/ ⇑ Fotgrafía de portada: Patricia García Villarroel /
El poeta Jorge Teillier (Lautaro, Chile, 1935 – Viña del Mar, Chile, 1996) abre la sección POÉTICAS con un amplio artículo de Rubén Ángel Arias en el que aborda la recuperación, en el vigésimo aniversario de la muerte del poeta chileno, de dos libros fundamentales para entender su itinerario poético: Poemas del País de Nunca Jamás (1963) y Para un pueblo fantasma (1978), ambos en un solo volumen bajo el sello de Ediciones Sin Fin. A continuación de dicho artículo, una selección de poemas de ambos libros.
Jorge Teillier: elogio y vindicación de la nostalgia
/ por Rubén Ángel Arias /
Uno. El derbi de la esperanza contra los caballos de la muerte
El pan, el vino, la mesa puesta, las amables rutinas. Decía Heidegger que el hombre había inventado la cotidianidad para ponerse a salvo de las imprevisibles pero fatales embestidas de eso que, a falta de un eufemismo mejor, llamamos entropía. En un reciente y formidable ensayo titulado La resistencia íntima, Josep Maria Esquirol nos ha recordado también que, aunque no hay casa o búnker donde escondernos de lo que al cabo terminará con nosotros, un cierto amparo sigue siendo posible e infinitamente deseable. De esta fragilidad estamos hechos, y Jorge Teillier, que respecto a lo que nos aniquila lo sabía todo, nos dejó una obra atravesada por la universal y siempre acuciante necesidad de cobijo. Una obra que nace de la añoranza de un lugar —la provincia, la mesa que se comparte, la casa natal— y de un tiempo —la infancia— que a la memoria se le antojan inexpugnables.
Ediciones Sin Fin recupera ahora dos libros fundamentales para entender el itinerario poético del escritor chileno, Poemas del País de Nunca Jamás (1963) y Para un pueblo fantasma (1978). Dos libros, hay que decirlo, reeditados con esmero y acompañados de un pertinente y orientador prólogo de Niall Binns.
Propongamos, para todo, una semilla. Digamos que en el principio fueron —así lo venimos contando— la Ilíada y la Odisea. De un lado, la ira de Aquiles, del otro, la nostalgia de Ulises. La ira y la nostalgia: las dos emociones originarias de la literatura occidental. No deja de resultar extraño para la imaginación contemporánea —deudora aún del Romanticismo— que la primera novela de viajes no haya sido una historia de exploradores rumbo a lo desconocido sino, en rigor, una vuelta, un retorno motivado por la dolorosa evocación del hogar y no por la sed de aventuras interminables. En esta necesidad de volver, Teillier desciende de Ulises, solo y ya sin barco: un náufrago puro junto a las vías de un tren que regresa.
Otro ejemplo y otra semilla: Sócrates, en un momento del juicio al que fue sometido, baraja la opción del destierro, pero este no le convence y acaba prefiriendo la cicuta. Prefiere morir —permítaseme este enroque— a verse lejos de los suyos. Opta por la pena capital. Dos mil quinientos años después, Teillier opta por la pena, a secas o, peor, regada con abundante vino. Elige —si es que estas cosas se eligen— decir la pérdida, y esa es su canción: la que Sócrates —que había intuido como nadie el aullido de los cisnes— prefirió no cantar. Entre la lluvia y la vida, Teillier elige el invierno interminable y, en el último vagón, un asiento junto a la ventana.

La nostalgia, del griego nóstos (‘regreso’) y algía (‘aflicción’), tiene en la obra del chileno un sentido doble. Por un lado, es la huella emocional del paso del tiempo y, por otro, la trinchera siempre insuficiente, siempre frágil, contra la inmensidad. Y es contra la inmensidad y la intemperie contra lo que escribe Teillier: «Poesía carbón de luna / Hemos apostado en tu nombre / En el derbi de la esperanza / Contra los caballos de la muerte».
