/ por Manuel Artime /
Con el título de Qué es ‘lo nuevo’: consideraciones sobre el momento español presente analizaba José Pemartín el resurgimiento del nacionalismo conservador allá por 1937. Quien fuera destacado propagandista de la dictadura de Primo de Rivera, celebra aquí el retorno del autoritarismo en un movimiento nuevo, Falange Española, guiada por el primogénito del dictador y principal ariete para el derrocamiento de la República. Siempre me ha parecido un buen ejemplo de cómo en ocasiones la reacción se presenta con apariencia de novedad, como modernizante o incluso rejuvenecedora. Esta apariencia juvenil suele ser adoptada en momentos de crisis sistémica, cuando lo hegemónico parece imperpetuable y se vuelven acuciantes las demandas de cambio.
Hoy, a la vista de los acontecimientos, es posible que estemos asistiendo a un rejuvenecimiento de la derecha española, una modernización reclamada por muchos, también desde la izquierda. La crisis política es vista como la oportunidad para desplazar a un Partido Popular lastrado por la corrupción e incapaz de sacudirse ciertas herencias atávicas. Impulsada por el conflicto territorial avanza esta derecha moderna, desacomplejada, de firmes y civilizadas respuestas ante el desafío nacionalista: el Estado no tendría nada que negociar, sólo la derrota del adversario. La nueva derecha no reconoce otra nación que la instaurada por la Constitución de 1978 (ojo, no a la inversa). No habría otra fuente de soberanía, que la que se desprende de la legalidad, ni otra forma de adscripción política que la de ciudadano (valórense las consecuencias). Una parte de la oligarquía económica y mediática ha dado ya respaldo público al proyecto, otros quizá estén empezando a valorarlo tras las elecciones recientes. Pero si atendemos a su respaldo intelectual, por el contrario, la imagen que se nos ofrece de esta nueva derecha quizá no es tan juvenil, ni tan modernizante. Un breve ejercicio genealógico nos permitirá arrojar algo más de luz sobre el fenómeno.
La última gran transformación experimentada por la derecha española tuvo lugar en los 90´s, cuando asume que para retornar al poder debe desprenderse de la rémora que significaba el franquismo. José María Aznar, el gran artífice del proceso, desplazará los referentes históricos del partido al viejo liberalismo conservador (si bien Fraga ya había tratado de reivindicarse “canovista”). La Restauración ofrecía un modelo de alternancia en el poder entre dos grandes partidos, que compartirían una base sólida de consenso. Este pacto habría de persuadir a ambos de evitar el radicalismo político y la búsqueda de alianzas en los extremos del tablero. Como se puede ver, la idea del consenso bipartidista (de la que hoy tanto se habla) no era tan nueva, pero tampoco vieja, pues las derechas europeas han venido promulgando pactos similares en las últimas décadas del XX. La respuesta neoconservadora a los envites revolucionarios del 68 consiste precisamente en reforzar los consensos mayoritarios frente a las demandas de las minorías y estrechar así la agenda política de nuestras democracias.
En esta renovación conservadora recibe una gran importancia la cuestión del relato. Lejos de ser considerado un atavismo, el relato histórico es visto como una instancia decisiva en la definición de los límites de legitimidad política. La batalla cultural que está por librarse consiste en rebatir aquellas narrativas de exclusión formuladas desde las minorías (género, raza, sexo, etnia,…), que habían dado lugar a la eclosión de nuevas movilizaciones sociales en los 60’s. La nueva ideología conservadora habrá de erigirse pues sobre un nuevo imaginario, el de una democracia consumada, completa; sobre la idea del “fin de la historia”, una historia exitosa, finiquitada, con la que desprendernos de los complejos inducidos por quien se siente perdedor y ha decidido culpar al conjunto.
La renovación conservadora operada en España a finales de siglo tampoco va a despreciar este aspecto. Consciente de la importancia de reconstruir el relato, de la batalla por informar históricamente la democracia, definir sus aspiraciones y sus límites, el nuevo conservadurismo español se esfuerza en recomponer una mitología de éxito, reivindicando los logros de la historia reciente. Frente a quienes nos emplazan a expiar las culpas del franquismo, es preciso asociar nuestra democracia a la idea de normalidad, la superación de viejos fantasmas y la modernización consumada. El principal obstáculo para esta recomposición del orgullo nacional, son los complejos inducidos desde la izquierda nostálgica y el nacionalismo periférico (en que se apoya por entonces el PSOE para gobernar). Es preciso forjar una alianza entre los dos grandes partidos que permita prescindir de estos apoyos y excluir sus demandas de la agenda política. Es preciso encontrar a ese Sagasta que ponga fin a la complacencia de la izquierda con quienes quieren destruir España.
