Pensamiento

La ontología del capital: ¿cuál es la esencia del capitalismo?

Un artículo de Irene Mozo Melón.

/ por Irene Mozo Melón /

«Lo característico del capitalismo no es que haya obreros y patrones, sino que está fundado sobre la mirada objetivadora: la que hace de todo ente capital. El yo actual es propio del capitalismo porque deja de ser un yo meramente gramatical y se convierte en objeto. Es el yo erigido como sustantivación del valor».

Desde las reservas de lo que significan las esencias, nos proponemos hacer una reflexión sobre el ser de nuestra época. Si bien no es este el lugar para fundamentar las bases de una buena mirada filosófica, baste con decir que encomendarse a un análisis de ese tipo pasa por poner en perspectiva eso de las esencias, y avisar, ya desde el principio, del carácter discursivo que estas tienen. Evidentemente, las esencias existen en el hablar, y por eso se crean y destruyen a voluntad de la lengua, o más bien a voluntad de la razón que la discurre. La razón que va gobernando los discursos históricos, sin rumbo fijo ni posibilidad de enmienda, va transitando la vida en constante dialéctica, presentificando a su paso diferentes sentidos comunes. En esa deriva, se pone de manifiesto que las cosas son como la razón de turno quiera. Y que todos los hombres intenten, en su época, corregir a los de otros tiempos —a la vez que su pensar deriva de aquel— demuestra en su contradicción que, fuera de esa temporalidad, no existe un ser de las cosas, eterno, obstinado y autoevidente.

Así pues, en el cómo son las cosas, más bien descubrimos cómo son las sociedades que le imputan a las cosas un modo de ser. En eso consiste analizar una sociedad: en vislumbrar a qué cosas dicha sociedad confiere entidad y fe. Para comprender un momento histórico, hay que acudir a las ideas que la racionalidad de su tiempo haya erigido como operantes y que se mantienen, por ello, incardinadas a su uso público mediante una determinada concepción de la ciencia, la política o el derecho. Cómo sea nuestra sociedad es equivalente a cómo se racionaliza (qué considera bueno, qué considera racional, qué fines se pone, que ideas da por sentadas, a qué cosas da existencia, a qué se opone…), porque lo que no hay en ningún caso es un ser originario —mucho menos material— que vaya progresando en el flujo del tiempo a razón del descubrimiento de ninguna esencia, sino un ser que empieza a ser cuando es pensado y formalizado desde determinado sentido común y que, por eso, da lugar a la historia. Lo que hay, si se quiere expresar así, es un ser —actualizado por los hombres en sus hablares y decires— que va in-formando la materia y haciéndola histórica.

Que el sentido de cómo son las cosas sea común es poco menos que decir que es inapreciable para sus coetáneos, pues se presenta como verdadero o razonable, de modo que a nadie se le ocurre reconocerlo como un sentido más, histórico, de lo que son las cosas. En estas circunstancias, si se quiere hablar de cómo es la sociedad en la que uno vive, es necesario deconstruir las propias ideas, para lo cual no queda otra que compararlas con las de otros tiempos, y sacar así los rasgos ideológicos que, sin la comparación, somos incapaces de ver.

Antes de hacer este ejercicio, conviene tener presente que el ser de cada época, al estar gobernado por la razón y al ser esta contradictoria, termina definiéndose por una externalidad suya, el valor. Dado que todas las razones de la historia son razonables por definición, cada tiempo elige lo que quiere designar como razonable para su época, no desde una objetividad arraigada en el ser de las cosas, sino desde un mecanismo arbitrario (más bien dialéctico) cuya función es elegir sus razones con una mirada valorativa y parcial, que se distinga de épocas pasadas. Así pues, entender qué ideas o discursos sostienen el ser de una sociedad es lo mismo que ver en qué deposita, o cómo distribuye, dicha sociedad, el valor en sus interacciones. Cada momento histórico intentará ponerse por encima del anterior cambiando el punto de mira del valor, o lo que es lo mismo, cambiando los marcos de lo que es razonable. El valor ha llegado a representarse en dinero (valor = precio), pero no hacen falta monedas para que este sistema lógico funcione. De hecho, el dinero ha de entenderse desde el valor y no el valor desde el dinero (interpretación que presentaría serias incoherencias). El dinero es una formalidad más y sus objetivos son los de toda formalidad: conformar, clasificar e interpretar el mundo material; pero que haya euros por aquí o por allá no agota el tránsito del valor. El valor existe desde que existe el mundo de los hombres (precisamente porque es una consecuencia del pensar), y la forma-dinero simplemente es una regularización objetivable de una abstracción fundamental que no solo existe en el ámbito económico, sino en todos los ámbitos humanos —todos racionales—. Estos son, por lo mismo, susceptibles de ser monetizados en cualquier momento, pero no necesariamente. Es decir, nuestra sociedad se autodefine en la medida en que pone precio, en dinero u otros títulos, a unas cosas u otras. Siempre que haya dinero, habrá valor (aunque no al revés), por lo que qué cosas sean comprables y vendibles en una sociedad dará pistas de cómo esta es.

