Crónica

«Corónicas de Ingalaterra»

Eduardo Moga (Barcelona, 1962) registra en "Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres" (Varasek ediciones, 2016) su vida cotidiana durante varios años en la capital londinense.

Una visión crítica de Londres

/ por Eduardo Moga /

Domingo, 17 de noviembre de 2013
Las fatales consecuencias de un sueño demasiado profundo

Ayer Álvaro se durmió a eso de las diez de la noche. Puede parecer extraño en un joven de dieciocho años, supuestamente rebosante de energía y de hormonas, pero en su caso no lo es: la capacidad para el sueño de Álvaro es colosal; además, una vez dormido, duerme con denuedo titánico: sacarlo de ese estado es como reflotar la Atlántida. A veces, en Sant Cugat, me despertaba yo —a varias habitaciones de distancia— por el estrépito de sus cuatro despertadores simultáneos, que sonaban como la alarma de un submarino, pero él seguía en letargo, con un hilillo de baba colgándole de los labios, como un cordón umbilical que lo uniera a la placenta de la almohada, y el aspecto de un oso cavernario que acabara de entrar en hibernación. Todo esto solo tendría un interés científico, si anoche Ángeles y yo, fatalmente, no nos hubiéramos dejado las llaves y los móviles en casa, antes de ir al gimnasio, confiados en que nuestro hijo nos abriría después. Sin embargo, cuando volvimos, hacia las diez y media, y llamamos al interfono, nadie nos abrió. Despreocupadamente, insistimos unas cuantas veces: quizá no nos oía con la televisión, o estaba en el lavabo. Hasta que, a través del ominoso silencio, lentamente, se abrió paso la escalofriante certeza: Álvaro se había dormido, y, si se había dormido, nada de lo que hiciéramos, ningún suceso del mundo, ningún cataclismo interplanetario que se abatiera sobre la Tierra, podría despertarlo. Estábamos perdidos. Pero el camino de la desesperación es sutil y, como nadie desea nunca que lo tengan por un sujeto espantadizo o descontrolado, empezamos a buscar soluciones. Éramos constructivos, claro que sí. Llamamos a los vecinos —una familia francesa que nos había dicho que, siempre que necesitáramos algo, podíamos recurrir a ellos— y les explicamos someramente la situación. Nos abrieron, para que pudiéramos seguir llamando a la puerta, no desde la calle, donde iba haciendo frío, sino desde la puerta misma del piso. Subimos, pues, con la engañosa esperanza de que cambiar de timbre cambiaría la situación, pero yo, en mi fuero interno, sabía que aquella situación no la cambiaría ni el Espíritu Santo. Nos machacamos, pues, las falangetas —por turnos: primero apretaba yo y luego Ángeles me daba el relevo—, intentando, incluso, crear ritmos animados, es decir, no hacer ring, ring, sino ri-ri-ri-riiiiiinnnnngggg, o bien ring-gi ring-gi, ring-gi, giriiiiiinnnnngggg, o cualquier otra combinación que se nos ocurriera, con la esperanza de que la síncopa espabilara la percepción de Álvaro, sumida, en aquel momento, en las tinieblas insondables de Morfeo. Constatado el fracaso de la operación tímbrica, empecé a aporrear la puerta. Así, sin ningún miramiento, como un subinspector de los municipales. Pero tampoco hubo ninguna respuesta: del interior solo nos llegaba un silencio descorazonador. Los vecinos franceses, por cierto, oyeron aquello, porque aquello era audible