Ensayando círculos

Retrato de una dama

Hilario J. Rodríguez abre puertas en el laberinto por el que desaparece la Mona Lisa en 1911.

En su cuarta entrega de «Ensayando círculos», Hilario J. Rodríguez invita a contemplar la Mona Lisa y seguir su rastro cuando desapareció en 1911.


/ por Hilario J. Rodríguez /

El mundo no sabe que la levedad de nuestras pérdidas nos resulta insoportable [i].
 Un amigo, cuyo nombre mantendremos en secreto, me contó que poco después de divorciarse de su primera mujer, después de veinte años de matrimonio, ella aseguraba no haberle entendido jamás y definía su vida en común como una larga estancia en el extranjero, intentando comunicarse inútilmente. En las palabras de él no había rencor ni decepción, tan sólo el eco del asombro de un mago a quien la audiencia no le aplaude sus trucos. Sus ideas siempre irritaban a su exesposa, que aún así le escuchaba en silencio, esperando que llegase a alguna parte, aunque -según ella- siempre acabase en la región más remota de China. El problema es que él no sabe hablar de otra manera. Ha leído a Michel Foucault, Felix Guattari, Gilles Deleuze y Guy Debord, y de ahí nadie sale vivo, menos quienes pretenden entenderlos a la perfección. Por eso ve cosas donde haría falta una cuadrilla de mineros para abrir un boquete y, en el mejor de los casos, encontrar carbón. Él, por su parte, halla pepitas de oro aunque se precipite a un abismo insondable. También he de decir que no se toma en serio casi nada, sobre todo a sí mismo. Juega. Desgraciadamente, hay quienes se niegan a aceptar juegos si en ellos las reglas distan de estar claras, cuando no existe principio ni final, porque es como montar un puzzle al que siempre le van a faltar piezas.

Por las mañanas, hasta hace poco, mi amigo daba clases de filosofía en un instituto de Alcalá de Henares; ahora, con la desaparición de su especialidad, ignoro cuáles son sus funciones para el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte (jajaja), porque no hablamos ni nos escribimos desde hace tiempo. Quizás esté sanando de sus heridas, con más paseos y menos lecturas, o pensando mejor las cosas antes de decirlas. Su silencio, en ese sentido, me resulta tentador. Mi imaginación dibuja un laberinto, pero no es momento para encontrarle una salida ni para trazar sus contornos.

No sé si con ironía, mi amigo comparó su primer divorcio -seguido muy pronto de otro y relaciones tortuosas hasta nuestra última conversación- con una critica de arte demoledora. Supongo que ahora debería aclarar que mi amigo es funcionario y pintor en sus ratos libres. También debería aclarar que, pese a tibios momentos de gloria, sus obras apenas han despertado interés, convirtiéndose así en una lucha titánica contra la nada, porque sin un pincel en las manos él no concibe una razón de ser. Eso no lo libra de dudar constantemente de sí mismo por mucho que al pintar siga un camino obstinado, «rumbo hacia la gloria o hacia la nada». Le gusta considerarse hermano de Vincent Van Gogh. Está convencido de que a quienes la vida no reconoce, la muerte nos condena a recordarlos, convirtiéndonos en cómplices de su exilio, de su desaparición, de ese silencio que -según W. G. Sebald- pesa luego sobre nosotros.

¿Creéis que si me armaseis caballero lucharía mejor? [ii]
Los cuadros de mi amigo, vaya por delante, no se parecen en nada a los de Van Gogh. Ni siquiera los colores. Da igual si se titulan Rojo Van Gogh. Azul Van Gogh o Amarillo Van Gogh, como algunos de la última serie suya que vi, donde intentaba duplicar la paleta de Van Gogh sin dejarse vencer por el abismo entre los pigmentos. No le importaba que entre sus colores y los de Van Gogh haya una composición química distinta. Es consciente de que antes cada maestro llegaba a una conclusión única sobre cada color. Solía crearlo él mismo con los elementos que tuviese a mano o con los que pudiese adquirir en los puertos comerciales, adonde llegaban barcos procedentes de destinos muy lejanos. Mi amigo, sin embargo, no crea colores, tan sólo los usa. Conoce el verde esmeralda, el viridiana y el violeta cobalto, porque es una persona documentada, no porque entienda su carácter distintivo. Tampoco yo. Es posible que a ambos nos lleguen las ondas electromagnéticas de la misma forma, víctimas de eso que Walter Benjamin llamó la era de la producción mecánica, que nos permite acceder a todas las imágenes, multiplicadas e insinuadas en libros o pantallas parpadeantes donde pierden su aura, convirtiéndose en una secuencia cinematográfica en la que resulta muy difícil distinguirlas. Nos llegan la mayoría a través de los mismos canales y de la misma forma, imprimiendo en todos los negros -pongo por caso- la misma luz, el mismo velo. Reduciendo, ampliando y recortando imágenes para adecuarlas a los artilugios en los que las vemos. En definitiva, igualándolas. Clonando el color, clonando la luz, clonando el tamaño… Todas nos saludan como a viejos amigos de infancia aunque no las conozcamos, porque todas nos las encontramos en el mismo lugar reconocible donde antes ya habíamos visto otras.

