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Quién mató a la agente literaria

"El asesinato de Laura Olivo" (Alianza, 2018) de Jorge Eduardo Benavides obtuvo el premio Fernando Quiñones en su última edición.

[ Foto de portada © Daniel Mordzinski]

La reciente y triste pérdida de Paco Camarasa, fundador del festival BCNegra y factótum de la resurrección del género policíaco en el tendido mediterráneo de este ruedo ibérico, ha servido para evidenciar la buena salud de la que goza una vertiente narrativa cuya vocación multitudinaria desmerece algunas veces los galones que acreditan su historia y el alcance temático y formal del que pueden presumir algunas de sus obras maestras. Desde que a finales de la década de 1970 se comenzara a producir una suerte de resarcimiento intelectual de las tramas negrocriminales hasta nuestros días, abundan los festivales literarios dedicados en exclusiva (o casi) al asunto, florecen las tesis doctorales (puede que también algún enigmático trabajo de fin de máster) que se adentran en sus recovecos y cada vez son menos quienes se atreven a denigrar en público una literatura que se precia de heredar el espíritu de las viejas novelas sociales. En efecto, si algo ha venido caracterizando a los autores que se decantan por esa orilla oscura del caudaloso río de las letras es su afán por poner el foco en aspectos de la realidad que o bien pasan inadvertidos o bien desnudan con lucidez arrebatadora las penumbras de nuestra época. Y si bien suele haber preferencia por la política, la alta economía o los derivados de la antigua dialéctica de clases a la hora de elegir qué temas poner sobre el filo de la navaja, tampoco la propia literatura se ha librado de verse sometida a su duro escrutinio. Manuel Vázquez Montalbán, el gran padre fundador del género en España, lo hizo en El premio, al poner a investigar a su detective Pepe Carvalho un crimen cometido en el seno de un importante grupo editorial, y ahora Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964) opta por ese mismo ámbito para ambientar El asesinato de Laura Olivo (Alianza), la novela con la que obtuvo el premio Fernando Quiñones en su última edición.

Hay un gran acierto de partida, consistente en otorgar el papel protagonista a un personaje del todo alejado del mundillo literario —peruano, negro y de ascendencia vasca, lo que hace que la cosa adquiera incluso un punto esperpéntico—, al que ni siquiera se aproxima como lector, y que por tanto observa cuanto se presenta ante sus ojos con la perplejidad de quien se asoma a unas profundidades que ni por asomo llegaba a sospechar. La muerte violenta de una agente literaria y la acusación firme de su amante, a la sazón sobrina de la casera del susodicho detective, mete a éste de lleno en una investigación que es un recorrido sórdido y mordaz por la fauna y la flora de nuestro ecosistema letraherido. Esa investigación principal se cruza con otra: la que trata de esclarecer el asesinato de un abogado laboralista para el que trabajó el esforzado detective y que tiene todos los visos de obedecer a un ajuste de cuentas. Entre una y otra pesquisa, Colorado Larrazabal, que tal es el nombre del encargado de hallar la salida de ambos laberintos, deambula por un Madrid y una Barcelona que son, tal y como mandan los mejores cánones del género, resumen y espejo del tiempo que vivimos, cada una con sus virtudes y sus miserias, con el atractivo sugerente y terrible de un entorno al que teóricamente caracteriza su nobleza y su altitud de miras, pero en el que las cosas no siempre son lo que parecen, como continuo telón de fondo. Jorge Eduardo Benavides no ha tenido que demostrar su talento como narrador porque ya era de sobra conocido —lo demostró en títulos como La noche de Morgana o La paz de los vencidos, recuperado este último hace unos pocos años por Nocturna—, y por eso desde las primeras páginas el lector se entrega rendido a los gozos de una prosa que navega con solvencia y brío por los avatares de unos personajes que exploran variados espectros de la sociedad contemporánea —de la multiculturalidad de Lavapiés a los oropeles de los distritos burgueses de la Ciudad Condal, pasando por el proletariado de Usera— a la par que van mostrando unos perfiles que no por reconocibles dejan de resultar originales como consecuencia de su buena traza. El asesinato de Laura Olivo explica bien por qué el género negro sigue gozando de buena salud, y también que no hay fórmulas trilladas, ni motivos intrascendentes, cuando se dejan en manos de un autor comprometido con la escritura.


 

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