Duermevela y vigilia del lenguaje
/ por Juan Hermoso Durán /
[Obra plástica: Nicolas de Staël (San Petersburgo, 1914 – 1955)]
El curso de las horas
“El día progresa como una mantis”, dice Julia Castillo en los versos que abren Mediodía, y así, casi imperceptiblemente, va uno viendo, en este libro de Víktor Gómez (Madrid, 1967) con el que Eolas abría su colección Tercer Gesto, llegar e irse una y otra “tarde que tarda al arder corrige sus números fermentan ácidos”, tardes en la que “hundirse en el sudor de la tarde”, una tarde que llega “apresurada como un extranjero en una sala hospitalaria con su hijo moribundo en brazos” y otra en la que “antes de caer la tarde se borran pasos no llegas a oír el pestillo duermes rodeado de virutas”, tardes en las que “respiras hondo lloras o sonríes aún se dibuja la luna muy levemente en el atardecer aún esperas volver a casa y que no esté vacía” y en las que “pronto anochecerá como la inmensidad de arena que mueve las dunas”. Sí: llega entonces “el vaho que nos avisa de otra noche sin descanso” y va uno viendo transcurrir noches como “tuétano que llamea dolor antiguo e irreparable”, en las que, “a medianoche el ardor disminuido rozando su contorno le mantenía despierto en la desazón […] danza de hienas alrededor de la belleza”, o, al contrario, en las que “no somos capaces de escuchar como un tambor que no cesa en la noche pero tú y yo profundamente dormidos”, noches en las que “un pájaro de sal marina se deshace en la ventana su denso trino cubre la noche de hormigas” y otras que no parecen tener término –“noche a la noche derriba deriva toda resistencia no amanece”. Pero siempre amanece, incluso cuando “me desnudo a medianoche ruedo por la cama metros y metros el silencio es caligrafía pero no hay luz suficiente para leer aún al amanecer estoy desorientado”. Siempre amanece: uno “escucha a las lechuzas en la madrugada”, sabe que “verás creciendo junto a la vencida madrugada el rocío” y que “sería el amanecer un lento caligrafiar lo absurdo”, o que “la voz en la aurora –como una pestaña– protege la mirada recibe a las delincuentes horas” en las que habrá “una intensidad después de la intensidad del momento –cada amanecer algo nuevo expone–”, así que “de vuelta a la vigilia diurna con la luz primeriza afilado olor en el aire después de la lluvia mi cuerpo pregunta con un pie todavía en la madrugada se hunde”.
Entonces, tras una larga mañana innominada, nos sorprende el mediodía: es, claro, “el mediodía azulino vaporoso un columpio niños”, la hora de solaz en la que “al mediodía no como descanso bajo el nogal en febrero”, en la que hay “líquenes cubriendo la playa en julio al mediodía del nunca es lo suficiente”. Pero también es el mediodía la hora de la ceguera y el cansancio: “–mediodía– ni una mínima sombra o nube […] la claridad hiere”, “a mediodía su primera luz a través de la cual casi ni se ve”; es “la primera despedida del mediodía una inútil e indetenible emancipación”, porque, bien lo sabemos, “conlleva el mediodía extrañeza extenuación”. Hay en el mediodía un intrigante anuncio de la feminidad –“es un percance sin luz el mediodía del habla donde la voz rebasó la línea antes de caer en la tesitura oblicua de la femenina mirada –ojo que elude la viril elocuencia”, “lento mediodía por qué no mujereas por qué no delirar”–, y hay un nexo profundo con la medianoche –“umbilical unión de la luz y la sombra del cielo y el cieno”, dice Víktor Gómez– que permite ese tránsito a lo otro, ese delirio (si delirare es caminar fuera del surco abierto) –“al anochecer del mediodía trota monte a través –sobre una equina palabra salta obstáculos y cruza umbrales”, “si pronto pasó de mediodía a medianoche –júbilo del avaro–”, porque hay “un mediodía en la entraña misma de la noctívaga ronda crisálida en contradicción” o porque hace falta “l e e r despacio más despacio más hondo volver a leer noche del ahí germinal l e e r la superficie desde abajo y hacia el mediodía en sombra y luz”. Ah, pero quizá para eso haya, se nos advierte, que “degollar la luz a mediodía”. Qué remedio: “desconfía de tus fuerzas de las señales del ocaso y del amanecer vivir es arder en el mediodía”, pues “entre combate y combate está el mediodía está la vida está la escritura la tachadura está tu corazón solo como un remo abandonado en la playa”.
