/ por Juan Francisco Ferré /
El cerebro de David Foster Wallace expresa en todo lo que escribe y dice su pugna con la realidad y su repugnancia hacia lo real. En el fondo, toda su obra, de ficción y de no ficción, es la de un reportero de esa guerra cerebral contra el mundo, crónicas más o menos beligerantes de la tensa relación con el mundo y lo social de una psique paradójica, cautiva al mismo tiempo de una timidez patológica y una curiosidad extrema. Podría decirse, por tanto, que ese deseo de absorción lingüística de la realidad (su “hambre de realidad”, como la llamaría David Shields) se movía, como un péndulo moral de efectos impredecibles en el texto, entre las pulsiones de la bulimia y la anorexia, el deseo y el asco, el rechazo y la atracción. O bien la no ficción lavaba sus culpas como autor de ficciones respecto de la realidad circundante de su país y de su vida, o bien al revés la ficción vehiculaba lo reprimido en la no ficción.
Veinte años después de la primera edición americana y solo ocho desde la muerte traumática del escritor David Foster Wallace, Random House decidió festejar el aniversario de su obra más celebrada, de título tan hamletiano, reeditándola con una sugestiva portada. Durante estas dos décadas, esta novela enciclopédica y cómica a partes iguales cargó con la lacra de su ilegibilidad aparente y su extensión inabarcable. Es irónico que el suicidio del autor, su fama póstuma, haya transformado al mamotreto americano de Wallace en una obra de culto, despertando el interés de un amplio sector de lectores por la única novela genial, no exagero, que la literatura norteamericana ha producido después de Gaddis, Pynchon y DeLillo.
La broma infinita es la segunda novela de Wallace (tras su deslumbrante debut con La escoba del sistema) y, desde este punto de vista, implica un deseo de superación de sus progenitores literarios, los grandes maestros del postmodernismo, a base de realismo crudo, ironía cáustica, incongruencia figurativa, humor negro, comicidad desbordante, inventiva circunstancial, inteligencia especulativa, imaginación perversa, metáforas deslumbrantes, sátira cruel, nihilismo hilarante, sensibilidad histórica e imaginación consumista. Pero también de los colegas generacionales de mayor éxito y lectores a base de estrategias retóricas de largo alcance y parodias implacables de sus modos de comunicación, sin olvidarnos del malsano sentido de lo grotesco (marca de la casa) en la minuciosa observación de la vida cotidiana.
En este sentido, Wallace concibe su meganovela a partir de un cuarteto de conclusiones contradictorias, lo que podríamos llamar un ideario negativo que enmarca toda su obra y determina incluso el sino de su vida intelectiva y afectiva: 1) La sátira está mediatizada por la tecnología mediática, luego es inofensiva. 2) La fantasía está colonizada por los ídolos y marcas del consumo, luego es sospechosa. 3) El humor es el instrumento de acomodación a las circunstancias del sistema, por lo que su presencia será considerada redundante y obscena. 4) El lenguaje está al servicio del estado de cosas, por lo que cualquier deslizamiento de sentido contribuye a su asimilación confortable.
La broma infinita, una muestra de maximalismo remasterizado de la mejor ley, es el ejemplo más extremo de narrativa anular: un anómalo bucle novelístico girando en el vacío cultural de su insidioso tiempo, una novela invertebrada, sin principio ni fin, en la que la narración se autorreplica indefinidamente fundiendo una cantidad inagotable de materiales enciclopédicos.
De ese modo, más que de novela cabría hablar, como hiciera Calvino, de hipernovela: una novela de novelas, un texto inabarcable y múltiple construido mediante el bombardeo selectivo de las estructuras, soportes y cimientos de la narración moderna, convencional o no. Como si el combate edípico de escritura de esta novela inmensa consistiera no sólo en la superación metabólica de los procedimientos y fines de sus modelos generacionales sino en su rigurosa conducción al extremo, en su hiperbolización sistemática. Esta novela terminal procedería a liquidar todas las herencias (la del modernismo y el posmodernismo tanto como la de los diversos realismos, más o menos sucios), a dilapidar todas las fortunas atesoradas por los antiguos propietarios de la casa de la ficción con el fin de crear un artefacto narrativo excesivo y enérgico que certifique el final de la novela del exceso (y también de la novela del defecto) y se erija a su vez en interminable celebración de la infinitud novelesca (no obstante, más que con el Ulises de Joyce o El arco iris de la gravedad de Pynchon, novelas modernista y postmodernista un tanto paradigmáticas, me atrevería a emparentar esta asombrosa novela de Wallace con las heterodoxias imaginativas de En Nadar-Dos-Pájaros, del gran humorista irlandés Flann O´Brien, o Giles, el niño cabra del gran fabulador posmoderno John Barth).
