Escenario

Dos amores

Jorge Praga hace una doble lectura de 'Un amor', novela de Sara Mesa y película de Isabel Coixet.

/ por Jorge Praga /

I. Con Un amor, publicada en septiembre de 2020, Sara Mesa repitió la buena acogida de sus narraciones anteriores. Una obra áspera e inquietante, «turbadora» en palabras de la propia autora. Lo que no fue obstáculo para que a los pocos meses fuese declarada mejor novela del año por El País, La Vanguardia y El Cultural. La directora Isabel Coixet puso pronto sus ojos lectores en ella, y se sintió hipnotizada, como confesaba en una entrevista en La caja de música. Elaboró el guion junto con Laura Ferrero y abordó un rodaje en el que obligó a todos los técnicos a que leyeran la novela. Estrenó la película en el Festival de San Sebastián de 2023, con buena recepción del público, pero pronto la crítica enseñó las uñas. Una de los reproches más extendidos eran las diferencias con la historia original, en especial el cambio de final. Escribía Javier Ocaña en El País: «Si no fuera por su desastrosa secuencia final […] sería una película más que notable […] Y puede que lo siga siendo si se logra desgajar esa chapuza de colofón». Aun así, la película estuvo nominada a los Goya en la categoría de «Mejor guion adaptado». No logró el premio.


II. En Un amor se cuenta, una vez más, la encrucijada de una persona que decide cambiar de ciudad en busca de otra vida, a la vez que se busca a sí misma. En este caso es una chica sola, Nat, que anda por la treintena, y que abandona su trabajo con la esperanza de subsistir traduciendo obras literarias. La deseada ruptura se culmina con el alquiler de una casa bastante deteriorada en un pueblo con el que no tiene ningún lazo familiar ni relación personal. Empezar de cero, darse otra oportunidad, cambiar la vida ciudadana por la rural. El toque de originalidad de la historia lo aporta una relación que Nat comienza de forma casual con Andreas, casi en forma de trueque de trabajo por sexo, que se alarga mucho más allá de las circunstancias que lo provocan. ¿Amor, un amor? No lo parece a la manera clásica, pero en cualquier caso la pasión que se despierta entre dos seres sin nada en común es difícil de encajar en algún molde previo, de explicar con algún concepto que lo amortigüe.

Pero no son los hechos contados lo que de verdad enciende la novela. Es en la elección de la forma literaria donde Sara Mesa pone la diferencia. La prosa es seca y exacta, casi desprovista de adjetivos, y a menudo enhebrada en frases cortas, con párrafos ágiles, en los que apenas hay detención. Pero todavía hay algo más importante, más allá del tejido de la sintaxis. La propia novelista señalaba, en una entrevista en El País, «el contraste entre el lenguaje transparente y sencillo en que está escrita la novela y su contenido turbio y ambiguo». En efecto, la ambigüedad la va encontrando el lector cuando no encuentra seguridad fáctica en las situaciones que se van sucediendo. ¿Son así los habitantes del pueblo, o es Nat la que fabula y conjetura sobre bases poco sólidas? Esta duda que genera desasosiego, fundamental en la obra, procede del estilo que Sara Mesa adopta. Un estilo que se asemeja al indirecto libre de la novela clásica y realista, en el que las aportaciones del narrador se complementan con enunciados subjetivos de los personajes. Un amor está contado desde la tercera persona del verbo, encarnada en un narrador que es mero artificio literario, y que a la manera clásica puede ser omnisciente. La novedad, fuerte novedad, que introduce la escritora es la distancia entre el narrador y el centro de la historia, Nat. Y esa distancia es la menor posible. La prosa se ciñe a Nat, vive lo que ella vive, entra en sus pensamientos y miedos, sabe de su pasado y de sus esperanzas. Todo se filtra a través de Nat, los hechos y las conjeturas que ella hace, las sospechas que le vienen a la cabeza. No se llega a caer en el discurso subjetivo del yo, que anularía la distancia entre el narrador y lo narrado. Aquí esa distancia existe, pero es la justa para separarnos un paso atrás del personaje, de Nat, y al tiempo impedir la entrada de cualquier información no filtrada por ella.