Una imagen no hay que sustituirla por otra imagen, es mejor unir las dos y que así sólo haya una que sea múltiple [iii].
Van Gogh no tenía intermediarios para ver el mundo, nosotros sí. A él la realidad lo irradiaba de una manera directa, con el efecto de una bomba atómica pese a no haber viajado tanto como Paul Gauguin (que en Tahití encontró colores capaces de cegarlo y ante los que -según él- se vio obligado a aprender a pintar de nuevo) ni hacer visitas periódicas al Museo del Louvre como Paul Cézanne (donde aprendió de los maestros antiguos que nuestra percepción del mundo es un producto de la luz y el color, y sólo llegamos a entenderlo cuando nos saltamos sus límites, buscándole nuevas formas pero respetando al mismo tiempo la sonoridad de las originales). Cuando digo que Van Gogh no tenía intermediarios, no es porque él no los buscase, es más bien porque los buscaba con tal insistencia y desesperación que casi siempre producía rechazo. Intentó bosquejar a los mineros y a los campesinos, a quienes hablaba como un iluminado y con quienes bebía hasta caer de culo, siguiendo al principio los trazos de Jean-François Millet y perdiéndose al final en la realidad misma, de donde una y otra vez lo expulsaba su vehemencia. Intentó amar a su familia, a sus amigos, a las putas y a cuantos se le pusieran por delante, con desesperación y siempre de manera inútil si exceptuamos a su hermano Theo. Intentó todos los oficios y en todos fracasó. Intentó aprender a dibujar y pintar acudiendo a clases, visitando pinacotecas, tratando a artistas… Todo, todo lo intentó hasta la extenuación, hasta encontrarse solo ante el papel en blanco, ante el lienzo vacío, porque nadie podía enseñarle lo que él necesitaba. No había sitio para él en el mundo aunque su obra, en el fondo, fuese un mensaje de comprensión hacia lo que lo excluía. Hoy, al ver cualquiera de sus cuadros o dibujos, nos conmueven menos sus toscas pero intensas formas que nuestra incomprensión, nuestra profunda arrogancia cuando disfrazamos lo real de algo que nos impide experimentarlo a través de cuadros y dibujos tan simples, inmediatos y desesperados como los de Van Gogh, donde el estilo es una aventura y el color es su narración.

¿Es posible traducir el mundo a imágenes? [iv]
Poco antes de que perdiésemos contacto, mi amigo me invitó a ir a su nuevo estudio, que compartía con el extraordinario pintor Damián Flores, cerca de la Plaza de Manuel Becerra, en Madrid. Cuando llegamos ya era de noche, y él tardó en encontrar el interruptor de la luz porque los dos estábamos algo achispados, después de haber pasado la tarde en bares, comentando una exposición comisariada por Georges Didi-Huberman que habíamos visto por la mañana en el Museo Reina Sofía. Aunque estaba en un sótano, el estudio era bastante grande y lo dividía un biombo, para que así Damián y mi amigo trabajasen con cierta intimidad. El espacio de Damián era una leonera donde se notaba un trabajo constante, ensayando, madurando, dejando secar los colores en un par de tablas apoyadas en la pared mientras avanzaba contornos con el lápiz en otra que tenía sobre un caballete flanqueado por dos pilas de revistas, no muy lejos de una estantería donde algunos libros amenazaban con caer al suelo en cualquier momento, seguramente porque los había consultado hacía poco y al devolverlos a su sitio prefirió que siguieran visibles, sin empujarlos del todo hasta el fondo de sus baldas. El espacio de mi amigo, por el contrario, estaba perfectamente ordenado, a no ser por unos cuantos botellines de Mahou vacíos aquí y allá, y dos ceniceros rebosantes de colillas de Malboro Light.

Al ir desplegando ante mí sus últimas obras, enseguida pensé en su extraordinario parecido con las primeras, que recuerdo bien porque compré una de ellas cuando las expuso en la Galería Bores & Mallo de Cáceres, hace de eso ya bastante tiempo. Digo que recuerdo aquellas primeras obras pese a haberle regalado a Eva, mi exmujer, la que tuve en mi despacho durante casi veinte años, que no he vuelto a ver desde nuestro divorcio. Quizás la(s) recuerdo por eso mismo. O porque a lo largo del tiempo he ido viendo cosas que al principio no vi, prolongando con la imaginación aquello de lo que la vida se esfuerza en no dejar ningún rastro. No lo sé. Y, además, suelo fingir que ni siquiera me importa. Finjo ser un olvidadizo, cuando en realidad soy un memorioso parecido al Funes del cuento de Borges. Lo recuerdo todo, hasta lo que no fue nunca, esas cosas por las cuales uno a veces regresa atrás, no para recuperarlas sino para darles una segunda oportunidad en la memoria, reproduciéndola o tergiversándola, cuando decidimos sumergirnos en ella y limpiarla de afrentas, cansados de arrastrar un fardo tan pesado y dispuestos a convertirnos en individuos sanos cicatrizando nuestras heridas.

Todo lo que vemos en una imagen es siempre infinitamente menos que lo que vemos a través de una imagen [v].
Le pedí a mi amigo que me enseñase sus primeras obras para compararlas con las últimas, seguro de estar viendo motivos idénticos y seguramente los mismos trazos, quizás un poco más minuciosos, menos apresurados. Él entonces se rió, pero no de mí, más bien de su astucia, como si con mi desconcierto -porque puse esa cara de bobo que pongo cuando no entiendo algo- al fin uno de sus trucos hubiese funcionado. Yo, por supuesto, seguía y seguiré sin entender aunque él me lo explicó todo de una manera muy clara. Según me dijo, tras su primer divorció se mudó a un piso muy pequeño en Soria, de la que muy pronto sería su segunda mujer, durante un año. Ella le pidió que llevase sus cuadros, sus libros y sus álbumes de fotos a un trastero, adonde él sólo iba a veces, para asegurarse en los días de lluvia de que sus cosas seguían en su sitio, protegidas por unos plásticos que no impidieron que finalmente el agua causara estragos y el moho lo invadiese casi todo. Pasó aquel año sin pintar, obsesionado con el dinero, en excedencia voluntaria, malviviendo su segunda mujer y él mientras estiraban los ahorros, amándose como dos adolescentes cuarentones hasta agotar las posibilidades, al cabo de unas semanas aunque ellos las hubiesen alargado en el tiempo, convertidos al final de su relación en unos hermanos Marx del amor, más cómicos que dramáticos pese a sus broncas constantes.