La flecha a mediodía
Otros días transcurren con otros o los mismos afanes. Los días de la cólera de Aquiles tienen muchos amaneceres: con “la hija de la mañana, la Aurora de rosados dedos”, los aqueos se hacen a la mar, los dioses regresan al Olimpo, Agamenón, rey de hombres, convoca al ágora a los griegos, los soldados se reúnen junto a la pira funeraria, llega Discordia a las negras naves y exalta su furor con gritos horrendos. De buena mañana, Tetis se encamina al gran cielo para rogar a Zeus por su hijo Aquiles; hasta entrada la tarde, oscurecidos ya los fértiles campos, había encargado Zeus a Apolo que prestara su auxilio a los troyanos; a esa hora imaginaba Agenor que podría tomar un baño en el río y regresar a los altos muros de Ilión. A la noche, duermen los hombres junto a las amarras de las naves, vela Zeus y envía engañosos sueños a Agamenón, se acuerdan treguas para incinerar a los caídos y se derrama el negro vino sobre la tierra, se desunce a los caballos y se les da el pasto, se amontona la leña y se prenden las hogueras, se hace guardia junto a las murallas, Agamenón, inquieto, busca el consejo del anciano Néstor, deliberan los caudillos, emprenden Diomedes y Ulises su camino sigiloso sobre las armas y la sangre, Atenea les envía una garza.
Hay, en cambio, un solo mediodía, un mediodía incierto, en los días de la cólera de Aquiles. El mediodía es para el hijo de Peleo el momento en que ha de encontrarlo la muerte:
Pues también me aguardan la muerte y la Parca cruel. Vendrá una mañana, una tarde o un mediodía en que alguien me quitará la vida en el combate, hiriéndome con la lanza o con una flecha despedida por el arco. (Ilíada XXI: 99)
Aquiles desconfía de sus fuerzas, “de las señales del ocaso y del amanecer”, se diría que sabe que “vivir es arder en el mediodía”.
Una luz que no lo inunde todo
Abren Mediodía, decía, unos versos de Julia Castillo: “Es todo / lo que no entiendo // Que está cerrado / y se abre para mí”. El mediodía, claro, es la hora del pleno sol, de la luz a plomo que deja los cuerpos sin aristas ni sombra: la luz cegadora. El mediodía es la hora de la ignorancia, de nuestro menesteroso vivir sin entender: “donde no entendí calmé mi sed”, decía Víktor Gómez en Pobreza, pero también decía que “la luz es la canción de los muertos”, que “sólo en penumbra / gano la bendición”.
Está, pues, el dolor de la visión: la terrible luz que cayó sobre Edipo y lo hizo arrancar “los dorados broches de[l] vestido con […] que se adornaba [Yocasta] y, alzándolos”, golpearse “con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no le verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba”. Pero el dolor de la visión nace de la ceguera, del fatum que se había ocultado a Edipo: “Tú conoces el dolor de la ceguera, tú te has arrancado las pupilas ojo a ojo, noche a noche”, rezan las Plegarias para insomnes de Daniela Camacho que abren Intermezzo.
“Es mediodía, / sin ayuda de nadie. // Casi estoy obligada / a caer”, continúa la voz de Julia Castillo: casi, porque quizá pueda encenderse el mediodía con la penumbra que nos dé la bendición, porque “yo he convertido /mi tristeza en luz”, se lee en Pobreza. Buscamos una luz que no lo inunde todo, una luz que podamos domeñar, que se apiade de nosotros; porque no podemos vivir a plena luz ni en la completa oscuridad, intentamos acurrucarnos en la penumbra: el intento es el poema.
El hombre más pobre del mundo es una mujer.
