Entrevistas

Una conversación con Joseph Brodsky

Entrevista de Brenda Lyons a Joseph Brodsky realizada en su casa de Massachusetts, año 1987.

Una conversación con Joseph Brodsky

/ por Brenda Lyons /

Transcripción de la charla que tuvo lugar en casa de Brodsky en South Hadley, estado de Massachusetts, en 1987. La entrevista fue publicada en PN Review 217, Volumen 40, Nº 5, mayo-junio de 2014


Brenda Lyons.- ¿Cree que el arte o un gran artista es un producto derivado de su condición de exiliado?

Joseph Brodsky.- La verdad es que no. Todo se centra en el don que un artista posea: lo que produzca está relacionado con las dimensiones de ese don o, acaso, si lo prefiere, con la generosidad del donante. Y, también, en parte con la inteligencia del individuo, que es igualmente un don

B.L.- ¿Y el donante es…?

J.B.- Me imagino que el Todopoderoso, o la Madre Naturaleza, como usted prefiera decirlo.

B.L.-  En otra ocasión se refirió a la poética de la ofuscación. ¿Qué implica este término?

J.B.- A lo que en realidad estaba aludiendo era al hecho de que cuando la literatura experimenta cierta dosis de presión, digamos con alguna forma de censura, tiende a crear estrategias para llegar de modo indirecto hasta el lector. En cierto modo, la presión que una sociedad ejerce por medio de la censura da origen a sistemas alegóricos. No es exactamente ofuscación: se trata, más bien, de eludir la acción del censor. Esta suerte de necesidad de engañar al censor es muy a menudo la responsable de que surjan magníficas metáforas literarias, puesto que los temas de la literatura, en última instancia, se revelan bastante limitados: todo gira en torno a la traición, el amor o la fortuna. Debo añadir que el verdadero arte puede ser un producto tanto de la felicidad como de la desdicha. Casi de modo inevitable, el artista se encontrará con que ha de tomar una ruta distinta a la acostumbrada para, así, tratar el asunto de su obra de manera novedosa. Así pues, busca en todo momento nuevas formas de expresión que reproduzcan su nuevo lenguaje, o sus nuevas imágenes, por decirlo de otro modo. A veces será la ofuscación; otras, puede ser el estilo indirecto; en otras, un eufemismo; otras, la mesura y el comedimiento.

B.L.- ¿Fue usted un disidente en el seno de su propia familia?

J.B.- En cierto sentido, desde luego que sí. Bueno, quizá no diría «disidente»…

B.L.-  ¿Es la disidencia una condición universal que afecta a todos los escritores?

J.B.- No. Por definición, la escritura ocupa un territorio muy singular con respecto a la realidad. Un escritor no es alguien que participa de esa realidad, sino alguien que la observa. Y en gran medida es una cuestión de temperamento y de tiempo, y, una vez más, de talento. En cierta medida, me atrevería a afirmar que por definición un escritor es un marginado.

B.L.- ¿Cree que el artista siente también la necesidad, acaso patológica, de experimentar la diversidad?

J.B.-  Desde luego se trata de una patología, aunque yo no lo entiendo como un término peyorativo. Quizá se trate de un rasgo común a todos los artistas, aunque no lo sé con certeza. Bien pensado, no siempre es así. Me viene alguien como Frost a la mente: a él no le afectaba esa patología.

B.L.- ¿Es ese uno de los motivos por los que cree que Frost es un gran poeta?

J.B.- Uno de ellos, sí. Su obra revela una concentración formidable.

B.L.- ¿En qué sentido son los poetas distintos de los demás escritores?

J.B.-  La diferencia entre la poesía y, por ejemplo, la prosa, es la misma que podemos observar entre las fuerzas aéreas y la infantería. Personalmente, solo puedo hablar de la poesía. La poesía pone en entredicho el uso de los adjetivos que se le aplican. La poesía femenina, negra, amarilla, roja o de cualquier otro color no tiene sentido: o es poesía no lo es. Y la poesía, debo añadir, no es tanto la cualidad de una escritura personal cuanto el estado de la escritura personal o, si se prefiere, el estado en que uno se encuentra durante el proceso de la escritura.

B.L.- ¿Se sentía más cómodo en compañía de Ajmátova que con Auden?