Mi amigo regresó a Alcalá de Henares gracias a 900 euros que le prestó su madre, se divorció, se reincorporó al cuerpo de funcionarios, volvió a dar clases de filosofía e incluso a pintar. Nada le costó mucho salvo esto último. Tuvo una novia que le aconsejó que lo dejase al verle sufrir con el pincel. Otra le aseguró -entre delirios y rechinando los dientes- que no tenía talento. Él equiparaba sus fracasos sentimentales con críticas de arte, no contra sus obras sino contra él mismo. No contra el arte sino contra el artista. Cuando uno tiene que explicarse, me dijo, es que humanamente está fracasando; cuando uno tiene que explicar su obra, es que artísticamente ha fracasado. «Yo lo único que intento es ver a quienes me ven, pero ellos no me entienden o no quieren verse como yo los veo, o sea que he decidido pintar todos mis últimos cuadros sobre los anteriores, que a su vez estaban pintados sobre los anteriores, por si de esa manera, y perfeccionando cada vez más mi técnica, consigo que una mujer a quien amo no me vea a mí detrás de lo que hago sino que note mi intento por verla a ella, convertida entonces en mi cómplice, como todo espectador cuya mirada busca un reflejo de sí mismo en imágenes que no le representan y donde, sin embargo, es bien recibido, protegido, querido…»

Si observo demasiado tiempo el mar, pierdo interés en lo que ocurre tierra adentro [vi].

[i] La imagen es anónima y seguramente fue tomada a finales de agosto de 1911. El 21 de ese mes y ese mismo año era lunes. Por la mañana, la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci desapareció del Museo del Louvre, pero nadie se dio cuenta hasta el día siguiente. Fue un oscuro pintor, Louis Béroud, quien notó que no estaba en el Salón Carré, entre El matrimonio místico de santa Catalina de Correggio y La alegoría de Alfonso d’Avalos de Tiziano. Al comentárselo a varios trabajadores, primero a un encargado de la limpieza y luego a un celador, le dijeron que quizás habían descolgado el cuadro para fotografiarlo, y ninguno le dio demasiada importancia al asunto. Varias horas después Béroud comprobó si habían vuelto a colgar la pintura, pero en su emplazamiento sólo seguían visibles los cuatro ganchos de los que se anclaba. Así que decidió hablar con el director (ausente por vacaciones), con el subdirector (en su día libre) y, por último, con cualquier subalterno dispuesto a escucharle. Sus idas y venidas, vistas desde fuera, se parecen a un carrusel girando constantemente y constantemente devolviéndote al punto de partida. Cuando al fin fue capaz de encontrar a alguien no anestesiado por la rutina, se comprobó que el cuadro no estaba en el departamento de fotografía ni en ningún otro lugar del museo, y se llamó a la policía, que envío a 60 agentes e inspectores. El Louvre cerró durante una semana, mientras se buscaban pistas, aunque no se encontraron más que el marco del cuadro y su cristal protector (porque por aquella época muchas obras habían sufrido ataques, como las siete puñaladas que le asestarían a La Venus ante el espejo de Velázquez en la National Gallery de Londres el 10 de marzo de 1914, en nombre del sufragismo y en contra de toda imagen de mujer creada por un hombre).

  

A partir de estos hechos, casi todos incomprensibles o directamente absurdos, se podría trazar una gran teoría de la conspiración. La prensa de la época puso su granito de arena. Entre el robo y las intrigas internacionales se levantaron muchos puentes especulativos. Nadie perdía la ocasión para ofrecer su propia versión. Los artistas gráficos, las revistas de moda, el cine y hasta puede que algún médium tenían algo que decir. En realidad, nada. Ruido de fondo, como si alguien hubiese agitado un avispero. Seguro que en las colas que se formaron el día de la reapertura del Louvre había más de un detective amateur, dispuesto a encontrar huellas. Todavía ahora nos bastaría con prestar un poco de atención para escuchar aquellas múltiples teorías, esparcidas por el viento hacia nosotros, siguiendo el compás y los acordes del tiempo. Nosotros mismos podríamos añadir las nuestras. De forma inútil, claro. Incluso podríamos dejar de ver la Mona Lisa aunque estuviésemos delante de ella. Ya no es un cuadro. Es un abismo. Y el abismo sigue ahí. Cientos de miles de personas, desde finales de agosto de 1911, se asomaron a él, empujados no por una imagen sino por su ausencia. El Louvre tuvo más visitantes que nunca. Gente llegada de todas partes, haciendo cola ante las puertas de museo y apelotonándose luego ante la nada, en un golpe de gracia a las vanguardias, el anuncio del inminente Marcel Duchamp y las primeras líneas del arte moderno escritas a partir de la desaparición de una de las obras más emblemáticas del arte clásico. ¿Quién iba a perderse algo así? Franz Kafka y Max Brod llegaron a París tres semanas después del robo, sobre el cual no sabían nada pero del que se enteraron muy pronto. La imagen se había multiplicado en cientos de reproducciones que invadían las portadas de los periódicos, los luminosos de los teatros y las paredes de la ciudad, convertida en un fantasma recorriendo las calles, inundando el ambiente, enloqueciendo a los jardines, perturbando la tranquilidad de los cementerios… Así que también Kafka y su amigo se pasaron por el Salón Carré, para apreciar en él el fulminante efecto de un espacio vacío.

