Rescates

La soledad de Elena Quiroga

Álvaro Acebes Arias dedica uno de sus «Rescates» a la segunda mujer que fue académica de la lengua, una escritora asombrosa que pagó con el casi olvido su desentendimiento de los círculos literarios oficiales.

/ Rescates / Álvaro Acebes Arias /

Los manuales de historia de la literatura, por más que se empeñen en iluminarlo todo, suelen dejar zonas en sombra. A veces, incluso, demasiadas. Fíjense en lo que pasa, por ejemplo, con el repaso que se suele hacer de los narradores de la generación del 50, tal vez la promoción que concentra a los mejores novelistas de nuestra literatura. Unos pocos nombres ocupan el lugar central, mientras que a otros les toca en suerte una posición marginal, a la manera de apéndices de ese puñado de grandes figuras. Siempre ha sido así y me dirán ustedes que esto de la posteridad es una lata y que todo manual se hace con una vocación sancionadora y que cómo no va a haber asimetrías si de lo que se trata es de ofrecer una visión panorámica y general. Tienen ustedes toda la razón, pero no es menos cierto que la historia de la literatura es también una historia de la lucha de clases, como escribió Rafael Reig, y que, a diferencia de lo que uno podría pensar, en esto de que una obra perdure más allá de la muerte de su autor la calidad no basta. Otras cosas que tienen que ver con asuntos llamados poder, jerarquía, mercadotecnia y valores y criterios tan tornadizos como frágiles también juegan un papel importante a la hora de mantener una situación de privilegio. ¡Ay de aquel que dice estar por encima de ellos o que, con instinto kamikaze, se pone de cara a la pared y renuncia de forma consciente a todo lo que no tenga que ver con la fe en las palabras! En su caso, la soledad, la aniquilación, el olvido más absoluto.

Si no me creen, observen lo que ocurre con la situación de algunas escritoras de esa generación de la que les hablaba antes. Tras los nombres de Carmen Laforet, Ana María Matute y Carmen Martín Gaite, el silencio o, en el mejor de los casos, una pedrea en la que, entre un revoltijo de fechas y títulos, se cuelan los de Mercè Rodoreda, Josefina Aldecoa, Dolores Medio, Concha Alós, Carmen Kurtz, Elena Soriano y alguna más. Estas ausencias, a las que ustedes pueden añadir según su criterio todas las que quieran, no dejan de ser sorprendentes si tenemos en cuenta que en muchos casos estamos hablando de narradoras que gozaron de éxito y reconocimiento de crítica y cuyos libros, qué duda cabe, están a la altura de los de las tres grandes novelistas que mencionaba más arriba, pero a las que el paso del tiempo ha condenado a la invisibilidad o a ser, como mucho, una nota al pie. Ya ven entonces que en el decorado de cartón piedra que es la historia de la literatura abundan los desconchones: cuadros generacionales que piden a gritos una revisión, lagunas difícilmente reparables o desvergonzadas manipulaciones que, mientras aúpan a unos, dejan en segundo plano a otros.

Pero ya que hablamos de omisiones sangrantes, ninguna como la de Elena Quiroga, quien fuera ganadora del Premio Nadal en 1951 y la segunda mujer en entrar en la Academia de la Lengua, allá por mediados de los ochenta. No sé si hoy, a pesar de los esfuerzos de alguna pequeña editorial y de los homenajes que se hicieron por su centenario, se leen todavía sus novelas o si se ha convertido en una de esas tantas escritoras clandestinas que hay en nuestra literatura. Diría que lo segundo, y es una lástima porque Elena Quiroga es una de las grandes autoras de la narrativa española del siglo XX. Por cierto, que lo de la entrada en la RAE tiene su miga porque el otro candidato en 1983 a ocupar el sillón era Juan Benet, un escritor mucho mejor posicionado, encarnación de la literatura «grand style», y que contaba con que los pactos académicos le dieran los votos necesarios, aunque acabó llevándose un palmo de narices. Ante lo que consideró un desplante, el autor de Volverás a Región no volvió a presentar su candidatura.

