Narrativa

Las ventajas de la vida en el campo

"Las ventajas de la vida en el campo" (Caballo de Troya, 2018), excelente debut como novelista de Pilar Fraile (Salamanca, 1975)

Making of de Las ventajas de la vida en el campo

/ por Pilar Fraile /

La idea de Las ventajas de la vida en el campo, un libro invernal en fondo y forma, surgió un mediodía salvaje del mes de agosto.

Estábamos en el Mar Menor y no corría una brizna de aire. La casa entera dormía, el pueblo, sabiamente, dormía y allí estaba yo, empapada en sudor, aburrida como una ostra y desesperada por que pasaran las horas. Llevaba días leyendo una novela de Patricia Highsmith, El diario de Edith, si no recuerdo mal, y pensé, por qué no me invento un relato de intriga y crímenes, que siempre son muy refrescantes.

Cogí mi libreta de notas y me puse a ello. Enseguida apareció esta pareja que se traslada al campo y una vez allí se topa con un elemento amenazador que da al traste con su supuesta vida idílica. El frescor del campo, que ya podía acariciar y las desventuras, que en ese momento solo adivinaba, de los protagonistas, empezaron a cumplir su cometido y la tarde se fue haciendo soportable a medida que me sumergía en la historia.

Intuí la presencia de un perro, uno grande, de campo, algo pasaba con el perro. Luego, no sé muy bien cómo, apareció el dueño del animal, un viejo, vecino de la pareja.

En el momento en que apareció el viejo entré en una especie de trance, los acontecimientos se iban ordenando en el papel sin que los controlara demasiado, la pareja tenía un enfrentamiento con el viejo a cuenta del perro y, a partir de ahí, las cosas se iban recrudeciendo sin que estuviera muy claro dónde iban a dar a parar.

En ese momento no lo reconocí pero luego, mientras trabaja en mi tesis doctoral, me di cuenta de que había tenido lo que Carson McCullers llama “iluminación”, algo se había encendido en mí, como un fogonazo.

Para cuando mi novio se despertó de la siesta debían ser casi las siete o quizá más tarde. Nos acercamos a la playa y caminamos un rato por la orilla. Recuerdo que le dije algo así como: «Creo que tengo una idea para una novela». Porque para esas alturas de la tarde ya tenía claro que aquello no era un relatito de suspense, sino algo mucho más gordo. Él me dedicó una mirada cariñosa pero incrédula, ya se sabe que los escritores somos muy entusiastas pero nos desinflamos con facilidad.

Sin embargo, la historia de Alicia y Andrés, la pareja protagonista, se instaló en mi mente, me acostaba pensando en ellos, me levantaba igual, y así, durante meses. Las escenas, los diálogos, los personajes secundarios, iban surgiendo, y mi impresión era que todos esos elementos andaban “por ahí”, y yo me limitaba a cogerlos de donde quiera que estuviesen.

Durante los primeros meses de la escritura tuve una sensación de estar asistiendo a una especie de milagro, no solo por esa facilidad con la que iban saliendo las cosas sino también por la convicción de que la trama y el contenido visible de la novela era el cauce de algunas ideas que venían obsesionándome desde hacía tiempo: lo difícil que nos resulta tomar decisiones, lo mucho que nos engañamos, la huida hacia delante de nosotros mismos y de nuestro pasado personal e histórico y algunas cosas más.

Fue una época bonita, toda alegría por el recién nacido y asombro por el encuentro, pero, como saben los padres primerizos, esos primeros meses pasan rápido y luego, como suele decirse viene «lo peor». En mi caso lo peor fueron varias cosas: el trabajo extraliterario, cada vez más exigente, una tesis doctoral que tenía que terminar, algunos descalabros familiares y el propio proceso de escritura de la historia que se complicaba a medida que iba hacia adelante.

La facilidad y la alegría del principio se transformaron en un proceso angustioso porque la novela exigía mucho de mí pero yo no podía dárselo. Hubo momentos en que no tuve claro si iba a poder sacar adelante tantos proyectos a la vez y, lo que es más importante, si alguno iba a tener la calidad mínima para ser presentable. Y todo esto por no hablar de mi vida personal que estuvo, seguro, a punto de irse al traste en varias ocasiones, aunque yo estuviera demasiado ocupada para darme cuenta.

El proceso de escritura de la novela que, en circunstancias un poco menos desfavorables, debería haber durado entre un año y medio y dos años se transformó en casi cinco y se hizo cada vez más agónico.

Hacia el final del segundo año y el principio del tercero me tuve que dedicar totalmente a la tesis —hasta ese momento había conseguido robar para la escritura alguna tarde o alguna mañana de sábado— y ese fue quizá el punto más negro. A medida que me leía mis libros académicos y a entresacaba citas, la novela se iba alejando de mí y hubo un punto en que temí que no iba a poder volver a ella.