Kafka sólo cita la Mona Lisa de pasada en su Diario de París, quizás porque no lo escribió durante su estancia en la capital francesa sino semanas después, y porque en él deseaba esbozar un proyecto para breves guías turísticas que nunca se llevó a cabo, donde los pormenores puntuales -como el robo de una obra de Leonardo, con todas sus implicaciones- no tenían cabida. Hanns Zischler, en su delicioso libro Kafka va al cine, asegura que durante su estancia en París él y Brod fueron a ver una película sobre el robo del cuadro. Brod, al parecer, lo dejó escrito en su diario. Sin embargo, hay un cuento de Kafka de 1922, El artista del hambre, donde posiblemente él intentó explicar a través de una parábola sus impresiones sobre la desaparición de la Mona Lisa y el efecto producido en las masas. Como me parece que casi todo el mundo lo ha leído, voy a detenerme muy poco en su argumento, en torno a un ayunador profesional y su menguante audiencia, obligado el primero a realizar abstinencias cada vez más insensatas para recuperar el aplauso de los espectadores. Lleva su arte tan lejos que el espectáculo que ofrece es cada vez más aterrador e incomprensible. No come durante días, semanas, meses. Su cara se arruga, su cuerpo mengua. ¿Quiere matarse? ¿Hacer de su muerte una obra maestra? ¿Acaso no tiene miedo de morir? Parece dispuesto a realizar el triple salto mortal de su especialidad y hacerlo sin red.

Grita detrás de los barrotes de la jaula donde se exhibe porque la mente le falla, algo que excita al público, cada vez más cerca, aproximándose no al hombre sino a su misterio. Su vida se extingue sin alimento pero durante su extinción resulta incomprensiblemente fascinante. Nadie se pregunta el motivo por el que ve lo que ve, tampoco el motivo del ayunador, al borde ya del fin. Interrogarse no vale de nada. Es necesaria otra cosa. Una fuerza domina a todos, los empuja, los arrastra.

¿Qué sucede cuando el espectáculo acaba y la imagen se desvanece?

Lo que sucede en términos físicos es que el ayunador muere y se lo entierra con la paja sobre la que dormía. Poco después en su jaula meten a una peligrosa pantera, a la que dan de comer copiosamente para apaciguarla. Su vida real, llena de rugido y furia, shakespeariana en un sentido metafórico, se extingue con el alimento, como un cuento norteamericano lánguido pese a no tener un happy end. El público la observa sin temor, sin pensar en sus fauces y en sus garras, en su rapidez si en algún momento le da por atacar a alguno de los espectadores, que ya se agolpan pegados a los barrotes, observando los ojos de la fiera, donde se refleja un vacío conmovedor.

[ii] La imagen muestra la escultura de un guerrero barbado agonizando, parte del conjunto que antes ocupaba el frontón del Templo de Afaya (en Mesina) y que hoy puede verse en la Glitopteca de Munich. Data del siglo V antes de Cristo y representa una escena de la Guerra de Troya.

El Templo de Afaya fue construido tras la Batalla de Salamina, en lo alto de una colina donde -aparentemente- se rendía culto a una divinidad femenina de cuyo nombre nada han podido decirnos los historiadores ni los arqueólogos. En el Salvaje Oeste le habrían puesto precio a su cabeza, con el típico cartel de Wanted y una recompensa de ciencia ficción, claro. Pero ningún cazarrecompensas habría logrado capturarla aunque algunos, en mitad de una partida de póquer y un poco achispados, asegurasen haber estado muy cerca de conseguirlo. Como todo el mundo sabe, el Salvaje Oeste que conocemos por las películas estaba lleno de embusteros, gente que prefería el barniz de las mentiras antes que la suciedad de los hechos. Ya lo decía John Ford: «imprimamos la leyenda en esta barbaridad de mundo o enfrentémonos a la vergüenza».

Entre el relato de la verdad y la verdad del relato hay a menudo una distancia insalvable. Podemos estar ante un relato confuso y en apariencia ininteligible, sin que eso le quite un ápice de verdad; también podemos estar ante un relato puro y cristalino, bajo cuya espléndida fachada sólo haya un montón de mentiras. Una de mis series favoritas, en ese sentido, es Homeland. Trata sobre una agente de la CIA que bebe, se droga y cuando habla parece que está como una chota, con esas cosas de los paranoicos, capaces de ver una conspiración a gran escala tras una máquina del doctor Franz de Copenhague para atarse los cordones de los zapatos. Lo que me gusta no es la paranoia en sí, al fin y al cabo he leído a Thomas Pynchon o Don DeLillo; me gusta porque creo -como creía Ricardo Piglia- que «incluso los paranoicos tienen razón» y porque la serie lo demuestra a través de Carrie (su personaje principal), una experta en ingeniería paranoica cuyo lema es: «si queremos entender cómo funcionan las cosas, preparémonos para alucinar». Y su alucinación sube de intensidad cuando pretende solucionar lo que funciona defectuosa o peligrosamente en el mundo. La apoteosis de esa narrativa podemos verla en la quinta temporada de la serie, donde la protagonista, curada de sus adicciones y convertida en madre y esposa ejemplar, tiene que volver a las andadas, drogándose y bebiendo hasta descarrilar de tanta sensatez, para encontrarle los pies y la cabeza a una organización terrorista que prepara una sorpresa atómica, desgraciadamente no en el laboratorio del profesor Bacterio sino en un barrio multiétnico de Berlín. Me encanta esa mujer desatada, capaz de mandar su vida a paseo, quizás porque sabe que es un cuento chino y con él nadie iba a interesarse por sus felices peripecias, cambiando pañales o acariciando la mejilla de su marido, ni habría serie y mucho menos una quinta temporada. Carrie es una incomprendida que, sin embargo, comprende. Nosotros, que somos muy comprensivos, ante ella no somos más que una pandilla de seres incomprensibles.