Una vez expuestas, con la traicionera brevedad, las previsiones de una empresa tal como el análisis de un momento histórico actual, estamos ya en disposición de trazar un esquema de las ideas que nuestra sociedad se da a sí misma, una ontología. Si hemos dicho que el punto de partida es analizar las ficciones que se muestran operativas, una de las que no pueden faltar en el capitalismo es la que cursa la noción del yo. Detenerse en este entramado es inexcusable, porque eso que llaman individuo moderno es un constructo racional con el que se entretejen todos los demás y del que se puede tirar del hilo y desenrollar un ovillo de mucho recorrido.

En este artículo nos proponemos desentrañar el cambio de sentido (es decir, de valor) producido paulatinamente entre el mundo de dios y el mundo del yo, para lograr, en esa confrontación genealógica, algún tipo de autocomprensión de la actualidad. Evidentemente, la historia y la dialéctica son un flujo constante al que no se le pueden atribuir momentos, causas y ejes explicativos únicos. A lo sumo se puede, como decimos, tirar de un hilo que arrastre a los demás. En el llamado proceso de secularización —que no quiere decir que deje de haber dioses, sino que cambian de nombre— algunas significaciones, que queremos analizar aquí, han fluctuado. Lo valorado ha pasado de ser lo bueno, lo divino, lo noble a ser lo eficiente, lo productivo, lo autónomo. Entre muchas otras cosas más que van siendo signo del capitalismo, uno de los complejos que más centralidad tienen en el discurso contemporáneo es el yo, por lo que de él hay que tirar para dar cuenta de estas traslaciones de valor.

En primer lugar, que el tema nodular del que hay que hablar en la modernidad sea el yo no es ninguna arbitrariedad. Es verdad que se dice que estamos en la época del individualismo, mientras que, en aparente contrasentido, se sostiene que es la era de la pérdida del individuo. El siglo XIX termina reivindicando de forma generalizada la autoconciencia cartesiana y a la vez filmando cómo los obreros salen de la fábrica en tropel, todos uniformados y sin rostro. El arte pop de mediados del XX continúa el legado y reivindica la democratización del arte —al que puedes acceder—, mientras que imprime sus colorines en tiradas idénticas y mecanizadas. Y ya llegando al siglo XXI, el anuncio de la tele se dirige directamente a ti como sujeto genuino —que vas a ser más listo que nadie si compras tal producto—, al tiempo que se lo dice a la gran masa de gente que, como tú, está viendo la televisión. Esta circunstancia que atraviesa el flujo de la etapa capitalista parece contradictoria, pero no lo es respecto al análisis del individuo como un eje radial de la sociedad, sino que es sintomática de la idealidad de dicha noción. Lo que pone de manifiesto no es que el yo no sea el signo de nuestros tiempos, sino que lo es como noción contradictoria e ideal; algo que, por otra parte, ya sabíamos cuando anunciamos que no existen las esencias, sino como idealidades que la razón de cada tiempo se empeña en mantener.

Ciertamente, coincide que en nuestro tiempo todos se cuestionan el yo; pero esa puesta en cuestión no es otra cosa que un intento de reificación de dicho complejo dentro de la pregunta misma. Ante la duda ¿qué es el yo?, se hace como si, de repente, esa idea se hubiera vaciado de significado, ignorando que el significado ya estaba ahí dado como condición para poder vaciarlo. Es decir, se ignora —o se hace como si no se supiera— que la pregunta da por hecho el objeto de interrogación. Esto ocurre con el yo moderno: todos poniéndolo en cuestión, todos hipostasiándolo. En ese movimiento se gesta la falsa esencialidad de una idea que recorre nuestra comprensión como sociedad. El yo aparece en el acto mismo de preguntarse por él, como bien vemos con Descartes. Es en la reflexión, en el ejercicio de volverse sobre sí, y no antes, donde aparece esa idea tan fantasmagórica.