El vino: la leyenda atribuye a Teillier un alcoholismo que su biografía no desmiente. «Tengo que explicar una cosa», dice Gonzalo Rojas e interrumpe la lectura de su homenaje al poeta a pocos días de su muerte: «mi amigo era absolutamente dipsómano y, ¡Dios lo guarde!, se bebió todos los vinos de Chile, y eso era una maravilla, pero era muy lúcido, hiperlúcido era Jorge, así es que aquí se celebra al dipso y al otro». El acto tiene lugar en la Residencia de Estudiantes de Madrid y, tras el inciso, Rojas lee su «Pacto con Teillier», que comienza con estos versos: «Lo que pasa con el gran lárico es que nació muerto de sed / y no la ha saciado, / ni aún muriéndose la ha saciado, ni aun yéndose / barranco abajo en Valparaíso este lunes, ni aun así / la ha saciado / dipso y mágico hasta el fin».
Y vino es lo que Teillier añade en los años que van de Poemas del País de Nunca Jamás a Para un pueblo fantasma. Es famoso el primer verso de «Pequeña confesión»: «Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones». En el lapso que va de un poemario a otro, Teillier ha duplicado el tamaño de su desesperanza: «ríe sin sentido / frente a una reja que no se volverá a abrir». A esto hay que añadir que aquellos versos de 1963 —«hemos visto al sol / transformarse en un girasol negro»— se convertirían, diez años después, en una aciaga profecía de su país, que pasó a ser una Comala dictatorial «donde mandan los padrastros».
Dos. La nostalgia es un arma cargada de futuro
Habrá quien no vea en la nostalgia otra cosa que una patología del ánimo. En la obra de Teillier se presenta, sin embargo, como la condición ontológica del animal que vive y recuerda, y cuyo pesimismo hace del futuro su botín: «vemos todo próximo amor / como una próxima derrota».
Para hacernos una representación inmediata de la nostalgia es suficiente con «la superposición de dos imágenes: la del hogar y la del extranjero», escribe Svetlana Boym en, claro, El futuro de la nostalgia. Teillier es aún más rápido: sobra con ese tren, dirá, que «pasa / dejando una estela de carbón y mugidos».
La nostalgia surge allí donde se deja atrás un tiempo y un lugar que son pronto excedidos por la acción de la memoria. Una memoria que incansablemente trabaja poniendo en contacto lo que fue con lo que debería haber sido, la realidad con el deseo. Esto hace que el resultado de cualquier añoranza sea un tiempo descolgado de la historia y de la biografía personal, un tiempo fuera del tiempo, desbordado y sin orillas, un tiempo poblado y mítico donde, como escribe Teillier, «todos bebíamos al final de la jornada». Así la infancia es transformada en aguijón, en punzante recordatorio de lo que alguna vez fue vivir en el interior del encantamiento: «Lo que importa no es la casa de todos los días / sino aquella oculta en un recodo de los sueños», leemos en «Los dominios perdidos», un poema extraordinario que desde el título funciona como credo y santo y seña del autor.
El filósofo Gaston Bachelard dedicó una buena parte de su trabajo a buscar las razones que dieran cuenta del potencial ensoñador de la nostalgia. Hacia 1948, concluía: «El mundo se desdibuja de golpe cuando uno va a vivir en la casa del recuerdo. ¿Qué pueden valer esas casas de la calle cuando se evoca la casa natal? […] La casa natal nos interesa desde la más remota infancia porque lleva en ella el testimonio de una protección más lejana».
Ya está dicho: la casa, la mesa, el patio y el aljibe, una mañana de niebla. El lugar común del psicoanálisis asegura que detrás de estos motivos se oculta el vientre materno, el seno nutricio, los arquetipos últimos de cuyo paraíso somos expulsados al nacer y de cuya falta no nos terminamos nunca de curar (Lacan). El sentimiento –el escalofrío– de aquella primera intemperie nos constituye. Podemos entonces preguntarnos, ¿qué nos propone Teillier?, ¿algo para salir de semejante atolladero existencial? Teillier no da consejos pero redobla su apuesta, que no es otra que hacer remedio del síntoma, tomar el daño como reparación y la nostalgia como fármaco. Un fármaco que, haciendo honor a su etimología, es a la vez portador del veneno y del antídoto. El poeta carga la nostalgia de futuro y así nos lo hace saber y nos la entrega: «en el fondo de la casa sin muros del recuerdo / seremos otra vez los niños / que van a abrir el cofre / donde está el tesoro que creíamos perdido».
