/ por José de María Romero Barea /
En ocasiones, la política se convierte en una forma de actuación autoconsciente. La percepción contemporánea de que los asuntos humanos no son transparentes, sino tortuosos, complejos e impredecibles, informa la literatura del autor que nos ocupa, en la que se mezclan, aleatoriamente, la crueldad, la ambición, la fantasía y el fracaso. Antídoto contra la complicidad silente y el autoengaño, el colombiano Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978) escribe sobre el crimen, pero también sobre la verdad, la soledad y la pertenencia. En su novela más reciente, El diablo de las provincias (Periférica, 2017), se convierte en la conciencia crítica de todo un país sometido a la inquebrantable, inmisericorde e implacable ley del silencio. Su historia dispara a los objetivos habituales, pero esta vez los castiga de forma lúdica.
El diablo es un relato corto que, como la mayoría de las historias que comienzan con alguien que regresa a casa, está lejos de ser breve. El improbable periplo de vuelta se acompaña de asesinatos, robos y sucesos extraños, mientras el inexperto narrador trata de reconstruir los acontecimientos superando los vericuetos. El volumen se convierte así en una guía morbosamente seductora para redescubrir una ciudad innominada del Sur, “un paisaje mentiroso como un diablo”, donde subsisten los hábitos profundos del poder, la subordinación y la corrupción. El estilo de Cárdenas es invariablemente sencillo: la trascendencia de lo que no se dice crea una especie de ficticia omertá entre lector y narrador. ¿Se nos dice alguna vez la verdad?
En El diablo, la sátira es un riff en lugar de una reelaboración, la historia de un individuo autosuficiente que intenta encontrar su camino a través de un bosque de ideologías rivales, un lugar donde la corrupción no conoce límites, donde las fuerzas optimistas, progresistas y racionales de la historia se pierden en las calles barrocas de la medianoche, “como si el día se hubiera negado a comenzar desde el principio (…) un amago (…) empeñado en tragarse la espiral del tiempo, solo para poder vomitarla en la noche”. El protagonista es una figura aislada. Su desesperación no es diferente de la nuestra, inmersos como estamos en nuestras reducidas expectativas: “La mitad de lo que uno vive solo pasa dentro de la cabeza. Y de la otra mitad, la mitad pasa en la lengua, en la habladera de mierda”. En la narración, el silencio es apenas un prejuicio geográfico, “un cuento muy malo y muy enredado hecho de puros comienzos de cuentos que a la final qué”.
Propugna El diablo una cruzada contra el crimen organizado que amenaza las libertades civiles. Describe un misterio sin desenlace, como corresponde a una sociedad que desprecia su sistema judicial. Toda la furia demasiado real se transmuta en locura. El biólogo protagonista es optimista e inocente (“Lo que yo hago tiene una utilidad. No hay que abusar del libro de la naturaleza”), pero sus circunstancias distan de ser utópicas: nace, crece y se desarrolla en una nación rodeada de facciones adversas que no tienen en común nada más que la corrupción. Sugiere el autor de Ornamento (2015) que somos prisioneros del lugar, de las costumbres, e incluso del clima, y que lo único que podemos hacer es mantener lo que tenemos, remando a favor de la Historia.
Al final, cae el decorado y aplasta toda nuestra ambición (“molinos de viento sin aspas, molinos de cien ojos ciegos, torres de vigilancia cuadrilongas y semivacías, apenas habitables, en cuyo interior unas manos oscuras ya amasaban las primeras arepas de la Creación”). Imposible satirizar nuestro optimismo. La amargura prevalece en todo acto de crítica. A veces, la escritura necesita ser rescatada del impulso autodestructivo que la origina. El sentido de la historia que nos ocupa es doble: hay eventos, pero son de alguna manera ilusorios. Contra todos nuestros prejuicios, empatizamos con los intentos sutiles, desencantados y fatalistas del narrador de El diablo por preservar un poder virtualmente feudal. Ficción detectivesca por excelencia, cuyo tema central es el misterio, novela pulp en la que el asesinato resulta un ritual reconfortante, no hay un momento de iluminación en que se expongan las verdades ocultas. Lo que se persigue es una verdad que los demás no conocen o tienen miedo de reconocer. Aquí es el detective, no el asesino, el aislado, el sospechoso.
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