Música y danza

Mi madre y Leonardo

/ por Igor Paskual /

Cohen huele a hogar, a ropa recién planchada, a la mesa puesta con la sopa aún humeante. Mi madre adora a Cohen y, cada vez que le escucho, me vienen a la cabeza esas tardes oscuras de invierno donde sonaba su letanía como una lluvia incesante. Era genial llegar a casa y ver a mamá tan contenta con aquella voz de barítono y coros de chicas sonando por todos los rincones. A mí me gustaban más otras cosas que ponía, como Los Brincos, Los Pekenikes o El Dúo Dinámico, pero le fui cogiendo cariño a ese señor que en las fotos salía tan seriote y, con el tiempo, me llegó a gustar mucho. Así que tengo asociado a Leonard Cohen a los días de infancia en los que mi madre escuchaba música. Si elegía a Mahler, ella misma simulaba que dirigía una gran orquesta; si lo que tocaba era una habanera, ya se imaginaba cantando en el coro Manín de Lastres y, cuando recitaba Leonardo, aquello parecía un vals infinito, cálido como una manta. Pero al cabo de unos años, mientras yo estaba alucinando con Marc Bolan, una serie de artistas empezaron a reivindicar a Cohen. Hablaban de él con una seriedad que me dejaban perplejo: ése no era el cantante que yo conocía, ni mucho menos. Para mí, Cohen era una figura cercana, como ese tío un poco díscolo que ves alguna vez en Navidad, bebe un poco más de la cuenta y cambia de novia con frecuencia. Era esa persona que te descubría a Kavafis o a Baudelaire y después te llevaba a un bar donde sólo le conocían a él pero donde le trataban con mucho respeto. Así que, cuando empecé a ver el tipo de versiones tan dramáticas que se hacían de sus canciones, sentí que ése era otro Leonard, un Leonard para feos y aburridos. Pobre Leonard, ¡si seguro que se llevó una alegría tremenda cuando descubrió que en la música había más pasta y más chicas que en la literatura!

A mí me da la sensación de que Cohen escribió sus libros para tirarse el rollo, pero todos sabemos que son infumables y que le han dado el premio equivocado; él no merece el premio de las letras, sino el de las artes, porque es un seductor fabuloso, como todos los buenos cantantes. Lo que no han comprendido quienes le reivindican con pinta de poetas malditos es que el arte es una gran mentira y no una gran verdad. Pero la vida siempre termina elevando al que agita las alas con más gracia y, por fin, apareció el único artista que ha hecho justicia al legado de Cohen: Rufus Wainwright. Su Hallelujah es alegre y lleno de luz como deben de ser los aleluyas, sus letras son irónicas, divertidas, serias y, sobre todo, ha aprendido el fabuloso arte de mentir, como su maestro Cohen. Rufus, además, tiene motivos para estar feliz: él y su novio son padres de una niña y la madre de alquiler fue Lorca, la hija de Leonard Cohen. Eso sí que es formar una familia poética y divertida. Como diría mi madre, justicia divina. Hallelujah.


 

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