/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
Si las ecuaciones fundamentales de la física jamás le han partido el corazón a nadie, en cambio les han roto los esquemas a muchos. En efecto, tienen el travieso hábito de descolocar al más pintado con su indiferencia al tiempo. Funcionan igual no solamente desde un pasado muy remoto hasta el futuro más lejano imaginable, sino tanto hacia delante como hacia atrás, con total menosprecio del calendario y los relojes. Sin embargo sabemos que en la vida corriente, el tiempo tiene una dirección bien definida por la cual fluye sin vuelta atrás. Hay quien argumenta que una cosa es el mundo microscópico, con las extrañas características que ha descubierto la física cuántica, y otra el macroscópico. Pero esa paradoja es un tema mayor de la física y la filosofía —al que solo tangencialmente podemos hacer alusión aquí—. «Emplearé la expresión flecha del tiempo para significar cierta propiedad de sentido único del tiempo que no tiene análogo en el espacio», dijo Arthur Eddington en 1923. A partir de entonces, esas palabras darían cuenta de la naturaleza asimétrica del tiempo vivido, opuesto a la simetría del de unas ecuaciones, cuyo desapego a su dirección es manifiesto.
Sabedores de que la razón y la conciencia atestiguaban una percepción temporal que chocaba con la física, los científicos otorgaron un papel primordial al concepto de entropía. Solo la termodinámica, en especial su segundo principio, podía dar consistencia al fenómeno fácilmente constatable de la irreversibilidad del tiempo. Ese progresivo aumento general de la tendencia al desorden de cualquier sistema puede explicar lo que vemos y sentimos. Esto lleva a concluir a veces que estamos ante una medida del nivel de aleatoriedad. Es decir, que el porvenir es un campo azaroso donde caben infinitas posibilidades, y el presente una máquina de convertirlo al determinismo que caracteriza al pasado. Claro que se podría aducir que recuerdos y hechos no tienen por qué coincidir, y que incluso llegan a ser incompatibles. Si solo disponemos de un boceto desdibujado o erróneo, es difícil hablar de realidad del pasado.
Si la flecha termodinámica es la gran baza de la física para justificar el curso unidireccional del tiempo, con los años se ha querido asociarle otras flechas. La que pretende que el colapso de la función de onda la introduce en el mundo cuántico al historizar las probabilidades que marca la ecuación de onda de Schrödinger, tan insensible al tiempo como sus pares, no parece más que una versión de la flecha termodinámica. Lo mismo sucede con la cosmológica, que sostiene que la asimetría temporal y el billete solo de ida dependen del origen de nuestro universo, surgido en condiciones de muy baja entropía, la cual necesariamente crece en el largo plazo. Una vez más, volvemos al argumento termodinámico. La diferencia es que en una opción su avance irredimible se achaca a las reglas del juego, y en la otra a las circunstancias en que empezó el partido. Quizás habría que deducir que su tratamiento físico es aún demasiado primitivo, o que lo es nuestra percepción. Ahora bien, lo que no se puede negar es que las de Cupido no se clavan en el corazón de todo el mundo, pero la flecha del tiempo sí.
La pretensión de que el andar regular e inalterable de las agujas del reloj transforma un porvenir aleatorio en un pretérito determinista está en la base de la consideración del tiempo como condición y método para conseguir un objetivo. Esto trae a la mente una historia china que da que pensar. Un honrado letrado de provincias se enamora perdidamente de la más destacada beldad local. Esta accede a concederle sus favores si durante cien noches seguidas se sienta delante de su ventana y sigue allí sin moverse desde el ocaso hasta que salga el sol. Armado de paciencia taoísta, el sabio va cumpliendo las exigencias de la hermosa por la que suspira. Cuando al fin cae la última noche, espera de nuevo ante la alcoba de la dama. Poco antes de que amanezca se levanta, recoge ceremoniosamente su silla y desaparece.
Devora todas las cosas:
aves, bestias, plantas y flores;
roe el hierro, muerde el acero,
y pulveriza la peña compacta;
mata reyes, arruina ciudades
y derriba las altas montañas
(J. R. R. Tolkien: El hobbit).
Este es el reto que Gollum plantea a Bilbo Bolsón en su épico duelo de acertijos. Por muchas vueltas que les da a ogros, gigantes y demás ralea, el pobre mediano no acierta a adivinar quién será tan malvada criatura. Cuando el tenebroso personaje nada hacia él con cara de pocos amigos, no encuentra otra forma de salir del atolladero que pedir una prórroga. «¡Tiempo, tiempo!», exclama, dando por pura chiripa con la solución del enigma y resultando bien librado. Y es que solemos tomar el tiempo como aquello que se mide con un reloj, igual que las piscinas en metros o el arroz en kilogramos, sin reparar en qué puede ser o qué representa en sí mismo y en su transcurso. Pero cuando la necesidad aprieta, lo reclamamos desesperadamente, pues siempre hay algo por conocer, por vivir, por amar. Lo que queda del día es la parte más importante. Por lo demás, como hace ya tantos años cantó Sandy Denny, «who knows where the time goes?».

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
0 comments on “Flechas”