Dime cómo habitas y te diré quién eres
/ por Natalia Alonso Arduengo / Comisaria de la exposición
Todo rincón de una casa, todo rincón de un cuarto,
todo espacio reducido donde nos gusta acurrucarnos,
agazaparnos sobre nosotros mismos,
es para la imaginación una soledad, es decir,
el germen de un cuarto, el germen de una casa.
(Gaston Bachelard, La poética del espacio)
¿Qué es habitar? ¿Cómo habitamos? ¿Dónde habitamos? ¿El habitar implica permanecer? ¿Pueden los objetos formar parte del habitar? Los trabajos de Primož Bizjak, Kela Coto, Mónica Dixon, Christian Domínguez, Federico Granell, César Lacalle, Rosell Meseguer y José Quintanilla conducen al planteamiento de este tipo de cuestiones. El título de la muestra El rincón feliz, hace alusión al relato homónimo de Henry James. En él, el protagonista retorna de Europa a su Nueva York natal y en el que fue su hogar antes de haber emigrado se reencuentra con su doble o con quien él hubiese llegado a ser de haberse quedado a vivir allí. En la narración, el escritor estadounidense juega con el tema del doble o Doppelgänger. El principal interés del texto, tomado como hilo conductor de la exposición, se centra en analizar la noción de habitar, la casa como lugar vivenciado y su interior como espacio antropizado.
El habitante no es un consumidor pasivo de espacios, sino que los ocupa tanto material como simbólicamente. La casa es un «territorio» que el sujeto se apropia para manifestar su ser, es una expresión humana que se convierte en el centro de nuestro mundo, un punto fijo en el espacio, una posición firme desde la cual obramos y a la cual regresamos. La casa enmarca al habitante y su entorno de tal modo que, necesariamente, se produce una interacción de mente, cuerpo y lugar. Pensemos en la cabaña de Heiddeger en Todnauberg, en las montañas de la Selva Negra del Sur de Alemania. Aunque el filósofo no residió allí de modo permanente, en ella trabajó en muchos de sus más famosos textos. Su pensamiento y sus escritos derivaron de la raíz central de aquel lugar que suponía para el pensador mucho más que un emplazamiento físico. Existía una íntima conexión emocional y espiritual con el edificio y sus alrededores. Era un refugio de concentración solitaria. Adam Sharr dictaminó: «En la cabaña y en su paisaje se reflejan algunas de las observaciones de Heidegger, el sentido de su propia existencia y elementos conceptuales que estructuran su pensamiento». En especial, de aquellos ensayos que se refieren al habitar y al lugar como Construir habitar pensar y Poéticamente habita el hombre.
La casa es, en definitiva, «el resultado de una interacción del espacio con el hombre, que lo impregna con su ser y con su vida, es decir, con su habitar; entendido éste como aquello conexo con la vida y no solamente con el mero residir». Iván Illich dixit.
En los interiores de Kela Coto, Christian Domínguez y Federico Granell, la ruina y el vacío hablan de la ausencia del ocupante. De espacios que fueron morada pero que ya no son sino lugar de abandono. La nostalgia se ha apoderado de ellos. El arquitecto Juhani Pallasmaa definió con acierto las sensaciones que transmiten estos sitios: «En una casa abandonada o en un bloque de viviendas demolido hay una extraña melancolía que pone de manifiesto huellas y cicatrices de las vidas íntimas expuestas a la mirada pública. Los restos de los cimientos o la chimenea de una casa en ruinas o quemada, medio enterrada entre la hierba del bosque, conmueven por su melancolía. La ternura de la experiencia resulta del hecho de que no nos imaginamos la casa ausente, sino el hogar, la vida y la fe de sus habitantes».

Time waits for no one es la frase que Federico Granell ha escogido como título de la composición realizada exprofeso para esta exposición. Y es que el tiempo, efectivamente, no espera a nadie. Sus pinturas y fotografías, a modo de memento mori habitacional, dan buena cuenta de ello.

En el caso de las estancias fotografiadas por Kela Coto, el silencio y la soledad impregnan cada esquina. La intimidad, sin escapatoria, queda al descubierto al igual que en las imágenes de la serie Habitación 42 de Christian Domínguez. Aunque un hotel sea un lugar de paso el viajero siente, igualmente, la necesidad de hacer suyo el espacio como afirma el ya citado Pallasmaa: «Una habitación de hotel anónima se personaliza inmediatamente y se toma posesión de ella al marcar sutilmente el territorio colocando ropa, libros y objetos, o deshaciendo la cama». De ello deriva la inquietud emocional que provocan estas fotografías en las que los resquicios de vida van siendo absorbidos por la humedad.

