Escenario

Rafael Chirbes a escena

La novela "En la orilla" de Rafael Chirbes (1949-2015) sube a escena bajo dirección de Adolfo Fernández.

A la orilla

/por José María Castrillón /

En esa otra orilla, la de la ría industrial, en ese terreno igualmente ganado al fango y a las aguas para el Centro Niemeyer de Avilés, espera la adaptación teatral de En la orilla, la novela de Rafael Chirbes.

ea38549db8ec2d8184f7b5683dbf257cabb96875En la marina valenciana arrasada por la especulación, entre el mar y los pueblos de interior, se sitúa el marjal, el laberinto de agua dulce, barro y carrizales que el autor ha trazado como centro de la (mala)conciencia de sus personajes. Las tierras bajas del pantano que pudo haber sido mar y se quedó a la orilla, en territorio de nadie, rodeado de grúas que la crisis ha detenido; junto a carteles de constructoras que anuncian lujo y ya solo certifican ruina; cerca, oportunamente cerca de la carretera, la de de los clubs de alterne (el Ladies, el Lovers). En ocasiones, (aviso para suicidas y desesperados de toda clase, también los arruinados por su mala cabeza o su codicia) los peces devoran un cadáver, porque el cenagal lo acepta todo, lo traga todo. En el marjal aguarda el espacio pútrido de las ambiciones, del rencor, un buen lugar para los ajustes de cuentas con esos impulsos violentos, chulos y traficantes que son la codicia y el poder pero que llamamos para justificarnos derecho-a-sentirse-el-señor, por-qué-no-para-mí y no-voy-a-ser-yo-el-único-gilipollas. En fin, ese territorio en que ningún elemento puro ha triunfado, ni el agua ni las tierras, y que, como los consejos de administración y los puticlubs, son ecosistemas vueltos sobre sí mismos, de actividad incesante y discreta, pero cercanos, mucho más cercanos a nuestras vidas de lo que pudiera parecer.

Para adentrarnos en el territorio contamos con guías de inmejorables referencias. Ángel Solo y Adolfo Fernández han trabajado duro en la adaptación; durante un tiempo han convivido con Chirbes en un taller literario y rezuman fervor por su novelística. Conocen de viva voz la poética del autor valenciano. Cuentan, en fin, con una producción solvente, se han dejado mucha vida hasta alcanzar un texto fluido y ajustado al dispositivo de fuerzas enfrentadas que despliega una obra de teatro. Así que comencemos: no hay de qué preocuparse. Pasemos al pudridero en que se ha convertido este laberinto de agua entre hierbas altas, el marjal cada vez más seco, más cenagoso en medio de un levante de constructores, mordidas, chalaneos y vinos de 200 € por corcho sobre la mesa.

En la versión teatral nos encontraremos igualmente al inmigrante musulmán, a la mujer sudamericana que cuida de un anciano carpintero comunista ya extraviado en sí mismo, y a uno de sus hijos, Esteban, continuador del negocio que acaba de arruinar al confiar en un constructor sin escrúpulos. Esteban se encuentra a menudo con dos amigos quienes, a su manera, han obtenido tajada del banquete especulador, uno como contratista inmisericorde y aprovechado, el otro como crítico gastronómico y participante, junto a su mujer ya fallecida, de un restaurante de lujo. Dos de ellos han compartido incluso el amor por esa misma mujer. Como en la novela, es el dueño de la carpintería quien hace de guía fundamental en el laberinto de estas vidas definitivamente agusanadas por la soledad, por el engaño, por el fracaso, por un final presentido: el amor de tu vida que se te ha llevado el cáncer (y que solo te quiso para follar, asúmelo), el padre que ya no (te) habla, el brillo de una vida montada sobre un dinero que luego nunca apareció, el culo de la cuidadora colombiana que no es para ti, porque tú, aún hijo, tienes ya setenta años…

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Rafael Chirbes (1949-2015)

Pronto el recorrido se hace un tanto extraño. Era de esperar. Al fin y al cabo la exterioridad de la escena rebaja ese sabor especial a cavilación de la novela de Chirbes: el rumiar interior de la conciencia, el discurso oculto, el ajuste de cuentas con uno mismo, el callar lo que de verdad se piensa del otro mientras se juega una inocente partida de cartas en un bar de pueblo. Sobre el escenario, la fuerza de las voces imprime, sin embargo, demasiada sinceridad al pensamiento, demasiada agresividad al rencor, a la envidia o al miedo. Pero no, no se trata únicamente de este ejercicio (inevitable) de exteriorización. Hay algo más que no está funcionando en la visita.

