/por Eduardo García Fernández/
Existen películas en la historia del cine que una vez visionadas quedan adheridas a la memoria con una frescura y viveza que consiguen perdurar con el paso de los años en nuestro imaginario. Deseamos recurrir a ellas como si fueran un manantial; volver a beber para saciar una sed de conocimiento y deleitarnos con un antiguo placer para poder apreciar los gramos de belleza que determinadas películas como Las aventuras de Jeremíah Johnson son capaces de aportar al séptimo arte.
El protagonista está encarnado por Robert Redford, que con este trabajo consiguió la madurez en su carrera cinematográfica; una madurez paralela a la amistad que le unía desde los años sesenta al director del filme, Sydney Pollack. El magnífico guion es de John Millius y Edward Anhalt, basado más en las novelas Mountain man de Vardis Fisher o Crow killer de Raymond Thorp y Robert Bunker que en la verdadera historia del fronterizo comedor de hígado Johson, que según cuenta la tradición, para vengar la muerte de su mujer —una india de la tribu de las cabezas lisas—, mató y comió los hígados de los mejores guerreros crow (cuervos) que fueron sucesivamente enviando contra él.
Las aventuras de Jeremiah Johnson narra las vivencias de un trampero y cazador solitario que decide abandonar la ciudad (civilización), tal vez por desengaño y escepticismo frente a todo convencionalismo; pero que a cambio deberá enfrentarse a los cuatro grandes temas existenciales que vertebran todo el filme y que son: la soledad del que abandona la civilización y se retira a la montaña, la libertad como posibilidad pero también como problema, la muerte como algo que continuamente acecha al protagonista y el sentido que cobra su vida en un entorno desconocido. La soledad de la montaña se va haciendo más y más presente a lo largo del filme y en cierto momento Jeremiah llega a decir: «Me gusta el silencio». Es más, lo dice en presencia de un niño (Caleb) que adopta y que además ha enmudecido por el trauma causado por una masacre.
Esta soledad que encuentra Jeremiah en la montaña no es desoladora, sino reconfortante para cerrar heridas del pasado, una guerra en continua presencia, como lo demuestran sus pantalones del ejercito sudista. Pero lo realmente interesante es el duro aprendizaje de la supervivencia en el universo de la montaña. Este microcosmos tiene sus propias leyes inexorables que dan al filme su sentido épico y existencialista. Así, el protagonista pasa por varios episodios que van modificándole, haciendo avanzar la acción a medida que asistimos al paso de las estaciones. Al principio aprende a cazar, poner trampas e incluso a dormir sobre la nieve y comerciar con los indios gracias al viejo trampero Bearclaw Grizlap. Es sumamente interesante cómo el viejo trampero le dice que la montaña solo puede ofrecer lo que uno mismo lleva dentro, y por eso hay que respetarla. Aquí apreciamos el color ecologista de la película y un sentido transcendente de la misma.
A continuación, Jeremiah ayuda a una mujer que sobrevive a un ataque indio y la acompaña cuando entierra a los muertos. Es aquí donde adopta al niño Caleb, que permanecerá mudo a lo largo de todo el filme. Después, salvando de la muerte a otro trampero solitario, Del Cue, se ve involucrado en la venganza que éste desata contra la partida de guerra que lo torturó, y es así como nuestro protagonista comienza a coger fama de guerrero y cazador. Con la compañía de Del Cue y del niño, conoce las costumbres de los indios flatheads y en este encuentro que presenta cierto grado de comicidad recibe como regalo del jefe de la tribu Dos Lenguas a la hija como esposa.
Este es el clímax del filme, pues Jeremiah Johnson, con mujer india e hijo adoptado, formará una familia; pero además se vuelve sedentario, construye una casa cerca de un río en un hermoso lugar y allí se asienta dando comienzo a una nueva etapa en su vida. Ahora asistimos a los momentos en los cuales vemos sonreír y reír a los tres. Se caza y se comercia; se juega y se convive en un mundo de equilibrio y paz. Sin embargo, la tragedia está a punto de acontecer cuando Johnson se ve obligado a realizar un favor a un destacamento del Ejército: el viejo fantasma del que huía vuelve a aparecer. Los guía a través de las montañas para poder rescatar del frío y de los indios a una caravana de pioneros que están atrapados, pero al atravesar un desfiladero tienen que pasar irremediablemente por un cementerio crow, con la consiguiente profanación del mismo. Jeremiah muestra un profundo respeto por el mundo indio que contrasta vivamente con el dogmatismo cristiano de uno de los miembros del pelotón.
Cuando el protagonista regresa solo, nuevamente atravesando el cementerio, lo mágico y lo premonitorio cobran presencia, pues parece que el graznido de aves y hasta los propios esqueletos comunican que se ha violado lo sagrado. Como consecuencia, los indios se vengan de Jeremiah matando a su esposa y a su hijo. Cuando llega a su casa y ve lo que ha acontecido, el silencio vuelve nuevamente al filme, y con él una mayor tensión que queda subrayada por la parálisis en que queda el protagonista. Sólo cuando cae la noche y el caballo se le acerca es capaz de salir del estado de shock. Ahora su respuesta es todavía más terrible, ya que se irá enfrentando y matando en combates sumamente singulares a todos los guerreros que el jefe de los crows irá enviando sucesivamente contra él.
Jeremiah se encuentra nuevamente con el cazador Del Cue, que no admite más iglesia que la naturaleza, admira las Montañas Rocosas y además le recomienda que se deje guiar por el viento y no perder de vista el horizonte. Resulta curiosa la recomendación tan poética, a pesar de venir de un personaje tan fanfarrón. Después, al visitar a una familia de colonos en el valle, le muestran un monumento funerario con el que los enemigos del protagonista le honran por el valor y fortaleza que demuestra en cada combate. Y el último encuentro y el más importante que cierra el círculo y retorno de encuentros tiene lugar con el viejo cazador, aquel que le enseñó. Saludándose como personas que se muestran admiración y respeto, Bearclaw le pregunta por el sentido de la vida, lo que un protagonista taciturno parece no comprender.
El héroe se va enfrentando sucesivamente a nuevos indios que envían contra él y continúa liquidándolos hasta que el jefe de los indios se despide de Jeremiah con solemnidad: ha pasado de ser odiado a ser admirado y, en acto de rabia, Johson devuelve el saludo.
El filme, que comienza con una narración en off y está acompañada de una poética canción, a medida que avanza va convirtiéndose en una leyenda. Como muy bien señala la canción de la película, «Jeremiah Johson se fue a las montañas apostando que olvidaría todos los problemas que había conocido», pero más bien parece que conoció otros nuevos y peores. «La historia de Jeremiah fue especial», pues él quiso convivir a bien con dos culturas.

Eduardo García Fernández (Oviedo, 1968) es licenciado en psicología clínica y máster en modificación de conducta. En 1999 abrió una consulta de psicología clínica en la que aborda todo tipo de patologías y adicciones. Entre sus aficiones se encuentran la literatura y el cine. Y acostumbra a vincular éstas con su profesión dando lugar a artículos con un enfoque diferente. Ha realizado y participado en programas de radio en Radio Vetusta, ha colaborado con la revista digital literaturas.com y en la actualidad colabora esporádicamente con artículos y reseñas en el periódico La Nueva España.
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