J.B.- Lo cierto es que no. Estaba bastante cómodo con Wystan. El único aspecto que me incomodaba era mi dominio del inglés, que en aquel momento era inexistente. Era inglés de instituto.

B.L.- ¿Fue él quien escribió la introducción de su volumen de Poemas selectos?

J.B.- Así es. Fue hace muchos años. Un traductor de mi obra viajó a Rusia y me comentó que Penguin estaba interesada en publicar una antología de mi poesía y yo le dije que me parecía bien. Él me preguntó quién querría yo que escribiera la introducción al volumen y yo le contesté que, en un mundo ideal, me encantaría que fuera Auden quien lo hiciera. ¡Y voilà! Unos pocos meses más tarde recibí una carta en la que se me comunicaba que Wystan había aceptado la oferta.

Tenía treinta y dos años cuando llegué aquí, a un país anglohablante, desde otro de habla rusa. Y me encontré cada vez más apegado a él. Y el tipo empezó a gustarme, profundamente, tanto que a veces comencé a experimentar unos instantes muy especiales de identificación plena con él. En ocasiones me decía a mí mismo: «Soy él».  Hay veces que siento como si llevase puesta su piel sobre la mía. Un día intenté explicarle todas estas sensaciones a un amigo, durante un viaje en coche de tres horas, cuando de pronto me percaté, ay Dios, de que estaba hablando de ese poeta o de lo que yo sentía hacia ese poeta en una forma bastante peculiar. En fin, era la segunda vez en la vida que sentía algo de ese calibre hacia un ser humano. La primera fue hacia una mujer que, con el tiempo, se convertiría en la madre de mi hija. Pero esta otra era la segunda y, al experimentar la intensidad de semejante atención, la intensidad de sentimiento o de identificación, pensé que, si el amor estaba involucrado, y teniendo en cuenta mi edad, quizá sería más apropiado amar a un poeta, a uno muerto. Es decir, si uno es capaz de amar, acaso es más apropiado que el objeto de ese amor sea un poeta muerto antes que un ser humano vivo. De ese modo, en cierto sentido el sentimiento está en consonancia con su objeto, pues existe algo análogo entre el sentimiento en sí y la infinitud hacia la cual está orientado. La lectura o el recuerdo de sus versos son los momentos más entrañables para mí, más que cualquier otro. Todo lo que se precisa es amar a alguien más de lo que te amas a ti mismo o tomarse a alguien más en serio de lo que te tomas a ti mismo. Sin esperar que el amor sea correspondido. Por lo general, el amor es una calle de sentido único, y cuanto más larga la calle, mejor.

B.L.-  ¿En qué sentido puede hablarse del recuerdo como sustituto del amor, como hizo en su ensayo sobre Nadezhda Mandelstam?

J.B.- Cuando el objeto de tu amor ya no se encuentra presente, o cuando ha fallecido, como sucedía en su caso, los recuerdos son todo lo que te queda.

B.L.- ¿Quién más ha supuesto una influencia para usted?

J.B.- Casi todo lo que he leído y casi todos a los que he leído han tenido influencia, en mayor o menor medida, en mi humilde ser: Piero della Francesca, Bonnard, Raoul Dufy, o incluso la música, que también tuvo su dosis de influencia. Creo que si he aprendido alguna lección sobre composición no ha sido de la literatura, sino de la música de Bach, Mozart o Haydn. También de un escritor francés de novelas picarescas, Henri de Régnier, aunque de modos distintos, pues no son comparables el uno al otro, ya que uno era escritor, una suerte de parnasiano, mientras que el otro era un formidable músico barroco.

B.L.-  ¿De qué forma han influido en su obra?

J.B.- Aprendí con de Régnier dónde debía concluir una historia y con Bach prácticamente lo mismo, esto es, dónde abandonar el tema central para dar comienzo a una digresión. Porque la poesía es, sobremodo, el arte de la digresión. Lo importante es vigilar y contener las digresiones. Y otro poeta que me ha influido muchísimo es un español, Antonio Machado, en particular un romance suyo, La tierra de Alvargonzález, un poema muy del estilo de Frost en el que se combinan una balada y la historia social. Es un poema muy curioso. Y Jorge Manrique, también. Esos dos poetas, creo.

