/ por César Iglesias /
El nacionalismo español y sus homólogos periféricos han impuesto, con sus insoportables retóricas de la intransigencia, una dialéctica reaccionaria para ocultar contrarreformas sociales que dinamitan el estado de bienestar y derechos civiles.
Paseo por mi ciudad y cuando sopla el nordés o el gallegu, los dos aires más belicosos por estas tierras norteñas, las banderas rojigualdas vocean en los últimos meses toda su rabia de trapo. Es el panorama de la mayoría de las ciudades, las villas y los pueblos de España. En otros lugares, a los pendones que gritan su furia las llaman estelades. Da lo mismo, no hay diferencias, todas están diseñadas por el supremacismo y la cólera y tejidas en las fábricas de la endogamia y el paletismo.
Hablamos de los nacionalismos. Hasta ahora se había hecho principalmente de los que llevaban el adjetivo periférico, un sambenito cimentado en la autoexclusión o en la segregación, dos de los varios rostros del fanatismo y la intransigencia. Pero poco se habla de otro nacionalismo, intolerante y tozudo como cualquier patrioterismo que se sustenta en los valores de los matones de patio de colegio. Y este no es otro que el nacionalismo español, de rancio y chulesco abolengo.
Y como todos los nacionalismos, su origen procede de una debacle emocional. Pese a que invoquen Covadonga, Don Pelayo, la Santina, Santiago Matamoros y demás mitologías con exceso de caspa ideológica, el tuétano del españolismo viene de una doble derrota: la sufrida por el constitucionalismo decimonónico, que intentó regenerar una España que se resistía a los valores del liberalismo y de la Ilustración, a manos del absolutismo borbónico, y la de la pérdida de las colonias, que tanta frustración generó en los cuarteles. Después vino la depresión del 98, que cómo único tratamiento recibió la medicina de palo del nacional-catolicismo. Como todo bálsamo de Fierabrás, el remedio fue peor que la enfermedad. Y sus consecuencias son visibles: no sólo las de los neofeudalismos catalán, vasco y algún otro nostálgico de reinos perdidos en la bruma, también las generadas entre una buena parte de los ciudadanos, principalmente los electores de las izquierdas, a los que aún les cuesta asociar a España con los valores de las sociedades abiertas y de progreso.
Pero la paradoja del nacionalismo español es que incapaz de identificarse como tal. Parece que el españolista es una especie fantasmal, incapaz de reconocerse en el espejo. Ser nacionalista es para el españolista algo ontológicamente natural, casi heideggeriano: va en el Ser. Ninguno de los que cuelgan de sus ventanas la rojigualda, ni los que lucen chapa en el ojal de la chaqueta o pulsera con los mismos colores, ni mucho menos los que gritan “!A por ellos, oe, oe¡” a las fuerzas de seguridad del Estado como si fuesen al frente de batalla se consideran españolistas. Son simplemente “!!!españoles, españoles, con un par de cojones¡¡¡”. Eso sí, españoles huecos, vacíos, los hollow men que diría T.S Eliot.
Cierto es que la transición de la dictadura a la democracia arrinconó temporalmente el rojigualdismo. Quedó reservado para los cadeneros de Cristo Rey, Blas Piñar y demás nostálgicos del franquismo, incluidos los “aperturistas” de la Alianza Popular de Fraga, Aznar, Rato, Rajoy y Álvarez-Cascos. Ni siquiera la UCD de Adolfo Suárez ni los socialistas de Felipe González o Enrique Tierno Galván aireaban la bandera. El único que tuvo el valor, como fiel discípulo del tacticismo leninista, fue Santiago Carrillo, que en su primera rueda de prensa como secretario general del legalizado PCE plantó a su lado la rojigualda en hermandad con de la hoz y el martillo.
En 1996, aquel tipo de pelo engominado y bigote cetrino, que se declaraba “falangista independiente” y publicaba en un diario riojano artículos contra la Constitución de 1978, llegó a la presidencia del Gobierno de España. Por entonces ya se había convertido en un demócrata de toda la vida, tras asearse en las duchas institucionales de las Cortes y de la presidencia de Castilla y León. Fue el tiempo en que aquel inspector de Hacienda leía poesía, hablaba catalán en la intimidad y pactaba con los abertzales del PNV y los nacionalistas de Jordi Pujol la mayoría parlamentaria. No fue el único, otros, antes y después, también lo hicieron. Se suponía que José María Aznar había abrazado la visión de España del Presidente Manuel Azaña, que abogaba por soluciones políticas a la complejidad identitaria española, más que a la “conllevanza” que aconsejaba Ortega y Gasset, como si los nacionalistas periféricos fuesen los hijos crápulas a los que había que mantener con propinas y alguna que otra colleja.