para todo ser humano en varios cientos de metros a la redonda, salvo para Álvaro, pero no se asomaron a ver qué pasaba. Pensamos en volver a llamarlos, para que nos dejaran pasar de su galería a la nuestra, y desde allí golpear el vidrio del comedor, a ver si Álvaro se despertaba, pero desestimamos la posibilidad: saltar de un balcón a otro podía acabar con nosotros ensartados en los pinchos que remataban las verjas que protegían la finca en la planta baja, o, aun teniendo suerte, en las limosas e hipócritas aguas del Támesis; hipócritas porque, como los ingleses, bajo su tranquila apariencia se ocultaba un maremágnum de fuerzas encontradas, y quizá de carpas hambrientas. Por fin, arrojamos la toalla: no nos quedaba más solución que buscar algún sitio donde pasar la noche. Al salir a la calle otra vez, donde hacía un frío que, si antes encontrábamos llevadero, ahora se nos antojaba polar, aún lo intentamos una vez más: reprimiendo las ganas de ponernos a gritar, volvimos a llamar al timbre, a ver si la providencia se apiadaba de nosotros y el timbrazo penetraba por algún resquicio de la amodorrada conciencia de Álvaro. Pero no. Humillados y abatidos, saltamos al asfalto, como Oates saltara al hielo en la malhadada expedición de Scott: para morir, aunque Oates llevaba calcetines, y yo no: también me los había olvidado en casa. Si algo en aquella ridícula desgracia nos había salido bien, es que teníamos dinero. Aprovechando la visita al gimnasio, habíamos cogido la tarjeta del banco para sacar dinero de un cajero. Con esas libras y la tarjeta, probamos a llamar a casa: quizá Álvaro sí oiría los timbrazos del teléfono. Nuestro pensamiento desiderativo desvariaba, pero teníamos que intentarlo. Solo cuando estás muy hundido, descubres el hundimiento universal que te rodea, y que queda habitualmente oculto por las rutinas emborronadoras de la realidad. Al buscar cabinas desde las que telefonear, advertimos los cubos de basura saqueados: los pobres vacían los contenedores en busca de algo aprovechable, y la inmundicia inunda las calles. Las cabinas no presentan un aspecto mejor. Como nadie, salvo los idiotas como nosotros, las utiliza ya, se han convertido en unos iconos vacíos: todas tenían telarañas, y en una había un murciélago.  Y los teléfonos, por supuesto, no funcionaban. Tras la imagen pintoresca de esas cabinas rojas, de techito abombado, tan representativas de lo británico como el fish & chips, las orejas del príncipe Carlos o alguien que se descalabra haciendo balconing en Lloret de Mar, no hay sino putrefacción e inutilidad. Solo en una, milagrosamente, y superando diversas grabaciones robóticas cuyo inglés era tan comprensible como el de José María Aznar, conseguimos llamar. Tampoco sirvió de nada. Al quinto timbrazo, saltaba el buzón de voz, y ahí se quedaba todo. Definitivamente derrotados, solo nos quedaba encontrar un lugar donde pasar la noche. Las libras que llevábamos en el bolsillo nos aseguraban que no dormiríamos debajo de un puente (en el de Chelsea hay una colonia de mendigos que organiza fuegos de campo y que charla con mucha afición, entre océanos de mugre), pero se trataba de gastar poco y de no alejarnos demasiado de casa: era ya más de medianoche. Fuimos a la cercana Belgravia Road, donde sabíamos que hay varios hotelitos