/ por Michel Suárez /
Bajan revueltas las aguas por el Reino de España. Voluntades centrifugas y centrípetas, pasiones desbordadas, mentes electrizadas, furores telúricos y la misma ceguera política de siempre. Una vez más, lo único que se puede sacar en limpio de este turbulento guirigay es que corren excelentes tiempos para la docilidad, la estupidez y la opresión. En este caso ha sido el más poderoso e irracional de los movilizadores del populus, la exaltación patriótica, el que nos ha situado frente a nuestra miserable condición de súbditos satisfechos. En un escenario de inflamación nacionalista los centrípetos se han enrocado en la salvaguarda de esos espantajos que son la legalidad democrática, la unidad de España y el Estado de Derecho, mientras los centrífugos han invocado su sacrosanto derecho a decidir por ellos mismos, es decir, a votar.
Los primeros, cerriles centralistas que desean decepcionar las aspiraciones soberanistas de los periféricos, se han escudado en la legalidad, una legalidad hecha a medida por los herederos del viejo régimen en connivencia con las nuevas élites que reivindicaban su parte del pastel democrático, y que se saltan a la torera cuando de lo que está en juego son los privilegios de los que mandan de verdad. Por su parte, los periféricos proclaman su derecho a expresarse y decidir. ¿Derecho a decidir? De acuerdo, pero, ¿cómo?, ¿votando? Pensar que el voto orienta el rumbo de la res publica es de un optimismo cautivante, contagioso incluso. Desde luego, es un acto de fe, aunque no de fe democrática como piensa la mayoría, sino de estricta fe teológica como sugería Castoriadis: cada cuatro años las voluntades individuales recogidas en una urna se transubstancian en un ser elegido investido de poderes ejecutivos, pero también, no lo olvidemos, legislativos. ¿Derecho a decidir? ¿A decidir qué? ¿La estructura de poder, la organización del trabajo, la propiedad colectiva del suelo, el sistema de transportes, la morfología de la ciudad, la reducción drástica del consumo, la educación de los niños, la abolición de la televisión? No: lo que está en juego es el color de la bandera que ondeará en los centros de poder estatal y los cuarteles.
Debo confesar que, a pesar de todas las grotescas exageraciones que nos ofrece cotidianamente nuestra civilización, me ha cogido a contrapié el espectáculo de esos ciudadanos españoles jaleando a los cuerpos de seguridad del Estado enviados a Cataluña como si partiesen a una cruzada, y el de los ciudadanos catalanes gritando: “esta es nuestra policía”, o lo que es lo mismo: “estos son los únicos que tienen derecho a rompernos la crisma cuando tengamos la idea de salir a la calle a defender nuestras libertades”.
En esta hora de furia y extravío se echan mucho de menos voces como la de Joseph Albert, aquél francés alegre y luminoso que se hacía llamar Albert Libertad, y que a principios del siglo XX afilaba su pluma para dirigirse con el debido respeto al pueblo elector:
“El criminal eres tú, ¡oh Pueblo!, puesto que eres tú el Soberano. Eres, es cierto, el criminal inconsciente e ingenuo. Votas y no ves que eres tu propia víctima. Sin embargo, ¿todavía no has experimentado suficientemente que los diputados, que prometen defenderte, como todos los gobiernos del mundo presentes y pasados, son mentirosos e impotentes? ¡Lo sabes y de eso te quejas! Lo sabes y los eliges! Los gobernantes, sean quienes sean, trabajaron, trabajan y trabajarán para sus intereses, para los de su casta y para los de sus camarillas. ¿Dónde y cómo podría ser de otro modo? Los gobernados son subalternos y explotados; ¿conoces alguno que no lo sea? Mientras no comprendas que sólo de ti depende producir y vivir a tu antojo, mientras soportes, por temor, y tú mismo fabriques, por creer en la autoridad necesaria, a jefes y directores, que lo sepas, también tus delegados y amos vivirán de tu trabajo y tu necedad. ¡Te quejas de todo! Pero no eres tú el causante de las mil plagas que te devoran. Te quejas de la policía, del ejército, de la justicia, de los cuarteles, de las prisiones, de las administraciones, de las leyes, de los ministros, del gobierno, de los financieros, de los especuladores, de los funcionarios, de los patrones, de los sacerdotes, de los propietarios, de los salarios, del paro, del parlamento, de los impuestos, de los aduaneros, de los rentistas, del precio de los víveres, de los arriendos y los alquileres, de las largas jornadas en el taller y en la fábrica, de la magra pitanza, de las privaciones sin número y de la masa infinita de iniquidades sociales. Te quejas; pero quieres que se mantenga el sistema en el que vegetas. […] Eres el elector, el votante, el que acepta lo que hay; ese que, mediante la papeleta de voto, sanciona todas sus miserias; aquel que al votar, consagra todas sus servidumbres. […] ¡Vamos! ¡Vota bien! ¡Ten confianza en tus mandatarios, cree en tus elegidos!”