Pero fue un espejismo. Ese nacionalismo que niega reconocerse en el espejo hizo músculos, similares a los que pueblan los abdominales aznarianos. Lo hizo tras las elecciones de 2000, cuando el PP, heredero de la españolísima AP, logró una mayoría absoluta a la que le sobraban apoyos. Entonces fueron los tiempos de la “banderona” en la madrileña Plaza de Colón, la invasión de Perejil, ese estratégico peñón de cabras y cardos perdido en el Mediterráneo, algún que otro escarceo chulesco de barra de bar con Gibraltar -uno de los clásicos del españolismo- y, sobre todo, fueron los años de cantar las cuarenta a los nacionalistas catalanes y vascos.
Al resto de los periféricos se nos siguió dejando en las esquinas, más si estas se sitúan al Noroeste ibérico. Después vino Zapatero, el rompespaña, en la jerga de Cofradía de Santiago y Cierra España, y las rojigualdas al viento volvieron, algunas con la gallina, otras con el torito bravo o, incluso, con la cruz celta del neofascismo europeo. A todo ello se sumó la escandalera de las mesas petitorias y la jactancia de la derecha españolista contra el reformado Estatuto de Autonomía catalán (tan añorado ahora), el avance federal del Estado de las Autonomías y la búsqueda de la equidad ciudadana más allá del lugar de residencia geográfica.
Si hasta aquí no se ha mencionado el problema del terrorismo etarra es porque esto exige un párrafo aparte. No es de buen gusto recurrir como argumento político al sufrimiento que soportaron miles de ciudadanos durante los años negros de los legionarios abertzales (patriotas, significa si alguno no tiene el euskotraductor a mano). Pero al españolazo enmascarado, ese que se mira al espejo y sólo ve su tableta abdominal de falso constitucionalista y no músculo patriotero, le vale todo, incluso la sangre derramada, y para ello recurre a su intrínseco relativismo moral, sustento de los adscritos a la ideología del sepulcro blanqueado: cinismo ético y ventajismo político. ETA se convirtió en coartada para sustentar una estrategia que tiene sus raíces en una concepción nacional de España como destino en lo universal, en sentirse heredero y orgulloso de las hazañas de Isabel la Católica, de la Inquisición y sus santas hogueras, de aquel Imperio en el que nunca se ponía el sol o de aquella patria que los seguidores del prenazi Carl Schmitt y su telúrico “Estado total” materializaron en un concepto: “Una, grande y libre”.
Si primero sobraron los musulmanes (los moros, en argot españolazo) y los judíos, después les tocó el turno a los luteranos, calvinistas y otros heterodoxos espirituales. Incluso les pasaron factura a los cristianos nuevos, fuesen judeoconversos o moriscos, porque la pila bautismal era insuficiente para acreditar la limpieza de sangre. Más tarde fue el turno de los ilustrados, afrancesados, liberales y masones. No se libró ninguno: algunos acabaron con la cabeza cortada, como el general Rafael del Riego, otros en la cárcel, como Jovellanos, y el resto en el exilio, como Juan Meléndez Valdés o José María Blanco White. Después les tocó el turno a los krausistas, a la Institución Libre de Enseñanza, a los republicanos, a los federalistas, a los socialistas, a los comunistas y demás herejes con carnet del club de la conspiración judeomasónica. Todos ellos ponían en peligro un concepto ideológicamente perverso y materialmente criminal: el nacional-catolicismo.
Es deber de memoria recordar que José Calvo Sotelo, ex ministro de la dictadura de Primo de Rivera y líder de la ultraderechista Acción Española, semanas antes de ser asesinado por el terrorismo izquierdista, dio un mitin en el frontón donostiarra de Urumea, con una una frase que compendia mucho más que una ideología: “Entre una España roja y una España rota, prefiero la primera, que sería una fase pasajera, mientras que la segunda seguiría rota a perpetuidad”. Faltaban pocos meses para aquel 18 de julio de 1936.
“El nacionalismo español es reactivo, no creativo”. Lo tiene analizado el profesor José Álvarez Junco en una obra esencial, Mater Dolorosa (Taurus, Madrid, 2001), donde recuerda las palabras de otro maestro de la historia de España, Borja de Riquer, que vislumbró cómo el españolismo fue raptado “por los sectores ideológicos más reaccionarios, más antidemocráticos y socialmente más regresivos”, frente a los frustrados intentos del jacobinismo afrancesado, del impulso regeneracionista posterior a la depresión de 1898 y del proyecto exitoso del “café para todos” del Estado de las Autonomías que surgió de la Constitución de 1978.
