Existe un limbo difuso en el que se hacinan los miles o millones de libros que nunca han llegado a ser escritos. Novelas, poemarios o ensayos que, bien por su envergadura o bien porque sus autores no los concibieron en el momento adecuado, terminaron por incorporarse al desván de los proyectos irresueltos. Son libros a los que nadie echa de menos porque en muchas ocasiones la idea que desató su andadura frustrada permaneció latente en algún rincón de la conciencia y acabó alumbrando un nuevo camino por el que sí resultó sencillo o asumible el tránsito hacia un destino tan inesperado como satisfactorio. Son libros que parten de un fracaso reconocido y que, una vez retirado el lastre que les impidió alcanzar su desarrollo, se ven capacitados para levantar el vuelo y explorar cielos inéditos en busca de nuevos paisajes en los que encontrar reposo y cobijo. Hace veinte años, David Torres quiso escribir una novela inspirada en un suceso real: el exterminio de cientos de juglares ucranianos ciegos en pleno periodo estalinista. Durante más de una década dio vueltas y vueltas a ese propósito, buscó documentación en las fuentes más inverosímiles, redactó páginas que irremediablemente iban a parar a la papelera y perfiló tramas y subtramas destinadas a otorgar relieve a lo que, una vez trasladado al papel, adolecía siempre de una planicie exasperante.
Acabó rindiéndose a la evidencia de que aquel libro no estaba hecho para él. La novela imposible era un castillo en el aire y los malhadados juglares ciegos no iban a tener quién cantara su triste gesta última. Pero la literatura suele conducirse por senderos inextricables y establece sus propias asociaciones, sin atender a lógicas ni a álgebras. David Torres desempolvó tiempo después una historia enquistada en su propia biografía: la de un hermano mayor al que no llegó a conocer porque nació un año antes de que viniera él al mundo y sólo llegó a respirar durante un día. Aquel primogénito efímero, que también se llamó David y se instaló en el imaginario familiar como un fantasma benéfico y tutelar, falleció en la Clínica San Ramón, de infausto recuerdo por el caso de los bebés robados, y Torres asoció su vida brevísima y ciega a la infausta peripecia protagonizada por los viejos músicos sin vista. El resultado de ese vínculo, que no conviene detallar más para no hurtarles a los lectores el placer del descubrimiento progresivo, es un libro magnífico, quizá uno de los mejores que se publicaron durante el año pasado. Se titula Palos de ciego (Círculo de Tiza) y sus páginas proponen un viaje desde las latitudes madrileñas de San Blas hacia los rigores de la estepa soviética, fundiendo y confundiendo la autobiografía de su autor con los pormenores históricos de una etapa durísima en la que quienes habían sido víctimas asumieron en muchos casos el contradictorio papel de verdugos. Una confrontación entre esa Historia que se viste con mayúscula y la historia o las historias, minúsculas y plurales, que atraviesan aquélla y le confieren todos sus claroscuros. Un verdadero tour de force en el que el lamento por el libro que no fue se transforma poco a poco en una pequeña joya que se lee con creciente regocijo y atención creciente y maravillada. El canto balbuceante de un escritor que duda, atrapado entre los vacíos de su propio pasado y las rabiosas y nefastas contradicciones de otro tiempo que vio desarrollarse una ciclópea peripecia colectiva que le atañe y le interpela. Un sentido homenaje al hermano muerto, a su pequeña vida ciega, pero también a todas las víctimas silenciosas cuyo recuerdo se pierde en el sumidero de los siglos. De Torres conocíamos sus incursiones en la narrativa negra (Niños de tiza o Todos los buenos soldados quizá sean los ejemplos más notorios) y su capacidad de velar armas en proyectos de gran fuste como pudo ser El mar en ruinas. Era suficiente bagaje para ponderar su talento como narrador y tenerle muy en cuenta, pero son estos Palos de ciego los que consolidan definitivamente su trayectoria. Porque éste no sólo es su mejor libro. Es, también, uno de esos libros que sirven para justificar toda una carrera.

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