En fin, ya se sabe cómo se las gastaban los viejos ácratas, nihilistas “incontrolados” tan amigos de la agitación. Menos mal que ahora somos mucho más razonables, más esclarecidos, nada que ver con aquellos bombistas desesperados. El problema con las palabras de Albert Libertad fue que en 1914, poco después de que escribiese sus tremebundos desahogos vitales, y en nombre del deber sagrado de la patria, los trabajadores cedieron a la seducción de la bandera y marchando al redoble de tambor se dejaron hasta la última gota de sangre en una monstruosa carnicería que sembró los campos de Europa de cadáveres. Por si no bastase, el resentimiento y la frustración resultantes de sellar en falso aquél horror fueron una de la causas que explican la emergencia de la modernidad totalitaria encarnada en los fascismos italiano y alemán, que condujo a la II Guerra mundial. Los trabajadores franceses y alemanes habían amenazado con decretar la huelga general si se les enviaba a matar a sus hermanos de clase, pero al final la patria pesó más; los “sonámbulos” se martirizaron sin piedad los unos a los otros, pero ganaron los de siempre: los fabricantes de armamento, que repitieron triunfo en 1945. “Mourir pour des idées…”, que cantaba el gran Brassens.
Volviendo a la convulsa piel de toro, frente los centrífugos que se han propuesto reventarlos, los centrípetos se han conjurado para reforzar a porrazos los finos pespuntes con los que está cosida la patria; mientras tanto, una legión de opinadores sabelotodo pontificaban sobre legalidades, desconexiones, derechos, sediciones, traiciones, libertades e indivisibilidades. Sin embargo, casi de puntillas, ha llegado a nuestros oídos una reveladora noticia sobre la naturaleza de nuestro Estado de derecho; según parece, Hacienda, el Estado, quiere multar a todos aquellos ciudadanos que tengan la ocurrencia de echarles una mano en las tareas del campo a sus vecinos… sin cobrarles. Es decir, que ayudar en la vendimia, a recoger patatas, a podar un árbol o a segar serán consideradas actividades delictivas por antieconómicas. Según se ha podido leer, los inspectores del erario público, escoltados por agentes de la Guardia Civil, todo por la patria, velarán para que el desinterés, la generosidad, la fraternidad y las buenas relaciones entre vecinos sean proscritos en nombre del interés superior Estado.
Sería una hipocresía escandalizarse por estas minucias; el Estado, cualquier Estado, significa, por definición, la desposesión política, el estrechamiento progresivo del margen de libertad política de los individuos, reducidos a súbditos, ciudadanos, votantes o consumidores. Los progresos de esta usurpación se han interpretado como un avance desde el punto de vista de la convivencia y el bienestar de la mayoría, en especial dentro del formato socialdemócrata del Estado del bienestar, pero lo que en realidad expresan es el expolio de la capacidad de tomar decisiones al margen del gran Leviatán. Esta pérdida de autonomía colectiva es una realidad incluso en los campos menos evidentes; por ejemplo, la organización de las fiestas ha escapado del control de los vecinos y de los barrios para pasar a manos de asociaciones de festejos o de concejalías; el cuidado de los mayores depende de redes estatales y no de la solidaridad vecinal, y las asociaciones de apoyo mutuo que socorrían a los damnificados en caso de incendio se han vuelto coto exclusivo de las aseguradoras. Estos “servicios” son “públicos” o “privados”, pero ya no son “comunes”.