Una vez ganadas las elecciones el “aznarismo” va a empezar a conocer las limitaciones para llevar a las instituciones su proyecto. Primero cuando se encuentre cortejando para la investidura a los mismos partidos nacionalistas que había concebido como sus antagónicos. Y después cuando el llamado “plan de las humanidades”, que buscaba implantar el estudio de una Historia nacional idéntica en todo el territorio, sea rechazado por todos los otros grupos políticos. Por entonces —es preciso recordar—todavía estaba presente cierta memoria antifranquista, que reconocía al nacionalismo la legitimidad de la lucha contra la dictadura. Para muchos los derechos de autogobierno estaban asociados de manera indiscernible a la conquista de la democracia (“libertad, amnistía, estatut de autonomía”). Esto empezará a romperse con la segunda legislatura de Aznar, quien aupado a la mayoría absoluta podrá empezar a implementar por fin su programa nacionalizante. La lucha antiterrorista le permitirá forjar unos nuevos márgenes de legitimidad democrática, donde la unidad nacional es correlativa a la defensa de las libertades y el estado de derecho. A partir de entonces (y aún después de la desaparición de ETA) el nacionalismo periférico ya no será visto como un colaborador en la consecución democrática ni en la gobernabilidad del país, sino como un cómplice del terrorismo (“no comparten medios, pero sí fines”).
La iniciativa “recentralizadora” de Aznar, traducida —insisto— no sólo en leyes orgánicas sino también en la redefinición del relato, en un nuevo nacionalismo nada banal, va a tener como efecto el repliegue de las periferias: por el lado vasco está el Pacto de Lizarra que desemboca en el Plan Ibarretxe, buscando consumar la ruptura con España; por el lado catalán el Pacto del Tinell que conforma el gobierno Tripartito y la reforma del Estatut, cuyo objetivo era en este caso rescatar la tradición federalista —merecerá la pena dedicarle en otro momento unas líneas—. Este proyecto catalán resultará decisivo para la llegada de Zapatero al gobierno de España, aunque hoy se tilde el apoyo a la reforma estatutaria como un gesto de mera frivolidad. Zapatero va a resultar al cabo todo lo contrario de lo que cabía esperar desde la derecha española. Lejos de convertirse en el ansiado Sagasta, o en ese aliado de Tercera Vía, con el que implementar un consenso centralizador, busca sus apoyos de gobierno por la izquierda (IU, ERC, BNG,…), resultando de ello la apertura de la agenda política por diferentes frentes (Estatut, final ETA, Memoria Histórica, matrimonio homosexual, paridad,…).
La renacionalización conservadora choca así con un “zapaterismo”, que lejos de cerrar la nación, se pliega a hacerla algo discutido y discutible. El “aznarismo” habrá naufragado en sus propósitos inmediatos, pues no sólo no encuentra complicidad en la izquierda, sino que incluso en su propio partido se irá viendo desplazado (y reducida su influencia a la Comunidad de Madrid). Sin embargo, veremos que su fracaso no es tal en términos de cultura política, la semilla del nacionalismo excluyente no tardará mucho en dar fruto. La polarización introducida por el “aznarismo” se hará notar en País Vasco y en Cataluña, de allí surge la contestación al programa centralizador, pero también la mayor comprensión hacia aquél. Así se manifiesta, primero en Euskadi, con el nacimiento de UPyD, un partido impulsado desde la órbita intelectual del socialismo vasco disconformes con la dirección federal. Un proceso similar se vive en Cataluña, cuando intelectuales cercanos al PSC emprendan la aventura de C’s como una forma de desmarcarse del Tripartito y Maragall. El nuevo patriotismo “desacomplejado”, “constitucionalista”, promovido desde la derecha española, traía consigo una gran carga de inmovilismo, significaba aceptar un relato apologético de la Transición y la democracia establecida, pero una parte de la izquierda verá en ella el ariete con el que confrontar el nacionalismo periférico. El entendimiento deja de ser visto como una opción posible. Se trata de derrotar al adversario. Aunque se resienta la democracia.
La crisis que ha venido después, primero económica luego política, ha puesto a estos nuevos nacionalistas frente al espejo. Aunque estos partidos se reconociesen inicialmente como socialdemócratas (y muchos de sus impulsores como de izquierdas), la coyuntura política les ha ido emplazando a posicionarse ante diferentes iniciativas regeneradoras (memoria histórica, Estatut, 15-M, populismo,…), optando siempre por reforzar el relato sobre el que habían edificado su identidad política, el de la democracia normalizada, completa. De nuevo el relato nacional autocomplaciente, orgulloso, ha servido para sellar vetas críticas, para cerrar la agenda; donde antes se decía “Transición ejemplar” hoy se proclaman los “mejores 40 años de nuestra historia”. El conflicto nacional suscitado en torno al independentismo catalán está consiguiendo proyectar a este nuevo nacionalismo español mucho más allá de los pronósticos iniciales (también los de la derecha tradicional, hoy se están dando cuenta). La confrontación territorial es su hábitat de crecimiento, no hay en ellos ninguna vocación de resolverlo, ni la que pudiera haber desde un conservadurismo más sensato. Los últimos resultados electorales anticipan la emergencia de este nuevo nacionalismo español, con potencial para escorar a la derecha a una parte importante del electorado. Pero esto no sólo trastoca peligrosamente las jerarquías políticas (FAES ha tardado sólo dos días en saludarlo), sino que nos arrastra a todos a una polarización que puede resultar catastrófica. Con un poco de perspectiva histórica deberíamos saber ya que es éste un proyecto de nacionalización incompatible con la realidad española, que sólo puede pretender ser implementado bajo unas condiciones de coerción masificada. Deberíamos saber que lo que aparece como nuevo, no lo es tanto, nos conduce por una senda histórica que ya intentaron recorrer otros, con consecuencias indeseables.
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