Eso que en su momento, con acierto de buena agitprop falangista se llamó la “Anti España”, necesitaba de nuevos enemigos. La transición a la democracia blanqueó muchas biografías, pero no aireó tantas mentes como muchos creían. A falta de enemigos externos (la corrección diplomática y los intereses económicas impedían, salvo anécdotas aznarianas, invocar Gibraltar o arremeter contra Marruecos) se buscaron los internos. Y esos andaban por las esquinas de la península.
Cuando el nacionalismo español ocupa el banquillo de la oposición, lo tiene fácil: el que está en el Gobierno, valga el caso el presidente Zapatero, es un “vende España”, aunque haya sido por acabar con el terrorismo de ETA sin pactar nada a cambio y con todos los presos de la banda cumpliendo sus penas carcelarias o por su empeño en abrir vías de diálogo para lograr un encaje emocional y plural, pero equitativo administrativamente, de todos los ciudadanos españoles.
Cuando el españolismo ocupa absolutistamente La Moncloa lo tiene fácil. Al no necesitar el respaldo con los que hablaba en la intimidad en catalán ni tener que lucir txapela, ya se encarga de recortar competencias administrativas a las autonomías para imponer sus políticas de recortes de derechos sociales y civiles. Si al frente de los ejecutivos autonómicos hay personas sensatas, que no tiran de navaja ideológica, no hay pelea. Pero la reyerta está asegurada cuando en frente tienes a otros de tu misma jaez ideológica. ¿Es casualidad que cuando el nacionalismo hispano está en el Gobierno de España, sea en versión aznariana o mariana, hayan surgido personajes de la catadura moral y política del olvidado Ibarretxe o del ínclito prófugo Puigdemont?
Los nacionalistas se necesitan unos a otros porque más allá del cuestionamiento de las esencias patrias y de su sentimentalismo feudal de mitos y banderas, su aspiración primaria persigue un doble objetivo. Primero, imponer políticas neoconservadoras económicas y regresivas en derechos sociales: ¿es casualidad que el mayor tijeretazo al menguante estado del bienestar público (sanidad, enseñanza y servicios asistenciales a los más desfavorecidos), todos gestionados por las comunidades autónomas españolas, haya sido acometido por los españolazos enmascarados del PP, mientras que Artur Más aplicaba con idéntica saña estas políticas depredadoras del bienestar en Cataluña? Segundo, pero más peligroso aún: su anhelo es conformar sociedades cerradas (pese a que a diario blasfeman invocando el nombre de Karl Popper en vano), sea la feudalista del 3% catalán o la de esa España que no reniega del nacional-catolicismo. Todas comparten una patología endogámica que peligrosamente se acerca a ese engendro posfascista que algunos desvergonzados llaman “democracia iliberal”, la alentada y practicada por los Putin, Trump, Xi Jinping, Le Pen, Orbán, Kaczynski y demás conmilitones del integrismo patrio del siglo XXI. Bueno es hacer memoria: Franco ya se les adelantó por la derecha y bautizó ese régimen como democracia orgánica.
A día de hoy, el centro ideológico del españolazo enmascarado se encuentra en la calle Ruiz Alarcón, 13, de Madrid. Allí tiene su sede la FAES (no la de las JONS). Pero ahí no necesitan antifaz, como el guerrero matamoros de los tebeos de la postguerra. En la entrega del premio FAES 2012 a Mario Vargas Llosa, el abominable hombre de los abdominales pronunció un discurso lleno de perlas reaccionarias, que se sintetizan en una frase: “No podemos hacer dejación de España […] Debemos hacer por España más de lo que nadie pueda llegar a hacer contra ella”. Son palabras de José María Aznar, el presidente de eso que se ha dado en llamar think tank de la derecha española, que en su traducción literal al castellano no es otra que “tanque de pensamiento”. ¿En que estaría pensando el propietario de la millonaria sociedad de inversiones Famaztella cuando afirma que “debemos hacer por España más de lo que nadie pueda llegar a hacer contra ella”? Es de suponer que sería una metáfora inocente y para nada tenía en mente otros tanques, ni los de la División Brunete ni mucho menos los que hizo circular un día de febrero de 1981 por las calles de Valencia otro señor de bigote afilado, un tal Milans del Bosch. Aznar realizó aquella advertencia en 2012. ¿Qué pensará ahora con todo lo acontecido desde el patético 1 de octubre de Puigdemont y compañía?
