/ por Manuel Artime /
«Me propongo analizar con ustedes una idea en apariencia clara que, sin embargo, se presta a los más peligrosos equívocos». Con estas palabras comienza Renan su célebre conferencia en la Sorbona con el título ¿Qué es una nación?. Sin tantas pretensiones pero con las mismas reservas, las tomo aquí prestadas para abordar un asunto que sigue siendo convulso y de difícil manejo; motivo por el cual muchos preferirían que desapareciese del debate y de la agenda diaria, que pasásemos página, apostando por preocupaciones más inmediatas.
El interés por la cuestión nacional para Renan, en el momento en que realiza esta pregunta, allá por 1882, respondía a la urgencia de separar la idea de nación de otras identificaciones grupales, como la raza, la lengua, la religión o el interés, pues es el solapamiento de identidades lo que suscitaría según él la exclusión y el enfrentamiento. La nación aspira a ser una forma de convivencia que congregue grupos humanos diferentes en su color de piel, habla, confesión y aspiraciones.
El nexo de unión en las comunidades nacionales, lo que une a las personas, es una memoria y un proyecto común —explica Renan—; «la posesión en común de un rico legado de recuerdos [y] la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido». Esta es la idea de nación republicana, una idea que a nosotros hoy quizá nos puede resultar bastante ajena, lejana; y no tanto por la distancia geográfica, pues era una idea compartida por muchos españoles de aquella época, sino por la distancia temporal, por otras confusiones en las que estaríamos sumidos hoy día, por otros equívocos que dificultan la construcción de nuestro marco de convivencia.
Para los protagonistas de la revolución liberal de comienzos de siglo, quienes promulgaron la superación del absolutismo y la acuñación constitucional de 1812, invocar el legado histórico de la nación era la manera de justificar la instauración de un nuevo sujeto de soberanía: el pueblo, que ya no debía resultar tan nuevo a los ojos de la historia. Se entiende así que el cántico de los reaccionarios fernandinos, el tristemente célebre vivan las caenas, culmine con un muera la nación. Argüelles ya nos contaba entonces que la nación española es una memoria, la de los Fueros de Castilla y Aragón, y una voluntad de hacer valer ese legado, la de las juntas constituyentes reunidas en Cádiz. Aunque esas expectativas resultan finalmente frustradas, como sabemos, serán repetidamente invocadas por los republicanos españoles durante todo el siglo XIX: doceañistas, se llaman a sí mismos.
Conscientes de la fuerza de la emergente proclama nacional, los contrarrevolucionarios la harán suya, despojándola de las virtualidades emancipatorias que tenía para las clases populares. El relato nacional se convierte entonces en un refuerzo mitológico de la razón de Estado, un instrumento de adoctrinamiento en manos del poder oligárquico que ponga a salvo sus privilegios: los de la gran propiedad y el acceso restringido a la participación política. Frente a ellos, el nacionalismo republicano comienza a formularse como una narrativa nostálgica: la añoranza por una nación pendiente, que vemos en Galdós. Se pondrá aquí, pues, de manifiesto la contraposición entre dos proyectos nacionales: el de la nación constituida y la nación constituyente, cada uno con diferente signo político. La confusión —me atrevo a decir— en que habitamos los españoles contemporáneos al respecto de la cuestión nacional tiene que ver con la pérdida de conciencia de esta tensión entre la historia que ha sido y la que ha podido ser, entre la nación de los vencedores y la de los vencidos, tensión inherente a la idea moderna de soberanía y al Estado liberal mismo.
Los motivos de este olvido —me temo— habrá que dejarlos para otra ocasión. Aquí solo cabe aapuntar que en el republicanismo español del siguiente siglo encontraremos aún encendida esa llama de la memoria popular soberanista. Azaña es bien consciente todavía de que la superación del régimen de la Restauración, la ampliación democrática de sus barreras institucionales, requiere de una memoria nacional popular, de la recuperación de múltiples luchas históricas frustradas. De nuevo conocemos cuál será el triste destino de este proyecto nacional republicano. De nuevo se impondrá la frustración. Está por ver aún si de manera definitiva.
A nuestra era nos ha llegado la idea de que la nación es tan sólo un vestigio romántico tendente a desaparecer. Identificamos el relato nacional con un instrumento de manipular pasiones al servicio de los poderosos y sus aparatos de propaganda. Nada apenas queda de aquella vieja idea de nación como lugar de entendimiento donde situar los bienes comunes contra la usurpación de los pocos. Cuarenta años de dictadura habrán tenido un efecto demoledor a este respecto. Así, reducida a su expresión más pobre, confiamos en que la nación desaparezca de nuestras preocupaciones. Y habrá de suceder algún día —como anticipó Renan—, pero cuando tengamos otras referencias políticas, históricas, comunitarias, con que sustituirla. Las naciones, al cabo, no son algo eterno; «han comenzado, terminarán. La confederación europea las remplazará probablemente. Pero tal no es la ley del siglo en que vivimos».
El siglo XXI parecía anunciarnos la llegada de ese momento. Todavía algunos así lo esperan. Pero esa sustitución no termina de llegar. Las naciones se han multiplicado en la era global y las incertidumbres de los nuevos tiempos no han contribuido sino a que emerjan con nueva fuerza. La actitud negacionista nos invita a mirar para otro lado y dejar que sean otros los que dicten el significado de los símbolos, la idea de vida en común, el sentido de la historia. Sin embargo, conviene recordar que la nación contiene un potencial emancipatorio enorme, todavía pendiente de ser recuperado. En el caso español, es la cultura republicana de Argüelles, Galdós, Azaña, su invocación de una nación instituyente, la que nos ofrece un legado valiosísimo, irrenunciable, e iluminador para los difíciles desafíos con que nos toca hoy lidiar.
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