La Mona Lisa, tras su robo en 1911, estuvo en paradero desconocido durante dos años. En ese tiempo la lista de sospechosos fue espectacular. A Pablo Picasso y Guillaume Apolinaire los interrogó la policía, a ambos por haber estado implicados antes en la compra ilegal de piezas sustraídas del Louvre. Y al segundo lo interrogaron en varias ocasiones y con esa minuciosidad tan incómoda de los quisquillosos, porque además había firmado el Manifiesto Futurista de Marinetti, donde se instaba a los nuevos artistas a quemar museos para que así pudiera nacer un arte nuevo, sin competencias incomprensibles ni cánones preestablecidos. El culpable, no obstante, era Vincenzo Peruggia, un italiano que había trabajado en el equipo de mantenimiento del museo. Su ficha policial no lo describe tan bien como una fotografía en la que aparece tocando la mandolina, con aire de que la vida no fuese con él. Según confesó, había robado la obra para devolvérsela al pueblo italiano, a quien antes se la había robado Napoleón, una versión de los hechos que sólo demuestra su escaso conocimiento de historia, quizás porque la historia no iba con él. Una teoría más interesante propone que detrás del robo estaba el argentino Eduardo Valfierno, un bon vivant, un mentiroso y un estafador acostumbrado a un nivel de lujo difícil de sufragar. Tras él, a su vez, se escondería el falsificador francés Yves Chaudron, interesado en pintar copias del original para luego vendérselas a unos cuantos pardillos con mucha pasta en los bolsillos. Hay quienes han insinuado que las falsificaciones llegaron a realizarse y que el original que hoy cuelga en el Louvre es una de ellas, mientras la verdadera Mona Lisa sigue en paradero desconocido.

[iii] De arriba a abajo, las imágenes corresponden a Galería del Louvre (1831-33) de Samuel F. B. Morse, Vista del Gran Salón Carré en el Louvre (1861) de Giuseppe Castiglione y El Salon Carré del Louvre (1875) de K. Lucjan Przepiorski. He escogido estos tres cuadros, entre muchos posibles, porque muestran con claridad el escaso o nulo interés que despertaba la Mona Lisa hasta casi el siglo XX, cuando se hizo famosa por haber sido robada más que por otra cosa. En los tres cuadros nos situamos en el Salón Carré del Museo del Louvre, pero no con ojos de pintor sino con ojos de coleccionista. Lo que vemos no es algo concreto sino una amalgama ante la cual, en cada caso, hay espectadores detenidos delante de una obra pero en ningún caso delante del cuadro de Leonardo.

Samuel F. B. Morse se centra en una clase de pintura donde el profesor ocupa la parte central, mientras le hace observaciones a una de sus alumnas y mientras el resto de sus discípulos va a lo suyo, utilizando diferentes técnicas y formatos, óleo y lienzo, papel y seguramente carboncillo, para trazar los contornos de los retratos o paisajes que mejor se ajustan a sus futuras ambiciones. Más que un cuadro, parece un catálogo, aunque también una gran lección de historia, porque nos remite a las sucesivas reorganizaciones internas de las salas del museo y sus obras, que en este caso cuelgan en una constelación de sentido imposible de entender, a no ser que llamemos a Carrie, la protagonista de Homeland, y dejemos que ella extraiga conclusiones, después de haber tomado -eso sí- una buena dosis de peyote. Pero dejemos a Carrie perdida en su lucha contra los demás y contra ella misma, y regresemos al cuadro de Morse, donde apenas se presta atención a las formas arquitectónicas de la Sala Carré, como si el ojo del pintor fuera un órgano todavía en proceso de construcción y se concentrase más en las imágenes de los grandes maestros, homenajeándolos y esperando -inútilmente, desde mi punto de vista- que le contagien algo de su grandeza.

Jugando a ser Orson Welles o Chris Marker, la imagen que puse a continuación da un salto de tres décadas con respecto a la anterior y en ella la perspectiva desde donde vemos los espectadores ya no es frontal, es en ligero contrapicado, como si Castiglione hubiese observado la escena desde una tarima a pocos centímetros del suelo. La perspectiva resulta más laboriosa porque el pintor quiso captar, además de las obras colgadas en la sala, el espacio que lo envuelve todo, sin olvidar el artesonado en el techo y sus adornos escultóricos. Me llaman la atención dos de los espectadores, con turbante y añadiendo una nota exótica, y la presencia de cuatro copistas trabajando en enormes lienzos mientras el público observa, sin que nadie parezca avanzar o desplazar la mirada pese a que el cuadro desprende un poderosa sensación de movimiento y modernidad. El ojo, en este caso, ha dado un salto, al ritmo de un mundo cambiante, donde la fotografía comenzaba a transformar nuestra manera de ver. Sin embargo, la Mona Lisa sigue sin atraer la atención de nadie, perdida incluso para nosotros, que vemos la escena desde afuera, porque sólo aparece insinuada gracias a la técnica del esfumato, inventada -sea dicho de paso- por Leonardo.

La tercera imagen es de un pintor lituano cuyo apellido imposible se pierde en la historia del arte, porque ya nadie se acuerda de él y ni siquiera se sabe cuándo murió. A diferencia de los cuadros de Morse y Castiglione, el suyo parece haber sido pintado enteramente en el Salón Carré y no a partir de bocetos. Basta con observar su celo por captar la misma luz en toda la composición, a lo Antonio López, apoyándose en el lucernario que hay en el techo de la sala y en una puerta al fondo, por donde se filtra el crepúsculo (intuyo). La hora nos la susurran dos niñas caminando seguidas de su institutriz, seguramente para regresar a casa, sin pararse a observar a una joven que copia la obra de un maestro desde bastante lejos, imprimiéndole rasgos impresionistas (si se me permite el atrevimiento); y tampoco a una pareja de enamorados en mitad de una conversación que los mantiene concentrados en sus asuntos, quizás relacionados con el arte de la seducción pero en ningún caso interesados por el Renacimiento o el Barroco. Y no hay que olvidarse del vigilante, que flexiona su pierna derecha por el cansancio acumulado, después de muchas horas de pie y casi sin moverse, y que nos recuerda con su presencia los incontables robos cometidos por aquel entonces en el museo, de donde a lo largo de su historia (de poco más de 200 años a día de hoy) han desaparecido las suficientes obras como para abrir otro museo, obras de las cuales no queda constancia de su existencia porque ni siquiera habían sido inventariadas y porque el arte al pasar de manos de monarcas y aristócratas a manos del pueblo, tras la Revolución Francesa, todavía tardó unas cuantas décadas en encontrar su valor y sentido, a veces cuando ya era demasiado tarde, tras haberse esfumado en el aire sin dejar rastro. Desde luego, en el cuadro de Przepiorski la Mona Lisa no es una nota a pie de página como en el cuadro de Morse, ni un espectro como en el cuadro de Castiglione; es una ausencia significativa, que parece preludiar el futuro de la obra.