En el semillero de reaccionarios (el calificativo neoconservador les queda a la izquierda) que es la FAES, se diseñan estrategias con dos sustratos: el revanchismo personal contra Mariano Rajoy, hereje quietista de los dictados del mesías Aznar, y el oportunismo electoral, con un apoyo ya explícito, a Ciudadanos. Los miembros de la fundación aznariana serán ideológicamente ultras, pero no son idiotas. Más bien todo lo contrario. El PP empieza a ser un partido abrasado: la corrupción endémica y sus políticas de fomento de la desigualdad económica y social corroen los cimientos electorales de la formación que encarna la derecha españolista. Por eso es necesario buscar una nueva marca electoral higiénica y estéticamente presentable, con gente guapa que blanquee los pecados gürtelistas, capaz de condenar la dictadura sin remordimientos y desenterrar los 120.000 cadáveres de las fosas comunes del genocidio franquista. Lo importante es que sea firme en lo territorial, con una ideología nítidamente españolaza y, en lo económico, ultraliberal. Las veleidades progresistas, por ser educado al calificar ciertas propuestas de Albert Rivera y los suyos, no les preocupan a las brigadas aznaristas: saben que eso se corrige si tocan gobierno. Y cuando haya que apretar las tuercas a las clases medias y trabajadores, sacarán la rojigualda que tapa todas las vergüenzas del darwinismo social de sus políticas.
Si insoportables se nos han hecho los nacionalismos de barretina y txapela, el españolismo es insufrible. Más en unos momentos en que empieza a reconocerse con cierto orgullo, a verse bien ante el espejo. Superada la prueba de la bandera en el balcón, la pulsera en la muñeca y el collar del perro con la rojigualda, el españolazo enmascarado está dispuesto a salir del armario con la fiereza ideológica necesaria y a convertir el grito futbolístico de “¡soy español, español, español!” en una alternativa al desletrado himno patrio. Si es necesario, se recurre a los herederos de José María Pemán para que busquen rimas de fervor patrio.
Pero atentos: eso forma parte del apremiante esencialismo sentimental y folklórico que todo nacionalismo necesita para que las filas permanezcan prietas. El patriotismo identitario es un experto en practicar las “retóricas de la intransigencia”, en el acertado análisis que el sociólogo y economista estadounidense Albert O. Hirschman realizó sobre la logística de las ideologías reaccionarias. No debemos olvidar que además de masajear el músculo emocional, una de las fortalezas de la retórica del nacionalismo reside en su acreditada capacidad de manipular la realidad para fomentar el alarmismo, como bien describe Hirschman. Y es sabido que el miedo cuenta con un contrastado talento para movilizar a las gentes necesitadas de una creencia que les afirme o, al menos, les consuele.
Si el secesionismo catalán lo logró con el “España nos roba” para tapar sus vergüenzas de décadas de corrupción y de políticas sociales que penalizaban a los ciudadanos más desfavorecidos, el españolismo reaccionario se ha bunkerizado con la teología de la historia y su santa unidad de la patria para ocultar su asalto a las arcas públicas y la aplicación de una agenda de contrarreformas que ha jibarizado el raquítico Estado de Bienestar español y, también, la estructura autonómica, que implica reparto de poder gubernamental y económico. Y lo más relevante: obstruir la posibilidad de que se visualicen alternativas políticas a la agenda de la derecha españolista. ¿Por qué el PP buscó la insconstitucionalidad del impuesto a la banca que los gobiernos socialdemócratas de Asturias y Extremadura pusieron en marcha? ¿Por qué intenta segar la hierba a iniciativas equitativas, como la del salario social que se aproxima al concepto de renta básica universal, en algunas comunidades autonónomas? ¿Por qué maniata presupuestariamente y bloquea las inversiones a la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, que ha logrado reducir el déficit heredado de los desmanes de Gallardón y Botella? Porque representan alternativas políticas posibles y reales que ponen contra las cuerdas una ideología de la incompetencia, alérgica a la compasión y que su único sustento es la codicia.
En estos momentos de banderas excesivas, es pertinente una pregunta, aunque sea en el ámbito de la ficción retroactiva: ¿En qué España viviríamos hoy si la Constitución de 1812 hubiese sido el primer paso, sin zancadillas golpistas ni asonadas, hacia la construcción de un estado democrático e integrador de la riqueza de la pluralidad cultural, lingüística y territorial, fuese en forma de monarquía o de república federal? Novelar la historia es un ejercicio que sólo nos puede reportar melancolía, pero tal vez hoy sea más necesario que nunca anhelar cierto consuelo, tal vez el de las “banderas en el polvo” (con permiso de William Faulkner), para hacer más llevadero al españolazo enmascarado y a los demás nacionalistas de la codicia y la tribu que han convertido nuestra vida en un suplicio cotidiano ante tanta e insoportable sucesión de retóricas de la intransigencia.
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