Será la nostalgia, ya no la casa materna, el último refugio, y el mejor: «no importa que los días felices sean breves / como el viaje de la estrella desprendida del cielo, / pues siempre podremos reunir sus recuerdos, / así como el niño castigado en el patio / encuentra guijarros para formar brillantes ejércitos».
Y tres. Una chaqueta manchada de pasto
… podríamos estar tendidos
en el primer plano del cuadro
con la chaqueta manchada de pasto.
Los poemas de Teillier no son oraciones ni plegarias: en ellos se lee el anhelo de una vida simple —de ritos mínimos— en un momento en que el regreso a la sencillez no es ya posible. «La gente antigua no tenía nombre para los meses / de los años. / Se orientaban diciendo: / tiempo de los brotes, luna de las primeras frutas», versos que, entre otros muchos, fueron objeto de los alfilerazos de Enrique Lihn, poeta de su generación convertido muy pronto en su rival, y que —ya en 1966— describe a Teillier como un «fantasista» ingenuo que «ante un mundo moderno de una complejidad creciente» cree que «la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida», oponiendo a una actualidad abrumada de urgencias y peligros «un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas».
En una columna de septiembre de 2003 titulada «Unas pocas palabras para Enrique Lihn», Roberto Bolaño se refiere a la rivalidad entre Lihn y Teillier: «En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato) preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn».
[Jorge Teillier, «El poeta en el campo», 1978]

Siete años antes, en una carta con fecha de 5 de junio de 1996, Bolaño le escribía a Bruno Montané Krebs (a la sazón, uno de los editores de Sin Fin, junto con Ana María Chagra) para, entre otras cosas, contarle lo siguiente: «En Estrella Distante digo que Lihn era más importante que Teillier y que nosotros lo sabíamos, pero que a Teillier lo amábamos más. Lihn enseñaba más, pero Teillier se hacía querer y nos ayudaba a querer más». No aparece este pasaje, o uno equivalente, en la novela de Bolaño. O bien lo suprimió o no llegó a escribirlo o la memoria lo engañaba (la novela se publicaría en octubre de ese mismo año), o bien la conciencia le dictaba el agradecimiento (Teillier había muerto en abril). A la luz de los dos libros comentados aquí, la confesión de Bolaño resultará una obviedad para quien se acerque a ellos y lea, y quiera más.
Rencillas entre la capital y la provincia al margen, a Teillier no puede acusársele de ingenuo, su mirada —en ocasiones implacable— no se lo permite: «palabras, palabras –un poco de aire / movido por los labios– palabras / para ocultar quizás lo único verdadero: /que respiramos y dejamos de respirar».
Se ve, siquiera por la hechura de los versos que he ido citando, que la escritura de Teillier prescinde de la orfebrería y, salvo algún descuido, del metro y de la rima. Sus poemas son prosas con pausa versal. La tensión que los sostiene se encuentra en el tono —casi siempre apodíctico, sentencioso, final—, en la fuerza evocadora de sus imágenes y en el clima emocional que estas generan (un ejemplo que Salinger hubiera aplaudido: «Pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal», uno que hubiera aplaudido Machado: «el naranjo de la infancia en el patio de cemento» —endecasílabo incluido—, y este otro, sobresaliente: «vuelvo a un silencio aldeano / quebrado sólo por el silbato lejano del afilador de cuchillos»).
Léase, y varias veces, «El poeta de este mundo», donde aparece enunciada su poética: «un poema es un pan fresco, / un cesto de mimbre». Un poema es eso y también —aunque Lihn se nos revuelva— una chaqueta manchada de pasto.
Para cerrar me gustaría volver sobre una entrevista realizada por Cristián Warken, en 1995, donde Teillier planteaba su estética en términos de emoción y despojamiento. Así reconocía que, para él, el poema debía hacer desaparecer las palabras y dejar al lector como si en lugar de ante una producción verbal se encontrara ante un paisaje. El poema entendido, por lo tanto, como la palanca que acciona un estado de ánimo capaz de transformar lo leído «en situación y espacio». Para Teillier, en conclusión, todo lo que no sirva a ese fin debe desestimarse: «La palabra excesiva está matando el poema».

Poemas
Del libro POEMAS DEL PAÍS DE NUNCA JAMÁS
Un desconocido silba en el bosque
Un desconocido silba en el bosque.
