/ por Manuel Artime /
Hace unas semanas, en este espacio que me concede El Cuaderno, trataba de desempolvar una vieja idea de nación, la que nos proporciona Renan, y que ha caído en desuso, en favor de quienes la identifican con una especie de mitología engañosa, un señuelo, utilizado para crear confusión acerca de nuestros verdaderos intereses. Para Renan, explicábamos, la nación es otra cosa, es un sujeto colectivo con voluntad de emancipación, de autogobernarse, y un relato, la justificación histórica de dichas aspiraciones. La invocación política de la historia y de un sujeto soberano, nación, pueblo, etc. puede tener, argumentábamos, diferentes usos, servir a diferentes causas. Su significación depende siempre del contexto polémico donde se inserte. O por decirlo de otro modo, no existe un relato político de izquierdas y ni de derechas con independencia de la coyuntura histórica a que nos estemos remitiendo, es en ella donde encuentra su sentido. La apelación al sujeto histórico nación siembre admite diferentes usos. Puede servir para desbordar un determinado marco institucional, esto es, abrir un debate sobre si a quien corresponde la soberanía está siendo debidamente representado. O puede servir para el propósito contrario, para reafirmar las instancias de poder y a quien lo detenta, para clausurar el debate histórico sobre legtimidades.
Refiriéndose al caso español, un ejemplo paradigmático del segundo modelo, sería el imaginario nacional construido durante la dictadura de Primo de Rivera. Desde comienzos de siglo los efectos del inconformismo social se estaban dejando notar en el sistema de Restauración, lo que hará desembocar a la monarquía en el abrazo de la solución autoritaria. Las demandas de regeneración nacional se habían ido extendiendo y adoptando expresiones diversas; republicanismo, reformismo, obrerismos, regionalismos,… Frente a éstas la dictadura “primorriverista” vendrá a poner un tope a sus aspiraciones de intervención política, que ya eran limitadas en el estrecho marco del sistema restaurador. Pero trae consigo además novedades en lo cultural, el intento de reconstrucción de una identidad nacional reactiva, un tipo de narrativa histórica que dé amparo a instituciones asociadas al poder oligárquico: la gran propiedad, la religión católica, la lengua castellana, las fuerzas del orden,… Esta cultura nacional, acuñada en esos años 20, va a configurar en buena medida la sensibilidad conservadora durante todo el siglo. Habrá quien sostenga incluso que lo sigue haciendo hoy. En todo caso, nos sirve aquí para mostrar cómo lo viejo puede ser invocado con intenciones reaccionarias, para cerrar la puerta a lo nuevo, en cuanto supone una amenaza para las jerarquías de poder vigentes.
Pero no es éste insisto el único uso político que admite la historia, como se podrá comprobar enseguida. La nación pronto será invocada con una vocación diferente, emancipatoria, como lo había sido reiterativamente por el republicanismo del XIX y volverá a serlo ahora ante la decadencia del régimen Alfonsino. Aquellas fuerzas críticas con la Restauración habrán de sellar un pacto, que se traduce en un nuevo orden institucional democrático, en el que puedan vehicularse sus diferentes demandas. Pero será necesario articular también un relato legitimatorio de dichas aspiraciones, un relato —y esto es importante subrayarlo— donde quede recogido la pluralidad de pulsiones históricas que han conducido hacia la democracia, las diferentes causas que han dado cuerpo a esa voluntad de autogobierno. Los textos de Azaña en este periodo son testimonio de las diferentes motivaciones históricas que conjuga dentro de sí el proyecto republicano y de la dificultad de hacerlas compatibles. Los logros republicanos en este sentido han sido comúnmente infravalorados, hasta el punto de llegar a culpabilizar a ésta de la guerra. En estos días que tanto se habla de la deslealtad de Companys, conviene recordar que a su salida de la cárcel fue recibido en loor de multitudes por diferentes pueblos de España, desde Málaga a Barcelona. Companys simboliza para muchos la causa republicana amenazada por la derecha en el poder. La causa del autogobierno catalán no es percibida como incompatible con el imaginario nacional republicano, más bien lo contrario, pues está en el germen del pacto de San Sebastián y en las luchas históricas por la consecución democrática.
En el momento actual encontramos otro régimen en decadencia, el llamado Régimen del 78, y con otras instancias de ruptura: los movimientos por la memoria antifranquista, el regeneracionismo democrático nacido del 15-M, el soberanismo catalán. Escojo estos tres porque han resultado los más desequilibrantes respecto al orden vigente. Y si ha sido así en buena medida es porque han significado un desafío para la narrativa sobre la que se sustentan nuestras instituciones, los más disruptivos con la llamada Cultura Transicional. Estas tres movilizaciones suponen una impugnación del relato de legitimidad sobre el que se sustenta la democracia del 78. Y quizá sea este su único elemento en común, pues no ha habido hasta el momento confluencia entre esas vetas críticas. A diferencia de lo que ocurrió en los estertores de la Restauración.
El principal hándicap para que esto llegue a suceder es que la izquierda renunció hace tiempo a construir una narrativa propia, yendo a remolque de la derecha. Ya sea por dejadez o incomodidad con la cuestión, se ha preferido no lidiar con la tarea de los símbolos, la legitimidad histórica, el relato, que forjan nuestra cultura democrática, le otorgan su sentido profundo. Mientras tanto, la derecha sí ha tomado en consideración estas cuestiones y ha logrado una posición hegemónica, a la vista de lo que hoy nos encontramos. El “aznarismo” supo reconstruir una identidad nacional conservadora con los viejos mimbres del nacionalismo excluyente y reaccionario, dotándolos de un manto de legitimidad liberal. La cultura nacional hoy vigente se ha forjado a la contra del nacionalismo periférico, de acuerdo al viejo patrón castellanista, consiguiendo de este modo un alter ego con el que retroalimentarse y fomentar una dinámica de exclusión mutua.
Hoy la izquierda, cautiva y desarmada, carente de narrativa propia, aparece superada por las circunstancias, agazapada hasta que pase la tormenta, esperando a que el debate se reconduzca hacia terrenos más propicios. Es esta una esperanza vana —a mi juicio— pues no van a ser otros los que resuelvan el problema. Las derechas pueden tener la voluntad y la fuerza, más no los recursos para reconstruir la convivencia, al menos en este aspecto. Nos abocan a una solución autoritaria, dramática, que no puede sino abocarnos a una quiebra más profunda, más dolorosa. La salida, me temo, sólo puede pasar para nosotros, para un nosotros, por un retorno al pasado. Por recordar que alguna vez, o muchas veces, el soberanismo periférico contribuyó a la modernización política en España, junto a otras causas. Es preciso recordar que la democracia española se ha construido, y ha de seguir haciéndolo, en base a la sinergia de múltiples corrientes emancipatorias, diferentes voluntades de autogobierno capaces de reconocerse entre sí.
Pingback: Aprender de la historia – El Cuaderno