Vincenzo Peruggia fue atrapado dos años y ciento once días después de haber robado el cuadro de Leonardo, gracias a un marchante y al director de la Galería de los Uffizi, a quienes se lo intentó vender. Antes de regresar a Francia, se exhibió en Florencia, Roma y Milán. Que se sepa, ya sólo volvió a viajar durante dos meses en 1963, cuando Jackie Kennedy convenció a André Malraux, por entonces ministro de cultura de Charles De Gaulle, para que se exhibiese veintisiete días en la National Gallery de Washington y treinta en el Metropolitan de Nueva York; y otros dos meses en 1974, uno para ser exhibida en Moscú y otro en Tokio. Un estadounidense dijo en sus declaraciones a The New York Times que la obra no le parecía que tuviese más pulgadas que su televisor, y en la Unión Soviética Leonid Brézhnev dijo que la Mona Lisa (o quien demonios fuese, añadió) le parecía una mujer sensata.

Durante el tiempo que Peruggia la tuvo en su poder, según declaró luego en el juicio, nunca quiso sacarla del armario donde la ocultaba, un poco por miedo, además de porque le parecía «una imagen sagrada». La observaba a diario, eso sí, a través de varias reproducciones esparcidas por su casa. También dijo no haber tenido intención de robarla sino de robar otra obra más famosa, pero al pasar al lado de la Mona Lisa le pareció que la retratada le seguía con la mirada, como si supiera lo que iba a hacer y estuviera dispuesta a denunciarlo si él no hacía algo para silenciarla.

[iv] La imagen es de Auguste-Rosalie Bisson y fue tomada en 1861. Aunque describe la ascensión que realizó al Mont Blanc junto a 25 porteadores que le seguían con todo su equipo, en realidad la tomó durante el descenso, después de que haber captado para la eternidad tres vistas desde la cima y cuando los peligros contra los que se enfrentaron él y los miembros de su expedición ya iban desvaneciéndose. Su hazaña hoy puede parecernos de menor cuantía aunque aún nos vale como recordatorio de nuestra extraordinaria facilidad para ver y llegar con los ojos a lugares donde ni siquiera hemos estado, dando por hecho que la mirada acorta distancias cuando lo cierto es que posiblemente lo único que hace es ampliarlas, recordándonos una ausencia: la nuestra. Por eso, seguramente, ahora le entregamos nuestra indignación y adhesión a tantas imágenes, creyendo así ser parte de ellas, de cuanto describen: abusos, crímenes e indignidad, triunfos futbolísticos, pasarelas de moda y onomásticas, sin conseguir otra cosa que ser testigos de tercera o cuarta categoría, capaces de ideologizarlo todo y colonizarlo todo, como si todo lo entendiésemos y nos perteneciese. Desgraciadamente, las imágenes no trazan los contornos de lo que somos sino de lo que no somos.

«No puedo ser ellos, ni siquiera parecerme, y aun así deseo acercarme todo lo posible», le escribió Vincent Van Gogh a su hermano Theo, refiriéndose a los campesinos a quienes retrató tantas veces. Una de las cosas que me conmueven de Van Gogh es su lucha encarnizada contra lo que ve, contra la simplicidad con que lo ve, dispuesto siempre a dinamitarlo a través del color, incendiándolo. No iba al trigal para certificar la presencia de cuervos, sino para añadírselos. Sabía -o al menos había intuido- que el arte es una perturbación. Representa lo que vemos con la complicidad del artificio, que sí nos pertenece. De alguna manera, Van Gogh fue un prototipo de Carrie, la protagonista paranoica de Homeland; fue y sigue siendo la inspiración o el modelo en el que se reconocen filósofos como Guy Debord o Jean Baudrillard; es el cómplice de los locos y los suicidas, se llamen Sid Vicious o Kurt Cobain; es amigo de quienes conspiran contra el sistema, miembros del club Bartebly & Co… Unos y otros lo han entendido, por eso vistos desde fuera no hay quien siga sus razonamientos, sus rollos o sus canciones, a no ser renunciando -como ellos- a pensar con coherencia, a escribir con coherencia, a cantar con coherencia, a actuar con coherencia… Porque la falta de coherencia nos libra de ser simples mortales, aunque a menudo nos conduzca a una institución mental.

Claro que, como todos sabemos, los museos son instituciones mentales en la mayoría de los casos.

Según Federico el Grande, «cada cual ensaya su manera de alcanzar la bienaventuranza», y por un lado hay bienaventurados y por otro hay buenos aventureros.