Los patios se llenan de niebla.
El padre lee un cuento de hadas
y el hermano muerto escucha tras la puerta.
Se apaga en la ventana
la bujía que nos señalaba el camino.
No hallábamos la hora de volver a casa,
pero nos detenemos sin saber dónde ir
cuando un desconocido silba en el bosque.
Detrás de nuestros párpados surge el invierno
trayendo una nieve que no es de este mundo
y que borra nuestras huellas y las huellas del sol
cuando un desconocido silba en el bosque.
Debíamos decir que ya no nos esperen,
pero hemos cambiado de lenguaje
y nadie podrá comprender a los que oímos
a un desconocido silbar en el bosque.
—
Regalo
Un amigo del sur
me ha enviado una manzana
demasiado hermosa
para comerla de inmediato.
La tengo en mis manos:
es pesada y redonda
como la Tierra.
—
Invierno
Una luz en el patio.
Y de la mano sorprendida de la noche
se desliza un murciélago.
Los dominios perdidos*
A Alain-Fournier
Estrellas rojas y blancas nacían de tus manos.
Era un atardecer de hace más de sesenta años,
era en 189… en La Chapelle d’Angillon,
eran las estrellas eternas del cielo de la adolescencia.
En la noche apagaste las lámparas
para que halláramos los caminos perdidos
que nos llevan hacia un laúd roto y trajes de otra época,
hacia una caballeriza ruinosa y un granero de fiesta
en donde se reúnen muchachas y ancianas que lo perdonan todo.
Pues lo que importa no es la luz que encendemos día a día,
sino la que alguna vez apagamos
para guardar la memoria secreta de la luz.
Lo que importa no es la casa de todos los días
sino aquella oculta en un recodo de los sueños.
Lo que importa no es el carruaje
sino sus huellas descubiertas por azar en el barro.
Lo que importa no es la lluvia
sino su recuerdo tras los ventanales en pleno verano.
Te encontramos en la última calle de una aldea del sur,
eras un vagabundo de barba crecida con una niña en brazos,
era tu sombra –—la sombra del desaparecido en 1914—
que se detenía con nosotros
a mirar a los niños
que jugaban a los bandidos igual que en cualquiera aldea del mundo
o perseguían gansos bajo una cansada llovizna,
o ayudaban a sus madres a desvainar arvejas,
mientras las nubes pasaban hacia el entierro de una desconocida,
la única que nos hubiese amado de verdad.
Anochecía
y al tañido de una campana llamando a la fiesta
se rompió la dura corteza de las apariencias
y aparecieron la casa rodeada de glicinas, una muchacha
leyendo en la glorieta bajo el piar de los gorriones,
el ruido de las ruedas de un barco lejano.
La realidad secreta brillaba como un fruto maduro.
Empezaron a encenderse las luces del pueblo.
Estábamos en la última calle de un pueblo del sur.
Los niños entraron a sus casas. Oímos el silbido
de un titiritero que te llamaba.
Tú desapareciste diciéndonos: «No hay casa, ni
padres, ni amor, sólo compañeros de juego»
y apagaste todas las luces
para que viéramos brillar en el cielo de la adolescencia
las estrellas rojas y blancas que nacieron de tus manos
en un atardecer aldeano de 189…
* El autor incluye de nuevo este poema en el libro
Para un pueblo fantasma (pp. 178-179), con leves variantes. (N. del Ed.)
Del libro PARA UN PUEBLO FANTASMA
Dunas
«No saben que son muertos
los muertos como nosotros
no tienen paz».
Ungaretti
Ya desaparecieron las muchachas entre las dunas.
Hermanos, hay que encender el fuego
con la leña traída
por los hermanos de Pulgarcito.
(Ellos no saben que el padre
los va a llevar a morir al bosque).
Mañana no habrá nada que comer,
hermanos, seamos felices:
llegó la medianoche y aún estamos vivos.
Nadie ha venido todavía
a echar abajo nuestras puertas.
Un avión espía el oleaje.
Los amigos yacen bajo el epitafio de la espuma
efímero como sus anhelos.
Los armonios de los cactus no los olvidan
y entonan su réquiem para ellos.
Un motociclista de negro los acalla.
Las gaviotas gritan como almas en pena
y ni al verano se le permite un último deseo
antes de ser condenado a muerte.