que aprovechan los antiguos edificios victorianos y los subdividen, como apicultores, en celdillas para los turistas. Entramos en el primero que vimos, el Corbigoe Hotel. Desde luego, no lo habríamos hecho si hubiéramos conocido las opiniones de la gente en Google: en tripadvisor, de 315, 51 lo consideran malo y 195, pésimo. Pero en aquel momento lo único que nos importaba era dejar de ser unos sin techo cuanto antes. Así que nos metimos en la boca del lobo. Nos atendió, en algo que solo con mucha generosidad podía llamarse recepción —más bien recordaba a un ataúd vertical—, un indio (de la India, no americano) con aspecto de haberse acabado de despertar de una cogorza. Nos cobró 80 libras, en efectivo, por la habitación número dos, a la que se llegaba bajando por unas escaleras: aquel descenso era como el descenso a los infiernos. Junto a la puerta se acumulaban las bolsas de basuras, pero el cuarto no constituía ningún refugio, sino un remedo de la mazmorra de Montecristo en If, una reproducción de la celda en la que murió Miguel Hernández, un símil de la caverna del dragón. Solo había una ventana, que daba a un patio interior, ocupado por una maraña de cañerías y escaleras de incendio. Para mi horror, también había allí una máquina que producía un ruido constante. En cambio, no había teléfono (con el que habíamos pensado en seguir insistiendo en llamar a casa), ni, en el baño, toallas, y por la moqueta parecía haber pasado una manada de ñus. El radiador estaba pegado al cabecero de la cama, y, como no podía regularse, el calor te achicharraba los sesos: me recordaba a la calefacción de los antiguos vagones de la RENFE, que te asaba los pies en invierno. Lo que más me aterrorizaba era haber de dormir sin melatonina, ni tapones para los oídos: es decir, no dormir. Y, en efecto, cuando uno está tumbado en una cama extraña, en el silencio absoluto de la noche, todo ruido, cualquier ruido, que al principio nos ha parecido suave, se convierte en un estruendo demoníaco: el zumbido de la máquina se volvió una espina lacerante que me taladraba el cerebro; un zumbido al que se sumaba el ruido de mis tripas, porque no habíamos cenado. Y aquella vigilia invencible me hizo, a su vez, dolorosamente consciente de la fragilidad de nuestros mecanismos corporales —yo, siempre amenazado por el insomnio— y también de la espesura del tiempo: ocho horas de inmovilidad, sometido al imperio de aquella máquina inmisericorde, sin poder percibir, ni concebir, otra cosa que su pitido cruel, que tenía la calidad de un mordisco o un maleficio, relativizan mucho el peso de la mortalidad. Milagrosamente, a una hora indeterminada de la madrugada, la máquina dejó de sonar, y yo caí en un duermevela mucilaginoso, que me evitó hundirme en la locura. Milagrosamente, a la mañana siguiente, nuestro hijo ya se había despertado, y hasta nos abrió la puerta. Milagrosamente, sobrevivió a nuestra ira. Ángeles se ha jurado que antes se dejará arrancar la lengua con un garfio al rojo que volver a salir de casa sin móvil ni llaves. Y yo creo que no he dicho que el indio del Corbigoe nos despertó a las siete de la mañana, cuando yo le había pedido que lo hiciera a los ocho. I’m so sorry, me dijo, cuando se lo reproché. Pero no había en su rostro finamente ario ni un atisbo de compunción.