El gran teórico y escritor James Elkins impartió un curso de pintura en el Art Institute de Chicago, partiendo de la obra de grandes maestros. Todo consistía en copiarlos. No intentar ser como ellos, simplemente acercarse a ellos. Degas, Rembrandt, Rubens, Rafael, Monet, Brueghel el Viejo, Parrasio, Goya… Unos trazos en el papel o dos pinceladas sobre el lienzo ya bastaban, aunque la distancia siguiera siendo considerable. Debían ser, eso sí, trazos o pinceladas convincentes. Con un parecido razonable. Yo supongo que para Elkins aquello era una especie de ejercicio de caligrafía pictórica. También lo entendieron así sus alumnos, seguramente. Sólo fracasaron dos, uno por partir de muy poco y otro por partir de demasiado. Leonardo y Van Gogh. En el caso de Leonardo, porque en realidad en el Art Institute no hay ningún original suyo, tan sólo cuatro obras de seguidores o imitadores, y porque eso al alumno que intentaba reproducir una de ellas le daba la sensación de estar haciendo una traducción de una traducción de una traducción, siempre desde la periferia y jamás desde el centro de un lenguaje visual, perdido en un laberinto donde un ventrílocuo es capaz de imitar cualquier voz ajena pero ya no recuerda la propia, más o menos. Y en el caso de Van Gogh, porque el alumno ejecutaba con minuciosidad lo que en el original estaba ejecutado de manera enérgica aunque al mismo tiempo expresase delicadeza. Según Elkins, «ambos alumnos, a diferencia de los maestros a quienes imitaban, se negaron a disociar su cuerpo de su mente, sin permitir a los brazos coger las riendas que en la vida cotidiana entregamos normalmente a la razón antes de mover un solo dedo». Dicho de otro modo, los dos pensaron de forma paranoica pero no fueron capaces de actuar de forma paranoica, como habría hecho Carrie y como seguramente hicieron los demás alumnos mientras creían pintar a la manera de los clásicos.

Louis Béroud, el pintor que se dio cuenta de la desaparición de la Mona Lisa el 11 de agosto de 1911, había ido ese día al Louvre para hacer un bosquejo que nunca llevó a cabo, donde una espectadora se detiene delante del cuadro de Leonardo no para observarlo sino para arreglarse el cabello. Hacía unos meses y tras varios ataques irracionales, se habían colocado planchas de vidrio encima de varias obras. Aquella medida cautelar no fue del agrado de casi nadie. Béroud, de hecho, quería criticarla con la pintura que estaba a punto de esbozar, por eso el día de la desaparición había ido con un ayudante y una modelo, a quienes les pidió que esperasen en el Salón Carré mientras él -como ya sabemos- se perdía entre el despiste y la desgana de cuantos le escuchaban, al preguntarles dónde estaba la Mona Lisa.

El psicoanalista Damian Leader dice que con los vidrios protectores en los museos se amplificó mucho más el reflejo de nuestra mirada sobre las imágenes que vemos. Ya no sólo iba a tratarse de una sobreimposición sino de un añadido, una presencia nueva en cada retrato, en cada paisaje, fundiéndose a pesar de la distancia temporal, convirtiendo a los espectadores en astronautas rumbo a siglos pasados. Si me permitís el juego, yo diría que más que sobreimposición o cohabitación, con aquellos vidrios lo que de verdad se producía era un ejercicio de suplantación, que es -me parece- hacia donde apuntaba Béroud. Una reescritura del «Je suis Madame Bovary» de Flaubert, diciendo «Je suis Mona Lisa».

Mucho se ha escrito sobre la identidad de la dama a quién retrató Leonardo. Los historiadores afirman que es Lisa Gherardini, una noble florentina conocida como Lisa del Giocondo, por eso tanta gente llama al cuadro La Gioconda. En Italia, sin embargo, los miembros del Comité Nacional para la Valoración de Bienes Históricos insisten en que la retratada es realmente el retratado: Salai (cuyo nombre completo era Gian Giacomo Caprotti), un ayudante de Leonardo con quien este último podría haber mantenido una relación sentimental. Hay quienes dicen que es la Virgen, basándose en la posibilidad de que «mona» sea un apócope de «madonna». Y no faltan quienes ven un autorretrato.

Cuando la policía atrapó a Vincenzo Peruggia, en su casa se encontraron noventa y tres cartas dirigidas a una tal Mathilde pero nunca enviadas porque en los sobres no estaba escrita la dirección de la destinataria. Al parecer era una novia que Peruggia le había birlado a un amigo con quien acabó enfrentándose a cuchillo en una pelea de la cual sólo salió herida la joven, a la que Peruggia asistió durante su convalecencia. Tras la investigación, los periódicos publicaron noticias donde se reproducían partes de las declaraciones de varios testigos, insistiendo unos y otros en el poderoso parecido entre Mathilde, desaparecida misteriosamente unas semanas antes del robo, y la Mona Lisa.