Una vez leída la tesis retomé la escritura como se vuelve a un antiguo amante, con un montón de ideas falsas y expectativas desproporcionadas. Fue un encontronazo. Tuve una atroz sensación de desapego, como si no fuera mía.

De esa crisis salió un nuevo pacto con la historia y casi todos los elementos se modificaron: cambió la psicología de la protagonista e incluso su deriva final, muchos capítulos se suprimieron, aparecieron otros nuevos, se modificaron diálogos, unos escenarios aparecieron y otros se fueron desechados. Fue agotador, pero al final sirvió para recuperar el entusiasmo de los primeros meses.

Luego empezaron las correcciones de los amigos, que siempre echan una mano y después el trabajo intensísimo con Mercedes Cebrián, mi editora, que se tomó muy en serio el empeño de limpiar el estilo del texto y sacarle el máximo brillo a la historia.

Entre unas cosas y otras el proceso duró casi seis años. Por eso ahora, cuando me escribe algún lector, esto me sucede a menudo últimamente, y me dice que se la ha leído en tres tardes, que no podía dejarla, me produce una alegría incalculable.

Desde hace bastantes meses estoy trabajando en una nueva novela que me gustaría tener terminada en no más de un año, pero ya se sabe, “si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”.


Las ventajas de la vida en el campo

[Primer capítulo]

El golpe fue seco, como un disparo.

Se aferró al volante, los ojos fijos en el asfalto. Frente a ella se extendía la carretera que unía el pueblo con la estación de servicio, un tramo de la antigua nacional.

Miró hacia delante intentando moverse, pero no pudo. El paisaje apareció en toda su crudeza a través de la luna del coche: había escarcha sobre la planicie que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, su manto blanco solo se veía interrumpido por la mancha de algunos arbustos y a lo lejos, casi a la altura del pueblo, una encina solitaria. Hacía tanto frío como uno podía esperar de mediados de diciembre.

Intentó mover la cabeza de nuevo, aterrorizada, atisbando el abismo que se extendería ante ella si no era capaz de hacerlo. Esta vez el cuello respondió. No le dolía. Parecía estar intacto. Aún sin mucha confianza estiró un poco las piernas, movió los dedos de los pies dentro de las botas. No estaba herida. Se miró en el espejo retrovisor y repitió su nombre mentalmente, como para infundirse ánimo. «Alicia, tienes que salir —se dijo—, tienes que ver qué ha sucedido».

Por la magnitud del impacto sabía que había chocado con algo enorme, pero con qué. La nacional estaba muy poco transitada, apenas algunos del pueblo circulaban por allí, más por nostalgia que por otra cosa.

Quizá había sido por la escarcha, había oído que podía producir ese efecto. En los días de intenso frío se daban en el campo fenómenos extraños, espejismos, como en el desierto. En el pueblo contaban la historia de una anciana que había salido a buscar leña en un día de invierno. Al parecer, mientras caminaba sobre el suelo helado creyó ver a lo lejos a su difunto marido, corrió hacia él y acabó en una poza congelada. La encontraron horas más tarde y la sacaron, pero el hielo había hecho mella en el cuerpo y murió a los pocos días jurando que su esposo estaba allí, que había tocado su mano.

Tendido delante de las ruedas delanteras del coche había un cuerpo inmenso y peludo. Al principio, por los nervios y el aturdimiento, le costó reconocer la forma, pero enseguida comprendió: era un perro. Soltó un suspiro de alivio, no era un ser humano.

La cabeza del animal estaba ladeada de una forma extraña, seguramente, porque tenía el cuello fracturado. Los ojos, abiertos, eran oscuros, sin expresión alguna, como si fueran dos canicas de cristal negro. Así, extendido como estaba, paralelo al vehículo, era casi tan largo como el parachoques del coche.

Se separó de él. El alivio que acababa de sentir dejó paso a una nueva inquietud. Salió de la carretera y caminó unos metros, tratando de retomar el ritmo de su respiración entrecortada. La escarcha crujía bajo sus botas y el agua, atrapada debajo, salía a la superficie.

Mientras contemplaba cómo el hielo se quebraba y los reflejos del sol sobre los pedazos, la golpeó una certeza: era el perro del viejo. Tenía su mismo pelo negro con mechones rubios, típico de los pastores alemanes, el morro negro, la cola larga y peluda.

«Maldito animal», pensó. Si el viejo se enteraba iba a enloquecer. Tenía que hacer algo y rápido. A pesar de que era mediodía y no se oía un alma, era posible que alguien del pueblo pasara y entonces, se dijo, si la encontraban allí, sí que no habría manera de arreglarlo.