Esto no debe sonar extraño. La época en la que Dios aún gobernaba la Tierra era precisamente la época en la que los teólogos no paraban de discutir y cuestionar a Dios. Dios dejó de existir, no cuando se le refutó —cosa que no es posible, porque es una idea—, sino cuando se dejó de hablar de él. Se fue cuando los hombres descubrieron que no hacía falta recurrir al cielo para mantener el orden y el poder, que bastaba con poner las esencias en los Estados y derechos. Así, el yo moderno (y sus sucedáneos) son el nuevo Dios-en-la-Tierra, a pesar de que todos especulen sobre su caída o su apogeo —o más bien, justo por eso.

El caso es que los hombres no pueden desembarazarse de lo divinizante porque lo necesitan para sus justificaciones —que lo que justifican en el fondo es el poder—, así que lo llaman Dios, lo llaman Razón, lo llaman Ciencia, lo llaman libertad del hombre… Para cada momento, sus esencias.

Lo que pudiera ser el concepto de persona en el Medievo, cuyo yo latía sumamente difuminado (reducido a índice de la experiencia), existía en función de un Todopoderoso en el cielo, que dirigía pragmáticamente su sentido hacia un futuro de Gracia: la completitud del individuo —anacrónicamente diríamos su yo— estaba garantizada en su postergación hacia el Juicio Final. La identidad medieval se basaba en el par bueno/malo, en virtud de que era Dios el juez del ser— y por lo tanto quien actualizaba el ser de cada uno en el reconocimiento moral—: «yo soy yo como reflejo de mi comportamiento ante Dios». Y no importa demasiado si lo creían de verdad o como mito; de hecho, la gracia es que probablemente ni siquiera pensaran en ello activamente, sino que formara parte del estrato de la comprensión. Lo importante es que esos eran los marcadores de sentido, las esencias desde las que entender el mundo. En la época contemporánea, sin embargo, el sujeto se queda descolgado de ese elemento de significación y debe apañárselas siendo un yo entre otros yoes. La grandiosa libertad, capaz de producir a su antojo, me da mi yo y esa resulta ser una buena forma de deificación en ausencia del Dios celestial. El par que da sentido a la identidad ya no es bueno/malo, sino productivo/improductivo. Y Dios ya no es el juez de mi comportamiento, ahora es el mercado.

Con esta circunstancia, llegamos a lo que se ha llamado capitalismo. El valor que me hace ser alguien ya no es la promesa de Absolución o el Purgatorio, sino la de ser un activo mercantil. Bien decimos que es pretexto para ser alguien, porque el existir es una atribución valorativo-lingüística que se da en el reconocimiento: si no es de Dios, de otro será, pero ya hemos visto que uno no existe si no es reconocido como existente ante alguna institución, precisamente porque la existencia no es más que un predicado político (así existen y se esencian unas cosas u otras según la sociedad). En el mundo moderno, esta condición no se alcanza necesariamente haciendo muchas horas en una fábrica, sino que vale con saber capitalizar (sacar valor de) tus aptitudes —de ahí que se pueda ganar dinero como youtuber.

En realidad, el capitalismo es algo que va más allá del ámbito laboral: una vez que el sistema estamental se rompe, la igualdad supone la racionalización extrema de formas de instrumentalización con las que buscamos ser alguien por encima de otro. En fin, ahora que no está Dios para reafirmar nuestro contenido vinculante, basta con vendernos ante los demás; basta con que otros nos reconozcan como objetos susceptibles de producir valor. Lo característico del capitalismo no es que haya obreros y patrones, sino que está fundado sobre la mirada objetivadora: la que hace de todo ente, capital. El yo actual es propio del capitalismo porque deja de ser un yo meramente gramatical y se convierte en objeto. Es el yo erigido como sustantivación del valor.