—
II
Cosas vistas
10
Damos vuelta a la plaza
en un Fiat 600
para entrar a una iglesia de 1732.
Una iglesia más grande que este pueblo
acurrucado como un pobre nido
entre cerros áridos donde trepan las cabras.
Un pueblo con casas de adobe venidas abajo
por el último terremoto.
Un pueblo donde todos esperan otro terremoto.
—
IV
Pequeña confesión
BIENES
«Todo lo que he perdido
volverá con las aves».
Jorge Guillén
Un libro de Edgar Poe, un pasaje de tren,
un remolino, un llavero sin llaves, una manta araucana,
un calendario, un jarro, un payaso de trapo,
un mapa de Cautín, el retrato de un gato,
una maleta vieja, una peineta, una camisa negra,
un programa del Hípico, un poema inconcluso, una ficha
de teléfono, un disco de Zarah Leander,
un puñado de cartas, la torre del Tarot, un alfil blanco,
un revólver sin nuez, una manzana.
—
V
Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal
1
En el pueblo
donde algunos me conocen
como el poeta cuyo nombre suele aparecer en los diarios,
paseo por la Calle Comercio
que ahora se llama Avenida Bernardo O’Higgins
(como en Santiago).
He comulgado con la tierra.
Voy a la Sidrería.
Allí están los parroquianos de siempre
y me saludan mis viejos compañeros de curso
que sueñan con ser alcaldes o regidores o comprarse
una citroneta.
Ha cerrado el cine.
Aún quedan afiches que anuncian películas en sepia.
A lo largo de los cercos
las ortigas siguen hablando con su indestructible lenguaje.
En el techo de mi casa se reúne el congreso
de los gorriones.
Pienso por primera vez
que no pertenezco a ninguna parte,
que ninguna parte me pertenece.
2
El viento trae olor a terneros mojados.
5
El único hojalatero que quedaba en el pueblo
fue a buscar trabajo a Lonquimay.
No ganó mucha plata pero contempló la Cordillera.
Él no tiene Leica ni Kodak
así que se dedicó a dibujarla
para que sus nueve hijos la conocieran de verdad.
6
A los mapuches les gustan las canciones mexicanas
del Wurlitzer de la única Fuente de Soda.
Las escuchan sentados en la cuneta de la Calle Principal.
Van a la vendimia en Argentina y vuelven con terno azul y transistores.
Ha llegado la TV.
Los niños ya no juegan en las calles.
Sin hacer ruido se sientan en el living para ver a Batman
o películas del Far West.
Mis amigos están horas y horas frente a la pantalla.
Tengo ganas de que lleguen los Ovnis.
—
VII
Libro de homenajes
EL POETA DE ESTE MUNDO
A René Guy Cadou (1920-1951)
Poeta de nombre claro como un guijarro en medio de la corriente
reunías palabras que eran pedernales
de donde nace un fuego que no es olvidado.
René Guy Cadou, amigo del tonelero, el cartero,
el aduanero y el contrabandista,
vivías en una aldea de seiscientos habitantes.
Allí eras profesor rural,
el peso del olor del jardín vecino sofocaba la sala de clases
como a la sala de clases donde tu padre había sido maestro.
Te gustaba hablar con la gente de cara parecida a ollas
de greda
caminar descalzo,
ver jugar a las cartas en la taberna.
En la noche a la luz de un fuego de espino
abrías un libro mientras Helena cosía
(«Helena como una gota de rocío en tu vaso»).
Tenías un poeta preferido para cada estación:
en otoño era Verlaine, la primavera te traía todas las rosas
de Ronsard,
el invierno llegaba con el chirriar del carruaje del
Grand Meaulnes
y la estación violenta
el ruido de espadas entrechocándose en una posada
de Alejandro Dumas.
Tú nunca estabas solo,
te iluminaba el recuerdo de tu padre volviendo de caza
en el invierno.
Y mientras tus amigos iban al Café,
a la Brasserie Lipp o al Deux Magots,
tú subías a tu cuarto
y te enfrentabas al Rostro radiante.
En la proa de tu barco
te asomabas a ver los caminos de tu país de hadas
y pantanos,
caminos trazados como las líneas de un cuaderno de copia.
