¿verdad?

Sí, sí. De hecho eso fue lo que de alguna manera nos decidió a presentarnos.

¿Qué les ofrecían?

Desde luego, la salida del conflicto no, porque no dependía de ellos, pero sí mediar ante el Gobierno y demás. De todas formas, ellos estaban mediatizados por Comisiones y por la política de pactos que ya tenían con el PSOE, y nosotros no nos creímos nada de lo que nos decían. Nos parecían zalamerías que luego no cumplirían, y por eso al final decidimos presentarnos. De hecho ellos perdieron un concejal aquí en Gijón.

¿Cuántos votos sacaron ustedes?

Tres mil y pico o así.

¿Se llegaron a plantear qué hubieran hecho si hubieran logrado un concejal?

Yo creo que sabíamos que no lo íbamos a sacar, pero sí. De aquella la gente ya estaba muy desencantada de la política, y nosotros les decíamos: «Si quieres tirar el voto, no lo tires, échalo aquí, que seguro que tú estás como nosotros y si conseguimos un concejal algo podremos hacer». La idea era ésa.

Un neoliberal diría hoy que sus técnicas de lucha eran violentas, atacaban la libertad individual y perjudicaban a los ciudadanos afectados por los cortes de carreteras o los secuestros de autobuses. ¿Qué le respondería? ¿Por qué considera que es necesaria una cierta violencia en la protesta social?

Yo creo que la violencia sindical siempre viene precedida por la violencia previa de aquél a quien no le importa despojarte de tu modo de subsistir. ¿Qué es más violento, una barricada o quitarle alguien el trabajo y la posibilidad de que sus hijos puedan ir a la Universidad? Cualquier cosa que alguien haga cuando le atacan de esa manera es mucho más legítima que esa violencia previa. Sobre todo es inevitable, porque la gente, como el toro acorralado, no se queda de brazos cruzados cuando le despojan de lo que más quiere, y esos neoliberales que tú dices harían bien en reflexionar que la violencia que motivan cuando atacan a los trabajadores es menos peligrosa cuando es colectiva. Nosotros siempre decimos que un trabajador despedido o degradado tiene dos opciones: llorar en casa a puerta cerrada o llorar en conjunto e intentar cambiar la realidad con la ayuda de sus compañeros, pero no es sólo que las respuestas colectivas sean más eficaces: también minimizan los riesgos. Yo recuerdo algún titular de los años ochenta del tipo «A Fulano de Tal lo echaron a la calle, agarró una pistola, disparó al empresario y lo dejó seco». Cuando se fomenta el individualismo y en consecuencia la respuesta individual a los ataques pasan cosas como ésa: que la gente agarra una pistola y se cobra la justicia por su mano.

La respuesta colectiva también diluye un tanto la responsabilidad de posibles excesos. «¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna, señor».

Sí, pero sobre todo se evitan los propios excesos, porque se evitan los arranques pasionales. Las acciones colectivas nunca son venadas bruscas, sino el resultado de un debate más o menos largo y calmado durante el cual se ha valorado pacientemente lo que el colectivo se juega y lo que puede conseguir, y eso hace que, por espectacular que luego pueda ser la acción, no se cometan locuras. Un corte de autopista puede parecer muy espontáneo, pero de ningún modo lo es: cuando se hace, se hace porque primero se debatió, se aprobó y se planificó minuciosamente para evitar cualquier error. Si haces mal un corte de autopista, puedes montar una escabechina con los coches, y eso obliga a un control muy fuerte de cualquier posible riesgo.

La violencia policial contra ustedes, por otro lado, era a veces fortísima. En muchas ocasiones, más de una mujer tuvo que ser hospitalizada.

Sí: rotura de tabiques nasales, brechas, golpes, agarrarte por el pelo y arrastrarte… Todo eso era habitual. Íbamos cagadas a las manifestaciones, ¡teníamos un miedo, yo la primera…! Pero íbamos, íbamos todas, e íbamos todas porque sabíamos que todas éramos imprescindibles. Cada una valía para una cosa y cumplía una función: una tenía el ingenio, la chispa, para la canción, el chiste, la rima; otra era muy buena dibujando; a otras nos tocaba poner las ruedas; a otra llevar la mecha escondida en la gabardina; otras eran especialmente valientes y eran las que se ponían detrás de la barricada a decir «esto es mío y de aquí no me quitáis»… Cada una hacía lo suyo: ésa es la magia y la grandeza del colectivo. 

