Este sábado se juega un partido de fútbol a orillas del mar Cantábrico entre el Real Sporting de Gijón y el Real Oviedo. Juegan dos ciudades separadas por apenas 28 kilómetros, pero con dos formas muy diferentes de entender la vida. Es el primer partido oficial entre ambos desde hace catorce años, casi tres lustros en los que han pasado muchas cosas. En 2003 se produjo el primer atisbo de la burbuja inmobiliaria y Estados Unidos invadió Irak. En el orden doméstico, triunfaba la recién estrenada Nintendo, pero no tanto el euro, que con apenas circulación veía traducido su valor a pesetas, al menos mentalmente, como si se tratase de la implantación de una lengua extranjera. Llueve menos desde entonces en Asturias y la relación entre Oviedo y Gijón también se ha secado en lo futbolístico. La ordalía del Real Oviedo da para un drama de extensión considerable y los vertiginosos puntos de inflexión del Real Sporting posiblemente para una tragicomedia. Ambas ciudades, tan diferentes en su devenir histórico y sociológico, puede que se odien menos de lo que dicen. Miguel Barrero, Premio Rodolfo Walsh a la mejor obra narrativa de no ficción por su libro La tinta del calamar. Tragedia y mito de Rambal (Trea, 2017), en el que merodea narrativamente en torno un crimen no resuelto que conmocionó al barrio de pescadores de Cimadevilla, en Gijón, a principios de la democracia, y Fernando Menéndez, autor del exitoso Víctimas de la espera (Malasangre, 2015), un diario donde se mezcla vida, fútbol, música y literatura, escrito en el año 2003 con motivo del descenso administrativo del Real Oviedo a Tercera División, calientan la fiesta en El Cuaderno, porque al fin y al cabo debería tratarse de eso. Una fiesta asturiana que tendrá lugar este sábado a las seis de la tarde, muy cerca de la bahía San Lorenzo, en El Molinón, el estadio del Sporting.

El enemigo está dentro
/ por Miguel Barrero /
Pese a haber nacido ambos en Oviedo, Quini y yo supimos pronto que en el lado correcto de la vida se llevaban camisetas rojiblancas. El fútbol era entonces un lugar lo suficientemente divertido como para que alguien decidiera hacerse incondicional del Sporting en una grada del viejo Tartiere. Me ocurrió a mí una tarde invernal del siglo pasado, cuando escuché cómo una aficionada local a la que el destino había reservado una localidad justo a mi vera gritaba que por allí tenían demasiado nivel como para aceptar tratos con aldeanos. Ahora pienso que a la buena mujer le habría hecho mucho bien tener leído el Menosprecio de corte y alabanza de aldea que escribiera Antonio de Guevara, pero en aquel momento, con la bisoñez de mis quince o dieciséis años, sólo pude concluir que, si aquello era una guerra y en un bando combatía esa aguerrida teórica de la lucha de clases, mi trinchera estaba enfrente.
No eran los mejores tiempos. Tampoco estoy seguro de que fuesen los peores. El Oviedo se pasaba las temporadas merodeando por la zona media de la tabla y el Sporting retomaba su afición a asomarse a los abismos tras una etapa gloriosa de la que quedaban el orgulloso recuerdo de las seis participaciones en la UEFA y la resaca de aquel año en el que casi fuimos campeones. Vivíamos los encuentros de máxima rivalidad como si fuéramos dos titanes jugándose a cara o cruz el porvenir, pero sólo éramos dos pobres de solemnidad que se racaneaban las migajas del pan duro. De ahí que evoque con ternura aquellas tardes en las que lo menos importante era lo que sucedía sobre el césped. A nosotros nos bastaba con cantar bien alto que el campo del Oviedo era un futbolín y ellos se complacían recordándonos que venían de la capital, algo que siempre ha reforzado en grado sumo su autoestima. No soy capaz de rescatar una sola jugada memorable de ninguno de los lances. Sólo un gol en propia puerta que nos sirvió para confirmar que poco dura la alegría en temporada de penurias y el arbitraje infame de un tal Carmona Méndez, al que ojalá el diablo haya confundido muchas veces tras aquel atraco a mano armada.
Quizá porque mi abuelo materno era un oviedista contumaz, nunca he sabido sentir una excesiva tirria hacia el Oviedo, mucho menos en esta última década y media en la que, de tanto arrastrarse por el fango, tampoco es que dieran muchas ganas de cargar las tintas contra él. Tengo un amigo que se enteró de que el presunto eterno rival aún existía cuando no hace mucho nuestro filial le calzó cuatro. Se lo comenté de refilón aquella misma tarde y él murmuró un lánguido «prubinos»; luego reclamó la atención del camarero para pedir otra cerveza y pasamos a otro tema. Hay que decirlo: del Oviedo resultan admirables su perseverancia en la desdicha y unas veleidades combativas que no se extinguen por más que siempre acabe recibiendo sus propios dardos envenenados. Tuvieron un futbolista que apostó en prensa por nuestro descenso y que luego firmó la denuncia colectiva que condujo a su propio club a los infiernos. Bajaron a Segunda el curso en que nos pasaron por los morros su flamante estadio de La Ería y un lustro después nosotros regresábamos al cielo más preciado desde el noble y destartalado Molinón. Les hizo una gracia tremenda el himno que nos compuso mi paisano Víctor Manuel por lo del centenario, pero por aquí disfrutamos aún más cuando escuchamos aquello que les escribió a ellos el Melendi. El cosmos urde sutiles tretas para consumar sus equilibrios, y el destino nos ha enseñado que la justicia poética acostumbra a tener vistas al mar.
