Narrativa

El coleccionista de moscas

El biólogo sueco Fredrik Sjöberg busca y encuentra un sentido a la existencia en un libro de memorias fragmentadas que se adentra en la escritura poética más allá de lo puramente ciéntifico.

/ una reseña de Fermín Herrero /

Me he internado en El arte de coleccionar moscas del biólogo sueco Fredrik Sjöberg debido a que en la solapa del libro se indicaba que había escrito previamente sobre la colección de insectos del poeta Tomas Tranströmer, al que tengo en mucha estima. Además, el propio Tranströmer aseguró que en sus páginas las «minuciosas observaciones de la naturaleza revelan aspectos inesperados de nuestra propia vida», así que no pude resistir la tentación.

El libro, una especie de memorias salteadas, fragmentarias, encaminadas, más allá de lo puramente científico, que se toma como mero punto de partida, a buscarle un sentido de la existencia y, lo que es inaudito, a encontrarlo, se abre con una cita del inigualable Augusto Monterroso, en la que el hondureño guatemalteco encumbra a las moscas, con su chispa y gracejo habituales, como materia fundamental de lo literario y aun de lo humano: «Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres».

La primera frase es también de aúpa: «Fue en la época en la que por las noches solía pasearme por las calles cercanas al Nybroplan con un cordero en brazos», por más que luego se explique el motivo y se compruebe que no es una chaladura juvenil del autor sino consecuencia de su trabajo, mal pagado y peor reconocido, como atrecista en la obra teatral La maldición de la clase hambrienta del gran director estadounidense Sam Shepard, en la que el animalillo, diariamente traído y llevado desde las Caballerizas Reales, hacía de metáfora viviente sobre las tablas. Pero no menos chocante es la escena final, cuando Sjöberg, por insólitos motivos que ni él mismo tiene claros, compra en una puja privada, a un precio desorbitado, con riesgo incluso para su economía doméstica, «una copia de una falsificación de Rembrandt», de tamaño muy pequeño y, para más inri, seguramente robada.

Ambos pasajes dan idea de la singularidad del personaje, que vive retirado, contra «la aceleración universal», apegado a una existencia casi eremítica, parsimoniosa, en Runmarö, «una isla en mitad del mar» en la que habitan unas trescientas personas, entregado a su absorbente afición: la observación y captura de sírfidos, conocidos vulgarmente como moscas de las flores. Me lo imagino allí, cerca de una mata florida y olorosa, a pleno sol, tras montar su enorme trampa californiana, Mega Malaise Trap, paciente, al acecho, con su cazamariposas, un aspirador y un frasquito de cianuro a mano, en consonancia con su natural, contemplativo, a buen seguro meditando. Se trata de una tarea flemática, sin fondo: «En nuestra Tierra hay millones de especies de insectos. De todas ellas cientos de miles pertenecen al orden multiforme de las moscas, los dípteros». Cientos de miles, que se dice pronto. Sólo en Suecia se han contabilizado unas cuatro mil quinientas variedades. Y en torno a cinco mil de sírfidos en el mundo. En su isla, Sjöberg había logrado, por aquel entonces, en el primer lustro de este siglo, etiquetar, previo apresamiento, doscientas dos clases de moscas de las flores.

Es su ejercicio cotidiano de soledad y vigilancia pasiva, sin moverse del sitio, de caza sobre el terreno, «cosquilleante, impredecible, donde la abundancia de tiempo y los sentidos en alerta son los instrumentos más importantes», actividad de la que niega en redondo su previsible monotonía y cualquier tipo de rendimiento o provecho, de ahí que modestamente reflexione sobre tan estrambótica vocación y se declare «decidido a no mentir alegando una hipotética utilidad, he presentado mi inclinación a capturar moscas como una cuestión de anestesia barata y como simple caza recreativa, un canal para la vanidad del pobre y el eterno deseo de ser el mejor».

Por tanto, estas gozosas esperas, junto a la investigación, el estudio, la formulación de hipótesis y la taxonomía asociados a la entomología, constituyen la columna vertebral del libro, orientado a lo que se desprende de esta labor estática, y es que, según recuerda Sjöberg, Harry Martinson, otro poeta sueco excepcional, como el citado al principio Tranströmer, e igualmente merecido premio Nobel de aquellas latitudes, apuntó que «cuando uno va a estudiar el mundo de los insectos tiene que estar preparado para muchas cosas, también en su interior».