¿Se cortaban algo los antidisturbios por encontrarse ante mujeres? ¿Las reprimían igual que reprimían a los hombres de los astilleros o a los mineros?

Hacían las cosas de otra manera, pero no necesariamente más suave. Ellos, cuando van a enfrentarse a hombres, saben que los manifestantes las mamarán, pero ellos van a mamarlas también, y eso hace que eviten un poco más los choques cuerpo a cuerpo. Con nosotras no los evitaban. Nos daban como para el zorro y sobre todo de cintura para abajo. Cada movida la acabábamos siempre con el culo y las espinillas hechos polvo y llenos de moratones.

De ahí las agujas: para compensar.

Claro (risas). Uf, una vez… Bueno, ésa prefiero no contarla (sonríe maliciosamente).

El apoyo de la ciudad a su causa fue bastante vasto. En una ocasión, los policías llegaron a aporrear a los alumnos de los institutos Jovellanos y Doña Jimena que los abucheaban por la violencia que estaban empleando contra ustedes en la avenida de la Constitución. Esa solidaridad vecinal se ha perdido en gran parte en este mundo individualizado.

Sí, pero mira, el año pasado celebramos el vigésimo quinto aniversario del cierre de Ike y a mí me sorprendió mucho, y muy gratamente, el cariño con que recuerda la ciudad el conflicto. Se recuerda y se recuerda con cariño, como algo de la ciudad.

¿Qué otras formas de apoyo recibían del pueblo de Gijón?

Pues visitas a la fábrica para comprar camisas, acudir a las manifestaciones… Nosotras procurábamos hacer no sólo movidas nuestras, sino también movidas generales que concitaran el apoyo de toda la ciudadanía.

Mentiras y gordas

En 1991, mientras ustedes están encerradas, y con las elecciones autonómicas y municipales en el horizonte, el Ayuntamiento y la consejería de Industria anuncian a bombo y platillo que tiene la solución al conflicto: un nuevo proyecto textil liderado por el empresario vasco Enrique Fernández Arroyabe. El Ayuntamiento le venderá a bajo precio unos terrenos municipales y él firmará el compromiso de montar en ellos una planta de su empresa, Sicotex 5, y dar empleo a entre 106 y 125 extrabajadoras de Ike. Ustedes no creen en ese proyecto desde el mismo comienzo. ¿Por qué?

Porque sabíamos que tenía tongo. Veíamos claro que era una cortina de humo de la Administración para dar la imagen de que seguían buscando soluciones e incitarnos a salir. De hecho, el primer plan pasaba por los terrenos de IKE. Fue luego cuando le vendieron por cuatro perras, muy por debajo del precio de mercado, los terrenos de Porceyo. El caso es que nosotras ya habíamos tenido alguna reunión con el Arroyabe entre bambalinas y nos parecía un vivales, un jeta. Veíamos claro que él venía a por los bienes de Ike, con ese jugosísimo solar en pleno casco urbano, y no a reflotar nada. Por otro lado, eso de que prácticamente le regalaran los terrenos y le dieran subvenciones a espuertas para hacer cursos de formación no nos cuadraba.

El proyecto debía estar en marcha en agosto de 1992, pero Arroyabe sólo aparece por Gijón en enero de 1993, cuando da una rueda de prensa en el Centro de Nuevas Tecnologías. Allí se comienzan a impartir, pagados con cuarenta millones de pesetas de dinero público, aquellos famosos cursos de reciclaje y formación para las extrabajadoras de Ike.

Sí. Coge a veinte o treinta y tantas trabajadoras que llevan treinta años cosiendo y empieza a enseñarlas a coser (risas).

Las denuncias de las trabajadoras participantes en esos cursos comienzan a producirse muy poco después.