Elena Quiroga no se parece mucho a sus compañeros de generación. Nacida en Santander en 1921, quedó ligada, sin embargo, a Galicia desde que era niña, lugar al que se trasladó después de que su madre muriera. Puede que esa orfandad infantil tuviera algo que ver en el temprano interés que la autora mostró por las letras, como si encontrara en los libros un refugio. Al fin y al cabo, uno siempre se hace lector desde la adversidad, intentando combatir el aburrimiento, una dolencia o la realidad que le rodea. Sí, uno lee para salvarse y eso es seguramente lo que le pasó a Elena Quiroga, que halló en las obras de Pardo Bazán, de Galdós, de Stendhal y Dickens un medio para superar la pérdida. La guerra, por otro lado, la pilló siendo una adolescente en Bilbao, Barcelona y Roma. No regresaría a Galicia hasta 1940. Los contactos y la posición de su padre, un aristócrata venido a menos, le habían garantizado una esmerada educación, algo inusual para una joven de aquella época, y a principios de los cincuenta, poco después de casarse, se trasladó a Madrid. Antes había publicado su primera novela, La soledad sonora, que más tarde ella misma desautorizaría, pero que le valió para darse a conocer en los círculos culturales de La Coruña.

Decía antes que Elena Quiroga tiene poco en común con otros autores de la generación del 50. A diferencia de Aldecoa, los Goytisolo, Sánchez Ferlosio o Martín Gaite no hizo estudios universitarios y tampoco frecuentó capillas literarias. Su formación fue completamente autodidacta, limitándose a asistir como oyente a algunas clases que le atraían y después imponiéndose la disciplina de escribir cuatro horas diarias. Fruto de ese extenuante ritmo de trabajo saldría una novela como Viento del Norte, la obra con la que ganó el Nadal en 1950. Pero no es solo la trayectoria académica lo que distingue a Elena Quiroga. Frente al realismo social que dominaba entonces, la suya es una narrativa de corte intimista, mucho más centrada en problemas existenciales, y en la que escarba en la piscología y los conflictos internos de los personajes. El recuerdo de la guerra y de la maltrecha situación social, cómo no, siempre está ahí, pero la autora pone el acento en la introspección y la emotividad, sin olvidar la reivindicación y la perspectiva femenina, tan presente en títulos de inspiración autobiográfica y una delicadeza admirable como Tristura, La enferma o Presente profundo.

Hay algo más. A diferencia de otros que mostraron de forma persistente su vinculación a unos conceptos y a unos modelos narrativos, en la amplia trayectoria de Elena Quiroga hay un continuo proceso de renovación, casi obsesivo, como el de quien va su aire sin reparar en el dictado de modas o corrientes mayoritarias y busca técnicas o procedimientos originales con los que urdir sus historias. Solo así se explica las tensiones que hay dentro de una carrera extraordinariamente prolífica, tensión frente a la escritura de sus compañeros de promoción y los itinerarios que irán imponiéndose o contra sus propios títulos, pues del relato directo y el tratamiento tradicional de la trama que hay en sus primeras obras se pasa a una visión más compleja y arriesgada del quehacer narrativo. Vean, por ejemplo, lo que ocurre con las novelas que siguieron al Nadal, Trayecto uno o Algo pasa en la calle, de un neorrealismo avant la lettre. En esta última, donde se incorporan técnicas heredadas de Faulkner y un deslumbrante juego de perspectivas para exponer la ruptura de un matrimonio, Elena Quiroga abordó un tema tabú en aquella época como era el del divorcio y se adelantó casi una década a lo que hará Delibes en Cinco horas con Mario. Léanla para comprobarlo. En otros casos, los ambientes rurales gallegos de las obras de sus inicios ceden paso a escenarios inusuales, como ocurre en La última corrida, centrada en el mundo del toreo y donde la autora huye del folclore y el documentalismo que tanto encandilaban a Hemingway. Ya se lo digo: existen pocas figuras en nuestra narrativa que puedan competir con la originalidad de Elena Quiroga y la riqueza y variedad de sus propuestas. Si no me creen, comparen el tono lírico de Escribo tu nombre, continuación de Tristura, con los ambientes míticos y la fabulación legendaria, inspirada en Cunqueiro y Valle-Inclán, que hay en La sangre, donde el narrador es un roble centenario que actúa como testigo del devenir de una familia gallega a lo largo de varias generaciones.