B.L.- Se ha referido a tres niveles poéticos: el racional, el intuitivo y el revelador.

J.B.- Las narraciones incorporan los tres.

B.L.- ¿Y qué me dice del contrapunto?

J.B.- Lo mismo. No es más que el principio del eco que se aprende estudiando música. Fue Walter Pater quien dijo que «todas las artes aspiran a lograr el estatus de la música», en relación a la fascinante interacción que se da entre la forma y el contenido.

B.L.-  ¿Y la poesía es lo que más se asemeja a la voz humana?

J.B.- Creo que la poesía es, a fin de cuentas, un arte superior a la música. Y ahora voy a contradecirme: yo saco mayor provecho de escuchar música, pero, aun así, pienso que la poesía tiene un rango artístico superior porque no busca una respuesta visceral, ni resultarle atractiva a la vista, al oído ni, por así decirlo, al estómago. Es una aventura que tiene lugar en la mente y en ningún otro sitio. Todo se concentra dentro de la cabeza o a un nivel aún más profundo, en el modo en que uno se moldea a sí mismo. Justo ahí es donde la poesía despliega su gran poderío, al invitar al lector a hacer lo mismo que hizo el autor. La música, por contra, no actúa así. Ni la pintura tampoco. Ni la danza. Con la poesía, el lector se convierte en cómplice, mientras que las demás artes, como mucho, te permiten ser un testigo más.

B.L.- ¿Cuál es para usted el universal más característico del lenguaje o de la poesía?

J.B.-  Lo que me atrae de la poesía es que provoca un estado de aceleración mental y, para decirlo de un modo algo burdo, muestra cierta tendencia a economizar, a tomar atajos, a provocar cortocircuitos mentales, y lo hace mejor que nadie. Eso es lo que me fascina de la poesía y lo que yo mismo estoy tratando de llevar a cabo.

B.L.- ¿Hay momentos más propicios para escribir más de lo habitual?

J.B.- Siempre quiero escribir más de lo que escribo, pero es, sobre todo, una cuestión de suerte.

B.L.- ¿No son ciertas condiciones o ciertas circunstancias lo que estimulan la extensión de lo escrito?

J.B.- Pues no estoy seguro del todo. Si echo la vista atrás, tendría que decir que he escrito algunos poemas en circunstancias poco favorables, así como también me he encontrado en condiciones óptimas para escribir y no lo he hecho.

B.L.-  ¿Cree que es pertinente distinguir entre poesía privada y poesía pública?

J.B.- Bueno, esa pregunta se centra en dos epítetos. A veces, algunos poemas cumplen un papel funcional en la vida de una sociedad, que no es otro sino el de incitar a la gente a que actúe. Pero, bien considerado, lo que en realidad cuenta es si el poema es bueno o no, si es un hecho lingüístico o no. En relación con la poesía, lo que incita a alguien a actuar no tiene por qué ser algo evidente. Emily Dickinson es capaz de empujarte a actuar con más decisión que cualquier poema de Ginsberg o de Whitman.

Me gustan los poetas maduros, que no es lo mismo que decir los poetas muertos. Es decir, me gustan los que escriben poesía cuando ya han alcanzado una edad madura. Y ese es el motivo, por ejemplo, de que me guste Auden tanto, porque es lo mejor. Toda su obra, de principio a fin, es aprovechable. Todos tenemos la capacidad de hacer cosas, pero la cuestión es si también tenemos resistencia o no.

B.L.- En su discurso con motivo de la concesión del premio Nobel se refirió al funcionamiento del arte por medio de lo que Baratynski había dicho de su musa: «un punto, otro punto, una coma y un guion, con lo que se transforma cada cero en un rostro diminuto y humano, aunque no sea muy bello». ¿Hasta dónde se extiende la influencia que ha tenido en usted?

