/ Pedro Luis Menéndez /
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Hubo una tarde en mi vida en que entré en una iglesia y recé, recé mucho. Claro que esperaba un milagro. ¿Por qué no? ¿Por qué hay personas a las que se les concede y a otras no, y yo tengo que ser de las que no? ¿Por qué no puedo ser de las que sí? Sé que los términos de mi oración eran confusos pero yo no estaba confusa, sólo estaba perdida. Sí, muy convencional, me dejó tirada y quería morirme. Por eso recé mucho aunque no conseguí ni siquiera una triste explicación de lo ocurrido.
Nunca le pedí que dejara su trabajo o a sus amistades. No me importaba que sus ingresos fueran escasos. Ya contábamos con ello. Pero yo tenía la clínica, y eso hacía que compensáramos de sobra nuestra economía doméstica. Ser profesor de surf va por temporadas y por modas, eso era lo que había. Y yo lo tenía asumido. Sin embargo, el número creciente de mascotas en todo el vecindario suponía que la clínica iba de cine, y sólo le pedí que ayudara un poco, algunos días, en algunos momentos del año. El resto del tiempo, si lo quería pasar en el agua, que lo pasara.
Entonces empezó con lo de la falta de libertad y que se sentía atrapado por no decepcionarme. No era cierto. Sólo que Candela ya estaba entrando en su corriente, y entraba como la gran ola que era, hermosa la miraras por donde la miraras, un pibón. Y yo con mis mascotas frente a aquella fuerza de la naturaleza. El resultado del combate estaba claro. Más bien, no había ni combate.
Cuando salí de la iglesia, se había hecho de noche y se había levantado un nordeste helador. No me gustaba atravesar el parque oscuro pero era el camino más corto para llegar a casa. Con mi rollo en la cabeza no vi venir a aquel tío hasta que sentí la navaja en la barriga. Su mirada era más fría que el propio aire. Me arrinconó contra un árbol y me quitó el móvil y la cartera. De todos modos, parecía un desgraciado que se controlaba. Me tocó el pecho y la vagina por encima de la ropa. Nunca sabré si sus intenciones eran ir a más pero supongo que sí.
Como estaba ya caliente, bajó la guardia, lo justo para que le soltara una patada en la boca que lo dejó allí, en el suelo, en un charco de sangre. Desde esa noche no volví a rezar, ya no. Tengo cosas más importantes que hacer en mi vida. Hoy he recibido una postal de Candela en que me cuenta que los dos se acordaron de mí en Fuerteventura, y que tengo que animarme a ir alguna vez a verlos. Mañana pienso contestarle que sí, que lo haré.
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Tendría yo diez años cuando al fin conocí a mi tía Rosa. Fueron mis primeras vacaciones en España. Mis padres seguían con el bar en Burdeos y nos habían mandado a Olivenza durante el verano. Hasta entonces yo no sabía de verdad lo que era un verano. Aquel año lo aprendí para no olvidarlo nunca. La casa permanecía en penumbra el día entero, con las contraventanas cerradas y un silencio que lo llenaba todo. No salíamos a la calle hasta las nueve de la tarde, cuando se empezaba a respirar. Niños, mayores, todos, llenábamos la plaza, tomábamos helados, nos tirábamos agua por encima. Era una fiesta espontánea que parecía celebrar que seguíamos vivos, que el infierno aún no nos había derrotado.
Mi tía Rosa llevaba de calle a un montón de hombres del pueblo, solteros la mayoría, no todos. Porque tenía un imán, y ese imán era su manera de tocar la guitarra. Sacaba una silla, empezaba a rasguear y la noche se llenaba de todo lo que había vaciado el día. Los palmeros voluntarios parecían amontonarse a los pies de la fuerza que tenía, que tiene. A veces, sólo algunas veces, también cantaba y entonces directamente era una explosión, un puro volcán.
Un día vino a mi cuarto con dos guitarras. Ese díe empezaron las lecciones. En silencio. Sí, en silencio. Porque lo primero que me enseñó mi tía Rosa fue a rozar las cuerdas sin que llegaran a sonar, sólo a marcar las notas que la voz susurraba al mismo tiempo. Era magia. De su boca salían todas las armonías y cada una de las modulaciones que una guitarra es capaz de producir, en un suspiro que únicamente escuchábamos nosotras dos.
Ha venido desde Barcelona para verme. Cuando terminó el concierto, me estaba esperando en el camerino. Hemos cenado con la compañía y enseguida se ha convertido en el centro de atención. No puede evitarlo ni yo quiero que lo haga. Luego, en el hotel, he buscado dos guitarras y nos hemos sentado en el suelo. En el silencio absoluto de la madrugada, los susurros de nuestro fandango han resonado como si de verdad tuviéramos un alma interior, alojada en alguna parte de nuestro cuerpo. No sé yo ni el resto de las personas que conozco, mi tía Rosa sí la tiene. Por eso no se ha dedicado profesionalmente a la música, porque tiene alma, tal vez demasiada. Si lo supieran, se la matarían.
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Me he quedado viuda. No es una sorpresa. Llevaba enfermo muchos años hasta que todo acabó. Para ser exacta, hace cinco días. No me han enseñado a ser viuda, no hay cursos para eso. Por eso no sé qué hacer, tal vez aprenda, tal vez no. Hasta hoy no he estado sola en casa pero lo he conseguido, porque me he empeñado en mandarlos a todos a las suyas. No querían, de modo que he tenido que imponerme.
