Los paraguas de Chebourg, 1964, Jacques Demy
/ por Michel Suárez /
De de la zafra de realizadores franceses a los que Françoise Giroud etiquetó a finales de los años cincuenta como Nouvelle Vague, procedentes casi todos ellos de la esfera de influencia de Cahiers du Cinéma, la mítica revista fundada por Bazin, la figura de Jaques Demy siempre permaneció en un discreto segundo plano, sin alcanzar la estatura y el reconocimiento de algunos de sus compañeros de generación como Godart, Rivette, Rohmer, Chabrol, Truffaut o su muy talentosa esposa Agnès Varda. Sin entrar en mayores polémicas sobre la injusticia de este olvido, el caso es que en 1964 Demy estregaba una obra maestra que sorprendía por su osadía formal y su insólita originalidad: un drama romántico que dinamitaba las convenciones del género al presentar un guión enteramente cantado, un ejercicio de riesgo máximo que el director francés denominó Cine-Música.
Partiendo de esta premisa, Les Parapluies de Chebourg caminaba sin red al borde del abismo; no obstante, Demy dio muestras de una profunda sensibilidad para envolver en música los diálogos sin caer en la cursilería o el ridículo: en un universo de sentimientos a flor de piel, de pasiones abrasadoras y atormentadas, hay atmósferas que sólo la música es capaz de transmitir.
Genevieve Emery, una debutante y hermosa Catherine Deneuve, es una joven soñadora que trabaja en la tienda de paraguas de su madre en Cherburgo. Muchacha sensata y obediente, Genevieve está profundamente enamorada de Guy Faucher, un mecánico idealista, jovial y un tanto despreocupado, al que da vida un buen Nino Castelnuovo. Su madre desaprueba esa relación, pero el amor que siente por Guy es tan puro y palpitante que se muestra dispuesta a abandonar el hogar materno para fugarse con él. A pesar de su determinación, el destino truncará sus planes: Guy es requerido para realizar el servicio militar durante dos años en Argelia. Antes de su partida, pasan la noche juntos, y poco después Genevieve descubre que está esperando un bebé.
Los silencios prolongados debidos a las malas comunicaciones van desgastando la relación que pende de una correspondencia cada vez más intermitente. Los frecuentes apuros económicos de la familia obligan a madame Emery a vender algunas pertenencias a un joyero de París, Roland, quien se enamora de Genevieve y se ofrece a casarse con ella y asumir a su hija. El gran Marc Michel interpreta al joyero parisino; tres años antes, Michel ya había dado vida a otro Roland, el idealista enamorado de Anouk Aimée en la maravillosa Lola, dirigida también por Demy.
Ante la posibilidad de un matrimonio ventajoso, la madre de Genevieve la presiona para que olvide a su gran amor y opte por la seguridad económica y la cordura de una vida sin complicaciones. Finalmente, sin perspectivas ni entusiasmo, accede y abandona Cherburgo. Tiempo después, Guy regresa, pero al descubrir que Genevieve ya no lo espera, se ve confrontado a la necesidad de recomenzar todo de nuevo, dolorido y abatido, sabiendo que nada será ya como antes.
Muchas cosas resultan notables en esta película. Además de la espléndida fluidez narrativa y un ingenioso uso de la cámara, que nos regala algunos planos inolvidables, como el picado que abre la película o la escena de la despedida en la estación, Demy muestra una gran habilidad para transmitir la transformación de las pasiones que se suceden en los protagonistas. El uso saturado de los colores dota a la cinta de un espeso cromatismo que combina de forma chocante y deliberada con el vestuario, ofreciendo contrastes que marcan como un diapasón los colores dramáticos de la trama y sus variaciones: los tonos más vivos y chillones de la primera parte ofrecen el telón de fondo de una pasión juvenil que se desvanece con la partida de Guy, hasta sumergirse en el universo de colores apagados y melancólicos de la segunda mitad, mucho más dramática.
La banda sonora de Michel Legrand, sin duda uno de los protagonistas principales, con ese tema central, “Je ne pourrai jamais vivre sans toi...”, que acompaña toda la película desde el formidable picado inicial, se ha convertido con toda justicia en un clásico del cine romántico. Es difícil no acordarse de Jacques Brel, o de Léo Ferré y su eterno Avec le Temps, cuando Genevive canta un desgarrador “ne me quitte pas” a un atribulado Guy que le suplica que le espere. Je t’attendrai…
Y ese final…, terrible, desgarrador, de una amargura inaudita. El mundo ideal de los amantes se ve confrontado con los avatares de un destino que no controlan. Demy no atempera, no concede; la vida no es un viaje con final feliz en un altar; posee un lado de sombras y aflicciones que no podemos ni debemos ignorar; en ocasiones nos otorga una segunda oportunidad, pero es probable que nunca recuperemos la pureza y la intensidad del primer amor: lo vivido, vivido está, nos dice el director.
Y es que el amor no siempre triunfa sobre el cálculo ni se alza sobre las presiones de lo inmediato, sobre las cambiantes y tiranas exigencias de la realidad. Estamos, por tanto, lejos del triunfo de las pasiones ingobernables que manejan a los protagonistas como marionetas, del amour fou, ese arrebato que abole “todo sentimiento de duración en la embriaguez de la suerte”, como lo definió Breton. Genevieve no es la Deneuve malvada e impasible que cinco anos después obnubilará hasta el absurdo a un ingenuo y enamorado Belmondo en “La Sirena del Mississippi” de Truffaut, uno de los mejores retratistas del amor; y estamos igualmente a gran distancia de las aventuras de los jóvenes protagonistas de “Los amantes de la Noche”, (“They Live by Night”), el magnífico film de Nicholas Ray, por cierto, muy apreciado por el propio Truffaut, o de las criminales andanzas de Martin Sheen y Sissy Spacek, en “Malas Tierras” (“Badlands”), de Malick.
En una época de “comedias románticas” desabridas, torpes, sumisas a los happy endings que ignoran los tormentos de las pasiones que no triunfan, esta película es un tesoro. Contemplar su amargura no significa deleitarse en el sufrimiento ni entregarse a un gratuito ejercicio de autoflagelación; nos recuerda, antes, la necesidad de encarar con madurez la fragilidad de las relaciones y los vaivenes de las emociones, de aceptar la perentoriedad de los sentimientos. Un motivo excelente para visionar esta admirable obra, gozosa y lacerante, tierna y cruel, como la vida misma.
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