El caso más esclarecedor de esta expropiación política ha sido la decisión del Estado de vender, a la chita callando, las antiguas tierras comunales que aún sobrevivían como un vestigio medieval de la autonomía de las comunidades campesinas. En nombre de una ley de 2013 que lleva el bonito nombre de Ley sobre Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, las juntas vecinales de varios pueblos castellanos perdieron el dominio sobre montes comunales, terrenos donde se ubicaban viejas escuelas, bosques y derechos de caza que habían detentado hasta entonces, en virtud del reconocimiento consuetudinario del conventus publicus vicinorum, la asamblea pública de vecinos, que contaba con más de mil años de existencia. En ese tiempo, el Consilium o concejo, constituía una forma de autogobierno popular que perseguía implacablemente el robo, una práctica que atentaba contra la comunidad en su conjunto; ahora, por el contrario, el Estado ha puesto en el mercado los remanentes de lo que un día fue un verdadero gobierno común; y para mayor escarnio, ha sido una partido “conservador”, gallardo adalid de la “continuidad histórica”, el que ha perpetrado este ataque a la tradición.
El austero Marco Aurelio confesaba haber aprendido de su padre el no tener muchos secretos, y en caso de tenerlos, sólo sobre asuntos de Estado. Si de verdad quieren saber quien se esconde por detrás de esa entelequia hecha de secretos llamada Estado bastará con que se dirijan al registro de propiedad y comprueben el nombre y apellidos de quienes han adquirido los bienes comunales. Con toda seguridad les serán familiares; especialmente a los amantes del fútbol.
Pero no acaba aquí el relato de tropelías estatales que la ruidosa pugna entre abanderados ha camuflado. También se ha colado de rondón el rumor de que en Murcia los vecinos se han movilizado para protestar contra la erección de un muro que troceará la ciudad en virtud de las necesidades del AVE. Como los murcianos no han tenido mejor ocurrencia que tomar la calle, eso sí, sin banderas, el gobierno del Reino de España ha redactado un solemne llamamiento conminando a los “manifestantes radicales” a cesar con la “espiral de violencia” y los “actos vandálicos”; como el pueblo ha hecho caso omiso, los mandamases estatales se han visto en la desagradable necesidad de tener que enviarle a los antidisturbios para que entre en razón. En todo caso, los vecinos han errado el tiro porque no han sido capaces de ver que el verdadero problema no es el muro, sino la alta velocidad, el propio AVE, devorador de territorio, despilfarrador de recursos, símbolo supremo de la ideología de la aceleración del nuevo capitalismo y perfectamente inútil para las necesidades reales de la gente.
En definitiva, hemos asistido, una vez más, a la preocupante comprobación de que remover el material sensible del nacionalismo pazguato es una vía segura para la catástrofe. La intensidad que ha alcanzado el fervor patriótico debería hacernos comprender que estas furias resultan inexplicables si no llevamos en cuenta su enorme capacidad de movilización y su naturaleza interclasista y trasversal, que convierten al nacionalismo en un fantoche agitado con admirable habilidad por las oligarquías en su propio beneficio. No es el árbol lo que nos impide ver el bosque, son las banderas. Sería conveniente no distraerse con estos sonajeros ideológicos del poder estatal.
Bien sabemos que en estos días convulsos criticar al Estado y sus banderas no está de moda, que constituye un brindis al sol, una manifestación de extravagancia e irrealismo político, una boutade que pende de un hilo. A casi nadie se le pasa ya por la imaginación que democracia y Estado sean términos excluyentes, que si existe uno, el otro desaparece. Esta desposesión de nuestra autonomía es, sin duda alguna, la gran victoria del Estado.
Marcel Duchamp escribió un bello poema que tituló: “No tengo banderas en mi casa”, y que los niños deberían recitar de memoria:
“Una bandera no me representa,
porque un gobierno no me representa,
ni los héroes, ni la historia
ni ninguno de los símbolos que impone la patria,
porque un país es solo un contrato
y mis amigos son de todo el mundo.
Ni lealtad ni cariño ni orgullo,
mi sangre está llena de tierra.
Puedo compartir, salir o entrar
sin pertenecer a nada ni a nadie
porque los nombres son sólo palabras
que aprendimos de memoria.
Mi único país es mi cuerpo
y en el entra quien quiera,
yo no tengo ninguna bandera en mi casa,
porque yo no tengo casa”.
Elijan ustedes su propia patria, hay todo un catálogo disponible: la infancia, un lugar del corazón, los libros, los amigos o el mundo entero; pero no se dejen engatusar con los cantos de sirena del patriotismo del Estado. Mientras no retiremos las banderas de nuestras balcones y de nuestros corazones seguiremos paseándonos al borde del precipicio. Qué tiempos aquellos en los que aún había voces como la Albert Libertad que se rebelaban contra los rebaños, contra los pastores…
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