Ahora he abierto una botella de vino, de las que bebíamos juntos. Como estoy sola, no podrán juzgarme. He intentado poner algo de música pero al final me he venido un poco abajo. No importa. Estoy bebiendo mi copa de vino y he encendido un cigarrillo de tabaco negro, de los que fumaba él. Así que la casa se ha llenado del humo que tanto me molestaba. Tampoco importa.
Los de la funeraria eran gente atenta, buenos comerciales. Mi amiga Celia, cuando se fue a vivir a Madrid, se hizo tanatopractora. Sabe arreglar desperfectos, heridas, maquillar, decorar lo que se pueda. Claro que no trabaja con cuerpos conocidos. El de mi marido era un cadáver conocido, aunque a mí me produjo extrañeza. De pronto, al verlo muerto, me parecía otro. No sé explicarlo bien. Era él, pero de una manera diferente, algo ajeno del todo a mi vida.
Lo bueno que tiene esta circunstancia es que si dices algo que suene extraño en público, te justifican porque piensas que estás trastornada por lo ocurrido. Por eso, cuando comenté que no me importaba lo que hicieran con su cuerpo, entendieron que la respuesta provenía de mi angustia. Y no. Es que realmente no me importa. Su cuerpo no me importa nada. Él no se lleva mi amor.
Su vacío no lo llena su cadáver. Su vacío ha venido para quedarse. Sin solución. Tengo que aprender a negociar con ese vacío. Así que para dormir utilizo un truco que leí en un relato de Amy Hempel. Duermo en su cama. De este modo, la cama vacía es la mía. Soy yo la que no estoy.
Dentro de unos días, espero poder empezar a negociar con el dolor. Pero ese es otro nivel. Ese es para nota.
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Mi abuela fue una mujer apañada en todo: en arreglar la ropa que heredábamos sus nietos, en lograr una comida para ocho cuando los ingredientes daban para tres, en aprovechar hasta la última esquina del jabón Chimbo, en reconvertir manteles gastados en servilletas y paños de cocina, en recomponer vajillas imposibles, en utilizar calendarios viejos para decorar las paredes, en bajar de casa sin encender la luz de la escalera, en filtrar una y otra vez el aceite para que cundiera más, en ajustar vestidos de novia para las comuniones, en recuperar faldones viejos para los bautizos, en reservar sábanas con buena presencia para las mortajas.
Se escandalizó cuando a mi hermano pequeño le pusieron por primera vez pañales de usar y tirar, y ya no le quedaron años para asumir que un abrigo de buena tela no fuera adquirido para que durase al menos media vida. Tuvo suerte: pudo haber vivido aún más -falleció a los 94- para encontrarse con las toneladas de desechos que producimos en un solo día.
Por eso, hubiera entendido muy bien la angustia que nos produjo a mi hermano Fran -ingeniero en una fábrica de reciclaje de residuos- y a mí la llegada de un camión que transportaba los restos liquidados de una juguetería en quiebra: decenas de cajas de juegos reunidos Geyper, de proyectores de super 8, de scalextrics, de tableros de parchís, de maquetas de trenes, de fuertes de madera con toda la caballería dentro, de coches de bomberos, de camiones Pegaso, de lápices Alpino azul-rojo, de volquetones Payá, de plumas estilográficas de carga por succión, y al fondo, tan al fondo que pasaron desapercibidas en un primer momento, dos cajas repletas de un sueño que no llegué a poseer: veinte Commodore 64 y 30 ZX Spectrum, acompañados de cajas precintadas de Manic Miner, Head over Heels, Jack the Nipper, Army Moves, o, más duro aún, La abadía del crimen.
Así fue como sentí el cobijo del espíritu de mi abuela, arropándome en mi propia desazón, en mi recuerdo amargo de haber llegado tarde a casi todo. Porque mi primer ordenador fue un Amstrad.
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A mi abuelo no le gustaba hablar de la guerra. Se casó con mi abuela cuando entró a trabajar en el banco. Eran muy jóvenes. Él contaba que se habían casado porque les había tocado un dormitorio completo en una rifa en el Carmín de la Pola. Contaba también que en el banco, en aquella época, cuando no cuadraba la caja al acabar el día, se quedaban todos comprobando a mano sumas inmensas hasta encontrar el error. Me lo decía mientras me ponía sumas inmensas para ayudarme con los deberes del colegio.
Yo odiaba las sumas. Cuando se jubiló, era él quien me bajaba al parque y esperaba con paciencia a que me hartara de tanto columpio. Me gustaban sus sombreros. No lo recuerdo sin sombrero. Llevaba siempre. En invierno y en verano, aunque en verano a veces se lo quitaba por la calle. También se lo quitaba para saludar. Lo que no me gustaban eran las corbatas. Tampoco lo recuerdo sin corbata.
A mi abuelo no le gustaba hablar de la guerra cuando todo el mundo hablaba de la guerra. En un lado estaban los buenos y en el otro lado estaban los malos. Luego los buenos escribían su historia y los malos escribían la suya. Algunas veces alguien intenta escribir la de todos. Pocas veces. Es difícil. Mi abuelo murió en 1988. durante cincuenta y dos años guardó un documento que ahora conserva mi padre.
En oficio que nos dirige con fecha 24 del corriente el Director General de Hacienda en esta Villa nos comunica que teniendo en cuenta la información que le ha sido suministrada por los organismos competentes relativa a la plantilla de este Banco, ha decidido declarar a V. suspenso de empleo y sueldo por considerarle desafecto al Régimen, pudiendo elevar recurso al Departamento de Hacienda hasta el 31 del actual inclusive.