Tus palabras llegaban
como pájaros que saben que siempre hay una ventana
abierta al fin del mundo.
Y los poemas se encendían como girasoles
nacidos de tu corazón profundo y secreto,
rescatados de la nostalgia,
la única realidad.
Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo
que nos desborda,
que no significa nada si no permite a los hombres
acercarse y conocerse.
La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos
del domingo.
Sabías que las ciudades son accidentes que no prevalecerán
frente a los árboles,
que la poesía no se pregona en las plazas ni se va a vender
a los mercados a la moda,
que no se escribe con saliva, con bencina, con muecas,
ni el pobre humor de los que quieren llamar la atención
con bromas de payasos pretenciosos
y que de nada sirven
los grandes discursos tartamudos de los que no tienen
nada que decir.
La poesía
es un respirar en paz
para que los demás respiren,
un poema es un pan fresco,
un cesto de mimbre.
Un poema
debe ser leído por amigos desconocidos
en trenes que siempre se atrasan,
o bajo los castaños de las plazas aldeanas.
Pocos saben aquí lo que es un poema,
pocos han puesto su cara al viento en medio de un trigal;
pocos saben lo que es un poeta
y cómo debe morir un poeta.
Tú moriste en un cuarto donde se congregaba toda
la primavera
mirando un cesto con manzanas.
«He visto morir a un príncipe»,
dijo uno de tus amigos.
Y este Primero de Noviembre
cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo
pienso en tu serena y ruda fe
que se puede comprender
como a una pequeña iglesia azul de pueblo
donde hay un párroco que no pide sino compartir su pan.
Tú hablabas con tu Dios
como al pobre hijo de un carpintero,
pues también sabías que se crucifica todos los días
a un poeta
(Jesús tenía treinta y tres años,
Jean Arthur también era Cristo
crucificado a los treinta y siete).
Pero a ti no te importaba que te escupieran la cara
o te olvidaran
porque como tú lo decías, nadie puede impedir
a un pájaro que cante en la más alta cima,
y el poeta derribado
es sólo el árbol rojo que señala el comienzo del bosque.

JORGE TEILLIER SANDOVAL nació en Lautaro, frontera y epicentro del talento poético. Fue un 24 de junio de 1935, año y día de muerte de Carlos Gardel, fecha en que los mapuches celebran la llegada del año nuevo. Su infancia transcurrió en el sur de Chile, en la Araucanía, y con dieciocho años se marchó a la capital para estudiar Historia en el Instituto Pedagógico. Su producción literaria comenzó en 1956 con Para ángeles y gorriones. La naturaleza brotó de su pluma con la misma persistencia con que los bosques se resisten a ser talados. Luego siguieron El cielo cae con las hojas en 1958, El árbol de la memoria en 1961, Poemas del País de Nunca Jamás en 1963, Muertes y maravillas en 1971, Para un pueblo fantasma en 1978. Vinieron nuevas hojas, escritas con la vocación de quien comparte un diálogo, la nostalgia, la búsqueda de un modo de vida perdido.
Una vez terminada la universidad, ejerció la docencia en el Liceo de Lautaro. Fundó en 1963, junto a Jorge Vélez, la revista de poesía Orfeo, que sobrevivió hasta 1965. Es reconocida su labor como traductor, en la que destaca su traducción «La confesión de un granuja» de Serguéi Esenin. Aseguró que el vino y la poesía, con su oscuro silencio, daban respuesta a cuanta pregunta se formulara. No tenía vocación para la vida práctica. Su poesía indagaba en la pureza de los símbolos ancestrales, en la memoria de los objetos y en la efímera felicidad de la infancia. A lo largo de su vida recibió numerosos galardones, incluido el Premio Anguita 1993, concedido por la editorial Universitaria. Y como ocurriría con clásicos de la literatura chilena –como Huidobro, Lihn, Bolaño o Lemebel, entre otros–, no obtuvo el Premio Nacional. En 1965 publicó «Los poetas de los lares», ensayo en el que revisa la obra de un grupo de poetas que centraron su obra en la provincia, promoviendo la conocida poesía lárica. Lejos del molino y la higuera, Teillier fue enterrado un miércoles de 1996 en los extramuros del cementerio de La Ligua, rodeado de polvorientos cerros.
0 comments on “Jorge Teillier”