1 de noviembre de 2014
La vida sexual de los ingleses

Esta entrada no será larga. Dice el periodista y escritor húngaro Georges Mikes en Cómo ser un extraterrestre, publicado en 1946: “La gente del continente tiene vida sexual; los ingleses tienen bolsas de agua caliente”. Lo clava. Yo conservo una serie de recuerdos, a lo largo de mi vida, en relación con esa misma cuestión, la vida —o más bien la muerte— sexual de los ingleses, aunque no he podido darles un significado coherente hasta que me he establecido en su país. Me acuerdo, por ejemplo, de aquella magnífica serie británica de televisión de los 70 -que yo veía aún en blanco y negro-, Los Roper, en la que la esposa, Mildred, se quejaba constantemente de que George, su marido, nunca tuviese ganas de darse (y darle) una alegría en la cama. George, en efecto, se escaqueaba todo lo que podía con las más inverosímiles excusas. (La serie duró hasta que la actriz que interpretaba a Mildred, Yootha Joyce, nacida, por cierto, en el mismo barrio en el que ahora vivo, Wandsworth, se murió de una borrachera: llevaba diez años asestándose media botella de brandy al día, sin que sus compañeros de trabajo lo supieran, tal era su profesionalidad; pero en 1980 su hígado dijo basta, y se quedó tiesa). Después, en una de las mejores películas de Monty Python, otro de los clásicos del humor inglés, El sentido de la vida, uno de los sketches abunda en la escasez de la actividad carnal de los britanos y, de paso, le suelta una pulla genial a su acrisolada hipocresía. Es aquel en el que una familia católica tiene doscientos hijos (el gag empieza con una imagen de la madre, rodeada de churumbeles, que friega los platos y, mientras lo hace, pare un crío, que cae al suelo) y, en la casa de enfrente, una pareja de provectos anglicanos critica aquella impúdica proliferación de vástagos, que implica una previa e imprescindible proliferación de coyundas, sin precaución alguna. En realidad, solo la critica el marido, mientras lee el Times en una mesa camilla junto a la ventana. La mujer, con ojos soñadores, quiere saber más bien por qué ellos no pueden imitar a sus vecinos, aunque sea un poquito. El marido responde, con indignado automatismo, que por supuesto que podrían, si quisieran, pero no quieren: ellos son libres, dice, para copular cuanto sea necesario, pero han decidido hacerlo lo justo: dos veces, de las que han resultado dos hijos. Además, si lo hicieran, sería con las debidas precauciones, no como los católicos, que chingan como roedores y, desprotegidos por mandato papal (Every sperm is sacred / Every sperm is great / If a sperm is wasted / God gets quite irate), alumbran hijos con abominable perseverancia. Mi admirado Jeremy Paxman recoge en Los ingleses, el libro en el que define el carácter y la cultura de este pueblo singular, esta parquedad sexual, y la considera un rasgo definitorio de su nacionalidad. De hecho, confiesa no saber cómo se reproducen sus compatriotas. Según las últimas estadísticas, configuradas con una amplia muestra de personas de 26 países diferentes, quienes mantienen relaciones sexuales con más frecuencia son los griegos -el 87% de la población lo hace al menos una vez a la semana-, lo que parece indicar que la gente tiende a buscar compensaciones asequibles y baratas a la crisis, y que, cuanta más crisis, más compensaciones; y, tras ellos, por orden de fogosidad, aparecen los brasileños -lo que tampoco sorprende-, los rusos y los chinos (los españoles ocupamos un honroso octavo lugar, empatados con los suizos, y somos, además, los que nos mostramos más satisfechos con nuestra vida sexual). Ocupan el furgón de cola de clasificación japoneses, norteamericanos, nigerianos y británicos. Entre estos, solo el 55% de la población mantiene algún tipo de contacto sexual a la semana, un porcentaje que no deja de menguar con los años. Además, son los que menos cómodos se encuentran hablando de su vida sexual con sus parejas de cama: lo hacen menos de la mitad. Por si fuera poco, la actividad sexual nunca aparece en los primeros lugares de los intereses de los británicos, que prefieren, con mucho, irse a tomar pintas al pub, salir de compras o viajar a Fuengirola (incluso, si es posible, las tres cosas a la vez), a encamarse (y encarnarse) con sus semejantes. Yo lo he comprobado: contar chistes verdes tiene poco éxito en una reunión social, es más, probablemente te labre una mala reputación. Sonríen, sí, por educación, para no dejarte a solas con la tontería que has contado, pero las carcajadas están prohibidas. Y cambian enseguida de conversación. El clima, desde luego, tampoco ayuda a enardecer los ánimos, pero tengo para mí que este desinterés por uno de los aspectos más agradables de la existencia es, ante todo, cultural. Hay algo en el ambiente que proscribe el fasto carnal. Es como un manto de indiferencia, de distancia, de frialdad, que ningún edredón o excitación sensorial parece capaz de quebrantar. Los ingleses, sí, llegan a Lloret de Mar, o a Magaluf, o a Marbella, y se despendolan: berrean como ñus y desenfundan a la mínima lo que escondan entre las piernas, pero eso no significa que tengan vida sexual: significa, precisamente, lo contrario: que carecen de ella. Darse, rozarse, comunicarse, no está bien visto en la cultura anglosajona: es incómodo y vulgar, y, sobre todo, obliga a un intercambio que desafía al yo, que lo saca del espacio diminuto y sosegado en el que vive, dedicado a trabajar con eficacia y a respetar las normas. Y uno, aunque provenga de otro mundo cultural y sexual, aunque no quiera, se ve impregnado, ay, por esa gelidez. Me temo que si me hubiesen preguntado en esa encuesta sobre hábitos sexuales, mis respuestas habrían sido las de un inglés de toda la vida. O peor.