[v] Las imágenes son anónimas y muestran, de izquierda a derecha, la instalación The Fabiola Project de Francis Alӱs. En la de la izquierda la vemos en The Menil Collection de Houston (Texas) y en la de la derecha la vemos en The County Museum of Art de Los Ángeles (California). Toda la instalación consta de 450 copias de un retrato pintado por Jean-Jacques Henner en 1885, extraviado entre los avatares de la historia sin que nadie se haya preocupado por seguirle la pista, entre otras cosas por la ingente cantidad de réplicas que ha instigado. Pero eso es algo que el propio Alӱs desconocía cuando, a principios de los años noventa del siglo pasado, decidió coleccionar copias de la Mona Lisa. Primero compró el cuadro de Leonardo en diferentes formatos, reinterpretado siempre de manera humilde por eso que solemos llamar pintores dominicales, aprendices o mujeres con la paciencia suficiente para el punto de cruz, una rebaja estética que a Alӱs jamás le ha importado demasiado. Comenzó a intrigarle, eso sí, que en todos los sitios, incluso donde no encontraba alguna de sus presas, hubiera invariablemente el mismo retrato de una dama a quien no conseguía identificar y a quien muy pronto supo nombrar como santa Fabiola, cuya omnipresencia lo empujó a coleccionarla también. No era difícil encontrarla en rastros y almonedas, adonde él todavía acude como un detective salvaje, buscando en ellos una alternativa a los museos, porque en realidad le gustaría encontrar una alternativa al capitalismo. Vaya por delante, él es un enamorado del trabajo manual, físico. Le gusta el trabajo que sale de las manos igual que a otros les gusta el que sale de la cabeza. Ante un botijo y su imagen, se queda con el primero. Quizás le intriga que haya tanta gente que prefiere el mundo de intenciones del arte antes que el mundo de hechos de la artesanía. En ese sentido, él no pertenece al Club de los Bartleby, porque prefiere hacerlo y al mismo tiempo pasa de pensarlo, al menos en apariencia porque en el fondo medita mucho sobre cuanto realiza y da por concluido, o al menos ésa es mi sensación ante cada una de sus obras. Da la engañosa sensación de ponerse más pegas para llevar a cabo algo que para llegar a algún sitio, pero eso es sólo parte de su truco, de su camuflaje, de su levedad al realizar cosas que -como él dice en una de sus obras- no llevan a ningún sitio aunque finalmente demuestren -como también él mismo dice en otra de sus obras- que a veces algo poético puede volverse político, del mismo modo que a veces algo político puede volverse poético. A lo político lo separa una simple fisura de lo poético, y viceversa. Lo político se sublima si lo poético se degrada, y viceversa. Una obra simple tiene sentido cuando la realidad se enreda en complicaciones, y es complicada cuando la realidad simplifica demasiado las cosas. Por eso a Alӱs le interesan tanto las fronteras, líneas imaginarias donde se separan países, idiomas y culturas, trazando distancias que verdaderamente no existen o que se agrandan de manera caprichosa, para aislarnos, para convencernos de que además de nosotros no hay nadie en el mundo que merezca la pena o que se nos parezca.La labor de Francis Alӱs mientras buscaba y adquiría copias del cuadro de santa Fabiola pintado por Jean-Jacques Henner en 1885 y luego desaparecido en extrañas circunstancias, tiene menos relación con la retratada (a quien se la considera la santa de los divorciados porque se pasó media vida haciendo penitencia por haberse ella misma divorciado de su primer marido para casarse con otro hombre que murió poco después del matrimonio) que con el efecto de una imagen que ya no existe y sin embargo se proyecta en múltiples imágenes que la reproducen, acaso inútilmente o sólo para recordarnos el vacío del que nacen todas las imágenes, como si su función consistiese en llenar un hueco, cuando no todo lo contrario: en crearlo.

En sus geniales pero imprecisas biografías de los mejores artistas italianos, Giorgio Vasari le dedica a Leonardo una muy especial, que comienza con una detallada descripción de la Mona Lisa. Nos cuenta que el retrato lo realizó a lo largo de cuatro años, a petición de Francesco del Giocondo, cuya esposa seguramente a su marido le parecía la más hermosa de las mujeres. Da igual si Vasari nunca vio la obra porque nació en 1511 y porque Leonardo se la había llevado a Francia en 1516, donde murió tres años después, durante los cuales -al parecer- siguió trabajando en ella, añadiéndoles pinceladas. Vasari puede que no hubiese visto la obra que describió de forma tan minuciosa pero al menos sabía de qué estaba hablando. Para él, era un ejemplo más del rigor de su autor, incapaz de dar por terminadas sus pinturas así como así, consciente de que siempre les faltaba algo. No hace mucho, gracias a pruebas científicas con rayos X, se han descubierto tras la Mona Lisa varios esbozos abortados, con perspectivas y rostros distintos, cuestionando que la obra se trate de un retrato de alguien concreto y sugiriendo que quizás sea el producto de una idealización. Quién sabe. Hasta cabe en lo posible que Leonardo hubiese muerto sin haber dado por terminada la pintura, aunque -según cuentan los historiadores- se la hubiera regalado antes a Francisco I (o éste se hubiera apropiado de ella tras su muerte). No existen documentos al respecto, por eso todo el mundo puede especular sin decir nada concluyente, añadiendo a lo sumo más capas al misterio, como en una novela policíaca o en un episodio de Homeland.

La teoría de la conspiración nos cuenta en este caso que a Vincenzo Peruggia lo contrató Eduardo Valfierno para robar el cuadro. Al parecer, el propio Valfierno se lo contó al periodista norteamericano Karl Decker en una cafetería de Casablanca (Marruecos) en 1914, cuando el juicio contra Peruggia estaba a punto de comenzar. El robo no tendría otra razón de ser que la venta de siete falsificaciones a siete millonarios norteamericanos, ignorantes unos de otros, creyendo cada uno de ellos estar comprando el original pocos días después de que los periódicos anunciasen su desaparición. Ninguna de las falsificaciones habría tenido problemas aduaneros porque habría llegado a su destino uno o dos días antes del robo y porque en aquella época el tráfico de copias de grandes obras era bastante corriente.

Peruggia no llegó a cumplir su condena por completo, por motivos de salud y en parte por haberse convertido en un héroe para muchos italianos, crédulos ante su versión de los hechos, cuando afirmó haber querido devolver a su patria un bien expoliado. Pese a no saberse con certeza la fecha de su muerte, se sabe que regresó a París, donde abrió una tienda de pinturas y barnices, y donde los domingos, aprovechando su día libre, siempre se pasaba por el Salón Carré, en el Museo del Louvre, quién sabe si empujado por cierta jactancia o por un sentimiento de aflicción por Mathilde, la mujer por quien perdió la cabeza y una amistad, una mujer cuya misteriosa desaparición impregnaría para siempre el rostro de la Mona Lisa, recordándole a Peruggia el eco de un crimen y un amor.

[vi] La imagen corresponde a uno de los noticiarios de British Pathé de 1955, en el que se explicaba cómo se daba entonces forma al globo terráqueo.

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