No es de extrañar, por consiguiente, que este coleccionista contumaz, que juzga su dedicación plena «una forma de fetichismo que tiene efectos ansiolíticos», se adscriba al grupo de los botonólogos, término acuñado peyorativamente por su paisano, el genial dramaturgo August Strindberg: personas absorbidas por aficiones raras, absurdas, como coleccionar cosas peregrinas, y prefiera, aparte de la marabunta insectil, atender a lo cercano, qué sé yo, la floración del cerezo aliso, para disfrute del lector, en vez de a lo exótico cosmopolita, y eso que ha viajado por todo el planeta: lo mismo al mar de Aral que al extremo de Siberia, igual al Sahara que por Birmania, en inestables trenes de Rangún a Mandalay, o en peligrosas barcazas remontando el río Congo.

Confiesa sin rubor que en general no sabría qué contar en detalle de esas experiencias inusitadas, que no le dejaron memoria duradera. Si un viajero de este calibre suscribe semejante razonamiento ya me dirán ustedes qué pensar de quienes nos aburren con sus vídeos turísticos. Por eso, siempre con retranca, huyendo como de la peste del erudito diletante, con sorna que se agradece, y mucho, se sitúa «en la cola del campamento nudista intelectual de la literatura confesional», una lección para los abusones narcisistas de la crónica egocéntrica o la autoficción en crudo.

En paralelo, ejercita sus dotes de narrador al contar anécdotas de tropiezos con vecinos y veraneantes alarmados por su inmovilidad y los trastos de trabajo o cuando especifica las invasiones súbitas de determinados tipos de sírfidos meridionales, cada vez más frecuentes debido al cambio climático, las migraciones habituales, el enigma sin resolver de varias especies. Especula con ingenio sobre los caprichos impredecibles de otras. Y, sobre todo, con Linneo y Darwin como titanes en el retrovisor, se luce cuando entrevera cada poco la curiosísima biografía de su enigmático, portentoso compatriota, colega en la devoción entomológica René Malaise, que dio nombre a la mentada trampa para insectos, un aventurero con alma de explorador que se enamoró de Kamchatka y durante un tiempo de una mujer no menos fascinante, Ester Blenda, antes de desvariar, no se sabe si por completo.

Junto a las sabrosas digresiones tangenciales, de orden pictórico, botánico, literario, geológico, histórico u ornitológico, destacan las intertextualidades exegéticas, de pasada se alude, cómo no, a El señor de las moscas de William Golding, muy bien traídas y aplicadas a su caso, desde el relato de D.H.Lawrence El hombre que amaba las islas a Utz de Bruce Chatwin (el certero colofón, marca de la casa editorial, es una frase suya que reza: «Dentro de todo viajero, un anacoreta está deseando quedarse», que ni pintada para la trayectoria vital de Sjöberg), pasando por La lentitud del recientemente fallecido Milan Kundera o Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas de Quincey.

Las cualidades del libro, un sorpresivo éxito de ventas publicado originalmente hace casi veinte años, son innegables, conjuga con naturalidad el esparcimiento con el calado como quien no quiere la cosa, sin doctrinas catequistas de ningún tipo. Simplemente enumero los adjetivos que la crítica especializada, desde The New York Times a The New Yorker, de The Independent a La Repubblica le ha dedicado y que se desgranan en la solapa y la contracubierta de esta edición en español: divertido, agudo, excéntrico, iconoclasta, brillante, fascinante, cautivador, elegante, poético, asombroso, emocionante, singular, resplandeciente, atípico, inteligente, estimulante…, ¿quién da más? Marta Morazzoni, en Il Sole, lo enalteció como «compendio de sabiduría». Desde luego, parece escrito en estado de gracia, proporciona un afán de conocimiento inquebrantable y transmite unas ganas de vivir, de disfrutar del momento, arrebatadoras.


El arte de coleccionar moscas
Fredrik Sjöberg
Libros del Asteroide, 2023
240 páginas
19,95 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica), Alrededores (2019), Húrgura (2020), En la tierra desolada (2023) y Estancia de la plenitud (2023). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos Fuera de campo.

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