El fotógrafo Ángel Marcos (Medina del Campo, Valladolid, 1955) expone en el museo Barjola de Gijón su proyecto El desorden establecido, más de cien fotografías que captan la esencia de lo cotidiano a través de los pequeños objetos y el mobiliario doméstico. Un laberinto de piezas en el que cruzamos de lo real a lo virtual en un juego de imágenes conjugadas con vídeo y archivo de sonido. Reflexiones visuales extraídas de barrios como Las Tudas o La Mota, de Medina del Campo, el pueblo natal y residencia del artista, que mantiene allí su estudio tras dos décadas de éxitos internacionales. La exposición estará abierta al público hasta el 10 de septiembre.
Ángel Marcos, o los lugares del afecto y del dolor
/ por Jorge Praga /
La exposición de Ángel Marcos El desorden establecido, que se exhibe en el Museo Barjola de Gijón desde el 9 de junio, tiene como precedente bastante aproximado la instalación que el fotógrafo realizó en la Scuola di San Pasquale durante la Bienal de Venecia de 2013, con el título de La subversión íntima. En un diálogo con el crítico Luca Massimo Barbero, Ángel Marcos relataba las dificultades que encontró para adaptar su cubo de fotografías al interior de la Scuola, un edificio del siglo XVII. Las soluciones, señalaba, aparecieron cuando «lo que se decide es cambiar el término espacio por el término lugar». Tal vez el fotógrafo manejó esa misma metamorfosis de un espacio anterior y consagrado a un lugar de cruce y encuentro cuando invadió el palacio Rasumofsky de Viena con sus imágenes de los emigrantes que buscaban el salto de África a Europa, en torno a una mesa virtual repleta de alimentos para esas bocas hambrienta.
También, en la Capilla de la Trinidad del museo Barjola, ese espacio vacío que se eleva hacia la abstracción y el poder de la divinidad ha experimentado de nuevo la trasmutación hacia un lugar. «Un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico», apunta Marc Augé en Los no lugares, espacios del anonimato, una obra imprescindible para acceder a los territorios icónicos de Ángel Marcos. La instalación que aterriza y cambia la capilla de la Trinidad refleja una identidad muy ceñida a los objetos y los interiores de las viviendas de unos seres que solo se muestran a través de sus huellas de vida y cultura. Y el lugar que evoca y compone opera como una poderosa invitación al espectador para que se mueva por sus caminos y cruces, para que lo habite y se instale mientras pisa las alfombras y se llena de coplas populares con el altavoz de un radiocasete. Declaraba en La Nueva España Ángel Marcos tras la inauguración: «Más que añoranza, lo que hay es una negativa a olvidar de dónde vengo».


Ese caminar sin olvidar las raíces va tiñendo los abundantes mojones de la obra de Ángel Marcos, una obra que ha buscado desde el principio un territorio alejado del centro convencional de la fotografía. De sus orígenes autodidactas como fotógrafo industrial, ligados al diseño y a la industria del mueble, ha salvaguardado la eficacia técnica que siempre muestra. Cuando en los años 80 empieza a tantear una obra más artística y personal, tiene claro desde el arranque su desinterés por la fotografía testimonial, la que con más silencio que fama iban tejiendo maestros como Ramón Masats, Cualladó o Miserachs. La captura de un presente urgente, el instante decisivo de Cartier-Bresson o la exaltación del referente en La cámara lúcida de Roland Barthes ni siquiera rozan sus intenciones. No, Ángel Marcos mira más hacia dentro que hacia fuera para decidir sus fotografías, rebusca en ellas su experiencia, su querencia, sus heridas. Como ha repetido muchas veces, quiere que vayan cargadas con «mucho del dolor y mucho del afecto». La adjudicación semiótica del referente se invierte en sus búsquedas hacia el referente interior, lo que no deja de ser casi un oxímoron. En palabras del crítico Fernando Castro, sus imágenes se ocupan de un paisaje interior. Así que su método también le tiene que separar del fotógrafo que acecha el mundo exterior a la caza de la toma única. Ángel Marcos se interna desde el principio en las escenificaciones, en la puesta en escena de lo que bulle en su sensibilidad, a lo que la técnica digital presta nuevas posibilidades y facilidades. Y frente a la toma aislada enlaza las imágenes en una sucesión que engarza un cuerpo superior a la suma de las unidades. Una de sus primeras series, titulada a la manera clásica Paisajes, muestra cuál es el alcance de sus planteamientos, y sobre todo la fuente que los nutre. Los escenarios los selecciona en los alrededores de su pueblo, Medina del Campo, pero sin filtros de belleza u ocasión compositiva. Lo que lucha por reflejar es una memoria personal que aspira a instalarse evocativamente en quien mire desde el otro lado. Una memoria que burbujea entre colchones abandonados tras las zarzas, en huertos clausurados, o una hoguera al amanecer frente a la intemperie. Una memoria que no se frena ante la dureza y crueldad del paso de los hombres, como en el célebre díptico del galgo ahorcado en el pinar, denuncia o cotidianeidad en ese paisaje diseñado y explotado por sus vecinos.