Víktor Gómez ha hablado de Mediodía –de los poemas de su primera parte, Intermezzo, en particular– como el fruto de “conversaciones con amigas, conversaciones de la vida corriente” que le ayudaron a “abrir los ojos y ver”. Además de en las citas que abren el libro o sus partes –Julia Castillo, Marta Agudo, Daniela Camacho, Mercedes Roffé, Valerie Mejer–, y de en las así llamadas Advertencias, que los cierran –Mª Auxiliadora Álvarez, Concha García, Luce López-Baralt, Manuela Ferrer– sus nombres, los de ellas, las amigas u otras, más lejanas, voces de mujer, se enhebran en los poemas cada uno a su modo, dejando entrever acaso el modo en que cada una de ellas se ha enhebrado en la vida de Víktor: “por dónde la caída Alicia” anuncia el país al fondo de la madriguera, donde cada desgarrón de la lógica alumbra una verdad, “gema sin anillo”, mutada la mujer en la piedra cuyo nombre comparte, material como haluro de plata, para regresar luego en sus iniciales, G.P.A, sin revelar aún, “recuerda Nura bordea lo aún por conocer”, “confía ama agradece escuchas decir a Sârâh”, que pronto se vuelve “el fuego árbol que a Sara contiene y expande”, “siamesa” Sara pero esta vez sin signos diacríticos, y luego, entre corchetes, como una voz lejana, “[Rocío Silva dijo ya hace años que el hombre más pobre del mundo es una mujer…]”, “escudriñando las mismas orillas que yo no soy capaz de mirar tan firmemente”, “contesta nuestra amiga Laura”, como “la maestra Carmen” observa a “un hombre que ha mordido una fresa”, o como “observaba Sonia a Sonia” gozar “del trino del agua” –la mujer, el don de la visión, Casandra–, la sabiduría de la lentitud que “proponía susurrante” “aquella que es invulnerable”, cuyo nombre, Olga, queda velado tras su significado antiguo, escandinavo o ruso, la sabiduría cifrada en los patrones que “Yaiza en sueños escuchó con párpados incendiados” –porque escuchar también es ver –escuchar, por ejemplo, a “Esther Ofarim”, nacida Esther Zaied, cuando “cantaba con memoria irrenunciable” la tristeza calcinante de antes de la Shoa–, y ver por medio de la escucha es el propósito de este deslumbrado Mediodía, como lo es escuchar por medio de la mirada: “¿de verdad quieres escuchar? mírales a los ojos”. Concluido Intermezzo, siguen los nombres de mujer hilvanando Madrecita, y el sentido de esa pulsión de la mirada, que se venía anunciando ya desde los primeros poemas, nos golpea con claridad abrumadora: ver para hacer, porque como “Decía Diana […] la ceguera no afecta a ojos sino en los puños”. Luego, finalmente, el nombre de mujer y la propia naturaleza del mediodía –luz, sombra– confluyen: “Lo que está en la fuente no es agua fiebre escanciada sobre la sombra de la estatua –Pichel somatizaba muy atenta”, “sabía la niña que toda orfandad y todo dolor profundo en cuerpo y recuerdo también se bifurcan en Luz o en la penumbra desterrada”. Sigue a Madrecita La o/las olas así ¿cómo?, cuando “aún se dibuja la luna muy levemente en el atardecer aún esperas volver a casa y que no esté vacía Cristina rumia mirando junto al piano mudo con diez dedos invisibles hacia el aire de poniente ella es la música”. Tras ese atardecer, cierra Mediodía un collage fotográfico de Gema Polanco Asensi: “gema sin anillo”, “ella políglota y transterrada hunde sus manos en materialidad significante reducen a blanco o negro el paisaje los cuerpos la rabia los revelados manuales los reventados en las calles nadie la escucha” –otra vez Casandra– “ella revela manualmente sus fotografías esmerada las trabaja viven”; había comenzado Mediodía, claro, con otro nombre de mujer: “con Jana, porque ella […] escribió antes del mediodía una palabra secreta, que sigue suturando, que nos sostiene”.
Antes de Mediodía.
Pero si Mediodía es el fruto de tantas conversaciones, lo es también sin duda de una demorada conversación con uno mismo –con el hombre que siempre va con Víktor, que habría dicho Don Antonio. Pobreza, Huérfanos aún, Trazas del calígrafo zurdo, Diciembre, y hasta aquella consigna –menos palabras, ¡cuerpea!– que cerraba ¿bailas? (nueve aproximaciones al cuerpo): como en un abigarrado palimpsesto, nos encontramos a lo ancho de Mediodía con “aquella pobreza que abunda en lo conocido”, “bebemos el vino seco de los valientes en la cumbre solitaria […] huérfanos aún”, vemos cómo “el escriba encuentra posibles comienzos trazos de calígrafo zurdo”, cómo “se comparte un secreto cuya luz táctil es una cucharada de vino en la intempestiva noche de diciembre”, y otra vez, cómo se pregunta una voz que recuerda un día estival junto a Ellis Island si “no llegará nunca diciembre”, y de nuevo la pobreza que “no sé si sus ojos acarician”, y en “el mar azuzado gris y azul azorada muralla huérfanos aún naufragios silencio”, y luego “tropieza el corazón con la ceguera demasiado sol y espuma existen fugas no roces exigentes no vocean –caligrafía azul sobre página que respira– vibran del cuerpo menos palabras”.