Cabía la posibilidad de sortearlo y huir. Pero dejarlo ahí, en medio de la carretera, podía provocar otro accidente.

Se aseguró de que nadie se aproximara, volvió donde estaba el perro e intentó arrastrarlo fuera de la calzada. Era muy pesado, casi tanto como ella. Iba a tardar mucho en moverlo, pero había que hacerlo. Estaba convencida de que si llamaba a la policía para que lo retiraran el viejo se iba a enterar y, además, le pondrían una multa, o incluso tendría que ir a juicio por haberlo atropellado. Las leyes eran estrictas respecto de los animales. Andrés estaba en el trabajo y aún iba a tardar una hora en llegar, así que no había nadie a quien acudir.

Por su mente pasó la escena de un juicio, se vio excusándose, explicando que el perro había salido de la nada, que ella no había tenido tiempo de reaccionar, que nadie lo habría tenido, que iba a la velocidad reglamentaria. El juicio, de todos modos, iba a ser lo de menos, no creía que el viejo fuera a denunciarla. Si se enteraba, iba a ser peor, mucho peor que una denuncia. De eso estaba segura.

No quedaba otra opción que apartarlo. Miró en torno, comprobando que no la viera nadie, y se dedicó al empeño con todas sus fuerzas. Al segundo intento estaba empapada en sudor. Se sacó el anorak, se lo había enfundado al salir de casa y no se había molestado en quitárselo porque solo pensaba ir a la estación de servicio. Lo tiró dentro del coche. ¿Por qué se le habría metido en la cabeza ir a la gasolinera a por el pan? Podría haber ido a la tienda del pueblo y se hubiera ahorrado el disgusto.

Después de varios tirones consiguió sacar por completo el cuerpo del animal de la calzada. Delante del coche, por donde lo había arrastrado, se veía una mancha oscura y reluciente, con irisaciones verdes y azules.

Ahora que casi había conseguido lo que quería, sus músculos se relajaron un tanto y el olor del animal muerto la golpeó: era un olor acre, no solo por la sangre, sino porque el abdomen se le había reventado y algunas de las vísceras habían quedado a la intemperie. Formaban una amalgama de color amarillento y rojizo.

Aguantando las arcadas hizo un último esfuerzo y empujó al animal hacia la cuneta. El cuerpo se quedó un segundo en el borde, pero acabó cayendo al hueco y sonó como un chasquido, seguramente, de algún hueso que se había quebrado.

Alicia intentó recomponerse para salir de allí lo antes posible.

Antes de arrancar volvió a mirar en derredor. Parecía que había tenido suerte. Nadie la había visto.

Aceleró con el cuerpo aún temblando, la boca pastosa, como si se le hubiera llenado de la sangre del animal, y una sensación de desasosiego. «La sensación que debían sentir los criminales», pensó.


Las ventajas de la vida en el campo
Pilar Fraile

Caballo de Troya, 2018
304 páginas; 15,10 €


Pilar Fraile. Foto © Pedro Campoy

Pilar Fraile Amador (Salamanca, 1975) ha publicado la novela Las ventajas de la vida en el campo, (Caballo de Troya, 2018), el libro de relatos Los nuevos pobladores (Ediciones Traspiés, Granada, 2014),  así como los libros de poesía Falta (Amargord, 2015), Larva seguido de Cerca (Amargord, 2012), La pecera Subterránea (Amargord, 2010) y El límite de la ceniza (Prensas universitarias de Zaragoza, 2006). Es coguionista junto con Pedro Campoy del cortometraje: El desierto de lo real. Como ensayista ha publicado Materiales para la ficción. De Poe a Foster Wallace, (Editorial Grupo 5, Nuevos Mapas del siglo XXI, 2017).  Sus textos han aparecido en diversas Antologías y libros colectivos como: Pájaros raíces (Abada Editores, 2010) o Por donde pasa la poesía, (Baile del Sol, Tenerife, 2009), La república de la imaginación (Legados, Madrid 2009), Pánica tercera (Delirio, Salamanca, 2006); así como en distintas revistas de arte y literatura de ámbito nacional e internacional. Parte de su obra narrativa ha sido traducida al inglés, noruego y catalán.

Asimismo sus obras han formado parte de diversas exposiciones en las que dialogaban la literatura con las artes visuales, como el festival madrileño 143 Delicias en el año 1999 o la Bienal Internacional de Arte de Lofoten, Noruega, en 2013.

Además de su labor como escritora, es profesora de filosofía desde el año 2002 y doctora en Teoría de la literatura por la UCM.


 

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