Sí. En realidad, esos cursos eran una manera de encubrir trabajo gratuito. Arroyabe producía con ellos prendas que luego vendía a El Corte Inglés y lo hacía sin contratos reglamentarios ni cotizar a la Seguridad Social, y ello explica que no contratara a nadie ni pusiera la fábrica en marcha, porque eso le habría costado mucho más para obtener lo mismo. ¡Llegó a obligar a las currantes a hacer horas extraordinarias! Trabajaban siete horas diarias con un descanso de veinte minutos para el bocadillo y tenían que ir a currar también en sábados y festivos, todo ello sin cobrar un duro y con los encargados amenazándolas con dejarlas fueras del nuevo proyecto si no lo hacían y hasta abroncándolas por tener un ritmo de producción bajo. Hizo el agosto y lo hizo como tantos otros antes y después. Los cursos siempre son una tapadera, una justificación de desvíos dudosos de pasta de la Administración al sector privado y una manera de crear estómagos agradecidos. Pasa en Sanidad ahora. Te puedes partir el culo si ves la calidad de esos cursos.

Sin embargo, cuando una de las trabajadoras se toma la molestia de denunciar esas irregularidades a la Comisión de Seguimiento del proyecto, el concejal de Empleo, José Luis Lombardo, le responde que ellos no son responsables de lo que haga un empresario.

Ya ves. En el acuerdo con Arroyabe se estipulaba que el Ayuntamiento podría tomar una serie de medidas de fuerza contra él si incumplía el contrato, pero no se tomó ninguna.

Sigue avanzando 1993, se pospone la apertura de la fábrica para septiembre, llega septiembre, la empresa sigue sin abrir, llega 1994, sigue sin llevarse a cabo la apertura y entonces ya se da por hecho que todo ha sido un bluf. Hoy, veintidós años después, podemos decir con bastante seguridad que lo fue: no se llegó a poner un solo ladrillo de la nueva fábrica.

Sin embargo, el Ayuntamiento le devolvió la fianza de dos millones que había puesto tras comprar los terrenos de Porceyo y la Administración presionó para que los terrenos de Ike se le adjudicaran a él y estaba dispuesta a recalificárselos.  Y esto es lo más jocoso de todo: con las naves de Porceyo no se quedó el Ayuntamiento, sino trabajadores vascos de su empresa a los que oficialmente adeudaba dinero y que sospechamos —es lo que nos queda por comprobar— que eran familia suya.

La otra mitad del plan de la Administración para resolver el conflicto es la promesa de colocar a cien trabajadoras en el centro comercial Los Fresnos, entonces en construcción. Sin embargo, cuando se abre el centro comercial sólo veinte trabajadoras de Ike van a trabajar allí y muchas son contratadas sólo por breve tiempo y rápidamente despedidas.

Creo que queda una cajera. Yo recuerdo especialmente las entrevistas de trabajo. Nos impactaron mucho. Nos preguntaban santo y seña de nuestro comportamiento, de nuestra vida sexual… Una cosa dantesca, y otro pastizal indecente el que se gastaron para al final contratar a dos.

En 1994 se hacen con la propiedad de la fábrica, que venden a un empresario mierense.

Sí. Lo malo fue que nos quedamos con el solar en una época muy mala. Había bajado mogollón la construcción y además había un acuerdo entre los empresarios de la construcción para no ofertar más de una cierta cantidad. Son hijos de puta y carroñeros hasta para eso.

Los empresarios tienen conciencia de clase.

Sí, sí, sí, por descontado. Entre ellos son como lobos, pero cuando se trata de putear al trabajador se cierran en banda que da gusto. Sabían que nosotras estábamos apuradas, porque mantener el solar entre tantas era una cosa imposible y podía ser fuente de muchos problemas, y consiguieron que malvendiéramos los terrenos.

Las ganancias son repartidas entre todas las trabajadoras, incluidas las que abandonaron la lucha cuando lo hicieron CCOO y UGT, y la maquinaria se vende y sus ganancias se reparten sólo entre las que sí habían continuado la lucha.

La ganancia por la venta de la maquinaria fue una cosa simbólica: lo jugoso era el solar. La maquinaria en gran parte era chatarra, pero la gente se volcó. Se vendieron hasta cachos de pasamanos.

Por otro lado, 3.600.000 pesetas del fondo de solidaridad son donadas a diversas oenegés. ¿Hubo un acuerdo general en esto?