Viceversa, también Mediodía estaba ya en Incompleto, en 2010:
el mediodía: aún si alcanzas aquella sombra
aún si no respondes lo verdadero puede
ser bendición pero vuelves al medio donde más
severo el sol ciega y el aire ni se mueve revuelta
a la incertidumbre que hay tiempo
todavía
Y estaba Mediodía Detrás de la casa en ruinas, aquel mismo 2010, cuando aprendimos que “se llega al mediodía en la casa sin techumbre”, que “no se acumula / es digestión o metamorfosis / lo impropio por lo extraño / o más íntimo”, que “aún existe / no sin vértigo, no / sin mediodía / el errar juntos, en- / contra-r- / nos”, cuando aprendimos “del miedo / que ha invadido la escritura / al mediodía”. Huérfanos aún dejaba entrever la misma lucha: “En el temblor de unas palabras / unas manos forcejean en la pluviosa / escaramuza del mediodía”, decía entonces Víktor, porque “El sol es sol, quema, no deja distinguir / relieves, ciega, traspasa las nubes”, porque “un caudal invisible en la mañana de las palabras” requiere “Ni demasiado sol, ni sólo sombra”.
También Pobreza, en 2013, nos recordaba el mismo miedo y el mismo afán: veíamos “cómo se desfiguran a plena luz del día las mentiras”, y como un mediodía, “venciéndose julio”, “un fulgor no de palabras concita la vida”; incluso se nos llamaba a “liberarse cuando es gozosa la oscuridad ya sin miedo cuando ni con silencio se puede ya más –ay dolor del diálogo–”; aquel año leíamos también en Trazas del calígrafo zurdo que “la verdad del sol sella en la piel tres monedas”.
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Mediodía se levanta sobre la cotidianeidad de los nombres propios, pero no se cierra sobre ella: como, de un modo u otro, toda la poesía de Víktor Gómez, Mediodía está también atravesado por la presencia incontestable de los nombres comunes, los plurales que nombran la otredad sobre la cual la escucha, o la mirada, trata de arrojar luz, o de velarla para hacer ver las sombras. Están en Mediodía “los desvalidos los vesánicos los delirantes”, “los torcidos de la historia”, “los degollados”, “los enfermos insomnes”, “las víctimas”, “los hundidos”, “madres anémicas”, “niños vendidos”, “los ahogados”, pero también “los obesos comensales en el gran banquete”, “ni jueces ni verdugos”, “los gañanes” de los que “se cansó la poesía”, “los endiosados de la ciudad”, “los que mienten”, “los sátrapas”, y en medio de todos ellos, nosotros, “enfermos de resplandor de sorda prisa”, tratando a duras penas de escuchar a “los que aman los que han amado mucho”, “que son unos extraños viven en otro mundo […] y de tan próximos me traspasan como fantasmas o brisa dulce removiéndome todo tachando lo negociable”.
Desde qué lenguaje no marchito.
Creo que este intento de mirar, de escuchar, es en Mediodía, lo decía antes, el poema o cuando menos la sustancia del poema. A nadie que lo lea demoradamente, sin embargo, se le escapará que el poema, y el lenguaje en que esa sustancia cobra forma, son en Mediodía una presencia ineludible. Desde las primeras palabras de Intermezzo, en las que se invoca a que “ahúme el poema lo liberado” como “un canto aullador” hasta las últimas de La o/las olas así ¿cómo?, en las que nos vemos llevados a reconocer que “en poesía siempre andamos en derrota aprendiendo de otros” –pero “la escritura es esperanza y el poeta un derrotado indomable”, “y escribir es un intermezzo un pacto sin avales de esperanza” porque “a mi esperanza la llamo derrota a mi derrota la llamo combate a mi combate lo llamo vida, porque “entre combate y combate”, recordad, “está el mediodía está la vida”: nunca pasa mucho tiempo en el terco transcurso de las horas que puntea Mediodía sin que aflore una mirada sobre la mirada que es el poema. En ese escorzo leemos, por ejemplo, que “la poesía no es de este mundo”, y vemos al poema llamarse panfleto –“Panfleto sí”, desafiantemente, porque hace falta decir que “a estafar se llama emprender a esclavizar dar empleo a saquear hacer política a mentir presentar programas electores a tranquilizar la conciencia dar limosna”, porque el poeta no es dueño de los nombres, pero quizá le duela más que a otros su usurpación, y porque “la poesía conspira contra los dioses y los endiosados de la ciudad la poesía no tiene maestros ni mercaderes”, tampoco “tiene casa es intemperie no vendrá si la llamas”, y además, qué diablos, ya “la poesía se cansó de los gañanes”.