En las otras imágenes con las que Christian participa en la muestra, la intimidad se ahoga en una marea de arena que ni siquiera permite al espectador aventurarse a reflexionar sobre el hogar que algún día fue.
Las ruinas también son las protagonistas de las fotografías de José Quintanilla. La serie Transcurso traduce en imágenes el fenómeno de la despoblación del medio rural. En ellas, ante la ausencia de morador, la naturaleza ha seguido su curso. Es el paisaje de nuestros padres y abuelos. Ellos lo construyeron, lo habitaron, dejaron en él su impronta física y emocional. Y, ahora, el éxodo del campo a la ciudad ha condenado a estos parajes al olvido. Marc Badal sentencia en su texto Vidas a la intemperie: «Los campesinos de nuestro medio rural se han ido en silencio. Víctimas de un etnocidio de rostro amable. Han salvado sus cuerpos pero su espíritu no ha resistido el embate del tiempo que nos toca vivir». El cambio de morada ha supuesto un desplazamiento físico del cuerpo, pero el alma se ha quedado en el lugar de origen. Estamos ante una metáfora fotográfica de La España vacía de la que habla Sergio del Molino: «Hay dos Españas, pero no son las de Machado. Hay una España urbana y europea, indistinguible en todos sus rasgos de cualquier sociedad urbana europea, y una España interior y despoblada, que he llamado España vacía. La comunicación entre ambas ha sido y es difícil. A menudo, parecen países extranjeros el uno del otro. Y, sin embargo, la España urbana no se entiende sin la vacía. Los fantasmas de la segunda están en las casas de la primera».

Vivimos la urbanización del mundo hasta tal punto que a veces es difícil establecer dónde comienza y dónde acaba una ciudad. La memoria del lugar queda aplastada por los criterios de ordenación territorial. Los habitantes rurales están, hoy en día, en las grandes urbes.

Primoz Bizjak retrata un Madrid en el que la ruina ha dado paso a una rehabilitación perpetua acorde al propio ritmo de una capital global que ansía la renovación permanente. Marc Augé tenía razón: «La humanidad no está en ruinas, está en obras». Y las fotografías analógicas de Bizjak, realizadas desde las entrañas de los edificios, manifiestan ese sentimiento. La impresión de tiempo detenido que generaba la ruina tradicional ha sido sustituida por el estado inacabado de las obras en construcción. «La arquitectura contemporánea no aspira a la eternidad, sino al presente: un presente, no obstante, infranqueable. No pretende alcanzar la eternidad de un sueño de piedra, sino un presente indefinidamente “sustituible”. La duración de la vida normal de un inmueble puedo hoy estimarse, calcularse (como la de un coche), pero normalmente se prevé que, llegado el momento, será sustituido por otro inmueble (un inmueble que puede tener aspecto de ser el mismo, como sucede con algunos cafés parisinos, o que puede deslizarse tras la fachada conservada de una construcción más antigua). De este modo, la ciudad actual es un eterno presente». De nuevo, son palabras de Augé.
Las imágenes de Primož pertenecen al proyecto Mudanzas y reflejos. El título no podía ser más acertado. La casa ancestral de propiedad familiar que iba pasando de heredero a heredero es sustituida por el inmueble de alquiler. Son nuevos tiempos para el habitar. Ahora, el habitante es un nómada que vive en un presente en obras. Ahora, el habitante está de mudanza.
La casa, ese microcosmos humanizado en el que el individuo se desenvuelve, ha pasado a ser concebida bajo una relación de mera utilidad. Hoy, la gran mayoría de las viviendas urbanas son superficies conformadas por espacios mínimos, son máquinas donde reponer el cansancio y reproducir la fuerza de trabajo para el día siguiente. La machine à habiter de Le Corbusier ha sido usurpada por el capitalismo industrial dando cobertura intelectual al proceso de repetición tan propio de la sobremodernidad.