Ha pasado el tiempo y me da la impresión de que el fútbol ya no es un lugar tan divertido como antes. Las antiguas rivalidades domingueras han trocado en odio eterno y hemos cambiado la esgrima inane y la chanza socarrona por retóricas tabernarias y navajeos cuarteleros. «El enemigo está dentro», dicen que decían los franquistas acuartelados en el Simancas para pedir a los mandos del Almirante Cervera que hicieran fuego sobre el solar que hoy ocupa el colegio de los jesuitas. «El enemigo está dentro», podrán decir quienes vean apiñados en la grada del nordeste a los fervorosos hinchas vestidos de azul, con sus camisitas y sus canesús. Sin embargo, yo no creo que sean realmente el enemigo, como tampoco creo que seamos nosotros su adversario. Los peores demonios anidan en el corazón de cada uno, y ni el mal del Sporting se llama Real Oviedo ni las desgracias carbayonas van a solucionarse en la ribera del Piles. No obstante, tampoco conviene ponerse demasiado serios. Por mucha literatura que le echemos, esto no es más que un partido. Desear que gane el mejor sería injusto, porque eso arrebataría cualquier opción a nuestros esforzados visitantes y ellos también merecen una oportunidad. Al fin y al cabo vuelven por aquí después de un montón de años, y a los vecinos hay que recibirlos con educación y esmero. Quizás así pierdan el miedo a aventurarse de vez en cuando por estas aldeas que tanto han hecho por el bien de todos, también por el de las vetustas capitales de provincia. Seamos justos: Oviedo tampoco está tan mal. Es, tras Gijón, la ciudad asturiana en la que viven más abonados del Sporting, lo que demuestra que el oviedista de bien no es más que un sportinguista equivocado.

El melancólico derby de un zombi azul
/ por Fernando Menéndez /
El pasado mes de junio, consumado ya el descenso del Sporting y agotadas todas las posibilidades de que el Oviedo jugase la promoción de ascenso, me preguntaron en un programa de radio si tenía ganas de derbi. Recuerdo que antes de contestar parpadeé dos veces. Es fácil suponer lo poquísimo que duran dos parpadeos. Sin embargo, tuve la impresión, acaso la certeza, aunque sólo fuera por un instante, de lo que pesa el tiempo. Contesté tratando de ser sincero, evitando respuestas diplomáticas o de compromiso. Dije que me daba mucha pereza y que, además, me preocupaba cómo se había exacerbado en los últimos tiempos el sentido de identidad y de pertenencia a un grupo. Parece que no pudieras pasar por el mundo sin ser algo o sin formar parte de algo. Lejos de que en el fútbol se filtrasen la alegría y el respeto al rival de manera definitiva, ha sido esa proverbial capacidad para indignarse y para aplicar la lógica de que mi manada siempre tiene razón las que han invadido otros órdenes de la vida. La política, sin ir más lejos.
Así me pilla el derbi: melancólico y esforzándome por creer que el pasado quedó definitivamente atrás cuando toca llamar a las puertas de El Molinón y en unas fechas en que está todo por hacer.
¿Cuánto pesarán en una balanza catorce años? Estaría bien lograr un método para calcular lo que pesa cada año. Supongo que no hay dos años que pesen igual. Los catorce que pasaron desde el último enfrentamiento con el Sporting tuvieron la inercia del plomo y la pureza de la dignidad. Cuando tu peor enemigo lo tienes en casa, es complicado pensar en tus rivales históricos. Aunque tampoco conviene equivocarse, son esos rivales los que dan razón de ser y lustre a tu equipo. Hay que ser un materialista incrédulo para afirmar que, al fin y al cabo, son sólo tres puntos en juego. Se puede ser materialista y muy ingenuo. Todo el mundo sabe que después de una victoria contra tu vecino, te asomas a tender la ropa con más garbo y pones la radio a mayor volumen.
Como no soy muy amigo de repasar inventarios de afrentas pendientes o de partidos memorables, pues siempre habrá un roto para un descosido: una afrenta que se equipare a la contraria; un golazo que supere en su espectacular memoria al recordado por el bando contrario.