J.B.- Creo que su influencia ha sido muy profunda. Empecé a escribir poesía en serio debido a él. Fue en 1959 o quizá en el 58, en la ciudad de Yakutsk, en el extremo más nororiental de Rusia, en Siberia. Me encontraba trabajando allí con un equipo de geólogos y nos quedamos aislados durante un par de semanas por culpa de las inclemencias del tiempo. Era la estación de las lluvias, por así llamarla. No teníamos ninguna distracción ni nada que hacer, así que paseaba por las calles de aquella ciudad infame, si es que llegaba a la categoría de ciudad. Por entonces no había más que una chimenea, la de unos baños públicos. Por casualidad di con una librería que, en principio, no tendría por qué estar allí. No tenía más que libros de una calidad pésima. Pero de pronto dirigí la vista hacia una de las baldas más altas, en la que descansaba una colección nada atractiva que se llamaba La biblioteca de un poeta o La biblioteca del poeta. Fui mirando los títulos, y los conocía prácticamente todos. Sin embargo, me fijé en un volumen de Baratynski que acabé comprando impulsado por una especie de sentido del deber, más que nada. Y lo leí. Lo leí de cabo a rabo. Aquel libro me cambió la vida, en aquel sitio y en aquellas circunstancias. Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que no había nada que me retuviera en aquella ciudad.

La siguiente decisión que tomé fue abandonar la geología y marcharme de allí, volver a casa y sentarme a escribir poemas. A todo el mundo le parecía algo escandaloso, por supuesto, pues había dejado al equipo de geólogos plantados, aunque en realidad todo lo que perdían era un par de manos y otro de piernas. Les comuniqué mis intenciones y eso hice: me fui. Ellos estaban furiosísimos. La mía fue una partida de lo más singular: en medio de la nada, en la profundidad de la taiga, de sus bosques y ciénagas. El lugar habitado más cercano, en dirección oeste, debía estar a unos nueve mil kilómetros, hacia el sur a un par de miles de kilómetros, y yendo hacia el este a unos ochocientos o novecientos. Tomó una proporciones épicas, aquella partida mía, aunque al final me las arreglé para alejarme de allí. Después de todo aquello fue cuando empecé a escribir poemas con gran asiduidad, más que la dedicada a cualquier otra actividad.

La influencia que Baratynski ejerció en mí no se limitó a ser el estímulo que me impulsó a la escritura, sino que había otros aspectos en su obra que aprendí, como la postura que vas a tomar como escritor. Muchas fueron las enseñanzas que me proporcionó. Es un poeta extraordinario, un individualista acérrimo ya en su tiempo. Si es de desapego y de autonomía de lo que nos proponemos hablar, entonces hay que mencionarlo a él como el más autónomo de los poetas rusos del siglo XIX y posteriores. Me tenía entusiasmado.

B.L.- ¿Le gusta Safo?

J.B.- Bueno, es que no hay mucho que pueda gustarme o no gustarme. Los fragmentos que he ojeado son bastante interesantes. No me atrevo, sin embargo, a ofrecer un juicio definitivo, pues lo que se conserva es tan escaso que, personalmente, me impide formarme una opinión al respecto. Con todo, me gustan los clásicos. Me gusta Lucrecio muchísimo, y las Bucólicas de Virgilio más que su Eneida. También me gustan poetas griegos poco conocidos, tanto del período helenístico como del inmediatamente anterior.

B.L.- ¿Qué opinión le merece la Generación Beat?

J.B.- Pues fíjese que de joven llegué a traducir fragmentos de «Aullido» y de «Kaddish». Aún me gusta esa poesía, a mi modo, aunque se me hacen patentes su ingenuidad y su carácter neurótico, en el sentido más tedioso de esos términos. Soy consciente de lo adolescente que es esa poesía, igual que también lo es la de Whitman. Creo que refleja la idea estadounidense de lo sublime, según la cual se ve todo y no se ve nada a un mismo tiempo. Pero, mientras que los poemas de Whitman se hallan impregnados del espíritu democrático, los de los Beat rezuman un nihilismo populachero. Tanto estética como intelectualmente no son más que basura, el equivalente poético de la comida rápida. Pero cuando se tiene hambre la comida rápida te sacia, y con dieciséis años en Rusia yo tenía mucha hambre.

B.L.- ¿Le gusta leer narraciones tanto como leer poesía?