Entre las muchas novelas y metanovelas que construyen con su adición al infinito su compleja textura narrativa se encuentran una novela política sobre el destino paródico de América (rebautizada ahora como la Interdependencia de la ONAN); una novela sobre la desesperación estética de un cineasta ambicioso (James Incandenza); una novela cómica sobre la desnuclearización de la familia nuclear (la excéntrica familia Incandenza); una delirante novela de espionaje y terrorismo entre norteamericanos y canadienses; una novela didáctica sobre la rivalidad moral entre un tenista superdotado y depresivo (Hal, segundo hijo de Incandenza) y un delincuente drogadicto en rehabilitación (Donald Gately); una novela irónica de ciencia-ficción sobre la remodelación biotecnológica del territorio norteamericano; una truculenta novela sobre alcohólicos, drogadictos, la demencia y demás conductas patológicas; una novela psicológica sobre una academia de tenis (fundada por el cineasta Incandenza y regida por su promiscua esposa, Avril), sus tenistas aspirantes, la disciplina ascética y la ideología competitiva como expresión del ideario capitalista; una novela anafrodisíaca sobre las conquistas sexuales de un famoso jugador de fútbol americano (Orin, primogénito de Incandenza); una inconclusa novela de amor entre un ex adicto (Gately) y una ex musa fílmica con el rostro velado a causa de la terrible belleza de su rostro (Joelle Van Dyne, alias “Madame Psicosis”); una novela fantástica sobre una película “asesina”; etc.
Pero La broma infinita es, sobre todo, una melancólica suma narrativa sobre las variadas formas de la adicción, la monomanía, la toxicomanía, el enganche y la entrega obsesiva: “Todos nos morimos por entregar nuestras vidas quizá a Dios o a Satán, a la política o a la gramática, a la topología o a la filatelia; lo que sea es secundario para esta voluntad de entregarse de forma total. A los juegos o a las jeringuillas o a otra persona. Hay algo patético en ello. Una huida de algo bajo la forma de hundirse en algo.” (p. 1006, la cursiva es mía).
En una de las escenas más brutales, James Incandenza se suicida serrando la puerta del microondas e introduciendo su cabeza en el interior del electrodoméstico antes de seleccionar la intensidad y tiempo de la radiación. Hal Incandenza, atraído por el olor a carne y patata asadas, descubre el cadáver descerebrado de su padre y queda traumatizado de por vida. En sus múltiples versiones, La broma infinita es una película que supone para su realizador (el mismo Incandenza), mediante la manipulación experimental de lentes ópticas y filtros cromáticos, el descubrimiento del punto álgido, del nodo de anulación, del vórtice de lucidez que lo precipita al abismo mental de una regresión infinita. La regresión individual a la infancia generada por la regresión colectiva de una cultura (la del consumo de masas) abocada al culto pueril y fetichista de ídolos primitivos.
La broma infinita se organiza en torno a cuatro nodos fundamentales: 1) El entretenimiento a ultranza, con el cartucho de vídeo “asesino” como objeto de deseo terminal. 2) El calendario publicitario, sellando la incorporación definitiva del tiempo (el “Tiempo Subsidiado”) a la cronología comercial del capitalismo y el consumo paroxístico. 3) La intervención categórica de las corporaciones privadas en la gestión pública, dueñas también del espacio urbano. 4) La anhedonia como síntoma patológico de una nación enferma. Y la falta de placer como atributo carismático de la vida americana. Nula sensualidad, sensaciones muertas, existencias zombificadas, antropología fanática. 5) La adicción estupefaciente como marca hegemónica de una alternativa fallida al orden de cosas y consumación del dominio farmacológico sobre la población.
Y, por si fuera poco, la trama termina de desplegar todo su potencial con la invención topológica de la Gran Concavidad. Ese fabuloso crisol terrestre de desechos y residuos radiactivos, un vertedero voraginoso donde proliferan incontables mutaciones animales y vegetales, que es el tropo aberrante donde se refleja estéticamente esta parábola post-ecológica sobre la basura, la cultura como basura y la basura cultural del consumo.
[No es de extrañar, por tanto, que abunden en la novela las referencias al trauma espectacular de Hamlet (incluyendo una versión cinematográfica situacionista, citada en las notas finales, de La ratonera). Entre todas ellas sobresale una alusión recóndita, que conecta literalmente con el paratexto burlón del título y se convierte así en la más intrigante y elíptica de las múltiples parodias de la trama: la exhumación fallida de la copia original del film La broma infinita (V), supuestamente enterrada en el cráneo estallado de su difunto autor, el cineasta James Incandenza, enterrado a su vez en las inmediaciones de la Gran Concavidad. Esta acción estrambótica (extraída de la más grotesca de las películas de Peckinpah, Quiero la cabeza de Alfredo García, sobre quien por cierto escribiera su único estudio académico la musa velada del cineasta) es mencionada en dos ocasiones a lo largo de la narración por cada uno de sus protagonistas asociados: en primer lugar, breve y confusamente, recién comenzada la novela, por Hal Incandenza, el tenista prodigioso y prematuro descubridor del cadáver de su padre, inmolado en el microondas (“Pienso en John N. R. Wayne… montando guardia enmascarado mientras Donald Gately y yo desenterramos la cabeza de mi padre”, p. 25); más tarde por el propio Gately, hacia el final de la novela, en medio de su febril estado post-traumático (donde alcanza precisamente a sostener una relación inexplicable con el espectro charlatán del padre de los Incandenza: “Sueña que está con un chico muy triste y están en un cementerio desenterrando la cabeza de alguien y es algo importante, como de Emergencia Continental”, p. 1042). Más allá del contraste deliberado entre las personas gramaticales de ambos relatos (primera y tercera respectivamente), y más allá también de la incompatibilidad entre las modalidades cognitivas de la narración (el recuerdo y el sueño), sorprende la trascendencia narrativa del episodio y su paradójica preterición a un plano enunciativo secundario, como si Wallace hubiera decidido de antemano borrar las pistas, eliminar o marginar (anular una vez más) todo lo que en el aparato de la ficción habría de resultar fatalmente resolutivo.]