Como no soy muy amigo de enredarme en el «y tú más» prefiero guardar silencio y mirarme al espejo en busca de alguna verdad. Dicen que el espejo nunca miente y en mi caso así es. Sucede sobre todo cuando me afeito o me lavo los dientes. Reparo en que debajo de mis ojos nacen cada vez más pequeños surcos descarados y contumaces. Son la clase de señales que igualan a muchos oviedistas y sportinguistas. En cambio, hay señales muy particulares. El espejo no se contiene y cada mañana llama mi atención desde hace años una caudalosa línea que parte de mi sien derecha para caer sobre la ceja del mismo lado. Al principio, creí que era la típica marca del sueño, recién levantado. Pero los días pasaban y la raya no desaparecía. Tal era su impronta y su evidencia, que me convencí de que la arruga no estaba por estar en mi cabeza. Algo había convocado su presencia. Traté de hacer memoria. Una memoria un poco estéril: ¿qué clase de maniaco recuerda la fecha de aparición de cada marca en su cuerpo? Recurrí a la imaginación, en tantas ocasiones más veraz que los recuerdos. Y de la suma de lo real y de lo probable llegué a la conclusión de que mi estigma en la cabeza había surgido entre el verano y el otoño de 2003. Con el Oviedo jaleado hacia su desaparición convine muchos años después frente al inflexible espejo que mi frente, de estar surcada por algo, había de estarlo por algo que mereciese la pena. Aunque, según para quién, lo de un equipo de fútbol tampoco es para tanto y no les falta razón. En mi caso y en el del Oviedo, la cosa iba a mayores: no es de buen gusto rematar a un moribundo. Y no entro en cuestiones éticas, hablo de mero gusto. Con el tiempo se vio la torpeza de los matarifes y el ridículo de quienes apresuraron fiestas mortuorias (ahí están las hemerotecas para corroborarlo). En la pupila de algunos oviedistas aún continúa inmóvil la imagen de un puñado de sportinguistas celebrando por la calle Corrida el descenso administrativo del Oviedo. Lo que no sospecha aquella animosa muchachada rojiblanca ni toda la gente que acudirá al municipal gijonés a ver a su equipo es que, pase lo que pase el sábado, el Oviedo cuenta con una ventaja definitiva, insalvable: mientras que el Sporting es un equipo vivo, el Oviedo es un equipo muerto; un equipo que se levantó y empezó a caminar cuando ya se firmaba su defunción. Técnicamente es un equipo zombi. Queridos vecinos del Sporting: no se puede matar a un muerto, ni metiéndole el jorobu en tan ansiado derbi.
Hasta su regreso a Segunda División, el Oviedo paseó sus harapos y su rostro demacrado con humildad y respeto por los inhóspitos campos de Tercera y Segunda B. El oviedista ha aprendido el verdadero valor de las cosas y nunca volverá a ver remotos ni distantes aquellos campos. Un peregrinaje de más de una década fuera del ojo público y al falso calor de la condescendencia es el mejor antídoto contra el narcisismo.
Así que allá vamos, como el cuerpo de baile de Michael Jackson en Thriller, alegres y rítmicos, convencidos de que si hemos llegado hasta aquí, podemos perfectamente ganar un derbi. Y si lo perdemos (algo que entra dentro de lo probable) proyectaremos al espacio nuestra carcajada cavernosa y amenazante a lo Vincent Price. Una carcajada que viene a recordar al resto de los mortales que están aquí meramente de paso.
El Oviedo y el oviedismo tienen la oportunidad de revertir la imagen negativa y terrorífica que se tiene del zombi en la cultura popular. Cierto es que, al igual que el resto de zombis, venimos de la muerte y de la esclavitud, pero según los datos y las últimas noticias aparecidas en los medios de comunicación, a punto estamos de romper las cadenas. En realidad, estamos en la mejor disposición para convertirnos en happy zombies. Por eso el derbi es un regreso a la melancolía, una cita con el pasado que no acabo bien de interpretar. ¿Para qué lo jugamos? ¿para alentar tópicos y beligerancias? ¿para sacar lo peor de cada uno? Los objetivos son múltiples y variados. Que cada cual escoja el que prefiera. Yo prefiero modificar el planteamiento y preguntarme más bien ¿por qué jugamos un derbi? En la causa y no en el destino del juego está el verdadero sentido del mismo. Jugamos para que hable el balón, que es a quien, paradójicamente, menos se le escucha. El balón me recuerda cada vez más a un recluso que lo sueltan noventa minutos al césped como cuando se le deja salir al patio de la cárcel para regresar después a la celda.
Y así, entre partido y partido, hablamos todos de más, nos las damos de expertos o competimos a ver quién grita más alto.
Se cargan las razones de sinrazones y se carga la deportividad de testosterona. Se cargan las tintas y se cargan las tertulias. Por cierto, y a propósito de tintas, leí, con motivo de la victoria rojiblanca en Tarragona, que este Sporting mete miedo. ¿A un zombi?
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