J.B.- Supongo que puede decirse que me gusta leer narrativa, pero lo cierto es que durante los últimos diez años me han interesado más las lecturas de historia y de textos científicos, antes que los de ficción. Trato de hacer tiempo para leer historia antigua y, sobre todo, moderna, porque en parte he tenido la fortuna de haber vivido la suficiente cantidad de años como para percatarme de cómo las cosas se confabulan para conformar las experiencias de la vida, de qué es eso que hay detrás de la realidad. De ese modo, la visión que tienes de tu propia vida se hace estereoscópica. La lectura de memorias favorece la reflexión sobre lo que te ha sucedido en la vida, o sobre qué le ha dado forma a tu pasado. No es que me considere una víctima de la historia, ni mucho menos. Eso sería algo propio del noble y, por otra parte, estaría eludiendo mis responsabilidades. Lo que verdaderamente me interesa es lo que ha sucedido tras el telón de fondo que conforman mis dramas existenciales, tan insignificantes. Por ejemplo, me interesa saber cómo estalló la guerra, qué políticas condujeron a un acontecimiento semejante. En cierto modo, creo que casi todo es aleatorio, y resulta particularmente interesante conocer los entresijos azarosos que se han dado cita para conformarte, o conformarme, la vida.

B.L.- ¿Se refiere a la influencia de lo accidental?

J.B.- De lo azaroso. Todo gira en torno a lo azaroso. ¿Ha tenido ocasión de leer a Stanislaw Lem? Es un escritor polaco de ciencia ficción. Tiene un libro estupendo que se titula, creo, Vacío perfecto, al estilo de Borges. Es una colección de reseñas de estudios científicos que en realidad no existen, y uno de ellos está dedicado a la imposibilidad de que haya vida. El autor argumenta que las probabilidades de que el ser humano haya llegado a existir son expresables en números negativos, de ahí que todas nuestras cuitas tengan que ver con una toma de conciencia involuntaria, casi genética, de que todo sucede por azar. Las tragedias románticas, por poner un ejemplo, se basan en el hecho de que, por puro azar, te topes con tal o cual individuo en la vida, de modo que lo que convierte a una relación en romántica no es más que el cúmulo de improbabilidades que la rodea. ¿Y por qué? Porque, por una parte, las probabilidades que tú tenías de existir eran exiguas, o casi nulas, pero a eso hay que sumarles las del otro miembro de la pareja, igualmente escasas. Por lo tanto, la propia existencia, que es el producto de semejante unión, es una violación o, mejor dicho, la refutación de las leyes de la probabilidad, de tal modo que, por ejemplo, cuando se da una ruptura, lo que ha ocurrido —a un nivel subconsciente o genético— no es sino la toma de conciencia de que tu aflicción se debe a que no ha llegado a hacerse realidad esa mínima probabilidad a la que antes me refería.

B.L.- ¿Qué tiene la literatura que, como ha dicho usted, la convierte en algo más duradero que cualquier forma de organización social?

J.B.- El lenguaje es más antiguo, más inevitable y más invencible que cualquier estado.

B.L.-  ¿Cree que los ordenadores están cambiando el modo en que se escribe?

J.B.- Por lo pronto, están cambiando el modo en que los alumnos escriben, o eso he observado tras años de docencia. Debe de ser que, de algún modo, escribir a mano es un asunto más impulsivo. Por ejemplo, la longitud de los párrafos es variable, incluso pueden estar compuestos de una sola oración, mientras que lo que mis alumnos me entregan últimamente, por no mencionar a algunos escritores que usan procesadores de texto, es monótono, con párrafos de tamaño idéntico. Me imagino que tiene algo que ver con la seguridad que el usuario del procesador de textos necesita sentir frente a una pantalla, como si no se pudiera permitir escribir una oración suelta. Parece que una pantalla posee una cualidad hipnótica sobre la retina mucho mayor que algo hecho por la mano del hombre. Así, se escriben textos cada vez más uniformes, más ampulosos, y quizá eso los haga menos penetrantes, menos agudos. Estoy convencido de que el bolígrafo obliga a quien lo usa a una suerte de compromiso muscular, de ahí que les pida a mis alumnos, por ejemplo, que escriban a mano lo que previamente habían memorizado. Sé que es un relato breve en exceso, pero insisto en que lo hagan.

B.L.-  ¿Le gustaría añadir algo más acerca de cómo debe enseñarse la literatura?