MogaenLondres
Eduardo Moga (Barcelona, 1962)

14 de noviembre de 2014
El fascinante mundo del yoga

Mi relación con las disciplinas orientales es antigua: se remonta a mi niñez. Mi padre, que era un hombre que creía en los valores de la virilidad, me apuntó a judo en un club -Condal, se llamaba- que estaba cerca de casa, detrás del antiguo matadero de Barcelona. Que el deporte de combate que iba a practicar se desarrollase detrás de un matadero debería haberme hecho pensar, pero yo nunca reparé en aquella funesta asociación, pese a la tenacidad con que se revelaba en el dojo. Creo que, en mi carrera como judoka, nunca derribé a nadie, excepto a un argentino, delgado como un maratoniano, con el que tuve la suerte de cruzarme un día. Aquel hombre quería morir: primero, en su país, había jugado a rugby, y luego, en España, se había enfundado un kimono que le iba varias tallas grande. Yo, tras un sostenido historial de derrotas —alguna ignominiosa, como aquella en que me caí solo tras aplicar una llave de la que mi adversario se apartó: fue ippon—, alcancé un honroso cinturón marrón, a un paso del negro. Nunca intenté alcanzar la categoría superior, por la sencilla razón de que, para hacerlo, ya no bastaba con cumplir los requisitos del escalafón —que, en mi caso, consistían en ser derribado y que pasara el tiempo—, sino que tenía que vencer en una serie de combates. Y, si la sola idea de obtener una segunda victoria (tras aquella, memorable, contra el argentino) se me hacía inverosímil, conseguir cinco seguidas, contra adversarios que medían, por lo bajo, dos metros en todas las direcciones, me resultaba tan inconcebible como que María Dolores de Cospedal articule alguna vez una frase con sujeto, verbo y predicado. Tras el judo -que dejé de practicar (o mejor, que practicaran conmigo) al principio de mi adolescencia, cuando uno ya es capaz de oponerse a los designios de su padre- vino el taichí. Fue muchos años más tarde. Se conoce que me costó tiempo superar la impresión que habían dejado en mi memoria -y mis carnes- las caídas en el tatami. El taichí es kung fu practicado por un oso perezoso. Allí nunca hay prisa, ni golpes, ni peligro de muerte por aplastamiento: todo está reglado, ritualizado, ralentizado. El taichí es otra modalidad de poesía visual, y no me desagradaba practicarlo: además, mola mucho hacerlo en los parques, sobre todo cuando hay chatis mirando. Sin embargo, acabó aburriéndome: sus únicas tres frases -así se llaman las secuencias de movimientos que lo integran- se repiten una y otra vez, sin posibilidad de cambio, salvo que uno quiera adentrarse en el proceloso mundo del taichí con abanicos o, ¡ay!, con espadas. Al cabo de varios meses, ya estaba harto de hacer lo mismo, así que también abandoné. Hasta hoy, en que he descubierto el yoga. Ha sido en Londres, donde, en el gimnasio al que acudo, hay numerosas sesiones semanales. Me lo recomendó otro socio, un guardia civil destinado en la embajada española, mientras pedaleaba desesperadamente a mi lado en una clase de spinning. Ayer fue mi segunda clase. En estos estadios iniciales, lo más llamativo del yoga es que promueve una nueva relación con el cuerpo. De hecho, te descubre músculos que ni siquiera sabía que tuvieras. Nuestra anatomía —o, al menos, la mía— se transforma, con la edad y el sedentarismo, en un burujo indiscernible, en el que todo —vísceras, piel, ligamentos— parece trabado en un mismo grumo de insensibilidad. El yoga