Sí, sí. Es habitual en este tipo de conflictos. Teníamos una caja de resistencia curiosina y se la donamos, creo recordar, por un lado a un conflicto que estaba todavía vivo y por otro al Proyecto Hombre, a Siloé y a otras oenegés del estilo. Nosotras al tema de la drogadicción éramos particularmente sensibles porque teníamos en la puerta de la fábrica una camioneta de esas grandes que usaba como amparo gente vinculada a la droga; gente muy joven que por las circunstancias que fueran no tenía casa ni sitio a donde ir y dormía allí. Nosotras mucha veces les llevábamos café y comida, porque pensábamos que podían ser nuestros hijos. Por eso y también por los vínculos que habíamos tenido a lo largo del conflicto con diversas asociaciones fue por lo que decidimos dar la pasta de la caja de resistencia a esos proyectos.

¿Fue muy dura la sensación de derrota?

Fue muy duro, sí.

De todas maneras, obtuvieron mucho más que lo que hubieran obtenido de no haber luchado.

Sí, eso también es verdad.

La vida después fue muy dura para muchas mujeres que tuvieron que enfrentarse a la pérdida de la independencia y a la vuelta al hogar y a las que no admitían en ningún sitio en el que solicitaban trabajo por el estigma de revoltosas.

Nos pesaba el estigma, sí. De hecho había listas negras. Las listas negras no desaparecieron con el franquismo: siguieron funcionando.

Y ¿siguen?

Yo creo que sí. Funcionaron siempre. Es lo que decíamos antes: la patronal, a la hora de cerrar filas, sabe hacerlo muy bien.

No sólo el estigma de revoltosas era un problema. También la edad, ¿no es cierto?

Exacto. Éramos gente que en gran parte teníamos una edad de cuarenta y cinco, cincuenta años. Como nosotros decíamos, éramos viejas para jóvenes y jóvenes para viejas. Estábamos en esa cuerda floja en la que no te puedes jubilar pero las posibilidades de entrar en el mercado laboral son muy pocas. Las únicas soluciones eran la economía sumergida pura y dura, pseudocooperativas como las que comentábamos antes o el servicio doméstico.

¿Tardó usted mucho tiempo en encontrar trabajo como enfermera?

Tardé relativamente poco. Yo estudié durante el conflicto. A partir del segundo año de encierro estudiaba por las noches, y estudiaba porque sabía que las listas negras funcionaban y que si había una solución para mí iba a ser a través de lo público, donde hay unas bolsas de empleo y se te llama o no se te llama si cumples unos determinados requisitos y no por ser quien eres. Por otro lado, yo también tenía miedo de ser un escollo para posibles soluciones al conflicto. Una cosa que nosotros siempre tuvimos clara es que nadie se iba a quedar en la estacada, que o todas o ninguna, y a lo mejor es una película que yo me monté, pero en aquel momento en el que todavía no se sabía si lo del Arroyabe iba a funcionar o no pensé que el hecho de que a mí me vetaran en un hipotético plan para contratar a varias trabajadoras podía motivar que mis compañeras no aceptaran esa propuesta. Por eso intenté desde el principio garantizarme una salida propia.

Luchar a tres turnos

Del conflicto de Ike es muy interesante su dimensión de género. El hecho de que lo protagonizasen mujeres hacía que no fuera un conflicto laboral cualquiera. En primer lugar, muchas veces se ha comentado que a muchas mujeres las embargaba un cierto remordimiento por estar desatendiendo las labores domésticas y maternales a causa de una lucha que no entendía de horarios; remordimiento que jamás afectaba a los sindicalistas hombres. Ustedes decían con sorna que trabajaban a tres turnos: en la empresa, en la lucha y en casa.

Sí, sí, en todos los conflictos de mujeres oirás decir lo mismo. Mira, de la gente que componíamos el comité, Bernardina tenía una madre mayor; Charo, un crío de tres años, y otras dos mujeres y yo parimos en el conflicto.

Usted, si no me equivoco, llegó a refugiarse en la iglesia de San José para dar de mamar a su hija durante una manifestación.

Sí (sonríe). Nosotras hacíamos unas movidas los martes y los jueves que consistían en recabar la solidaridad de la gente por la calle. Siempre salíamos de la iglesia de San José, y a mí más de una vez me tocó llevar a la cría pequeña y tener que esconderme cuando quería mamar. También había veces que en medio de una asamblea me llamaba mi madre y me decía: «Oye, hija, la teta la tienes tú, así que mira a ver qué haces, porque la niña está llorando». En general, todas teníamos hijos pequeños, de seis, siete, ocho años. La fábrica era como una guardería: los guajes andaban por ahí triscando como las cabras, se hacían cumpleaños… Lo colectivizábamos todo, también los críos, y todas cuidábamos de todos. De todas maneras, no siempre nos podíamos ocupar de ellos, y aparte también teníamos maridos y padres a los que atender y de los que, a diferencia de los críos, no nos podíamos ocupar en la fábrica, y entonces surgían esos remordimientos que tú dices. Sentíamos que algo que estábamos dejando a un lado algo que era nuestra responsabilidad por hacer algo que también lo era, porque luchar por nuestro derecho al trabajo también era nuestra responsabilidad, y eso generaba dilemas y roederas de tarro muy desagradables. Cuando hacías una cosa estabas pendiente de la otra y al revés, y nunca estabas a gusto con lo que hacías. Hay que entender que la mayoría de nosotras había nacido en los cuarenta, y las más jóvenes, como yo, a principios de los cincuenta. Éramos la generación de la inmediata posguerra, y se nos había grabado a fuego que la mujer era el descanso del guerrero y que pata quebrada y en casa. La mujer era ama de casa y si tenía trabajo era sólo un apoyo a la economía doméstica. Fíjate: cuando yo entré a trabajar en el 75 todavía existía la dote matrimonial. Te casabas y el empresario te daba un dinero para que dejaras de trabajar y te recluyeras en casa a cuidar de tu marido y de tus hijos.

Esa dote, ¿se ofrecía, o se imponía?

Podías hacer uso de ella o no, pero en cualquier caso era un incentivo para que dejaras de trabajar. La sociedad era así, y nosotras tuvimos que hacer ese tránsito tan loco de la cultura que nos habían metido en el cuerpo, con ese concepto de la mujer madre, esposa e hija, a la de la mujer independiente que si tenía trabajo no era para complementar al de su marido sino para sí, como un derecho individual fundamental.

La verdad es que es difícil imaginarse a los sindicalistas hombres de otras fábricas y conflictos remotamente afectados por remordimientos de ese tipo.

Probablemente no les afectaran, no. Y probablemente ellos no tuvieran detrás, como teníamos nosotras muchas veces, a sus madres o a sus parejas desaprobándoles.

¿Era frecuente que sus familias no entendiesen lo que ustedes estaban haciendo?

Sí, nos decían que para qué nos metíamos en belenes. Pero bueno, también se ocupaban de nuestra intendencia.

¿Cómo afectaban al movimiento colectivo esos remordimientos de algunas de sus integrantes? ¿Era frecuente que alguna trabajadora lo dejase incapaz de soportarlos por más tiempo?

Había gente que flaqueaba y lo dejaba, sí. Había situaciones muy tensas y contradicciones brutales. Recuerdo que un día Isabel, una de las compañeras, nos contó que había tirado un plato al suelo en casa y lo había roto de furiosa que estaba. «¿Entonces?», le preguntamos, y nos explicó que estaba secando los platos y su marido le preguntó que para qué se metía en jaleos, que estando en casa nunca le iba a faltar de nada.

¿La norma era que la familia sí entendiese o que no entendiese su lucha?

Yo creo que en general no se entendía. Igual ahora ha cambiado un poco, pero de aquella la norma social era que la pérdida del trabajo de un hombre se considerara más grave que la de una mujer.

Según han contado muchas veces, también era normal que los transeúntes con los que se topaban en sus manifestaciones las mandaran a fregar.

¡Eso nos chinchaba más…! Mogollón, un mogollonazo nos chinchaba, porque yo puedo asumir que me insulten, que me digan que soy una bandarra o que soy violenta; eso va en el sueldo y afecta a todos los trabajadores que luchan por sus derechos. Pero que te digan que mejor estabas fregando, en un tono además tan despectivo y tan humillante como el que empleaba la gente en esos casos… Nos desquiciaba muchísimo.

¿Respondían a esas provocaciones?

Alguna vez sí, claro, claro que entrábamos al trapo (risas).

Según cuentan también, muchas mujeres se negaban a ir a las movilizaciones con ropa cómoda. Acudían maquilladas y con falda de tubo y tacones. Ésa también es una parte de la dimensión de género del conflicto de Ike: las mujeres tenían tan instalado en la cabeza un determinado tipo de feminidad que estaban dispuestas a perder movilidad y capacidad de echar a correr, imprescindible en una manifestación cuando cargan los antidisturbios, con tal de cumplirlo.

Sí, ésa era una batalla perdida. Cuando sabíamos que nos íbamos a meter en determinados vericuetos y berenjenales, advertíamos: «Hoy hay que llevar ropa y calzado cómodo», pero no había manera. La gente aparecía con la faldina de tubo y los zapatos de tafilete. Pero bueno, aún así corríamos como gacelas (risas). Recuerdo sobre todo una vez que bajamos de la fábrica a la plaza de toros para montar una barricada por esas calles empinadas de El Coto. Éramos como una carrera de hormiguillas, cada una con una llanta en la mano y con las faldas y los zapatinos finos (risas).

Otra parte interesante de esta dimensión de género es la de las consecuencias que tenía el hecho de que su principal enemiga fuera una mujer socialista y feminista y se llamase Paz Fernández Felgueroso. Muchas feministas gijonesas se topaban con el dilema de que apoyarlas a ustedes, como por otra parte deseaban, suponía en cierta medida colocarse frente a su amiga y camarada y frente a un Gobierno de izquierdas. ¿Cómo recuerda, en general, la relación con ustedes del movimiento feminista gijonés en aquellos años de lucha?

Era una relación ambigua. En general se nos apoyaba, naturalmente que sí, pero efectivamente había alguna mujer que en aquellos encuentros de mujeres que organizábamos nos decía que no teníamos que canalizar la ira hacia Maripaz Fernández Felgueroso. Nosotros decíamos: «Bueno, si ella es la consejera, ¿por qué no la vamos a canalizar? Vergüenza le tenía que dar a ella que presume de fundadora de AFA cerrar una fábrica de mujeres, no a mí». Hubo problemas de ese tipo, sí.

¿Cuál fue la norma a la hora de que esas personas resolvieran esos dilemas: apoyarlas o no apoyarlas a ustedes?

Yo creo que la gente en general nos apoyó. Quienes nos decían que teníamos que suavizar eran personas muy concretas. En todo caso, nosotras siempre lo tuvimos claro.

¿Y en sentido inverso? ¿Apoyaban ustedes como colectivo sindical las reivindicaciones y movilizaciones feministas?

Lo intentábamos… Otra consecuencia de esa educación que habíamos recibido era que no era fácil llevar determinadas reivindicaciones feministas a las fábricas. El derecho al aborto, el derecho al propio cuerpo… Todas esas consignas feministas de la época, todo ese cuerpo teórico, era muy difícil de difundir en una empresa como la nuestra, porque las mujeres de esa generación llevábamos la idea de la maternidad grabada a fuego en la cabeza.

«Nosotras parimos, nosotras decidimos».

Sí, todas esas consignas arraigaban mal. Para reivindicaciones más de tipo sindical —«igual trabajo, igual salario», etcétera— era fácil conseguir apoyos, pero todo lo que atañía a la sexualidad, al aborto, etcétera, era muy costoso. De todas maneras, a veces se daba el caso de que una compañera se quedaba embarazada y el resto recolectábamos dinero y le pagábamos un viaje a Londres para que no se lo tuviera que hacer la curiosa del barrio. A golpe de situaciones de ese tipo sí que fuimos consiguiendo que esas reivindicaciones fueran prendiendo y trabar lazos más sólidos con el movimiento feminista.

¿Cree que ha lugar a una lucha feminista particularizada contra la opresión concreta que sufre la mujer, o esa lucha por la igualdad de la mujer debe ser integrada en una lucha general contra el sistema capitalista y sus manifestaciones?

Yo creo que debe estar todo integrado. El género lo abarca todo: a las mujeres ricas, a las mujeres pobres y a las mendas, pero yo no me siento igual que la Thatcher, ni que la Merkel, ni que Maripaz. No siento que tenga nada que ver con ellas. Habrá cosas comunes y momentos en que luchemos en común contra opresiones que sufrimos todas como mujeres y no sólo las currantes, como cuando se exigía el derecho al voto, pero más allá de esos momentos puntuales yo tengo claro que Maripaz está a un lado de la línea y las currantes estamos a otro.

La dimensión de género no era siempre un problema, por otro lado. El hecho de que para muchas mujeres la conservación del trabajo fuera una cuestión de vida o muerte en tanto que garantía de su independencia también hacía que lucharan con más saña, ¿no es cierto? El hombre en paro sabía que, en principio, tarde o temprano dejaría de estarlo; la mujer que regresaba a casa no sabía si volvería a salir de ella.

En general, a las mujeres que trabajamos se nos recluye mal en casa; nos ocasiona muchos problemas de identidad. Sentimos que no es nuestro terreno. Por eso, sí, luchábamos con más saña porque nos iba la vida en ello. Lo teníamos muy claro.

Sindicalismo en los tiempos de Facebook

¿Cómo ve el presente y el futuro del sindicalismo? ¿Es siquiera posible hacer sindicalismo en el mundo fragmentado de hoy?

Difícil pregunta… Vamos a ver, lo primero es tener claro una cosa: un sindicato no puede ser el medio de vida de nadie, porque cuando se libera a una persona se la desengancha completamente de la realidad y se la mete en una burbuja en la que surgen los mamoneos que conocemos todos (los sobornos, las prebendas, las vendettas, esas cenonas con las que suelen acabar las negociaciones de los convenios…), y tampoco puede ser la muleta de un partido político, el que sea, porque entonces defender al currante deja de ser la preocupación fundamental y pasa a serlo asistir al partido de turno tapando sus fuegos y aplacando los problemas que molestan a ese partido en vez de resolverlos. Los sindicatos mayoritarios de hoy son así y no están dando una salida a los problemas de los trabajadores, y no sé si la solución es la Corriente o lo es otro sindicato, pero tengo claro que así no podemos seguir. Mi experiencia como extrabajadora de Ike es que los conflictos salen adelante cuando no hay una interferencia de las burocracias sindicales, sino sólo una asamblea que decide y un comité que negocia pegadito a los currantes. Los conflictos se ganan cuando los sindicatos asisten, aglutinan y canalizan la solidaridad, pero nada más. Eso tiene que ser el abecé, y tiene que serlo más ahora mismo que el sindicalismo se enfrenta a un reto enorme, que es el de la precarización. Hoy hay contratos de dos horas, de tres días, de medio mes… Los jóvenes de hoy no echan raíces en un trabajo. Cuando se jubilen habrán cambiado cincuenta o sesenta veces de trabajo. ¿Qué urdimbre, qué colectivo puedes crear en una situación así? Es un reto dificilísimo.

Lo decíamos antes: ya no hay fabricones.

No, se ha destruido la estructura industrial clásica y lo que existe hoy es la precarización más absoluta. Se trabaja por horas, se trabaja sin asegurar…

Se trabaja en casa…

Sí. ¿Cómo aglutinas todo eso? ¿Qué lazos de solidaridad puede crear con sus compañeros una persona que trabaja en casa con su ordenador? ¿Cómo combates esa tendencia al individualismo? Yo no sé cómo se va a resolver esto, pero lo que sigo teniendo claro es lo que decía Luis Redondo: «O nos salvamos con el alma colectiva o con el alma individual nos vamos todos al infierno». Las salidas individuales no existen. Sólo existen las salidas asamblearias. A mí me hacía mucha gracia cuando a alguno le sorprendían o le parecían nuevas las asambleas del 15-M. Los viejos sindicalistas llevamos haciendo asambleas toda la vida; nos movemos en ellas como pez en el agua, es lo nuestro. En realidad seguramente no se trate de inventar nada nuevo, sino de recuperar lo de siempre, lo que hemos perdido en los últimos años.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes y LaU; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017) y La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019).

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