Lo cual trasladamos a V. para su conocimiento y a los consiguientes efectos.
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Me ha llamado Nuria, sí, mi sobrina. Está muy contenta porque ha encontrado trabajo. Quiere ser chef, pero claro, por ahora se conforma con menos. Ha ido a una entrevista de un local nuevo en Gijón y le han dicho que si quiere el puesto es para ella, sí, como ayudante de cocina: seis días a la semana, un día de descanso variable, jornada de once a cinco o seis, y de ocho hasta el cierre, depende, la una, tal vez las dos. Mil doscientos euros limpios, puede que mil trescientos, aunque no todo iría en nómina, parte iría en B, ya sabes, las cosas se hacen así. También puede optar a media jornada, sólo desde las once a las seis, sí, seis días igual, pero entonces serían quinientos o seiscientos.
Sí, incluye organizar la cocina y limpiar todo antes de salir. No, de vacaciones no han hablado nada y no se ha atrevido a sacar el tema. Sí, le han preguntado si está casada, si tiene hijos, esas cosas, normal me dice. Lo hacen en cualquier sitio. Le ha dicho el propietario que le ha encantado su buena presencia, así, con esas palabras. Un tío majo, cuenta Nuria. También se lo pareció a Román, un compañero de la Escuela de Hostelería, no, de camarero.
Román está trabajando en una sidrería pero le interesa cambiar. Sí, jornada completa con contrato de media jornada. Está muy bien, sí, muy contento. Ahora está con un contrato de prácticas. Sin embargo, aquí parece que se enrollan, buen plan, jo tío, ¿no te alegras por mí?
Le he dicho que mucho, pero que por ahora no cuente nada a su padre, más adelante, en plan sorpresa, cuando todo funcione, después del período de prueba que empieza mañana mismo, mientras instalan todo, sí claro, éste sin cobrar.
He ido con ella y me ha enseñado el negocio. Buena pinta. Vintage industrial. Lujo. Moderno. Va a ser caro comer allí. Ya verás tu padre cuando se lo cuentes, qué ilusión le va a hacer coger la escopeta y volarle los huevos al dueño. Por hijo de puta. Es una broma, mujer. Tú no te preocupes.
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Ha venido a verme mi hermano mayor. Quedamos algunas veces y salimos a tomar algo. Las suficientes. He visto que tiene un arañazo en la mejilla y por eso lleva unos días sin afeitarse. No me lo va a contar pero se lo ha hecho Clara. No es la primera vez. Por el verano le vi sin querer los moratones que llevaba en un brazo. Hace un año le amenazó con suicidarse. Estaban entonces con lo de la separación pero seguían viviendo juntos. Clara le había montado una escena mientras corría hacia la ventana. Tuvo que sujetarla con su propio cuerpo contra la alfombra mientras ella le golpeaba en la cabeza.
Cuando bajamos a la calle, nos encontramos con los vecinos del piso de arriba. Una pareja joven con un bebé. Son okupas. Lo sabe el conserje. El piso es de un banco, pero el banco no dice nada, no se complica. Hasta que lo vendan, supongo. Además de jóvenes son guapos, los dos. El bebé algunas noches llora y mete algo de ruido, como cualquier bebé. Han venido de Cáceres porque a él le ha salido un trabajo a media jornada en un centro comercial. Ella está en el paro. Cuida al bebé.
Vamos a tomar unas cañas. Mi hermano trabaja en la radio, como técnico. Le gusta. Sabe un montón de lo suyo. De más joven hizo algo en el cine, pero lo de la radio es más seguro, aunque son muchas horas. Como lo conozco de toda mi vida, me doy cuenta de que con los años se ha quitado de encima muchas angustias que tenía antes. La ansiedad le ha marcado siempre, desde crío. Yo entonces no conocía el nombre pero sí los síntomas. No sé. Clara es bibliotecaria. Nunca van a solucionar la pareja. A mi hermano le da vergüenza. Además, es un cobarde. No es nuevo eso. Siempre lo fue. De modo que se va quedando atrás, inhibido, oculto, aunque a Clara eso tampoco le vale. Se hacen daño. Mucho.
En el bar volvemos a encontrar a la pareja con el bebé. Hablamos de las fiestas del barrio. Tendremos verbena. También una carrera solidaria. Igual nos apuntamos. Les cuento que quiero conseguir un perro, pequeño, de casa, para que me haga compañía, ahora que estoy solo.
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Mi hija me dice que nosotros no tenemos pueblo y sus amigas sí tienen pueblo. Cuando le digo que somos de Gijón, que es lo mismo que tener pueblo, ella me dice que no, que no es lo mismo, que las amigas que tienen pueblo se van por el verano con sus abuelos al pueblo y nosotros nos quedamos aquí. En eso tiene razón.
Supongo que en parte es lo que le gusta de irse de campamento en verano, duermen en cabañas de madera y están al lado de un pueblo. Aquí no dormimos en cabañas de madera. Sin embargo, yo sí tuve pueblo y lo perdí. De muy niño me llevaban a Trubia, donde la bisabuela María. En mi cuarto había un ventanuco por donde veía pasar el tren. Me bañaban en un barreño enorme en el que echaban el agua caliente. No tengo más recuerdos pero los que tengo son buenos. Lo que no me dejaban era salir de casa solo, porque la casa estaba al lado de la carretera.