En todo este formidable aparato narrativo subyace, para consumarlo, una concepción geopolítica y transnacional de las posibilidades actuales de la ficción.
Con excelente criterio, Random House decidió acompañar la edición del vigésimo aniversario de La broma infinita con un formidable compendio de la obra de ficción y no ficción de Wallace que abarca treinta años de creatividad del escritor más original de la literatura norteamericana actual.
Como anunciaba con orgullo el editor Claudio López de Lamadrid en su prefacio, la apuesta por Wallace como “autor de culto” ha tenido gran impacto en el mundo hispano, suscitando “un grupo de seguidores no enorme pero sí muy fiel y entregado”. Me cuento desde primera hora entre los miembros de ese exclusivo club en el que también militan, y así lo expresan en el libro acompañando a los textos de Wallace, escritores como Rodrigo Fresán, Alberto Fuguet, Luna Miguel, Antonio J. Rodríguez, Inés Martín, Leila Guerriero o el cantante Andrés Calamaro y, sobre todo, Javier Calvo, excelente traductor de toda su obra desde el principio y quien ha hecho posible que la lengua carismática de Wallace tenga en español una existencia genuina y convincente.
El lector que se inicie ahora en la lectura de Wallace encontrará aquí materiales para nutrir una admiración incipiente y una curiosidad que solo el conocimiento integral de la obra y la figura de Wallace podrá saciar. El suculento aperitivo del refinado menú es un relato inédito de 1984 (“El planeta Trilafon”), ya se encuentran en él en estado germinal la impronta de su estilo inimitable, la irrupción temprana de sus motivos dominantes, sus influencias acreditadas y algunas marcas terribles de su autobiografía psíquica.
Por lo demás, el libro aglutina una selección exigente de lo más significativo de los tres libros de ficción publicados entre 1989 y 2004 (La niña del pelo raro, Entrevistas breves con hombres repulsivos, Extinción) y de los tres libros de no ficción publicados en 1997, 2005 y, póstumamente, en 2012 (Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Hablemos de langostas, En cuerpo y en lo otro). La imagen de la literatura de Wallace que se puede extraer de este libro es extraordinaria y sirve como presentación perfecta de la personalidad única del escritor, exceptuados los singulares rasgos de su novelística, donde su exuberante idea de la ficción se expandía sin límites hasta alcanzar una plasmación insuperable.
Si el lector quiere abreviar aún más el acercamiento a Wallace y a la eléctrica intensidad de su escritura, mis recomendaciones serían estas. De su primer libro de relatos, dotado de un espíritu juvenil impetuoso y brillante, nadie debería perderse el relato homónimo (“La niña del pelo raro”), una parodia corrosiva de las maneras de cierto minimalismo literario de los ochenta, así como tampoco “Animalitos inexpresivos”, uno de los relatos sobre concursos televisivos más desconcertantes e inventivos que la narrativa posmoderna ha producido.
Del segundo libro, donde la madurez existencial de Wallace oscurece ciertos planteamientos, no tiene desperdicio ninguno de los incluidos, pero me quedo con la “Entrevista breve con hombres repulsivos número 28”, donde Wallace cifró con agudeza lógica los dilemas posmodernos de la guerra de los sexos, y “La persona deprimida”, una de las piezas donde el talento de Wallace se muestra con un poder incisivo inigualable para hurgar en las heridas más dolorosas de la psique contemporánea. De su tercer libro, solo con examinar los meandros lingüísticos y los giros narrativos de “El neón de siempre” cualquier lector comprenderá la grandeza de Wallace como cartógrafo de la complejidad de la vida mental en una época donde el autoanálisis permanente ha suplantado el lugar de la conciencia moral.
Como bien dice Leila Guerriero en su texto introductorio, es posible que Wallace sea considerado algún día como “uno de los más grandes, talentosos y originales periodistas contemporáneos”. En cualquier caso, para quienes quieran suscribir esta sugerente tesis les recomiendo la lectura encadenada de “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, “Dejar de estar bastante alejado de todo” y “Hablemos de langostas”. Nunca volverán a leer un suplemento dominical, un magazine cultural o una revista de tendencias sin exigirles ese nivel de excentricidad, inteligencia y placer en la crónica o el reportaje.
http://juanfranciscoferre.blogspot.com.es/2016/11/david-foster-wallace-para-principiantes_2.html
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