Creación

Luca Ricci

Luca Ricci (Pisa, 1974) está considerado como uno de los mejores escritores italianos actuales de narrativa corta. Los dos relatos seleccionados pertenecen a I difetti fondamentali (Rizzoli, 2017), un libro de catorce relatos que describen de forma acertada los defectos de los escritores y del mundo de las letras desde una perspectiva cotidiana, íntima y marcadamente irónica

 / ⇑ Foto cabecera: Yulia Grogoryeva (fragmento) /


Luca Ricci (Pisa, 1974) está considerado como uno de los mejores escritores italianos actuales de narrativa corta. Los dos relatos seleccionados, inéditos en castellano y traducidos en exclusiva para El Cuaderno por Sara Carini, pertenecen a I difetti fondamentali (Rizzoli, 2017), un libro de catorce relatos que describen de forma acertada los defectos de los escritores y del mundo de las letras desde una perspectiva cotidiana, íntima y marcadamente irónica. Entre sus títulos anteriores, destacamos L’amore e altre forme d’odio (2006), Come scrivere un best seller in 57 giorni (2009), Mabel dice sì (2012) y Fantasmi dell’aldiquà (2014). Imparte cursos sobre el cuento en la Scuola Holden y la Scuola del Libro. Escribe una columna literaria semanal para el periódico Il Messaggero de Roma.




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/ Traducción para El Cuaderno: Sara Carini /

El envidioso

La mañana temprano del día en el que salió el libro de mi amigo, hacia las cuatro o las cinco de la madrugada, un aguacero disfrazó la ciudad. Me di cuenta ya debajo de las mantas y pensé que, si continuaba a llover, la gente se quedaría lejos de las librerías. Fue un pensamiento en el duermevela que no pude descifrar del todo. ¿La circunstancia de la lluvia con respecto a la salida del libro de mi amigo me preocupaba o me daba alegría? Por algunos minutos, acurrucado debajo de las mantas, intenté comprender qué sentimiento prevalecía en mí, si la preocupación o la alegría, de todas maneras sin llegar a establecerlo: entre escritores a menudo es así, los libros de los amigos se reciben con un mixto de curiosidad y envidia, fraternidad y odio. Ese sentimiento ambivalente me acompañó incluso durante el desayuno, mientras notaba que el cielo se esclarecía y que las carreteras se secaban. Por cierto, estaba contento por mi amigo, pero justo después me entraban ganas de constatar que un día bueno no significaba en automático buenas ventas.

Hay que decir que este amigo mío, de quien justo ese día salía el libro, había sido el compañero de mi periodo de formación literaria, ese a quien se confían los sueños y se hacen leer las primeras, torpes pruebas. Algunos años antes nos habían llamado a los dos a un festival dedicado a los novatos, un escaparate para jóvenes escritores. Tanto yo como él habíamos leído un inédito, yo dejando la sala en un embarazoso silencio, mi amigo consiguiendo un aplauso cerrado y arriesgándose hasta en un standing ovation. En la cena, un importante italianista —uno de esos fanfarrones que se codean por estos eventos solo para importunar alguna que otra guapa doctoranda o, en el peor de los casos, alguna azafata de sala— tras mirarnos largamente, había querido clavar el hacha de su juicio sobre nosotros. El pronóstico del profesor había sido tajante: mi prosa era incalificable en el sentido de «imposible de calificar por falta de datos significativos», mientras que la prosa del amigo «encontraría seguramente sitio en el mundo de las Letras, si al mundo de las Letras le interesaba seguir sobreviviendo». Así, dejamos ese lugar ameno donde se había consumido nuestra iniciación literaria y cultural con mi amigo que intentaba mitigar mi pena, que me decía que no me desanimara, que la platea de esa manifestación estaba formada solo por aburridos iniciados —periodistas, editores, agentes literarios— y que el público reaccionaría de forma distinta a mis novelas. Dándole gracias a Dios, fue así. En la vida de un escritor hay un momento en el que todo cambia, y ese momento llega cuando el talento (la voz, la escritura) se enfrenta con el mercado. Dicho en pocas palabras: ¿cuantas copias venderás con tu primer libro? Eso y nada más que eso era el bautizo del fuego del arte al final del siglo XX. Mi escritura incalificable se tiñó de negro, y mi primer libro fue un buen éxito. El comisario protagonista era el clásico hombre fascinante y más bien corpulento, despiadado en el trabajo e inseguro en la vida, tabaquista empedernido y ex alcohólico anónimo, con un policía más joven que le cubría las espaldas y que no esperaba otra cosa sino ser humillado por su tonto idealismo, y una ex pareja pesada con un toque para las pesquisas nada malo que de vez en cuando se interponía en las investigaciones. En resumidas cuentas, en fin, tenía todos los ingredientes para seguir proponiendo una novela al año para toda la vida, y así iba haciendo. Novela negra serial, con primeras tiradas espantosas y adelantos siempre más altos. Al amigo en cambio, no obstante la profecía del célebre italianista, las cosas le habían ido de otra manera. Por los destinos de la literatura su prosa futurista siguió historias complicadas de hombres y mujeres que se amaban y se odiaban, cosas existencialistas, tramas flojas, situaciones suspendidas entre drama y meló que solo suscitaron el entusiasmo de algún crítico que se había quedado enredado en con el modernismo más abyecto y radical. Así que de este modo la situación entre mi amigo y yo se había completamente volcado: yo era un escritor halagado por editores y venerado por el público, él un artesano a quien le costaba encontrar  mercado en las librería, un genio incomprendido, a lo sumo.