Mi madre cuenta muchas veces que ella, de niña, cuando vivió en esa casa, tenía muchos gatos, pero que siempre se los mataban los camiones y allí quedaban, aplastados contra el firme, hasta que alguien los retiraba. Después se fue a Madrid con la abuela y ya no volvió a vivir en esa casa. La madre de mi madre murió cuando ella tenía dos años. Por eso creció con la abuela. Al padre de mi madre lo mató la guerra.
Mi hija todavía no entiende la historia aunque me escucha cuando se la cuento. Antes me decía que entonces sí teníamos pueblo y yo le explicaba que la casa se vendió hace muchos años, cuando mi bisabuela se vino a Gijón primero, y a la residencia en que murió demenciada, después. Había nacido el mismo día que Franco. Cosas que pasan. Pero le sobrevivió.
Ahora mi hija ya sabe decir que si era mi bisabuela, entonces era su tatarabuela. Le gusta oír historias de la familia. También cuando se las cuenta mi madre. Lo malo es que en mi familia no se contaban historias. O muy pocas. O yo no las escuchaba.
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Aquí en la cabina no se está mal. La noche es larga pero la vas pasando. Si todo va bien, leo mucho, es a lo que me dedico. Fue una de las razones para aceptar el trabajo. La otra es que en este servicio llevamos armas. No me gustan las armas pero las sé usar, y por la noche te sientes más seguro. Me pondría nervioso si no las llevara, como ocurre con el tabaco.
Nunca he disparado fuera de las prácticas, pero eso no importa. Mi tío Javier me metió en la empresa. Debo estar agradecido. Mi grado en Historia resulta bastante inútil, de modo que, cuando me ofreció hacer los cursos para guardia de seguridad, le dije sin pensarlo mucho que sí. Hice bien. Ahora tengo un trabajo y mi madre está contenta, después de los tumbos que di por ahí, con mis clases particulares en las que ganaba lo justo para pagarme mis clases de inglés y de informática. Ya tengo el C1. Eso es bueno.
No me disgusta el turno de noche. En el silencio puedo leer y escribir mis cosas. La que se queja es Ana porque ahora sólo nos vemos los días que libro. Mis mañanas se pasan durmiendo y sus tardes en la ludoteca en la que trabaja como auxiliar. Cuando terminó Magisterio, intentó convertirse en una leyenda urbana de estas de Asturias y se fue un curso a Estados Unidos. Estaba bien pero al año dio la vuelta. No se adaptaba del todo. Y además estaba yo. No le puedo reprochar nada. Yo también quería estar con ella.
Estar juntos es muy importante para mí, aunque los sentimientos me limitan, según me han dicho algunos. También me dicen que debo recuperar mis estudios de Historia, que es lo mío de verdad, buscar una beca e irme a alguna universidad de Rumanía o de Eslovaquia. Es una aventura que apetece. Mucho.
Pero está Ana y yo la necesito. Desde que estamos juntos soy consciente de ello, y más que lo fui el año que estuvo fuera. Ella me anima, me pregunta si me veo durante toda mi vida como segurata. Esto es sólo un sueldo, le digo. Lo importante es lo otro. Porque no voy a tener otra vida para amarla. Es en ésta. Mañana libro. Seremos felices. Estamos obligados a serlo.
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Hay familias tan ricas que tienen de todo, hasta pobres. Lo contaba mi abuelo a propósito de una conocida familia asturiana. Es lo que le ocurre a mi primo Alberto. Se ha casado con la pobre de una familia rica. Su mujer no tiene más dinero que el que gana trabajando en unos grandes almacenes. De niña era socia de los clubes más elitistas, pero se ha dado de baja en todos porque no puede pagar los recibos y la hipoteca a la vez. Claro, se ha quedado con la hipoteca.
Mi primo Alberto ya la conoció de pobre, de modo que no es sospechoso de segundas intenciones con su matrimonio. El apellido sí que viste, viste bastante, así que no sería de extrañar que le pusieran a sus hijos un guion de esos que dan nobleza a unos apellidos, por ejemplo, en el colegio. Aunque eso está por ver, porque por ahora no tienen hijos. Y no tengo claro que quieran tenerlos.
Eso sí, pagan un precio alto si esa es su decisión, porque no hay reunión familiar -en ambas- en que a ella no le pregunten que para cuándo. A mi primo nadie le pregunta nada. Cuando ocurre, su mujer sonríe y no responde, de manera que las madres de toda condición que allí puedan encontrarse se miran entre ellas, y ese día no vuelven a preguntar. Lo hacen al siguiente.
Mi primo Alberto ha montado una ferretería en un barrio rico. A pesar del barrio, es algo sin glamour. Él lo sabe, mientras vende cubos de basura y batidoras. Ahora están de moda esa especie de fiambreras que utiliza la gente para llevarse la comida a la oficina o al despacho. Son de diseño y tienen su tirón, sobre todo entre los jóvenes. Es posible que no sepan lo mucho que se parecen a las tarteras en las que las mujeres llevaban el almuerzo de sus maridos a la obra.
Cuando crees en los círculos, como me ocurre a mí, siempre ves círculos en todas partes. Por eso veo la rueda de las fiambreras y me recuerda a la cantimplora forrada que yo llevaba de niño a las excursiones. Aquello sí era un lujo. Además, tenía una mochila Altus. De las buenas. Igual que la de los ricos.
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Todo empezó el día de la boda de Alba. Mi primer error fue asistir. El segundo fue aceptar que en el banquete me sentaran al lado de Paloma. Alba y Julio tenían sus corazonadas, decían ellos, y resultaba imposible convencerles de que no acertaban ni una. La verdad es que no era fácil negarles un favor porque con su boda estaban muy ilusionados. O sobreilusionados, que es como suele estar uno con respecto a su propia boda. Creo. Por lo que voy viendo.