Quizá tenga que ver en parte con esa escena tan «corriente» de tres hombres jugando en silencio a las cartas. Es una escena que no aparece en la versión teatral. (El hecho en sí no tiene mayor trascendencia). Sobre el escenario, en cambio, los amigos se encuentran en amaneceres de caza y en noches de whisky. Se apuntan con la escopeta (La caza de Saura al fondo), se dicen golferías, se escarnecen. A diferencia de Crematorio, su novela anterior, Chirbes revela una corrupción más «cercana», una victoria más profunda de la inmoralidad sobre las capas medias de la sociedad. Y es en esto cuando de pronto el visitante ve que el contratista taimado se mueve con la fiereza de un sicario ucraniano, de esos que te revientan la cabeza a la primera hostia; y el crítico culinario y hombre de letras entrega las copas con la misma chulería con que mueve las caderas al caminar; y, sí, es entonces cuando el visitante deja de ver hombres «corrientes» (y ya viejos en la novela) y se le vuelven compactados teatralmente en algo así como un matón, el dueño de una casa de putas y en el tímido «cabrón» que paga por pobres mujeres del Este. (Las brasileñas –se dice– parecen haberse vuelto a su tierra, que —dicen— está prosperando. Ya sabemos que no, que tampoco allí.) Claro que la trama de la adaptación no se pretende así, la trama de la visita no es esta, pero comienza a parecer que se ha producido una transferencia de personajes: un contratista, con doble vida, un buitre, ciertamente, pero discreto y vulgar, resuelto, sin embargo, con maneras de un sicario ucraniano con cadenaza de oro y puños de piedra; un crítico culinario, cínico, si se quiere, pero ya reconcentrado y comprometido con la literatura, que habla como blande el vaso de whisky: a media altura, proyectando en círculo su cadera, a medias entre mafioso y un ilusionista de sala de fiestas; y el dueño de una carpintería, empeñado hasta las cejas, que parece un entrañable autónomo de rasgos infantiles (César Sarachu marca demasiado al personaje). Poco importa que en la adaptación teatral se les haya quitado 20 años. Es otra la cuestión. Las maneras del visitante —supongo que las de la mayoría de los visitantes esta tarde— tienen poco que ver con esa fauna y no logra reconocer lo que espera: algún tipo de pajarraco que se parezca mínimamente a él, al resto de los asistentes, unos tipos corrientes o al menos ya adocenados. Porque En la orilla es la proyección literaria de un fracaso colectivo, de un cáncer moral más extendido de lo que prudentemente se admite (la corrupción se quiere detenida en «la casta»). Y así, como ejemplo, la versión teatral del personaje angustiado por su despido de la carpintería subvierte por completo la realidad novelística de un personaje igualmente parasitario que nunca se preocupó de los recovecos de su oficio: porque era amigo del jefe (Esteban), consentido del jefe, empotrado en la realidad emocional del jefe, del jefe que jamás le va a fallar porque él es quien es y si no tengo ni puta idea de carpintería da igual porque estoy a tu disposición, amigo, para llevarte en coche o para tomar una copa, así que tú no me vas a despedir. Y hay que poner tanto cuidado en estas cosas…, porque si la propuesta se carga en exceso de colesterol maniqueísta, los perfiles de la obra se vuelven gruesos y esclerotizados.

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Fotografía de Sergio Parra

Pero regresemos al presente escénico. En estas, al visitante, se le enciende una luz de desconfianza, una luz de las que no deja conciliar el sueño bendito de la incredulidad teatral. Y es que al desvelo de esa incómoda luz de espectador resabiado contribuye la oquedad en la voz de algún actor. Se trata de una dicción ampulosa, de carpintería fonética, donde no se contagian dos vocales seguidas ni por casualidad. Ciertamente, en el teatro la dicción ha de ser precisa, «limpia», pero esta teatralidad entre palabras resulta exagerada, de presentador apolillado. Afortunadamente, los actores salvan con brillantez los solapamientos de discurso, las interrupciones, los gritos, las razones paralelas, la sordera de los unos con los otros. Interpretan además con solvencia muy distintos personajes. Por momentos, la belleza acre del texto y la seguridad y pundonor de los actores logran destellos de intensidad. La escenografía ayuda si se aprecia la intención con que se ha conseguido un ambiente oscuro, crepuscular, penumbroso incluso en las mañanas de caza. Un corredor de madera bien ideado permite el desplazamiento silencioso y suficientemente discreto (en un paisaje de grúas detenidas) de un soporte móvil que permite diferentes alturas y dispensa a los actores de bebidas y otros elementos escénicos sin distraer la atención de los visitantes. Pero la sobria eficacia de los elementos parece contradecirse con fondos excesivamente explícitos e innecesarios en su amplitud de cielos y aparadores de bar (demasiados metros de largo y ancho para tres actores vueltos sobre sí mismos). ¿Era conveniente este nuevo subrayado?

El discurso ético de la obra queda igualmente marcado hasta el punto de que el visitante acusa el peso ideológico, que resulta menos perturbador por excesivo. La narrativa de Chirbes se sostiene por apilamiento de detalles, rebosa plasticidad y opera por acumulación, de modo, que más allá de la carga ideológica, de la mirada ácida y honesta, sus historias bullen, alimentan la capacidad sensorial del lector, cargan de latido la historia, de esa capacidad de «ilusión», de alzamiento de verdad. Hace unos años, el visitante tuvo la oportunidad de preguntar al propio autor por la sagacidad y la fuerza acumulativa de esos detalles (entonces, sobre Crematorio). Le pareció que el novelista agradecía que se reparase en ese hervor de realidad menuda y no solo en la tan comentada carga ideológica de sus obras, y le insistió a su interlocutor en que la novela, cualquier novela, debía hacer causa común con esa densidad de detalles a la búsqueda de una vivencia: que los lectores resientan el calor, repasen con la imaginación el contorno de un ombligo, saboreen la sazón de un alimento o recuerden la tersura de un pezón (las imágenes ya son invento del visitante). Si desecamos el mundo de Chirbes, el barrizal crítico se traga la textura material (literaria) y queda solo el enfoque materialista (político).

Pero en estas, la visita ha terminado. Sale el visitante a un atardecer espléndido sobre el estuario, aún con los aplausos fervorosos del público en los oídos. Percibe un tenue olor a mar en esta ría de pulso lento y casi imperceptible. Sin embargo, no ha respirado los aires del marjal. No ha sido público: se ha quedado en observador, en espectador orillado, a la orilla. Tanto que hubiera querido haber estado dentro, calado desde la carne al hueso por la historia… Gatillazo, joder, gatillazo. Piensa en lo cabrón —por difícil— y lo fascinante —precisamente por difícil— que es el arte teatral.  Después de años, todavía le asusta y le asombra lo delicado de su factura. Y piensa igualmente en lo injusto que puede ser un juicio ejercido sobre un acto de amor. Y esta obra es un actor de puro amor. Y con ambas certezas, únicamente con esas dos certezas, rubrica estos comentarios.


En la orilla

En la orilla, de Rafael Chirbes
Adaptación: Ángel Solo y Adolfo Fernández
Dirección: Adolfo Fernández
Iluminación: Pedro Yagüe
Escenografía: Emilio Valenzuela
Vestuario: Blanca Añón. Reparto: Sonia Almarcha, Marcial Álvarez, Rafael Calatayud, Adolfo Fernández, César Sarachu, Ángel Solo, Yoima Valdés
Centro Niemeyer, Avilés, Asturias, 9 de junio de 2017.

 

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