De entre todos los títulos que componen la trayectoria de Elena Quiroga tengo predilección por Viento del norte. Tal vez porque fue el primero que cayó en mis manos o porque contiene uno de esos personajes que permanecen imborrables en la memoria de cualquier lector. A veces una criatura de ficción puede adquirir más entidad que personas de carne y hueso con las que nos cruzamos todos los días. Es lo que tiene la literatura, que amamos el mundo que se representa en una novela y nos sobresaltamos con el destino de sus protagonistas porque en los libros las cosas quedan explicadas y en la vida no. Es una lástima, claro, que sean siempre las existencias de otros las que cobran sentido, nunca la del lector. Quizá por ello, para afrontar las pavorosas certezas de las que vamos haciendo acopio, seguimos leyendo, para extraer de las vicisitudes y experiencias de las vidas ajenas una lección que llevar a las nuestras. Se lo decía antes: uno siempre lee para salvarse. Lo del placer y todo lo demás viene después.

Viento del Norte cuenta la historia de Marcela, abandonada por su madre poco después de que esta diera a luz. La niña se cría al cuidado de don Álvaro de Castro, el señor del pazo gallego de La Segrerira y que, a diferencia del falso marqués que protagonizaba Los pazos de Ulloa, demuestra ser un hombre culto, moderno y sensible, más preocupado por los estudios jacobeos que por la caza y las recias aficiones que tenían sus antecedentes literarios. La niña crece y se convierte en una joven de belleza arrebatadora, capaz de provocar murmullos entre las mujeres y disputas en los hombres, que enloquecen de deseo. Ella también será una víctima de esa seducción irresistible. Como no podía ser de otro modo, don Álvaro, con la nariz siempre metida en sus libros y ya un sesentón, acaba enamorándose de la muchacha y decide casarse con ella. Claro que antes es preciso desbastarla un poco y la envía a un convento. Allí, el carácter independiente y salvaje de Marcela choca con las reglas y los corsés de un cuerpo social reacio a admitir ese elemento extraño. Esta situación se repetirá después, cuando regrese al pazo, pero ahora con el título de señora y provocando el consiguiente trastorno en unas jerarquías tardomedievales firmemente establecidas. La novela, o más bien el drama de Elena Quiroga, es una pugna entre las fuerzas destructivas del deseo y la belleza y la obligación de ceñirse a unas normas, entre la fidelidad a unas creencias y costumbres atávicas y la imparable marcha del progreso que las aniquila, todo ello entremezclado en una trama donde se desatan crueldades, instintos, violencias y pasiones hasta conducir a un desenlace magistral e inevitable que no les voy a contar porque es uno de esos finales en los que un lector comprende emocionado el alcance de todo lo que se le ha estado relatando.

Cuando fue publicada, Viento del Norte fue tachada de anacrónica. El estilo con que se narraba la historia de Marcela, con una prosa sugerente y de gran belleza descriptiva, que no rehuía el simbolismo y donde Elena Quiroga demostraba su buen oído para capturar las voces populares, chocaba con el enfoque objetivista y el propósito crítico que había impuesto el realismo social. Claro que parecía una novela de otra época, pero lo paradójico es que esa acusación, más preocupada por destacar las deficiencias de la tremendista y patética relación de Marcela y don Álvaro, obviaba la casuística social que exponía el libro y la dimensión de unos conflictos universales (el amor y la muerte, la ciudad y el campo, los códigos de clase y el ansia de libertad) que siempre han estado presentes en los imaginarios colectivos. Yo les aseguro que traspasar las lindes de La Segrerira es algo más que un lujo literario. Para el que no la ha leído nunca, permite descubrir la personalidad de una autora extraordinaria, dueña de un universo propio y que, a su manera, rompió con las aduanas culturales que definieron su época, creando de forma discreta y libre una obra que conviene recuperar. Nada más, nada menos.

2 comments on “La soledad de Elena Quiroga

  1. guillermoquintsalonso

    Lo sabes todo y, además y sobre todo, eres un entusiasta de la escritora! Perfecto. Guillermo

  2. Pingback: viernes, 190424¿Recuerda cuando se llevaba el uniforme por la calle? | El Quicio de la Mancebía [EQM]

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