No veía a Paloma desde que cerró la consulta, acuciada por las deudas, y se trasladó a Málaga para empezar de nuevo. Fue cuando dio el paso del psicoanálisis, que no daba un duro, al chamanismo. Ahora le va bien. Es una experta en terapias alternativas y cocimientos por el estilo, y es capaz en una sola mañana de pasar del yoga al taichí, cruzando por una sesión de mandalas y unas cuantas recetas de hierbas aromáticas. Eso da dinero. Lo sé porque vivimos juntos.
No me sorprendió comprobar, a los postres de la boda de Alba, que Paloma guardaba con bastante precisión las fabulaciones que, en su diván, fui capaz de construir sobre mi yo más profundo, hace ya unos años, cuando estaba loco por ella y decidí que el mejor acercamiento posible era convertirme en su paciente. No funcionó. Pero seguí como paciente una buena temporada, ya digo, hasta que cerró la consulta.
En el baile de la boda de Alba estaba decidido a seguir los pasos de Paloma a dondequiera que llevaran estos, y jugué mi baza más expuesta: le dije que la quería y que siempre la había querido. Así que, al día siguiente, recogí mis cosas, subí a su coche y nos vinimos a Malaga, directos, de un tirón.
Ahora estoy atrapado aquí. No puedo recuperar el trabajo que dejé y me ha convertido en su ayudante. Estoy leyendo mucho sobre medicina china y sobre veganismo. También sobre el culto al sol y la mística de Vatsiaiana. Le he pedido que nos casemos y ha dicho que sí, con la condición de que lo hagamos en la playa con un rito africano. Alba y Julio serán los padrinos. Mis amigos de siempre no quieren venir a la boda. No sé si se ríen de mí o les doy pena.
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Amador era sastre. De los buenos. Con él empezó a coser mi madre cuando andaba por los doce o trece años, no sé si antes o después de vivir en Madrid. Tengo que preguntarlo. Su abuela le pidió a Amador que la admitiera como ayudante de aprendiza, sin sueldo. Llevaba los encargos a las casas y empezó a aprender a coser y a dibujar patrones. Lo cuenta con orgullo. Debía ser buena. Tanto que Amador el sastre le pagaba como a las demás, lo que le correspondía.
Hoy he visto a una joven diseñadora de moda en la televisión. Hablaba de sus proyectos, de Londres, de París, de Nueva York; hablaba también de ecología -no trabaja con pieles- y de desarrollo sostenible -colabora con cooperativas de mujeres en África-, hablaba de creatividad e innovación y decía cool cada poco.
Amador cosía para señoras de Oviedo, porque en aquella época daba más dinero coser para señoras que para señores. Los señores de Oviedo se apañaban con un traje, o dos si eran de posibles. Uno para ir a trabajar y otro para asistir a eventos, que entonces no se llamaban así. A mi madre la mujer de Amador le daba también la merienda, sobre todo pan con chocolate, que era lo que más le gustaba.
La diseñadora joven de la televisión se quejaba de lo mal que están las cosas, de la falta de estímulos y de apoyo institucional a la gente creativa. Así que se veía obligada a buscar proyección fuera de Asturias, porque aquí no se sentía suficientemente valorada. De sus diseños mostraron poco, algún vestido híbrido entre futurista y africano, y algunas mochilas y bandoleras con lemas positivos, de esos de “hoy es un gran día para ti”, “la felicidad no es un estado, es una elección”, y cosas por el estilo pero en inglés.
Mi madre dejó la costura y se vino a Gijón para ayudar en la perfumería de unos parientes. En ella completó su adolescencia, hasta que lo dejó para casarse con mi padre. Su capacidad para sacar patrones de un vestido visto en un escaparate la mantuvo hasta no hace tantos años. Ahora ve peor y se conforma con ajustar tallas o arreglar desperfectos. Pero no ha perdido la añoranza.
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Hay cosas que vienen rodadas. Por eso no le sorprendió a nadie que mi tío Carlos se fuera a Milán para no volver más que de vacaciones, y aun entonces lejos de aquí. Le aplicaron la Ley de vagos y maleantes, con la única suerte de que la mujer del juez y la abuela Carmen se conocían del rosario en la parroquia. Todos pensamos que fue eso lo que lo salvó. O que el juez no era lo que parecía, como mucha gente.
Cuando se jubiló -mi tío Carlos- se compró un apartamento en Marbella. Y allí sigue. A veces sube por aquí. Poco. La primera vez que viajé a Milán fue al aeropuerto a buscarme. Yo era por entonces un estudiante de filología con tres años de italiano que no sabía pedir la carta en un restaurante. Fue un buen viaje. Es curioso, porque de los siguientes -y fueron muchos- mezclo algunos recuerdos. De aquel primero no. Por eso me acuerdo como si fuera hoy de mi extrañeza el primer domingo cuando hizo que le acompañara a misa. Era un fiel creyente. Y muy devoto. Con el tiempo, cuando nos fuimos conociendo más, ya no volvió a sorprenderme. Así que cuando bajo a Marbella, ahora soy yo el que le anima para ir juntos a misa. Como está muy mayor, si está solo, le da pereza.
Mauro murió hace dos años, de un ictus. Un lunes por la tarde, al volver de la playa. Fue tan repentino que parece que no sufrió. O eso dicen. Quién sabe lo que uno siente por dentro en esos segundos. Mi tío Carlos ha bajado mucho desde la muerte de Mauro. Por eso ya no quiere volver a Milán. Antes, ya jubilados los dos, iban varias veces al año.