El lenguaje, decía, es la materia del poema, el lugar en el que se produce el intento que llamamos poema: “todavía se puede intentar pero desde qué lenguaje no marchito”. Ha escrito sobre Mediodía Juan Carlos Mestre que estamos ante “[…p]oesía abierta a la ampliación significativa, táctil en su deseo de roca, resistente ante la erosión incesante que la normatividad del habla trata de imponer a los discursos de imaginación”. Pero si el poema es ese intento, o esa resistencia, es entonces una derrota, porque el único lenguaje no marchito no es otro que el silencio: “el lenguaje cómo puede ser el despertar cómo si solo lo callado habita el daño es cri be en su dialecto”, si el lenguaje nunca “tiene la palabra exacta porque la exactitud pertenece al silencio”. Como el mediodía ha de devenir medianoche, y la medianoche mediodía, el silencio “conmovido […] adviene lengua”, y la lengua debe advenir silencio, porque el lenguaje, que “es frío […] hasta que fluye en la saliva” y se torna “un lenguaje –lengüetazo sonoro–” aun así “no cubre ni los deditos luminosos del orbe” con su “frígida sintaxis”. De lo que se trata es, entonces, de, “limpiar la casa del lenguaje que mi último instinto sea tú-yo”: hay que atravesar, irremisiblemente, el “infierno fecundo del lenguaje sin Ti”, para que el poema no sea una derrota.
Si todo eso ha de ocurrir, ha de ocurrir en el poema. Pero “el poema aún no sabe”, porque la lucha se libra en su interior: “un poema no es un camino un libro no es un camino cada palabra sí”. Será preciso, aprendemos en este Mediodía, “engañar a la palabra hacerla sufrir hasta que confiese lo que no puede saber cómo”, forjar así “una palabra que no sea yugo […] una palabra que no cierre los ojos”, “una equina palabra” que “salta obstáculos y umbrales”, o acaso quedarnos, quebradas ya las palabras, “con las únicas sílabas que no se rinden”, con un “vaho sobre la desnudez en sílabas de transparencia”, con “¿una sílaba muda de perdón tal vez?”. Junto al poema, por eso, “se acumulan palabras que huyen extraviadas”, “se han oxidado se han empobrecido como la sopa fría de pan con pan”: por eso, en suma, “menos palabras”, la consigna que cerraba ¿bailas?, se oye como un eco en Mediodía.
Poema es, entonces, una vigilia del lenguaje, de la escucha, pero también “ese lugar conciencia lenguaje matriz ese lugar vaciado es poema en un entresueño a punto de despertar”, un duermevela como aquel en el que Víktor Gómez ha contado que un mediodía vino a él la palabra mediodía: un entresueño con carniceros que “desmiembran vivos cervatillos” junto a hornos crematorios como luego otros carniceros desmiembran “el lenguaje del espectáculo y la propaganda”, y con “veneno de serpiente” que “una niña con dientes de leche succiona y escupe”: poema es el lugar del horror y el lugar de la redención.
Mediodía es, pues, el fruto laborioso de un lenguaje que se mira y se cuestiona, que conversa con su propio decir y que escucha a quien ha tenido negada la voz, que busca sin descanso una hospitalidad con la que la vida se nos hace avarienta, que detiene en palabras el dulce y pavoroso transcurrir de los días –“[…] la vida es corta / […] aunque las horas son tan largas”, cómo no recordarlo, decía Borges en “1964”–, que nos mira sin piedad y nos fuerza a mirar. Pero seré fiel a la consigna de Víktor Gómez: menos palabras. Sólo cuatro: hay que leer Mediodía.
Mediodía
Víktor Gómez
Eolas, León, 2016
140 páginas
15.00€
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