J.B.- No estoy seguro de cómo ha de enseñarse la literatura. La única certeza que tengo a este respecto es que hay que memorizar la poesía. La poesía es justo esa forma de arte cuyo uso implica su memorización. Al menos, la buena poesía. Un poeta escribe un poema y lo llena con todos esos elementos —rima, metro, etc.— que son, básicamente, recursos mnemónicos, y lo hace para conferir a sus enunciados una apariencia de inevitabilidad. Y la verdad es que no sé qué ocurre después de eso. Sin embargo, lo fundamental de un buen poema es que pueda ser recordado y, por desgracia, en nuestro sistema de enseñanza no se fomenta el uso de la memoria. Es algo que, sencillamente, no se hace: la capacidad mnemónica ni se ejercita, ni se estimula, ni se amplía. Dependemos, cada vez más, de todo tipo de aparatos para el ejercicio de cualquier disciplina. La mayoría de los alumnos desconocen las tablas de multiplicar debido al uso constante de calculadoras. Lo mismo sucede con la enseñanza de la poesía. Da la impresión, la verdad, de que lo más alto a lo que pretende llegar este país o la especie humana es a descuidar a las nuevas generaciones. En otras palabras, creo que con el sistema educativo de los Estados Unidos, a la gente se le hurta su capacidad lingüística y su literatura, se les despoja de su poesía. Al fin y al cabo, se les está robando no solo el dinero, sino también la memoria. No pagan para que se les eduque, sino para que se les forme. Para decirlo sin rodeos, lo que obtienen es una involución de la especie, una degradación autoimpuesta.

B.L.-  ¿Es la memorización un buen método para interiorizar los matices, incluso en el caso de que no se alcance a comprenderlos del todo?

J.B.- Es posible que sea buena incluso para eso, pues tarde o temprano se acabará por comprenderlos. Tarde o temprano ese verso que antes no se entendía se volverá diáfano.

B.L.- ¿Aun siendo una disciplina que ralentiza la lectura para captar cada palabra, cada frase y cada signo de puntuación?

J.B.- Pues sí, en eso también es útil. Después de pasados unos cuantos años, de pronto un verso que memoricé cuando era niño me viene a la mientes y capto su sentido. Es como si la edad te proporcionase una lente cuyo uso disipa la neblina para que aparezca ante ti una estrella perfectamente definida. Pero para que eso ocurra, primero has de poseer esa neblina.

B.L.- ¿Cuál es el motivo para que aparezca la figura de un león en varias de las cubiertas de sus libros?

J.B.- Porque tengo una especie de… Es una larga historia… y probablemente se deba a un cúmulo de razones. Porque cierta señora tras la que yo anduve durante un buen puñado de años era Leo. Porque el león alado es una versión mejorada de Pegaso: sabe leer y es instruido. Y porque el libro que lee tiene escrito el lema «Pax tibi, Marco», esto es, que la paz sea contigo, Marco. Me gusta mucho el Evangelio de Marco. También, porque los leones alados son un motivo recurrente en las esculturas de mi ciudad natal, una suerte de esfinges. Y porque son felinos.

B.L.- ¿Es la poesía una fuerza sanadora?

J.B.- No lo sé, la verdad. Me horroriza usar un lenguaje positivo para nociones positivas. Pero sí, puede decirse que sí, si uno se siente generoso.

B.L.- ¿Puede producirse un arte de calidad solo por medio de la imaginación?

J.B.- Cada uno de nosotros llevamos una vida distinta, pero, se haga lo que se haga, el tiempo pasa para todos. Al contrario que Dios, el poeta crea a partir de su experiencia, de modo que es de suponer que contará con experiencias previas para escribir. En teoría, cuanto más relevante sea la experiencia vivida, más cosas podrán transmitirse. Sin embargo, esto no siempre funciona así. Se puede tener una gran cantidad de experiencias y, aun así, no ser capaz de contar nada de nada. Al final, todo se reduce al individuo, a su talento particular, siempre a su vida en concreto, a los apuros concretos que haya sufrido, a la fortuna en concreto que le haya sonreído o le haya dejado de sonreír. Lo fundamental es resistir, forjarse en el interior algo que pueda soportar las distintas presiones que llegan desde el exterior. Porque, bien lo sabe Dios, son unas presiones inmensas. Hay que desarrollar algo por dentro, o bien templar el alma, lo que quiera que esto sea, para que resista, para que no se doble ni se parta. Al final lo que cuenta es ser capaz de ignorar las tentaciones, las desgracias y a uno mismo.


 

 

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