Aunque vendieron la fábrica y todo el almacén de telas, nunca se despegaron del todo de la que había sido su vida, así que los llamaban de vez en cuando para asesorar con algún tinte nuevo o alguna mezcla menos conocida. Sé que a los dos les apasionaba porque su vida allí fue su trabajo, empezando con muy poco, en una tienda pequeña de venta al por menor. Alguna vez le dije a mi tío, tomándole el pelo, que si no había en Italia algo equivalente a la Medalla al Mérito en el Trabajo. Que si la había, la solicitaría para él. Y para Mauro.
Él se reía y me contestaba con esa mirada lúcida que aún mantiene: no olvides que soy un maleante. Orgulloso de serlo.
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Expulsar, lo expulsaron por robar un móvil. No tuvo nada que ver con sus notas, o que si estaba enfrentado a algunos profesores o a la coordinadora, o cosas así. Esa fue la historia que se construyó luego para intentar darle una cobertura más amplia a lo que de verdad ocurrió. Y lo que ocurrió fue el robo.
No lo he vuelto a ver. Antes lo cruzaba algún sábado pero hace tiempo que no sé de él. Siempre iba puesto hasta arriba, sobreacelerado, sudoroso, con una sombra permanente en la mirada. Como tutor tuve que tratar con la abuela, una mujer bastante perdida con esta situación y muchas otras que ya llevaba con ella.
Nada es fácil. Acción, reacción y ya está. No sirve. Eso deja las cosas en el mismo punto, o peor. Por eso cuando Graciela empezó a interesarse por el caso yo me sentí algo aliviado de mi propia responsabilidad, solté cuerda y me fui alejando poco a poco, sin que fuera premeditado, sólo cediendo -con gusto- mi propio protagonismo.
Es así como sucede. Te implicas, casi siempre a fondo, pero luego ocurre algo que hace que te vayas alejando, hasta que un día sientes que estás fuera. Del todo. Y las cosas siguen y, como en las portadas de los periódicos, lo nuevo va desplazando a lo viejo, que primero es pasado y luego deja de existir. Pero no es cierto. Sigue donde estaba. O donde tú lo dejaste.
Acababa de salir del centro de menores de Sograndio con un permiso de fin de semana. Y la volvió a liar. Esta vez con agresión violenta. Es culpable. Por supuesto que lo es. Así que se está convirtiendo en un desecho. Y los desechos sobran. Lo tendremos enfilado cada día y en algún momento reventará. Y pagará el más inocente. Siempre ocurre. Él será el culpable. Por supuesto que lo será.
En mi calle venden todas las mañanas. Se pasan papelinas y bolas. Son jóvenes. El jefe no, el jefe es como yo. Lo conozco desde siempre. Vive en un buen barrio, en una urbanización chula, de esas con gimnasio y piscina climatizada. Es un señor. En los restaurantes caros siempre hay una mesa para él. Es lo que tienen los negocios bien llevados. Sitúan a la gente. A unos en un lado y a otros en el otro. Depende de hacia dónde caiga la moneda. Acción, reacción y ya está.
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El silencio de un hospital a las cuatro de la mañana es un silencio cerrado. Belén estaba de guardia y me dijo que quienes trabajan allí apenas si lo sienten. Yo sí lo sentí. No tenías respuestas porque no había ninguna. Sólo estaba Marcos, con la cabeza abierta y el aspecto de quien no va a volver. Los llamamos accidentes porque hay que darles un nombre. Pero no lo tienen.
En boxes Marcos no era Marcos, era una cabeza abierta y un cuerpo lleno de golpes. Los que dio al rodar. Belén asumió la coordinación de todo el equipo y me hicieron esperar afuera, en una sala repleta, tan repleta que en ella fue donde sentí el silencio. Como nunca en toda mi vida. En aquel trasiego incesante se formó un vacío absoluto, una ajenidad que me aisló como si estuviera encapsulado, un rehén en un territorio desconocido.
Cuando llegaron sus padres, los acogí en mi cápsula y pasaron a formar parte de mi silencio. Hacia las siete, Belén vino a explicarnos cómo estaban las cosas y la madre de Marcos lloró con la palabra secuelas. El padre y yo seguíamos en la cápsula, se estaba bien dentro. Luego, Belén se fue y la madre volvió a nuestro refugio. El de los tres sin Marcos.
Eso fue en noviembre. Ahora en junio soy yo quien los lleva al centro de parapléjicos. Durante unas horas salimos de nosotros mismos y acompañamos a Marcos en el comedor, en la sala de rehabilitación, a veces en el jardín. Cuando cae la tarde, regresamos. Marcos se queda.
He hablado con Belén y me ha explicado en qué consiste una lesión cerebral, qué tipo de desconexión se produce, cómo resulta posible que parte de las piezas vuelvan a sus engranajes y así recuperen las funciones perdidas. No siempre. Algunas veces no lo hacen. Se van. Sin más.
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No ha parado de llover en cinco días. A Maite el pinzamiento de la espalda se le agudiza con la humedad así que hoy, especialmente hoy, se siente muy cansada. Sube la escalera y se pone con el baño de arriba. Se pregunta por qué nadie les dice a las niñas que no dejen los cepillos y el lavabo lleno de pelos. Y si de paso recogieran las toallas tiradas ya sería un lujo.