De todas formas, la mañana en la que salió su libro, comprendí que con respecto a mi amigo la envidia había vencido la curiosidad, el odio se había zampado la hermandad. Estaba a la merced de un estado de ánimo malo, tanto más mezquino porque venía de uno que podía decirse realizado profesionalmente. Me dirigí hacia el quiosco. Compré los periódicos donde consideraba más probable que pudiera salir alguna reseña del libro, a lo mejor un adelanto o un artículillo concordado hecho por otros amigos de mi amigo. Por mi gran alivio no había nada, menos mi artículo. ¿Cómo podía eximirme del preparar algo para ayudar a mi amigo en la difícil tarea de procurar unos cuantos lectores a su libro? No me podía echarme atrás, incluso porque colaboraba habitualmente con dos de los más importantes diarios nacionales, y mis artículos —justamente porque escritos por un escritor y no por un crítico profesional, es decir, hasta prueba contraria, por un amigo del pueblo— tenían muchísimo séquito. No hace falta decir que un reseñista tiene muchas formas para enfrentarse al libro que está a punto de reseñar: entre el elogio desmesurado y la crítica más despiadada hay infinitos matices intermedios, en los que se puede tranquilamente terminar por no decir nada, lo que resulta ser una maná sobre todo para esos libros feos de los que hay que ocuparse a la fuerza porque queridos a editores y oficinas de prensa. Para mi amigo usé una técnica bastante común entre los reseñistas que por un motivo u otro no quieren comprometerse demasiado: conté la trama a grandes rasgos. De esta manera sabía que mi amigo me agradecería haber hablado antes que nadie —justo el día de la salida— de su libro, y descuidaría del detalle que en el artículo no me comprometiera, que me hiciera el diplomático, que mantuviera algún tipo de ridícula imparcialidad (la imparcialidad en una reseña debería prohibirse: ¿si no se compromete un crítico, montándo su sistema de valores y jerarquías entre escritores, quien tendría que hacerlo?). A confirmación de esos pensamientos, llegó puntual el mensajito de mi amigo, que me agradecía haber inaugurado lo que él esperaba ser el gran baile de su libro en la prensa. Contesté breve, quizás con un oscuro intento de mal agüero: «este libro no puede ir mal, ambos lo sabemos, imagínate tú si no me activaba de inmediato».

Mientras, había llegado la hora más temida, esa hora en la que abrían los postigos de las librerías. Era el momento en el que los dependientes arreglaban las novedades en las mesas principales, el momento en el que el libro de mi amigo era indiscutiblemente el libro más nuevo, el recién nacido. Lo confieso: no tuve el valor de entrar enseguida y me fui a contar las hojas de los plátanos junto al río. ¿Cuántas copias vendería, con toda honestidad? Hacia el mediodía finalmente encontré la fuerza de meterme en la entrada de una librería de cadena y noté que el libro de mi amigo, como era previsible, estaba en un rincón. Pocos, poquísimos títulos ocupaban la mayoría de los metros cúbicos disponibles: así es, quitaban el aire incluso antes que el espacio, y no había realmente manera de no fijarse en ellos. Se trataba de esos libros que se habían expuesto antes del de mi amigo y que, con cualquier probabilidad, se quedarían visibles también después. Ocupaban también los escaparates y eran los mismos de los que había largamente leído en los diarios. Los mismos nombres, los mismo libros, ninguna sorpresa.

Me sentí un poco mejor y regresé a casa para poner algo debajo de los dientes. Controlé la situación en internet: quien no tiene una visibilidad en los medios tradicionales siempre puede contar con la posibilidad del boca en boca en la red. Sin negar una obscura satisfacción constaté que no estaba pasando nada en particular. Sí, del libro de mi amigo se hablaba pero dentro de márgenes del todo aceptables: y en el fondo ¿de qué libro no se habla en la red? Para decirla con Hegel, la ilusoria horizontalidad de internet era la gran noche en la que todos los libros eran negros. De todos modos no había explotado ninguna riña o ninguna polémica alrededor del libro de mi amigo, ningún interés particular, ninguna onda anómala de feedback y «Me gusta».

A primeras horas de la tarde el sol volvió a ser engullido por un cielo sin color y comenzó a hacer frío. Si hubiera comenzado a llover de nuevo el partido se cerraría antes de tiempo. Fui hacia otra librería, eta vez independiente, y pregunté al librero una copia del libro de mi amigo. El librero, algo desorientado, tardó algunos minutos en recordarse donde diablos podían estar. Y otra vez no pude evitar mirar a cómo se recortaban en la librería las torres de esos pocos títulos afortunados que el sistema editorial había escogido de forma irrefutable para la venta de ese otoño. Era divertido el hecho de que su presencia tan masiva fuera inversamente proporcional a las opiniones llenas de sentido común progresista de la mayoría de sus autores, los que en sus tertulias se profesaban todos paladinos infatigables de la «bibliodiversidad» y del «decrecimiento feliz». Pensé, esta vez con inesperada melancolía, que de las librerías se había eliminado el misterio de la literatura. Pensé así, que cierta narrativa a estas alturas sufría el mismo trato que la poesía.

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Salí con una copia del libro de mi amigo bajo el brazo, pero no tuve el coraje de empezar a leerlo. Ya me parecía una concesión extraordinaria, un hecho casi inadmisible, que hubiese sido yo a comprarle una copia, a darle esa escandalosa ayuda. De una forma u otra de todas formas había anochecido y ese primer día estaba a punto de terminar. Me eché a reír socarrón: aunque todavía de forma imperceptible, la parábola de vida del libro ya había entrado en su fase descendiente.

Esa noche, probablemente bien dispuesto por la evolución positiva del día, soñé algo muy divertido. Mi amigo llegaba a una librería con la intención de comprar la copia de su mismo libro para regalársela a alguien (a muchos ingenuos los escritores le parecen entidades abstractas cuyo único cometido es sacar obras maestras una detrás de otra, todos atentos en cultivar su propia arte, y absolutamente no comprometidos en cosas concretas y hasta prosaicas como pedidos, tiradas, existencias, rendición de cuentas, descuentos, royalties etcétera).

De todos modos, en la primera sala, más allá de las cajas, mi amigo solo vio artículos que un tiempo se encontrarían en una común papelería – diarios, cuadernos, bloc de notas, bolígrafos y otros accesorios de distinta naturaleza (llaveros, linternas, peluches).

Mi amigo tiró hacia adelante e hizo su entrada en el vestíbulo de la segunda sala, por cierto más grande y acogedora. Incluso había mesitas y una larga barra donde ponían café sin parar. Un poco desorientado, decidió dirigirse a un dependiente.

«Disculpe, ¿dónde están los libros?» preguntó.

«Aquí solo tenemos libros panettone» contestó el dependiente.

«Y ¿qué son?»

«Son los libros que se venden en las fiestas de Navidad.»

El dependiente indicó el centro de la sala, donde en efecto destacaban cinco pirámides de libros, cada una formada por un título distinto.

«Ya miraré si más adelante hay algún libro normal» dijo mi amigo.

«Si no, siempre puede tomar un café en el bar, ponemos incluso comidas y cenas » añadió el dependiente.

Mi amigo se escabulló en la tercera sala, un poco más pequeña, y se dirijo enseguida a otro dependiente.

«¿Los libros?» preguntó.

«Ha llegado en la sala correcta. ¿Quiere un policíaco, un thriller o una novela negra?»

«No estoy interesado en ninguno de estos tres géneros.»

El dependiente puso una cara rara: «Usted me ha preguntado por libros.»

«Sí, es verdad, le pregunté por libros pero no quiero policíacos, thriller o novelas negras.»

«No entiendo» contestó el dependiente un poco borde.

Mi amigo entonces se escabulló en la cuarta sala.

«¿Esta es la sala de los libros?» preguntó.

«Aquí tenemos los de los cómicos» contestó de nuevo el dependiente.

«¿Y los otros?»

«¿Cuáles otros?»

«Los otros libros, quiero decir.»

«En la próxima sala hay biografías de tenistas.»

«¿Solo tenistas?»

«En la quinta sala tenemos también muchas biografías de chefs añadió el dependiente. ¿Le interesa la biografía de un chef

Mi amigo saltó la cuarta y la quinta sala y se encontró dentro de la sexta, donde en efecto había una gran confusión. Tardó bastante en comprender que esa era la sala dedicada a los DVD y a los Blu-Ray. Se abrió paso entre el gentío e intentó hablar con un señor hipnotizado por algunas bolas de Navidad colgantes del techo que indicaban los descuentos en la mercancía.

«Por si acaso, ¿sabe dónde están los libros?» preguntó.

El señor lo miró por algunos segundos como si le hubiese hecho una pregunta que no venía al caso, y después empezó un pequeño monólogo: «Hace algunas semanas me encontraba en el boulevard Saint-Germain, en ese rincón de Paris dedicado a los libros y a los cafés literarios. Inspeccioné alguna librería, y tengo que decir que con respecto a las nuestras son asquerosas.»

«¿Y por qué?»

«Hay demasiada sobriedad, demasiado silencio, demasiada selección, ¿comprende?»

Mi amigo siguió caminando y se le plantó frente a la última sala, la séptima. En efecto se trataba de una sala congresos repleta de gente. Muchas personas estaban de pie, con los teléfonos móviles fijos hacia la silueta lejana de un ponente.

«¿Es una presentación?» preguntó al enésimo dependiente.

«Por cierto.»

«¡Cuánta gente!»

«No tenga miedo, venga conmigo para el autógrafo» dijo el dependiente, y lo cogió del brazo.

Para alcanzar la mesa de la presentación se había formado una fila interminable, tanto que mi amigo incluso asomándose no podía ver la cara del escritor que había conseguido mover esa masa de personas para escucharlo.

«Creí que las presentaciones tuvieran menos éxito» soltó.

El dependiente se puso a reír: «Suele ser así, pero con él siempre estamos a tope.»

Los dos se abrieron camino entre muchas personas, y de una forma u otra llegaron a lamer la mesa de la presentación.

«¿Tiene una copia de su CD para el autógrafo?» preguntó el dependiente con decisión. «¡Anda! adelante, la fila tiene que caminar.»

Solo en ese momento mi amigo se dio cuenta de que el ilustre ponente no era un escritor, sino un rapero adorado sobre todo por adolescentes.

Como casi se había atontado, el dependiente se le dirijo con tono ácido: «¿Quiere un selfie o no se atreve a decirlo?»

«¿Qué?»

«Ha comprendido muy bien, ¿quiere una foto con él?»

A esas palabras mi amigo, ahora ya exasperado, recorrió las salas al revés como si fueran las etapas de un Vía Crucis.

Casi en la salida, todavía incrédulo, le preguntó a un cajero:

«Perdone, ¿pero esta no es una librería?»

«Claro.»

«Y entonces ¿por qué no vendéis libros?»

El cajero negó nerviosamente con la cabeza: «Es un artículo que ya no tratamos, inténtelo en Amazon.»

La mañana del segundo día, me pegué al teléfono móvil para controlar el parte meteorológico. Desde la ventana el cielo era una extensión de nubes hasta donde llegaba la vista y no hacia presagiar nada bueno, pero quería tener la certeza de que antes o después empezaría a llover. Las previsiones eran pésimas para toda la semana y me dejé ir a una primera, tímida carcajada de victoria. Tenía que quedarme calmo, sin embargo, ir por grados. Controlé las noticias de política, interna y externa, porque al flop del libro de mi amigo podría contribuir también un evento capaz de monopolizar la atención por algunos días: era un hecho consolidado que las librerías vendieran menos durante elecciones o en el estallido de una guerra. Podía ser suficiente también un mundial de fútbol o un desastre natural. Desafortunadamente en estas semanas no se preveía nada de tan fuerte como para inducir la gente a dejar de leer novelas o, para decirla más correctamente, de comprarlas. Me puse otra vez a escudriñar el cielo por la ventana, a la espera de un chaparrón liberatorio, cuando sonó el teléfono. Era mi amigo. Me pedía sin demasiados ruedos de recomendarlo para un talk show de televisión del que en el pasado había sido autor.

«Si no despejamos en unas semanas se acabó» me confió, muy preocupado.

«¿Han empezado tan mal las ventas?» me arriesgué a preguntar, cruzando dedos.

«Todavía no lo sabemos» subrayó. «Las reservaciones no fueron malas, pero el editor no es muy optimista.»

No podía rechazar de alguna manera un favor de este tipo a mi amigo, así que dije: «Trato de hacerte ir en transmisión lo antes posible, a lo mejor incluso este fin de semana.»

«Sería verdaderamente importante, fundamental, ¿lo harías de verdad?»

«¿Estás de bromas? Sé muy bien que la televisión es el único medio que todavía puede mover algunas copias. Más bien, ¿has estado nunca en televisión?»

«Solo en alguna emisora local».

«No pierdas tiempo en decir cosas con sentido, apenas tendrás un puñado de minutos. No importa qué dices, pero dilo de forma persuasiva.»

«Pero, sería un programa de profundización.»

«¿Bromeas? En la televisión la profundidad no existe.»

Colgué y por un instante no supe que hacer. Después la situación se me esclareció: era yo el que tenía los cables y los contactos en televisión, mi amigo nunca llegaría a saber la verdad. Llamé la redacción del talk show recomendándome de que no llamaran nunca, bajo ningún concepto, mi amigo para que hablara de su nuevo libro.

A tres o cuatro semanas de la salida —es decir, cuando el ciclo vital de un libro que no ha hecho brecha empieza a agotarse de forma ineludible— dar la vuelta por las librerías era casi un placer. El libro de mi amigo había sido trasladado de la mesa de las novedades a los estantes. El Vía Crucis tiene etapas forzadas, siempre las mismas, y se pueden reasumir en una fórmula bastante elemental: la mala suerte de un libro se calcula según la lejanía – centímetros, metros, estantes, salas – de los que se encuentra con respecto al best seller más afortunado del momento. Algunas librerías ya habían aparcado el libro de mi amigo en el almacén, señal inequivocable de lo que pasaría en pocos días, o quizás horas: las novedades se trasformaban en devoluciones, los volúmenes volverían al editor —boomerang envenenados— que los tiraría a la basura. Pensaba a menudo en mi amigo, en esos días confundidos y felices. A lo mejor tenía la ocasión de hacer alguna presentación en algún sitio, de arriba a abajo de la Bota. Las presentaciones cutres de los libros en los que los editores nunca han creído, o ya no creen, con el reembolso de los gastos un poco a cargo del autor y un poco a cargo de la librería hospedera – los correos electrónicos sobre los reembolsos de las giras de los libros cutres merecerían una antología dedicada —con delante una platea bostezante en su mayoría compuesta por: 1 presentador librero (asombrado, después de veinte años de fracasos de que haya venido tanta poca gente— ¿no será que hay Champions League?); 1 relator (por lo general un intelectual del lugar, con ganas de ganarse todo el escenario por su cuarto de hora de celebridad); 1 dependienta (que no saca ni un recibo, quedando concentradísima en la pantalla de su móvil), 12 aspirantes escritores como público (acudidos, pues, con las ganas de sustituirse al escritor en carga). Sabía, vamos, que la gira de presentaciones serviría a mi amigo solo para hacer la derrota más amarga. Y entonces me atrevía, me volvía casi impertinente, y le enviaba mensajes cáusticos como: ¿cuándo es que te pasas a escribir novela negra serial con un bonito comisario que entre en el corazón de la gente?

Tras la salida de su libro, ahora podía constatar así como así que las relaciones de fuerza y las jerarquías editoriales entre nosotros no habían cambiado, y, es más, a ser sinceros yo era fuerte como antes mientras que él había fallado otra vez, un nuevo fracaso que se sumaba a los anteriores. Así que me entraron ganas de llamar al célebre italianista que ya muchos años antes había profetizado un destino al revés, a mí de desgracia y olvido y a mi amigo en cambio de suerte y honor. No fue difícil recuperar su número, contestó, le dije quien era e inesperadamente su tono se volvió enseguida muy cordial.

«¿A qué debo esta llamada?» preguntó.

«Además del placer de saludarla, en efecto un motivo existe. El editor tiene pensado reunir mis novelas negras en un único volumen, que representaría una especie de suma de mi trabajo, vamos, que sería algo prestigioso.»

«Me imagino» dijo el profesor, manteniéndose vago «Lo entiendo».

«Pues, mientras me preguntaba si usted todavía escribe.»

El profe dio dos golpes de tos para ahuyentar la incomodidad: «Pero las mías más que nada son cosas de especialistas, estudios críticos sobre el siglo XX, usted entiende, historia de escritores…»

«Su firma pesa, puedo asegurárselo» lo interrumpí. «¿Le gustaría enriquecer mi trabajo con su prefacio?»

El profesor fue literalmente acosado por un ataque de tos, pero al final, tras sopesar los pro y los contras, tuvo que establecer de forma indiscutible que le convendría mucho más aceptar que rechazar.

«Quizás un par de cuartillas podría escribirlas» balbuceó.

«¿Lo haría en serio? Se lo agradecería para siempre.»

El profe, a ese punto, casi con tono amanerado, quiso tranquilizarme: «Bueno, podríamos pensar en poner su investigador en relación con los grandes investigadores de la tradición europea, ¿qué le parece? Los Maigret, los Poirot, Marple. Vamos, encontrarle antepasados respetables, es más, ofrecerle un cuarto de nobleza.»

Colgué con una sonrisa tonta estampada en la cara: yo en esos días quería ganarlo todo. Sin embargo, no obstante todo, le tenía casi miedo al libro de mi amigo. Había dejado la copia que había comprado en la mesilla de noche, y tan solo mirar la cubierta me molestaba. No podía sujetarlo por más de unos segundos, y la sola idea de hojearlo me transmitía malestar físico. No lograba ir más allá del frontispicio, del colofón, de la epígrafe. Para decirlo todo, podía despertarme en el medio de la noche porque me sentía oprimido por su misma presencia. Así que lo quité de la mesilla de noche y fui a guardarlo en de la librería, en un punto alto e incómodo para alcanzar, escondido detrás de la foto del perro labrador de mi tía.

La pregunta de la que huía era simple y terrible al mismo tiempo: ¿y si el libro de mi amigo hubiese sido bueno? ¿Y si hubiese sido muy bueno?

En esas semanas llovió a cántaros, en particular al anochecer, lo que frenó muchos adquisidores en la hora punta: ¿sobre qué confiaba el mundo editorial, si no en ganarse a los no lectores que salían por una vuelta de shopping genérico? Con alegría – una alegría hosca que en trances casi me escondía a mí mismo – me embelesaba debajo del paraguas mirando las calles menos atiborradas de lo habitual. Existe una remota posibilidad que le toca en suerte a poquísimos libros, que se comiencen a mover tras meses de su salida, gracias a sucesos imponderables que tienen que ver más con lo sobrenatural que con las leyes del mercado: un milagro que no tuvo el libro de mi amigo.

Luego un día, después de semanas, volvió el sol que hace de Roma la tierra del bochorno hasta en otoño, con su octubres que parecen suaves ferragosti. El cielo se había puesto de nuevo el traje lindo, bien limpiadito por toda la lluvia de las semanas anteriores, y supervisaba las cosas del mundo con la misma indiferencia con la que, ahora, hacía mi entrada en librería. Del libro de mi amigo, sin necesidad de que se diga, no había rastro. E incluso tan solo intentar ordenarlo ponía de los nervios a los dependientes. Se salían con una mirada picada como a decir: ¿por qué pides un libro viejo cuando hay muchísimas novedades recién impresas?


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Luca Ricci (Pisa, 1974)

El rechazado

Para los propósitos de esta historia —que a lo mejor no quiere decir nada, menos que todos somos miserables, sin exclusiones, buenos y malos, víctimas y verdugos— mi nombre cuenta mucho menos que mi ocupación. Soy un editor, o sea un profesional de la edición que, entre sus varias mansiones, se ocupa de leer y evaluar los mecanografiados que llegan a la editorial. No recuerdo como llegué al libro del que quiero hablar (hoy en día, además, casi todos envían por correo electrónico), quizás alguien lo dejara apoyado por puro azar encima de mi escritorio. Sin embargo, todavía tengo delante de mis ojos las circunstancias, por decirlo de alguna manera, de su hallazgo: acababan de terminan las vacaciones de Navidad y nosotros de la redacción volvíamos a la oficina sin ganas, los escritorios de cada uno que exhalaban el típico hedor a alcohol de los lugares reordenados desde hace poco. Era seguro que se tratara de la obra de un anónimo. Una carta irrelevante escrita con bolígrafo —letra ordinaria, sin duda masculina, con alguna incertidumbre— acompañaba el pliego. A pie de página, poco antes de la firma del autor, sobresalían dos números de teléfono: un fijo y un móvil. La vista de esos números me irritó de inmediato, era una tentativa de hacerse localizar que parecía ya un ruego. Sí, fue por la vista de esos números, creo. Agarré el mecanografiado, hojeé algunas páginas distraídamente y después, resoplando, lo puse bajo una pila de trabajos mucho más interesantes y urgentes.

En esa posición, es decir como último, el mecanografiado pasó por lo menos un par de meses. Después, por pura casualidad, cogí yo la llamada que su autor había tenido el atrevimiento de hacer a la editorial, ignorando la praxis que es la de esperar una respuesta escrita que en la mayoría de las ocasiones suena así: “hemos leído con atención su novela pero no entra en nuestra línea editorial…”.

«¿Puedo ayudarla?» pregunté molesto, en cuanto conecté ese nombre con el mecanografiado.

«Quería saber si habíais leído mi libro.»

«Todavía no, todavía no.»

En ese momento el autor adquirió un tono lamentoso que me lo hizo catalogar entre los pesos cruceros: «pero ya pasaron más de dos meses desde que os lo envié».

«Me doy cuenta…» dije, dejando la frase en suspenso, como para que creyera que podía completarla como mejor creía.

«Dos meses es mucho tiempo.»

Me masajeé las sienes y paciente comencé desde el principio: «Me doy cuenta, pero no es tanto tiempo como parece, sobre todo en relación con los tiempos de una editorial».

«Y ¿cuáles serían los tiempos de una editorial?»

«Depende, puede haber casos afortunados y más desafortunados, ¿entiende?, pero de todos modos diría que no deliberamos nunca antes de dos o tres meses.»

«Entonces mi caso entra en la estadística.»

«¿Cómo, perdone?»

«He dicho que si no deliberáis nunca antes de dos o tres meses, y yo ya estoy en el segundo mes, como por otra parte acabo de recordarle al principio de esta nuestra conversación.»

Elaboré en mi mente las características principales de mi interlocutor: autor, impaciente, detallista. Es decir, no podía salirme de esta sin alguna grosería.

«Sí, le he dicho dos o tres meses» observé. «Lo que significa que la respuesta no llega a la fuerza en el segundo mes. Podríamos necesitar otro mes, el tercero, por lo visto.»

«Dos o tres meses» repitió como un loro.

«Excelente.»

«Y después de estos dos o tres meses, como usted dice, ¿la respuesta llega a la fuerza?»

«Depende de caso en caso, como ya le he dicho este es el tiempo mínimo antes de cualquier deliberación.»

«Y en caso contrario?» me acució enseguida el autor. «¿Hay ocasiones en las que no contestáis?»

«Ha pasado, si el libro no tiene ni uno de los requisitos elementales que nos empujan a una respuesta escrita, pero sin duda no será su caso.»

Colgué y por un momento tuve claro el impulso de agarrar el mecanografiado y tirarlo a la basura que estaba justo ahí cerca, a unos cuantos pasos de mis piernas tendidas bajo el escritorio. Me frenó solo un estúpido sentido del deber, estúpido porque en mi fuero interno sabía muy bien que para ese libro ahí se había acabado, su autor con esa actitud antagonista había decretado su incuestionable muerte prematura.

El autor llamó una semana después, preguntando de forma explícita por mí a quien le había contestado, porque había sido tan ingenuo como para decirle como me llamaba.

«Hablamos hace una semana» me dijo.

«Lo recuerdo perfectamente, y pensaba haberle explicado cuales eran los tiempos editoriales.»

«Dos o tres meses» dijo enseguida.

«Mínimo» me apresuré a subrayar. «Dos o tres meses como mínimo

«Ya lo sé, recuerdo muy bien nuestra conversación, y a este propósito quisiera hacerle una propuesta.»

«¿O sea? ¿Qué propuesta?»

«Decidamos juntos una fecha después de estos dichosos dos o tres meses, una fecha que le venga cómoda, podríamos quedar y hablar del libro»

«Ayúdeme a comprender bien, ¿usted quisiera concordar conmigo la fecha en la que le diré que es lo que ha decidido la editorial sobre su libro?»

«¡Exacto! Podría volver a llamarla cuando quiera, sólo dígame la fecha.»

Tragué a duras penas, casi rompí el lápiz que apretaba entre los dedos: «No funciona así. Mire, le explico: la editorial lee con los tiempos y de la forma que cree más oportunos, y luego envía una respuesta escrita. Y esto es todo.»

Creí que me había explicado bien, eran cosas simples de entender, necesitaríamos solo un poco de sentido común, en cambio, a la semana, el autor ya estaba llamándome otra vez.

«¿Comprendió lo que le dije la semana pasada?» pregunté, casi fuera de quicio.

«Sí» admitió el autor, y después endulzó la voz de forma realmente hipócrita. «Quería saber si habíais empezado a leerlo, quizás tan solo una ojeadita a las primeras páginas.»

Dijo así: ojeadita. Con todo lo que tenía que hacer —el torbellino de citas, autores y textos que me bullían en la cabeza— él quería saber si yo había ojeado, quien sabe, tan solo así de pasada, su libro. Lo admito, fui bastante bruto y casi le cuelgo el teléfono en la cara.

Una semana después volvía a llamar, por la que casi se había vuelto una especie de cita fija entre nosotros: se iba de lunes a lunes, y no había forma de que fallara, no saltaba ni uno.

«¿Ha leído?» me preguntó, sin ni siquiera tomarse la molestia de saludar.

«No he leído.»

«¿Esto es todo?»

«Parece que sí, ¿qué más quiere que le diga? »

El autor ganó tiempo y luego dijo de un aliento: «Usted sabe que la historia de la literatura italiana está llena de rechazos excelentes?»

Miré fijo frente a mí, desconcertado: los estantes de una librería repleta de lomos de libros que habíamos publicado desde hace poco no me calmó.

Sé todo, dije, pero los descuidos del pasado desafortunadamente no cambian nuestros tiempos editoriales.

El autor retomó la palabra, parecía no haberme ni escuchado: «¿Usted sabe que Moravia tuvo que pedir un préstamo a su padre para publicar Gli indifferenti

Suspiré: «La editorial Sapientia se lo devolvió con un juicio demoledor: “Una niebla de palabras”».

«¿Sabe que Pavese mandó a tomar viento a Silvio D’Arzo?»

«Silvio D’Arzo no le gustaba tampoco a Natalia Ginzburg, le dijo que tenía el “aliento de un gorrión”».

«Y ¿sabe del rechazo de Gattopardo

«El libro fue sometido al juicio de Elio Vittorini en su doble cargo de asesor de Mondadori y director de serie para Einaudi. Y el dictamen fue doblemente negativo».

«Y sobre el suicidio de Guido Morselli ¿qué puede decirme?»

«Lo tacharon de interesante pero dominado por la ambición. Le rechazaron toda la obra, no solo un título, es un caso límite. Morselli esperaba tanto que tan solo recibir un rechazo editorial lo ponía alegre».

«¿Haréis que termine como Morselli? ¿Queréis tener en la conciencia un nuevo Morselli?»

Me llevé la mano a la boca por el horror, porque ese breve diálogo puede que me pusiera por la primera vez frente a la verdad: me había metido con un loco, un desequilibrado.

«Como ve estoy muy bien preparado», corté rápido, intentando resultar convincente. «Y estoy seguro de que al poco tiempo llegará la respuesta que espera.»

En la pausa siempre iba con los compañeros al mismo bar histórico, ubicado a pocos pasos de la oficina. Era una manera para continuar a trabajar de forma más tranquila, sin el hedor del papelorio —los mecanografiados, las galeradas, las pruebas de cubierta por tirar—, toda esa gran sinfonía de papel que hacía que una editorial pareciera una papelería para adultos. El límite entre ganarse el pan y cotillear, para quien trabaja en el mundo de la edición es muy lábil, así que en la comida nos divertíamos a poner verde este o aquel escritor. Teníamos al bueno que no vendía, a la novata mimada por el Administrador Delegado (con un pariente Cardinal, además), al cero a la izquierda que siempre estaba en clasificación y así.

Un día, sin embargo, mientras conversaba como siempre, vi a un señor en una mesa cercana a la nuestra que no dejaba de mirarme. Al principio pensé que le tuviera curiosidad a nuestras conversaciones, pero después me di cuenta de que sus ojos cerúleos sólo se centraban en . Hice como que no veía por algunos minutos, solo pensé en quitármelo de la cabeza, pero cada vez que miraba a su lado no podía evitar cruzarme con su mirada atenta, incluso severa. Pensé de inmediato en mi molestador: que empezara a seguirme, ¿que la persecución desbordara los estrechos límites de una línea telefónica? Por la dirección en el sobre que contenía el mecanografiado recordaba que él también vivía en Turín. Además esos rizos cortos, ese aspecto limpio, y también el abrigo camello, podían combinarse con la voz meliflua que había escuchado en el auricular. Me puse de pie como un muelle y me arrojé hacia él.

«¿Qué mira?» gruñí con cara de pocos amigos.

El señor se retiró en la silla, aplastándose contra la boiserie del bar.

«Hoy también quiere hablarme de algún rechazado excelente?» Lo acosé. «Bueno, entonces deje que le cuente esta historia que nadie conoce. Nuestro Italo Calvino en 1946 envió Il sentiero dei nidi di ragno a un concurso promovido por la editorial Mondadori para encontrar talentos emergentes. Y ¿sabe cómo terminó? Lo ignoraron.»

El señor seguía mirándome, ahora visiblemente asustado, sin decir ni una palabra.

«Ya le repetí hasta la náusea que su libro todavía no ha sido considerado». Seguí. «En este momento no tengo ni una ficha de lectura ni una evaluación de redacción que pasarle, ¿vale?»

A este punto el señor tomó la palabra en un tartamudeo: «Soy Gianni Clementi de “La Stampa” ¿se acuerda de mí? Habíamos hablado de ese artículo sobre los escritores imaginados, me parece que el ensayo se intitulara Vite autentiche di scrittori inventati, pero no he recibido el volumen. ¿A lo mejor todavía no ha salido?»

El lunes siguiente quise coger el toro por las astas.

«¿Ha leído?» Me preguntó como siempre el autor, esta vez con una voz átona, difícilmente atacable.

Contesté seco: «Todavía no».

Sabía muy bien cómo seguiría la conversación: otra decena de palabras por cada uno, una polémica dialéctica sobre los tiempos de respuesta de la editorial. Intenté rebelarme.

«¿Podría hacerme la amabilidad de no llamar más?» Dije con firmeza, casi silabeando las palabras.

«¿Por qué me lo pide?»

Para cambiar, tragué con esfuerzo. «No puedo quedarme al teléfono todo el tiempo de otra manera, ¿cuándo trabajo?».

«Entiendo» dijo el autor, pero sin convencimiento.

«¿Qué pasa?»

«Usted acaba de hacer un discurso paradójico. Ambos sabemos muy bien que solo yo la llamo una vez por semana, siempre a la misma hora del mismo día, más o menos».

Al cabo de una semana, ni que faltara decirlo, el teléfono volvió a sonar.

«Estábamos de acuerdo en que no me llamaría» le dije.

«Yo no estaba de acuerdo, solo que no me dio tiempo de decírselo».

«Anda, vamos, no podemos seguir así, de lunes en lunes».

«¿Quiere quitarme esto también? ¿El placer de hablar con usted e informarme sobre mi libro?»

«Estas llamadas no son un derecho, usted no tiene derecho a llamarme ¡yo no le estoy quitando nada de nada!»

«Así que lo que me está diciendo es que ¿aunque no esté de acuerdo ya no puedo llamarla y que mis llamadas son inoportunas?»

Volvía la cabeza, sentía una punzada en la cervical y los músculos de la espalda contraerse.

«Llamar cada bendito lunes no acelerará la lectura de su libro» expliqué desde el principio, exhibiendo una paciencia que no creía poseer. «Además, si cada bendito lunes me llama, le aseguro que el tiempo le parecerá que pase más lento».

«No quiero subrayar lo que usted por cierto ya sabe, pero han pasado varios meses desde mi envío, y usted había dicho que en la mayoría de los casos el autor conseguía una respuesta en dos o tres meses».

«Nunca he dicho eso, los dos o tres meses no son el promedio, sino el tiempo mínimo desde el que puede empezar a esperar en una respuesta».

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Después de algunos meses nuestras citas semanales tomaron un cariz extravagante. A través de nuestras breves frases convencionales comprendí que el autor no quería realmente un juicio, sino que se deleitaba en la espera. Ese suplicio en el fondo era un limbo alentador, lleno de esperanza, antes que un sí o un no llegara a modificar la situación de forma permanente.

«Esta semana tampoco pudisteis leer mi libro, ¿verdad?» preguntaba el autor, sabiendo de antemano cuál sería mi respuesta.

Por mi parte a estas alturas ya había retomado el control de la situación, había entendido que esas llamadas no eran el resultado de una insistencia, podría no leerlo nunca, ese maldito libro.

«Desafortunadamente tampoco esta semana lo logramos» le decía, con una aflicción un poco sádica de la que habría tenido que avergonzarme.

«Oh, qué pena» decía el autor. «A lo mejor será para la semana que viene, ¿otros siete días de espera al final que serán?»

«Eso es» encarecía la dosis, yo. «Otro poco de paciencia y después, a lo mejor, ya sabremos».

¿Cuánto duró todo? Nueve, diez meses. Después, las llamadas de pronto se acabaron. Por un par de semanas sentí alivio, después comencé a preocuparme. ¿Que el autor se cansara de ese jueguito? ¿Que al final perdiera la paciencia antes que yo? ¿Que algún otro editor le diera la respuesta que esperaba (era la hipótesis peor, esa que me hacía literalmente salir de quicio)? El tercer lunes sin llamadas recuperé la carta de presentación, que todavía estaba en el sobre junto al mecanografiado. Marqué el número de teléfono fijo con el corazón en ascuas y las manos que temblaban.

«¿Diga?» preguntó el autor.

«No volvió a llamar» lo acosé.

«Le pido disculpas» farfulló él, incómodo. «He estado muy ocupado en otras cosas, pero no quiero aburrirla».

¿Otras cosas? Pero ¿como se atrevía? Poner en un segundo plano las evaluaciones de su mecanografiado, la cosa más importante de su vida (que imaginaba en el fondo mucho más miserable y desprovista de otras atractivas que no fueran las de aspirar a una cualquier forma de gloria literaria).

«Usted no tiene que permitirse saltar ni un lunes», grité «¿he sido bastante claro?»

Me dijo que retomaría la rutina de las llamadas, pero el lunes siguiente el teléfono quedó mudo. Intenté despreocuparme, en el fondo me había librado de un peso, no tenía que ser yo quien le echaba de menos, era él quien dependía de mí, en la síndrome de Estocolmo ¡es la víctima quien ama a su verdugo!

El último día laboral de diciembre, antes de las fiestas navideñas, en la editorial organizamos el aperitivo de despedida de costumbre, parlanchín y amablemente logorreico. Estábamos apiñados en una pequeño cuartucho recalentado por los alientos de nuestras mismas bocas, mientras que en el exterior el invierno turinés triunfaba. Como un grupito de aventureros —escaladores de montañas o cazadores de tiburones— cada uno de nosotros regaló una anécdota al resto de la compañía acerca de esa formación kárstica de la literatura que con buena aproximación podríamos llamar «historias de escritores». Teníamos al que hacia que una docena de críticos vivieran como garrapatas, teníamos al amante de su mismo editor que tenía éxito hasta que duraba la pasión, teníamos al rebelde que se incluía en una atiborrada antología de jóvenes anticonformistas etc.

«¿Y tú? ¿no cuentas nada?» me picaron, ya que me quedaba callado, casi por mi cuenta.

«No tengo ninguna perla reciente» mentí, dándome cuenta de que no podía contar ni un detalle de la absurda historia que estaba viviendo.

Al regreso, después de las fiestas, busqué nuevamente los números de teléfono del autor. No me contestó nadie ni al fijo ni al móvil. No sé por cuantos minutos escuché esos toques, seguramente bastantes como para atestiguar un desequilibrio. Dejé pasar gran parte del día enmudecido, enfurruñado como un amante desilusionado. Después, poco a poco, me quedé quebrado por la nostalgia. Recuperé la dirección desde el sobre que contenía el mecanografiado y salí. Era una de esas tardes tenues de enero, despiadadas y sin remedio. Crucé plaza Statuto corriendo, porque se había levantado un viento helado que se metía por el abrigo. Sólo me dio tiempo de levantar los ojos hacia el Genio alado del monumento al Traforo del Frejus y ver el sol que bajaba a sus espaldas, la parte occidental de la ciudad ser devorada rápidamente por la oscuridad. Caminé otro par de calles y finalmente estuve debajo de la casa del autor. Me pegué al timbre como un desesperado. Del edificio salió una portera picada y entonces pregunté.

Puso una cara grave «Un cáncer, señor».

«¿Murió?»

Se frotó las manos una contra la otra como para calentarse:

«Se lo dije, señor. Se murió».

Me apresuré a llegar a la editorial para leer, con las lágrimas a los ojos.


 

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