Leamos la primera frase de la novela para encontrar ese estilo, mientras la historia se abre sin tapujos in media res, ajena a introducciones de personajes y escenarios: «Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento». Es un tiempo preciso, la llegada de la noche, pero lo importante es lo que le está pasando a ella, que «tiene que sentarse» víctima de una opresión grávida, de un «peso» que le quita el aliento. Qué será ese peso, de dónde procede la amenaza, qué realidad tiene más allá del sofoco de Nat; un sofoco en presente, pues ese es el tiempo de la narración. Vamos detrás de Nat, tan ciegos o videntes como ella, pero sin estar encerrados con exclusividad en su monólogo interior. El lector conserva una mínima dosis de autonomía, la suficiente para captar la ambigüedad de lo que recibe y aumentar así su inquietud, su incomodidad, su turbación.


III. César Aira, tan atento siempre a los juegos literarios, anotaba en Varamo que el estilo indirecto de la novela «es la perspectiva de la conciencia del personaje tratado en tercera persona». Buen galimatías. Sobre todo si se piensa en darle cabida en el cine. Con ocasión del estreno de Un amor Isabel Coixet contaba en las entrevistas que se esforzó en buscar la forma cinematográfica adecuada para la traslación de la novela. En las potencias de la imagen narrativa no hay apenas posibilidad de enfatizar narradores en tercera persona en colisión con la conciencia del personaje, eso que postulaba César Aira para la escritura. El cine, en su versión simple que triunfa en casi todas las películas y series, es una narración sin enunciadores. La toma de cámara es transparente y solo se aprecia su eficacia expositiva. ¿Cómo ceñir la historia a la perturbación de un personaje, cómo impregnarla de subjetividad? Isabel Coixet prescinde de esa potencia de Un amor, y acepta que la ambigüedad no va a tener sitio en su película. Si acaso inquietará al espectador con un formato inusual de 4:3, que impide la expansión del paisaje y agobia los espacios. Pero cada personaje tendrá validez y carácter por sí mismo, sin ser filtrados por Nat, y eso obligará a parirlos con rasgos específicas: habrán de ser nobles o mentirosos, cariñosos o crueles, claros o misteriosos. Positivos o negativos, buenos o malos. Afortunados o no en su concreción visual y actoral, cada espectador opinará. El desabrido casero toma cuerpo en un personaje violento. Peter, el vecino atento y algo pesado de la novela alberga a un presumido que, como todos, se quiere acostar con la chica. Andreas aterriza en un ser rudo y seco. En esta narración, con distancia adecuada, se dirimen conflictos que envuelven a los personajes, y que casi siempre son los de Nat contra el entorno: su amante, sus pretendientes, su casero, el mundo rural ladrador, las goteras, la soledad. La película sigue casi todos los avatares de la novela, pero olvida necesariamente los inacabables tormentos de Nat para entender lo que pasa, para situar cada hecho sobre una explicación. Decía Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso que el enamorado es el semiólogo más empecinado, pues siempre está queriendo interpretar todos los movimientos y señales de su amado. En la novela Nat da vueltas y vueltas a cada detalle nimio de Andreas, practica a su modo la semiología amorosa y llena páginas con sus celos. En la película Nat es un rostro que sonríe o que frunce el ceño, poco más. Eso sí, la cámara siempre está cerca de ella. Hasta ahí llega la influencia de Sara Mesa, en la obligación de que todas las secuencias exijan su presencia. Pero lo que hay dentro de la cabeza de Nat, su atormentado pensamiento, eso no alcanza la pantalla.


IV. El final de cada obra irá en consonancia con la estrategia adoptada. Si la novela navegaba en el interior de Nat y apenas si traspasaba las fronteras imprecisas de su mente, la clausura debe quedarse en ese mismo territorio. Y así es: en poco más de una página Sara Mesa saca a Nat de La Escapa (nombre demasiado obvio) y le concede el saldo beneficioso de la superación de sus problemas, de una renovada madurez: «Alcanza cierta forma de paz, una revelación». Por el contrario, la película busca la conclusión de los conflictos exteriores y explícitos entre los personajes. A su manera, la bondad se eleva sobre el mal, la inocencia sobre la cazurrería de las mentes estrechas. Nat se marcha dando un corte de mangas a las calles silenciosas del pueblo y uno particular a Peter, y en la soledad de los cerros emprende una danza libérrima en la que su cuerpo rompe con ataduras y miedos. El cine, atento desde sus potencias creadoras, le sirve el mejor de los regalos: la resurrección de su perro, el único fiel, con el que se funde en un abrazo de final feliz.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017), Tierra de Campos infinitamente (2021) y La belleza del afuera (2023), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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