Cuando termine con el baño, se pondrá con las habitaciones lo antes que pueda. Tiene decidido que hoy limpiará el polvo por encima. Luego le quedará aún toda la aspiradora pero confía en que, si se da prisa, puede terminar una hora antes. Mira el reloj. La planta baja la ha dejado impecable, de modo que todo va bien. Terminará con el piso de arriba y hasta mañana.
Desde muy niña le duelen los huesos. Entonces le decían que era de crecer, eso es que estás creciendo, te estás poniendo muy alta, vas a ser más alta que tu padre, pero era un triste consuelo en las noches en que no podía dormir por el dolor. Ahora con los años, el dolor es sólo una compañía más, algo que está ahí y para qué darle vueltas.
Raúl se quejará del clima de Asturias, como hace siempre, y ella le repetirá también como siempre que no proteste tanto, que en Escocia llueve más que aquí. Y encima hace frío. Mucho. Así que aprovecha, con un chubasquero te sirve porque calor sí que hace. Si se dedicara a investigar las marismas del Ebro y no el marisco de las Hébridas, todo solucionado. Luego se reirán los dos y él la invitará a cenar una buena parrillada de carne, lo que más le gusta.
Llamarán también a su hermana, que vendrá con el marido. Él sí que es sidrero, porque al final Raúl, mucho Asturias, pero pasará la noche a cervezas. Su cuñado se meterá un poco con él por lo de la sidra, como en cada ocasión. De todos modos, Montse ha avisado a la señora de que hoy se irá un poco antes porque quiere darle la sorpresa a Raúl de estar esperándole en el aeropuerto.
Después, cuando va a subir al coche, se encuentra con Marta, su vecina, que le pregunta si ya llegó su hijo. Le contesta que va ahora a recogerlo y que en dos horas estarán en casa. Marta le dice, también como siempre, que qué suerte ha tenido con un hijo tan estudioso y con el trabajo tan bueno que ha encontrado. Ella le responde que sí, que ha tenido mucha suerte en la vida, que la verdad es que está feliz.
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Después de cenar he acostado a la niña, que se quedó frita en cuanto pegó la cabeza a la almohada. Ahora me toca a mí ponerme con lo mío. Todavía no estoy nerviosa aunque faltan dos meses para el examen. Según se acerque la fecha, estoy segura de que llegarán esos nervios, pero ya iremos pensando cómo solucionarlo más adelante. Ahora lo urgente es estudiar. Mucho. Todo.
Ángel me dice que no me meta a mí misma demasiada presión porque no se da cuenta de que soy una persona poco inteligente. No suelo andar contándolo por ahí, pero yo en el colegio sacaba notas muy raspaditas aunque me tiraba horas y horas estudiando. Había muchas cosas que no entendía bien, ni a la primera ni a la segunda. Cuando llegué a BUP no pude con ello. Exámenes y exámenes en los que cada vez me ponía más y más nerviosa. No sabía cómo controlar aquellos nervios. Tampoco nadie me enseñó.
Ángel me insiste en que con su sueldo nos defendemos y no llevamos una mala vida. Tiene razón. Noto que con los años se va sintiendo más abatido y transmite sin querer esa sensación de que él no tiene cómo ganar más, casi como si nos hubiera fallado. Me mira y se calla, pero estoy segura de que por dentro está rumia que te rumia con el asunto. Le he llegado a decir que no necesito a mi lado un superhombre con poderes mágicos, sólo lo necesito a él.
Un día la cría nos dijo que va a estudiar mucho y hacerse médica y ganar mucho dinero y con ese dinero seríamos ricos los tres. Todavía no entiende que estudiar es sólo una parte. La otra parte es dónde hayas nacido y eso no puede entenderlo aún. Lo hará.
Sacaré la oposición. No es por mi familia. No es por ellos. Es que se lo debo a mi madre y a mi abuela y a mi bisabuela y a mi tatarabuela y a la madre de mi tatarabuela, que ya no sé nombrar. Ese día brindaré por todas ellas, las que resistieron y las que abandonaron. Sobre todo por éstas, por las que abandonaron.
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No soy fuerte. Nunca lo he sido. De niño menos aún. A los ocho años me compraron unas botas de fútbol y me apuntaron al equipo del colegio. Me pusieron de defensa y me dijeron que tenía que proteger al portero. Sólo llegó un balón hasta mí y no fui capaz de darle. No jugué más. La gente no lo cree cuando lo cuento, lo achacan a mi propia incapacidad, pero yo no tenía ningún interés en hacerlo bien. No me interesaba.
Parece fácil de entender pero en mi mundo no resulta así. Mi padre era fuerte, mi abuelo era fuerte, yo soy débil. Algunos genes debieron llegar en mal estado. Pero tampoco me importa. A mí lo de la lucha por la vida me ha pillado con el pie en otro sitio. Me aburre luchar. Por eso me aparto. Siempre me aparto. Veo a los colegas partiéndose los dientes cada vez que se anuncia un ascenso, o una promoción dentro de la empresa, oigo silbar las puñaladas, los pisotones y, peor aún, el peloteo rastrero que realmente funciona. Claro que funciona. Por eso lo hacen.
Es evidente que yo no entro en ese juego, porque todo esto no es más que un juego. Y yo no quiero jugar. Me gustaría que se entendiera bien el verbo: no quiero. No quiero jugar al hombrecito fuerte y avasallador. Me pasa por el sobaco toda la psicología positiva y los decálogos para alcanzar el triunfo. Oiga,a ver si me escucha alguien de una vez, no quiero triunfar. No ese triunfo. No esa competición absurda.