Si antes el hombre con dignidad era al que Dios tenía en cuenta (por eso perder la dignidad consistía en hacer algo inmoral que molestara al Supremo y que convirtiera al susodicho en inmerecedor de la compasión divina), ahora el hombre con dignidad es el que consigue ser libre e independiente (y el indigno, por el contrario, el que no consigue usar bien su libertad y se convierte en un despojo inmerecedor de la paga del Estado). Huelga decir que ser libre e independiente son las características del objeto, ese que se positiviza en tanto que es una producción cerrada y completa por todos sus contornos. En la medida en que uno consigue hacer de sí mismo capital humano —un producto—, será puesto en valor; pues ponerse en valor es equivalente a constituirse como  sujeto susceptible de tener valor, como sujeto que no aparenta no estar sujeto a nada —como objeto al fin y al cabo—. En definitiva, el juego moderno consiste en que se tiene que poder sacar de ti algún tipo de extractividad (por eso el mendigo, del que nada se saca, es un indigno). En oposición al sujeto medieval, que era puesto en valor cuando Dios le procuraba un sitio en el cielo, el moderno se constituye como tal cuando el mercado le procura un sitio en su escaparate. De hecho, es suficiente simplemente con el escaparate: basta con mostrarse susceptible de ser comprado —aunque en el fondo nadie compre los relatos de los demás—. La ganancia no está en hacer nada de facto (como no estaba en ir de verdad al  cielo), sino que está en lograr ser considerado como apropiable en la empresa del valor: como hijo de Dios antes, como capital ahora. En el fondo, por más que aparente lo contrario, el sujeto es siempre un ser vacío que debe llenarse, está sujeto a. Su esencia es, en cada caso, una diferente: sujeto a Dios o sujeto al mercado.

El problema es que, en la medida en que antes se tenían las aspiraciones puestas en función del uno-todo (Dios), no se tenía demasiado tiempo para revisar la autoimagen, porque eso no era lo que reportaba valor. En aquel esquema, la autoimagen sería, a lo sumo, un producto de la relación con Dios. Sin embargo, cuando el significado no lo reporta el Altísimo, el yo debe mantener su propia ficción a base de autoimagen. Se invierte de este modo el trayecto del valor: la autoimagen no es solo un producto de la relación, sino el inicio de la relación: el producto que precede a la relación. Uno empieza a necesitar ser productivo y no ya  bueno o malo (o pío/impío). 

Este comienza a ser el punto de inflexión del sujeto moderno. En esta estructura, la relación deja de ser de tipo moral y empieza a ser de tipo productivo. El Estado deja de ser el confesor puritano de las faltas del Reino para ser el centro neurálgico de las transacciones económicas. Olvida su causa moralista y la sustituye por la  causa —supuestamente objetiva— de la justicia. Deja de ser teológico para ser tecnológico. Sin el Creador, el hombre empieza a ocupar su puesto (se autoconstituye a sí mismo como creador) y todo se vuelve objetivable en términos de producto: el trabajador es mano de obra, el universitario cerebro para el Estado, los compañeros de clase son notas con las que compito, el ciudadano un número de la burocracia, el bosque una fuente de recursos… Incluso lo que aún no es producto es observado desde la sospecha de que podría serlo —convirtiéndose, así, en producto—. De repente, las cosas ya no se regalan, se dan gratis, recordándote que no es un favor, sino algo que, siendo capitalizable, se ha decidido no capitalizar (confirmando en el proceso el artificio).

Las tiendas hacen descuentos y ofertas en lugar de bajar sus precios, y las oenegés publicitan el voluntariado en lugar de ayudar de forma desapercibida. Por esta lógica, tus conocidos ya no te prestan dinero, sino que es el banco el que te da un crédito. Y el desencuentro con tu vecino no es una disputa, sino un objeto de causa judicial. La instrumentalización capitalista es la que hace que uno sea a la vez sujeto de derecho y, por lo mismo, sujeto de mercantilización. Ya no es Dios, es el Estado. No valen los intangibles morales, ahora todo es (idealmente) delimitable en términos de medida, instrumento, dato, regla. Esas son las dos caras de la moneda del capitalismo.  En la ontología del capital, nada queda fuera del afán objetivador: todo es convertible en objeto; es medible y valorable. Para esa tarea, obviamente, es exigido un criterio unificador, y por eso el uno no es más que uno entre muchos. Dios bendecía a sus hijos, el capital a todo el mundo.

