/ por Avelino Fierro /
Desenredando estrellas. Así he pasado un buen rato. Mirando de cerca, como hacemos los miopes cuando queremos ver con precisión algo. Moviendo mis ojos entre un amasijo de cielo. Estrellas o cometas, no sabría decir bien, porque varias de ellas tenían una larga cola del color del oro. Alguien, antes que yo, las había estado manoseando en Wuhan o en un barrio en las afueras de Beijing, en una nave industrial de luz escasa.
A Mar se le había ocurrido en la mañana de hoy que el portal de Belén estaba poco iluminado. Y rebuscó en una caja de cartón en un altillo en la que duermen el resto del año estrellas y pastores, bueyes y plegarias a medio cumplir. Y bajo unas bolas de cristal pintadas de purpurina y tiras de espumillón que ya no colocamos en el árbol, estaba aquel revoltijo de luces y cables. Algún operario había hecho con todo aquello un nudo gordiano, y lo había embutido en un recipiente para que ocupase el menor espacio.
Y así, a lomos de nubes, en clase turista o menos, todas nuestras estrellas habían viajado de Oriente a Occidente hasta la tienda de artículos baratos de nuestro barrio. Volando sobre ciudades, cordilleras y bosques. Sobre Venecia y los Cárpatos, sobre ríos y descampados, sobre hogares puede que tristes y pueblos desvencijados, sobre atardeceres y luces de un alba roja. Quizá vieron la nieve en unos tejados con chimeneas que no echaban humo, sino que sonaban cual trompetas como en el poema de Brodsky. Esos poemas de Navidad que fue escribiendo durante mucho tiempo y que yo releo por estas fechas todos los años.
Me froto los ojos, tan cansados. En el exterior, el mundo se repliega tras un breve resplandor y bosteza, aburrido y viejo. Es difícil soñar en esta hora; sólo contemplo esta franja turbia, enrarecida. Parece que no tomará forma la pureza en nada, ni en nadie hallará sustento. Salgo a pasear. Y pensando en que lo haré sin rumbo, en una mochila voy poniendo las bebidas que me han encargado para la cena en casa de Araceli. Me abrigo, bajo a la calle y elijo una avenida que va hacia el Norte, hacia los barrios de mi infancia, hacia aquel territorio de horas en que los milagros podían ser ciertos. Donde certezas y nombres propios nos amparaban; cuando algunos misterios no molestaban e impregnaban los días como un incienso. Cuando el pasado no era todavía espeso y no sentíamos el futuro. Flotábamos en la corriente. Camino y voy escarbando en el ayer: han levantado hace años unos edificios nuevos, que van tomando ya esas arrugas que pone la intemperie en el cemento. Todo tiene aroma de suburbio; ni las luces ni las guirnaldas de los balcones se esfuerzan en desmentirlo.
En el exterior de un bar están unos parroquianos brindando con desenfreno. Más allá, de un coche negro, baja un matrimonio joven; ella embutida en un traje de lentejuelas, él con una pajarita que emite destellos. Ya está cerrado el bar 3, allí donde siendo chicos veíamos la tele desde la calle, por el hueco entreabierto de la puerta que nos regalaba el dueño. Una tele pequeña, colocada en alto, en una hornacina como para santo de iglesia; imágenes en blanco y negro.
Antes de llegar al colegio de las monjas, giro a la derecha entre calles estrechas. Llego a las vías del tren. Quedan por aquí solares y prados, escombros y zarzas. Estoy acalorado, hay una temperatura fuera de costumbre y el peso de la mochila me va rindiendo. No respiro bien con la mascarilla. Me acerco a unos edificios de la zona universitaria. Las grúas parecen escaleras hacia el cielo. En una zona iluminada, dos jovencitos están vestidos de fiesta. Ríen y se tocan la nariz el uno al otro. Y más allá, tras pasar por la terraza de un bar que recoge ya un camarero al que le asoma un tatuaje colorido por el cuello, y en la que quedan flotando brindis y buenos deseos como un recuelo, otra pareja se está haciendo fotos. Él se queda unos instantes en mangas de camisa. Yo lo interpelo: «Por favor, qué frío me das». Y la chica me dice: «Ya, ya ves de lo que es capaz por quedar bien, es un presumido». Tienen la piel del color del acero. Satinada, de un mate perfecto. Quizá son pakistaníes. Su sonrisa ha sido discreta, y sus ojos, muy negros, parecen no caberles en el rostro.
Sigo mi camino. Hay otro tramo sin luces. Y por encima de mí se recorta un trozo de firmamento. Más intensa que otras, con un fulgor desusado, está brillando una estrella. Me siento sobre unos bloques. Entre el chismorreo del mundo puedo sentir cómo llega pausada la respiración del Tiempo. No pienso en nada, ni me ocupo en promesas ni lamentos. Estar aquí es bastante, permanecer. Indefenso en esta hora petrificada. Entre la tibieza, una pizca de gratitud y unas gotas de desconcierto.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).
Como siempre excelente memoria ,cercana y poética