Las variantes se han ido sucediendo con fidelidad al compromiso personal que gobierna su objetivo: su serie Los bienaventurados se abre a los seres olvidados, orillados salvo para su mirada. La Chute incorpora los desequilibrios y soledades de la pareja. En Obras póstumas hace un guiño a la defunción de la imagen analógica, para vestir y fantasear con las técnicas digitales los no-lugares de la sociedad actual. Y, tras una larga estancia en Nueva York en el cambio de siglo, nace la serie Alrededor del sueño, variaciones y rodeos sobre el centro ilusorio y publicitario de distintas ciudades: Nueva York con su poderío económico siempre inalcanzable, La Habana de proclamas revolucionarias corroídas por el tiempo, China sometida al yin y el yang de lo viejo y lo nuevo. Y luego Madrid, Barcelona, el Vaticano en los últimos meses, sometidas a una mirada que acaba teniendo un fuerte componente crítico y político.
Y entonces, como retorno inesperado en quien se había hecho viajero e intérprete de lejanías, Ángel Marcos gira su objetivo hacia Medina del Campo. «Cada ciertas series necesito volver a esos territorios de la memoria afectiva para ir de lo particular a lo universal. Forma parte de mi intimidad y me gustaría que quien lo vea pueda soñar esos espacios, esos sitios».
A la entrada de la exposición del Barjola una imagen de considerables dimensiones clona en series repetidas un mismo grupo de pájaros: una llamada sobre el vestido social que nos impone la sociedad, un escenario que debemos dejar atrás para entrar en los dos barrios de Medina que traen las imágenes: Las Tudas y La Mota, barrios humildes, marginales, invisibles en cierta manera para la máquina de la uniformidad capitalista. Barrios fundados sobre cuevas y chabolas que luego dieron paso a agrupaciones irregulares de casas molineras, habitadas por gentes modestas que hacían de sus carencias ayudas y encuentros de vecindad. Un territorio recorrido por el fotógrafo en su infancia, y que decide fotografiar sin sus protagonistas, atento solamente a las huellas inconfundibles del interior de sus casas. La estética del aluminio y la formica, del gotelé y la baldosa barroca, de la lámpara de múltiples brazos, de muebles y mesitas con curvas y bordes fractales, de colchas, muñecas, calendarios, falsos Lladrós y tulipas verdaderas.
No es un trabajo de documentación, aunque para una mirada sociológica pueda resultar así. Busca a su manera el reconocimiento, el chispazo de memoria, la llamada de una luz, el recuerdo de un olor. Porque esas imágenes huelen al aroma de su vida y de su dignidad, en oposición manifiesta al Non olet que otras instalaciones del artista adjudicaron al dinero turbio de los poderosos. Imágenes que no quieren ser aisladas y disecadas en el marco colgante de una pared neutra. Renuevan su vida de origen haciéndose pared medianera, ventana, contrafuerte de un edificio que suma y multiplica sus unidades. Un edificio de madera e hilos, materiales tan modestos como los barrios de origen. Y de luz, luz de fluorescentes que abrazan las imágenes y las ponen a dialogar entre la música del radiocasete que ha sacado un vecino a la acera, al lado de su silla, viendo pasar al espectador con sus pisadas amortiguadas por las alfombras del suelo. La elegante capilla de la Trinidad, un espacio que viaja desde el pasado de su magnificencia religiosa, se transforma en un lugar sembrado de raíces en el que no basta con llamar a la puerta para entrar. Es preciso buscar en el espejo de sus ventanas aquel pasillo de la infancia, la cama donde tuvimos fiebre, la cocina en que calentamos la leche del desayuno. «Esto es La subversión íntima: esa parte de nuestro pensamiento, de nuestra afectividad y de nuestras actividades que reconocemos en los otros».

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