Que todo sea producto se ve también en las menudeces de la comprensión vital, como es obvio. Las horas que uno dedica a no hacer nada no son simplemente esparcimiento, sino ocio: un momento exclusivamente definido desde la negatividad del trabajo que, sin embargo, continúa siendo un momento apropiable por el relato objetivador. Y es que es bien distinto aquel que tiene ocio del que no hace nada. El ocio es capitalizable en la medida en que puede reportar valor; por ejemplo mostrando en Instagram que te vas de vacaciones. El tiempo de no hacer nada comienza a ser una producción racionalizada, y se convierte en objeto del que es posible sacar algún relato poderoso. No en balde, el siglo del ocio es irónicamente el siglo del capitalismo.

En este sentido, cualquier cosa es susceptible de ser vendible bajo el pretexto de su fetichización. El capitalismo es, fundamentalmente, liberación del fetiche. Lo sagrado —representado en valor social— rompe la barrera religiosa y empieza a coparlo todo. Siguiendo esta lógica, la gente no sale a caminar por el monte, sino que hace trekking. No es deporte, es una inversión en capital social: se invierte en el valor que produce una actividad significada socialmente. Bajo esta mirada, reutilizar los recursos (como se hizo toda la vida) ahora es reciclar. Y la empresa que saque su materia prima de un proceso productivo anterior estará muy orgullosa de decir que es ecofriendly. Cuando te vendan un jersey de fibras recicladas, ni siquiera será eso lo que comercialicen, sino un nuevo eslogan objetivable: el compromiso con el medio ambiente. Por su parte, la tienda que te venda una camiseta rosa o verde o azul, aunque no tenga grandes ideales, tampoco te estará vendiendo ropa, como podía hacer una mujer en un mercado antiguo, sino un objeto-fetiche (si fuera ropa lo que nos vende, esto es: algo para cubrir nuestro cuerpo, no tendríamos miles de camisetas en nuestros armarios). Todo es susceptible de ser substante del valor, porque el valor ya no es el resultado de una relación primaria, sino el resultado de convertir algo en producto y para eso no se necesita ya industria. En el caso del yo: «no me valora Dios, sino quien haga caso a mi yo como producto. En esta vorágine, no puedo quedarme quieto, tengo que estar produciéndome a mí mismo». Las habilidades sociales ahora son soft skills. ¡Hay que saber venderse! Antes de tener hijos o elegir pareja, uno debe hacer un cálculo de gasto-beneficio, pues la vida se entiende como posibilidad de ser socialmente productivo: uno piensa si estará mejor o peor, si algo le robará tiempo o no… Eso es lo que significa ser libre: que uno está obligado a calcular cuál es la opción mejor valorada. 

Esto no es necesariamente mejor o peor que la ontología teologal. Si los atributos del yo-en-Dios antiguo eran la fidelidad y la sumisión, los atributos del Dios-en-mí moderno son el Estado del bienestar y el egoísmo. La semiología aplicada a cada estructura señalará unas contradicciones u otras. La cuestión es que el abanico de problemas que se adviertan en nuestra sociedad serán resultado de las  inercias de esta ego-noción fundamental. Que hablemos de algo así como el yo antiguo, evidentemente sucede desde la temporalidad de tener un yo actual y querer entenderlo, para lo cual es obligada la yutxaposición con algo que destaque sus caracteres. No obstante, sobre los problemas del autoendendimiento medieval habrán escrito los medievales —si es que esa era una pregunta requerida por entonces— y no necesariamente debieron hablar del yo, que es el producto estrella de nuestra época…


Irene Mozo Melón (Matadeón de los Oteros, León) es licenciada y premio fin de carrera en el grado de filosofía. Actualmente es miembro de la Sociedad Asturiana de filosofía y cursa estudios en el máster oficial de filosofía teórica y práctica, en el que desarrolla su trabajo en el campo de la epistemología.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

2 comments on “La ontología del capital: ¿cuál es la esencia del capitalismo?

  1. Galina Mijailova

    Muy interesante, deberias escribir un libro

  2. José Manuel Ferrández Verdú

    En el mundo hay varios miles de millones de yoes
    Esa teoría tan magnificamente expuesta y tan coherente y lúcida

    Afecta o describe a todos por igual?

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo