Supe de José C. Vales (Zamora, 1970) hace cosa de dos años, cuando ganó el Nadal con Cabaret Biarritz. Leí aquella novela con gusto y asombro, dadas las singularidades estilísticas y temáticas que distinguían a su autor de la gran mayoría de sus contemporáneos. A ello se unió pronto una extraña relación con el personaje. No es éste lugar para entrar en pormenorizaciones, pero a grandes rasgos diré que, de pronto, nuestros caminos empezaron a cruzarse sin que él y yo llegáramos a encontrarnos nunca: conocí a personas con las que tiene vínculos ciertos, constaté que compartíamos unos pocos amigos comunes e incluso llegamos a protagonizar, en días consecutivos, sendos actos en la misma librería, sin que el azar permitiese que nos tropezásemos cara a cara. Ni siquiera cuando pasé unos meses residiendo en su ciudad natal fui capaz de vislumbrarlo en carne mortal: él no pasó por allí mientras yo estuve, y cuando lo hizo fue de manera tan fugaz que, antes de que yo llegara a saber de su estancia, él ya había introducido su equipaje en el tren para ir en busca de otros rumbos
Tengo así, la fundamentada sensación de que a José C. Vales no se lo ve, sino que se lo intuye, una sospecha que no ha hecho más que crecer a medida que he venido conociendo más en profundidad su obra. Leí a principios de este año El pensionado de Neuwelke, donde daba cumplida cuenta de su afición por las fantasmagorías y una nada indisimulada querencia por la literatura gótica, y acabo de concluir, justo antes de sentarme a escribir estas líneas, la lectura de su Celeste 65, última y recientísima entrega de lo que parece ser un proyecto que, bajo el lema Los pecados estivales, explore los anversos y reversos de esos retiros veraniegos en los que parece no ocurrir absolutamente nada y donde, sin embargo, se concentran a su modo todas las caras del mundo. Si en Cabaret Biarritz se daba cuenta de una serie de extraños sucesos acaecidos en los primeros compases del siglo pasado en los salones de esa localidad vascofrancesa, Celeste 65 viaja hasta la vertiente mediterránea del país vecino para mostrar cómo, en los felices sesenta, podía no ser oro todo lo que relucía. En medio de un entorno propicio al dolce far niente, donde estrellas del oropel y aristócratas más o menos decadentes conforman un microcosmos absorto en la contemplación de su propia idiosincrasia, se desatan insólitas conspiraciones (¿o conspiranoias?) que tejen un huracán donde no faltan ni nazis ni soviéticos y en cuyo ojo se ve atrapado el protagonista, quien a su vez se encuentra allí huyendo de un pasado inmediato cuyos ecos amenazan con destrozar su máscara y que, inhabilitado como está para interpretar las coordinadas de eso que llamamos realidad, da cuenta de lo que le rodea con precisión de entomólogo y el distanciamiento propio de quien ha asumido que ni siquiera esto de la vida va totalmente con él. Acaso su único enganche más o menos solvente con el mundo lo marque la enigmática Celeste que da título al libro, sin duda el personaje más memorable de los muchos dignos de recuerdo que habitan en su trama.
Se hace evidente, a medida que avanzan las páginas, lo que José C. Vales ya había hecho notar en sus novelas anteriores: que su relación con la literatura no es otra cosa que un feliz divertimento. No debe leerse esto como una relativización de sus virtudes o una mera frivolidad. Por el contrario, esa manera de enfrentarse a la escritura sin aparente afán de trascendencia depara una prosa audaz y vivísima que se paladea sin remilgos y conduce al lector en volandas a lo largo y ancho de un argumento con más dobleces de las que podría parecer a simple vista. Todo conduce a la agradecida constatación de que Vales es uno de los autores españoles de hoy a los que merece la pena seguir, porque nada de lo que da a imprenta defrauda.
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