deshace parsimoniosamente ese nudo, y uno se da cuenta, como si descubriera una joya olvidada en un cajón, de que tiene músculos sartorios, y músculos escalenos, y hasta conductos parotídeos. Es una revelación gloriosa, pero también dolorosa: cuando la inactividad y la incipiente decrepitud han soldado las partes del cuerpo como láminas de un desagüe, desatarlas —o desatascarlas— no se logra sin aflicción. Uno ve, por ejemplo, que la monitora se tiene sobre una sola pierna como una garza de cuello blanco y levanta la otra por encima de la cintura, y se da cuenta de que alzar la suya veinte centímetros por encima del suelo le va a suponer una sensación próxima al descoyuntamiento, y eso si consigue mantener el equilibrio, en lugar de dar esos ridículos saltitos con los que cree que va a evitar caerse. Los compañeros, si son expertos, tampoco ayudan. El guardia civil, por ejemplo, lleva ya algún tiempo asistiendo a las clases y es capaz de realizar con diligencia la mayoría de los ejercicios. Aún resopla algunas veces -de hecho, le oigo maldecir con acento de Jaén en un par de ocasiones-, pero se maneja con dignidad: hasta es capaz de hacer la posición de la vela, que es como la del pino, pero en sánscrito; y sin tricornio. A mi lado se puso ayer una chica. Me tranquilizó que fuese gorda. Pensé: siendo gorda,  lo hará aún peor que yo. Pero la gorda se anudaba y desanudaba con una flexibilidad impropia de su corpulencia: parecía una luchadora de sumo. Me vine abajo, y nunca mejor dicho: estábamos haciendo la posición vrksasana, o del árbol, y me derrumbé. Lo peor, no obstante, no son los anudamientos, las posiciones dinámicas, sino las planchas, o posiciones estáticas. Uno cree que mantener el cuerpo paralelo al suelo, apoyado en los antebrazos, será algo cómodo, más que, digamos, la trikonasana o postura del triángulo, pero enseguida descubre que es mucho peor: el dolor se extiende desde la punta de los codos hasta la punta de los pies, la punta de los pelos y otras puntas que excuso precisar, mientras uno se esfuerza como un supliciado por refrenar el temblor que le causa la tensión en que se encuentra y, en último término, por abandonar oprobiosamente la posición, desplomándose en la colchoneta. Yo acabé desplomándome. El guardia civil y la gorda, en cambio, se mantenían rectos, airosos como pichones. Tras una hora y cuarto de estiramientos, contorsiones y lucha contra el propio cuerpo, llegamos al mejor momento de la sesión: los cinco minutos finales de meditación, aunque confieso que esto de la meditación siempre me ha resultado algo confuso. Para mí, meditar es meditar sobre algo. Sin embargo, para los orientales meditar es no pensar en nada. ¿Cómo se puede reflexionar, que es una actividad positiva, fabril, sobre nada, que es la inactividad absoluta? Supongo que, si supiera hacerlo, ya no haría esta pregunta, y a eso aspiran las filosofías asiáticas: a que anulemos la máquina del pensamiento, tan fútil como, a menudo, dañina. Ya me gustaría a mí: mi cerebro no para: versos, frases, venganzas siempre incumplidas, fantasías eróticas. Acabo tan sucio de ideas como de barro, cuando llueve, que aquí es siempre. Esos cinco minutos últimos son una delicia: estirados en las colchonetas, con los ojos cerrados, sin hacer nada, solo sintiendo la relajación de los músculos, la respiración, la oscuridad. Sintiendo el cuerpo, que es la expresión del yo que tenemos más a mano; sintiendo el yo, torturado pero renacido.