La seriación se ha apoderado de la Banlieue de César Lacalle y el habitar ha sido bunkerizado en el extrarradio. «La banlieue es el lugar de la exclusión, la zona de indiferencia en la que vive el exiliado». Así define Leonardo Lippolis en Viaje al final de la ciudad a estos barrios-gueto conformados por edificios-colmena que pueblan los escenarios de las periferias urbanas. Lippolis profundiza en este fenómeno: «Desde la época de la Comuna de París, la necesidad de sofocar los focos de revuelta que se aprovechaban de la estructura laberíntica del centro histórico medieval había conducido a la demolición de barrios enteros y a la idea de crear unos límites bien establecidos de la ciudad con un adentro respetable y un afuera peligroso. Este límite se materializó definitivamente a lo largo de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. El boom económico y la migración de grandes masas de personas hacia las ciudades llevaron a la formación de barriadas enteras de chabolas en los límites de la ciudad. Entonces De Gaulle lanzó un plan para sustituir estas chabolas por construcciones modernas que adoptaron la forma de la máquina de habitar de Le Corbusier. La necesidad de rentabilizar al máximo el espacio llevó a que se adoptara la solución de grandes edificios verticales, capaces de concentrar las masas de trabajadores. En menos de diez años, se terminaron estas ciudades-satélite, con materiales baratos y de mala calidad».
¿Las consecuencias? Revueltas como las sucedidas en las banlieues parisinas en el año 2005 o el reciente incendio de la Torre Grenfell en Londres, un bloque de apartamentos de protección oficial cuyo revestimiento exterior no ha superado las pruebas de seguridad.
Las banlieues son, por tanto, una suerte de espacios en cuarentena, una frontera física y social en relación al resto de la urbe con altas tasas de desempleo, mucha inmigración y problemas de integración. En ellas, el proceso de identificación con el lugar en el que se habita ha quedado roto.

La seriación y la ubicación en el extrarradio, dos de las características esenciales del suburbio, son compartidas por la gated community que presenta Rosell Meseguer a través de un ejemplo de la ciudad de Miami. Pero el contraste entre estos dos modos de habitar es irrefutable: inmueble colectivo vs casa individual y segregación forzada vs segregación voluntaria. En este punto el análisis de Lippolis es clave: «Las gated communities, comunidades cercadas, barrios de lujo privados extraurbanos, cerrados al exterior mediante muros, puestos de control y seguridad privada que patrulla constantemente el territorio interior. Mientras que, para las viviendas particulares, los arquitectos combinan aparatos de máxima seguridad con un estilo marcado por el juego apropiacionista que satisface el gusto kitsch de los clientes ricos, fuera de estas prisiones doradas el espacio público queda completamente abolido». Y sentencia «las gated communities proclaman la separación clasista de la ciudad».
Estas utopías residenciales con checkpoints de acceso enmascaran la falsa promesa de orden y bienestar tan propia del American way of life. En ellas el habitar queda reducido a una fachada de abundancia y felicidad.
El ser humano es en la medida que habita. El habitar va más allá de la vivienda pero, tomando ésta como imago mundi, ¿se están perdiendo los auténticos significados del habitar? ¿Existe la posibilidad de definir un espacio estandarizado pero que, al mismo tiempo, sea lo suficientemente versátil para que un individuo se pueda adaptar a él? «La vivienda de nuestro tiempo aún no existe» afirmó Mies van der Rohe en el Berlín de 1930.
Para Le Corbusier, el alojamiento deficitario era el causante de los trastornos del sujeto contemporáneo y se puso manos a la obra para tratar de solventarlo. Pero lo cierto es que la Unité d‘ Habitation no solucionó el problema. Según Pallasmaa, la arquitectura moderna ha procurado evitar o eliminar el arquetipo de «casa onírica» definido por Gaston Bachelard en su libro La poética del espacio. Es el modelo que Mónica Dixon pinta en sus lienzos. Esta vivienda debe tener un desván y un sótano. El desván correspondería al lugar simbólico donde almacenar los recuerdos agradables, mientras que los desagradables se guardarían en el sótano. El prototipo mental de «casa onírica» resulta fundamental para el arraigo metafísico de su habitante. «La casa es, más aún que el paisaje, un estado del alma. Incluso reproducida en su aspecto exterior, dice una intimidad», sostiene Bachelard. Con todo ello, los paisajes y los interiores de Dixon no revelan la intimidad del hogar. La ausencia de atmósfera y la asepsia estética conducen más a la inquietud y la reflexión. ¿Cómo es el alma de quien las habita? A lo mejor no las habita nadie.

La transformación de la sociedad y del modo de vida exige la transformación del modo de habitar. La vivienda del hoy quizás satisfaga nuestras necesidades físicas pero no contiene, en muchos casos, nuestro ser como expresión de quien la habita. La casa no es sólo mera construcción, sino que también está cargada de afectividades y recuerdos como los del «rincón feliz» de Spencer Brydon, el protagonista del relato de Henry James. Habitar es dejar huella. Los muebles junto con los enseres y los demás elementos decorativos se convierten en expresión de las personas que viven en ella pues, como sentenció Iván Illich, «dime cómo habitas y te diré quién eres».
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