2 de enero de 2015
Paseando por el Soho

 Hoy queremos visitar este pequeño barrio de Londres, tradicionalmente famoso por su concupiscencia y su bohemia, y por sus actividades relacionadas con el mundo del espectáculo. Ambas perduran, pero como los pecios de un naufragio: apenas quedan aquí teatros y night clubs –no han sufrido mudanza, sin embargo, las oficinas de las principales productoras cinematográficas: lo primero que vemos al salir del metro son las oficinas de la Warner Brothers–: han sido sustituidos por bares y restaurantes, que nos recuerdan, en su amontonamiento y colorido, al barrio de Gracia en Barcelona. No se lo he confesado a Ángeles, pero me interesa comprobar el estado de este barrio libertino que, en los años setenta, resonaba en mis oídos de adolescente virgen y posfranquista como un lugar de perdición, es decir, libérrimo y maravilloso. (A Ángeles, en cambio, la mueve una curiosidad ingenua. Al pasar por delante de un “club para hombres”, me pregunta si solo pueden entrar los hombres. Yo le respondo que no: también pueden entrar las mujeres, pero solo encontrarán mujeres en el escenario). Frente a los sórdidos puteríos del Barrio Chino barcelonés —ah, aquella Pensión Lolita de la Rambla de Santa Mónica, qué tristes fabulaciones nos había deparado…—, el lenocinio en el Soho incorporaba la legendaria sutileza británica: en muchos portales se leían anuncios como “se imparten lecciones de francés” o “large chest for sale“, que juega con el doble significado de chest: cofre y pecho, y que sugería que aquello enorme que se ponía a disposición del público no era precisamente un arcón. De todo eso no queda hoy nada, no sé si por desgracia o por fortuna. Vemos todavía algunos locales de “entretenimiento para adultos”, algunos peep shows y hasta algunas librerías sexuales -donde se mezclan los libros taschen de falos y tetas con inocentes novelitas pornográficas y consoladores espeluznantes-, pero son islotes desconchados en un mar de calles sin depravación. Algunos restos de la transformación —no quiero llamarlo desmoronamiento— del barrio son meros cadáveres, como el mítico Raymond Revue Bar, que, en sus años de esplendor, que fueron muchos, se anunciaba como “el centro mundial del entretenimiento erótico”. Pero el Raymond cerró en 2009, y hoy solo pueden verse sus restos despintados en el arco de Walkers Court (muy apropiadamente, streetwalker es sinónimo de prostituta). Por supuesto, nada queda de otros locales importantes, muy anteriores en el tiempo. El Soho ha sido el lugar de esparcimiento inguinal desde la segunda mitad del siglo XVIII, y eso da para una larga historia. En la plaza homónima, Soho Square, hoy un elegante cuadrado, presidido por una estatua del rey Carlos II, se levanta la iglesia de San Patricio, y lo hace en los terrenos en los que antes se encontraba la residencia de una actriz fracasada, Theresa Cornelys, que en los años sesenta de aquella centuria mantenía una casa célebre por su acoger a gente “disoluta, holgazana y desordenada, tanto hombres como mujeres, que acudían al lugar y pasaban toda la noche causando alboroto y acreditando una conducta deplorable…”, como señaló una autoridad de la época. Qué lugar tan maravilloso debía de ser. Pero la autoridad, naturalmente, lo clausuró. En la misma Soho Square se encontraba un -este sí- famoso burdel, The White House, que desarrolló sus actividades entre 1778 y 1801, y cuyo nombre era, probablemente, una alusión despectiva a las colonias americanas que habían tenido la indelicadeza de rebelarse, y luego independizarse, de la Gran Bretaña. (El nombre sería calcado después por un no menos reputado, y nunca mejor dicho, meublé barcelonés, la casita blanca, aunque en este caso no provenía del color de las paredes, como en el del lupanar londinense, sino del hecho de que las trabajadoras, que eran muy limpias, ponían las sábanas utilizadas a secar en la azotea del edificio). Pero el Soho no ha sido solo un lugar de perdición, sino también un barrio artístico y, en la medida en que el concepto, tan latino, es aplicable a los anglosajones, bohemio. A veces, esas dos almas confluían: Thomas de Quincey, por ejemplo, fue rescatado de la inanición, y acaso de la muerte, por Ann, su queridísima puta quinceañera, que, cuando se desmayó de hambre y debilidad en Soho Square, fue corriendo a la cercana Oxford Street a por “oporto y especias”, aunque sorprende que no pidiera un bocadillo de jamón. A la prostitución le debemos, pues, las Confesiones de un opiómano inglés y el resto de la obra del gran romántico mancuniano. En el Soho ha vivido también Giacomo Casanova —en Greek Street, y aun hoy se dice que su fantasma deambula por el Raymond Revue Bar—, otro autor en el que el sexo y la literatura están profundamente interpenetrados, y, de nuevo, nunca mejor dicho. Karl Marx, en cambio, que residió en el edificio que hoy ocupa el restaurante Quo Vadis, llevó una vida austera. Tanto, que pasó años con su mujer, tres hijos y la sirvienta (porque, pese a fundar el marxismo, Marx tenía sirvienta) en un piso de dos habitaciones. De allí iba andando cada día al Museo Británico a escribir El capital, y en un pub de la zona, muy pertinentemente llamado León Rojo, esbozó con Engels los principios del Manifiesto comunista. En los pubs y restaurantes del Soho, por cierto, han pasado otras cosas fundamentales para la historia de la literatura (está por escribir un libro así: Pubs y literatura). En The French House —base del exilio francés en Londres en la Segunda Guerra Mundial, en cuyo piso superior se reunía el general De Gaulle con sus colegas de la Resistencia—, Dylan Thomas extravió su manuscrito del extraordinario Bajo el bosque lácteo (que publicamos en DVD ediciones hace muchos años ya, con la no menos extraordinaria traducción de Ramón Andrés), pero el dueño del local, Gaston Berlement, lo encontró en un asiento, antes de que las señoras de la limpieza lo tiraran a la basura, con los restos de los fishes and chips. En otro pub, el Coach and Horses, escribía —cuando escribía, es decir, cuando no estaba borracho— el genial Jeffrey Bernard, cuyos artículos para el Spectator, plenos de ingenio e ingenuidad, han sido descritos como “una nota de suicidio escrita a plazos”. En las muchas ocasiones en que la curda no le permitía redactarlas, el periódico rellenaba el vacío de su artículo con un mayestático Jeffrey Bernard is unwell, “Jeffrey Bernard se encuentra indispuesto”. El restaurante Kettner, en fin, en la esquina de Romilly Street, era el favorito de Oscar Wilde en Londres, y aquí venía a cenar con lord Alfred Douglas, el amante que precipitó su ruina: su padre -el marqués de Queensberry, el inventor de las reglas del boxeo moderno: un tipo, obviamente, con el que era peligroso pegarse- llamó maricón a Wilde, este lo denunció por libelo y la justicia falló en favor del aristócrata. Y de ahí a la cárcel de Reading, el tristísimo exilio francés y la muerte en la miseria. Wilde no ponderó adecuadamente las posibilidades de que un tribunal victoriano condenase a un marqués por llamar maricón a un maricón. Otros personajes de la literatura han vivido o pululado en el Soho. Aquí nació, por ejemplo, William Blake (y quizá estas calles atrabiliarias inspiraran una visión tan apartada de la común en su época como la que revela su obra). Aquí vivió también el poeta sudafricano y fascista Roy Campbell, el único que militó en el bando franquista en la Guerra Civil española, cuya elegante residencia, pintada en delicados tonos verdes y con hermosos frisos en las ventanas, admiramos en Great Pulteney Street. En esta misma calle residió (y así lo recuerda una placa azul, que no consta en la casa de Campbell: el fascismo da para estos olvidos) John William Polidori, médico personal de Lord Byron y autor de El vampiro en aquella célebre reunión en Villa Diodati, una tormentosa noche del verano de 1816, en la que Mary Shelley alumbró también su Frankenstein: la palidez que Polidori atribuye a su vampiro, y que se ha hecho característica de estos seres de ultratumba, está inspirada en la palidez del propio Byron. Pero no solo de sexo y letras vive el Soho. Abundan aquí también las iglesias y las instituciones de caridad, promovidas, en parte, por la inveterada necesidad que han sentido las buenas gentes de Londres de regenerar un barrio tan depravado. Vemos, además de la iglesia de San Patricio, la Casa de San Bernabé, dedicada a la ayuda de los indigentes, y la Escuela Parroquial del Soho, que proporciona educación a los niños más necesitados, y cuya iglesia fue, como tantas otras, bombardeada en la Segunda Guerra Mundial. Las víctimas del ataque se enterraron en el jardín, y fueron tantas que lo elevaron un metro y pico por encima del suelo. Vemos también otros lugares interesantes, como el Gay Hussar, un restaurante que creemos forma parte del Soho homosexual, muy visible y activo, pero que solo alude a la alegría de la comida húngara que sirve; el bar Italia, en cuya planta superior John Logie Bird hizo la primera demostración pública de la televisión; y el Groucho Club, sin carteles que lo identifiquen, pero con una enorme bandera con la cara de Groucho Marx. Pienso, pensamos, que no estaría mal que todas las banderas del mundo fueran sustituidas por enseñas con el rostro del otro gran Marx del barrio. Y también que tiene gracia que se haya creado —en 1984— un club con el nombre de la persona que dijo que no pertenecería nunca a un club que lo admitiera a él como socio.


PORTADA LIBRO MOGA

• Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres
• Eduardo Moga
• Varasek Ediciones, 2016
308 pp.; 18€ (edición en papel + ebook)

 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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