Por mí, pueden metérsela por donde les quepa. He nacido en el planeta equivocado, o en el agujero equivocado de este planeta. Diviértanse ustedes, jueguen a su monopoly diario, miren por encima del hombro a quienes están en mi posición. Si eso les hace felices, adelante. Pero conmigo no cuenten. Mi juego es otro y no pasa por partirse la boca con los demás.
No, no es una cuestión hormonal, los análisis me salen perfectos. Es una cuestión personal y no hay modo humano de que alguien me crea. Como es un fracasado, dice esas cosas. Pues no, podéis poneros pinturas de guerra para salir a la calle. Siempre me encontraréis con la cara lavada porque no soy fuerte, soy débil. Por eso no necesito protegerme del miedo. Nunca lo he tenido porque no soy un cobarde.
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Son unos malnacidos. Sí, ellas también lo son. No se lo cuentes a mamá, tampoco queremos disgustarla. Cuando lleguemos a casa, tú y yo como si no hubiera pasado nada, ¿vale? Ya mañana me las arreglo para explicarle que fue un accidente, ya verás, íbamos bajando hacia la playa y justo donde las escaleras del muelle tuvimos un resbalón porque el suelo estaba con manchas de no se sabe qué.
En realidad tuve la culpa porque hace días que me había dado cuenta de que una rueda del carro parecía que giraba un poco, pero no hice caso y pensé que ya lo miraría con calma cualquier noches de estas. Y luego lo de siempre, se me fue pasando, un día por otro, hasta que el eje de la rueda acabó por torcerse y con el peso, normal, se vino abajo.
No, no te preocupes, lo de la cría es sólo una torcedura. Quiso ayudar pero con el peso del cajón grande, al perder el equilibrio, acabó ella llevando parte del golpe. Sí, fuimos al médico, por eso sabemos que es poca cosa. Ayer no queríamos preocuparte porque sabíamos que te pones muy nerviosa con cosas de estas. Es normal. Lo único que hoy bajaré yo solo a la playa con un par de cestas con fruta, algo que pueda llevar sin que pese demasiado y así la cría también descansa un poco, que lo merece, con las buenas notas que sacó en el curso y ahora ayudándome a mí.
Y además en menos de una semana arreglo el eje y monto otra vez toda la estructura de las batidoras, y en nada volvemos a estar con los zumos. Sí, no te preocupes, la fruta se vende menos pero estos días nos sacamos algo igual. No, claro, no debimos enterarnos, como se nos cayó donde el muelle no sabemos nada con lo de ninguna pandilla, ¿sí?, así que les dio por meterse con alguien y romperlo todo, claro, ya sabes, beben y luego no controlan, como les pagan las vacaciones, pues eso, el mundo es ancho, pues no sé, pregunto y me entero, de todos modos, ¿sabes?, estas cosas tienen mal remedio. Claro, sí, denunciarlos, sí, claro, pero ya sabes que luego, eso, luego no pasa nada.
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Soy casi un ermitaño. Tiene razón Sonia, o vuelvo a hacer un poco de vida social o me voy a acostumbrar tanto a hablar con los muertos que perderé la capacidad de poder hacerlo con los vivos. Lo que ocurre es que para mí esa frontera tiene bastante poco interés, y mis muertos me ofrecen una conversación que ya quisieran para sí los vivos. Porque hablar con los muertos engancha.
Todo empezó con un suicida. Fue el primero. Claro, yo quería saber las causas, como suele ocurrir, pero no quería especular. Necesitaba preguntárselo a él mismo. Hablamos varias noches aunque al final se cansó. No saqué demasiado en claro, aparte de que le puede ocurrir a cualquiera. Luego se lo tuve que contar todo a Sonia. No me obligó ella, es que sentí la necesidad de hacerlo. Y desde entonces siempre me pregunta.
Algunas veces le cuento. Otras no. Creo que se da cuenta y no me dice nada. Disimula y sigue a lo suyo. Sé que un par de historias al menos la han conmocionado por cómo me miraba después. Casi siempre aprovecho las noches para hablar con los muertos. No porque las noches tengan nada especial. Es sólo que me pillan tranquilo, con la tarea acabada y con ganas de conversación. Durante el día hablo muy poco, es lo que tiene la música. Si coincide que no he salido del estudio, puede pasar que no haya soltado una palabra en ningún momento.
Javier también era músico, por eso en ocasiones hablamos de cuestiones técnicas, porque no le gusta hablar del accidente. Una tontería como otra cualquiera. Un camión a la entrada de Burgos se los llevó por delante, a él, a su mujer y a las dos hijas de su mujer. Han pasado muchos años pero sigue sintiéndose culpable. Si hubiera girado en el último momento. Una tontería. Era inevitable pero no lo quiere aceptar. Las niñas también estudiaban música y la mayor, Alicia, apuntaba maneras con el violín.
Al principio, Sonia pensaba que me estaba volviendo loco. Ahora ya se ha dado cuenta de que no es así, de que esas conversaciones son tan normales como las que tiene ella en su trabajo, o con los vecinos si te descuidas. Eva en realidad es como una vecina. Hablamos del tiempo que hace, este verano tan malo en que casi no hemos visto el sol. Lo bueno es que la temperatura para dormir es perfecta y no como en más de media España, que no pegan ojo de tanto como sudan.
Con quien hace semanas que no hablo es con Diego. Las últimas veces estaba un poco abatido. Se le está haciendo larga la espera. Creo, aunque él dice que no, que cuando por fin llegue el momento se le habrán pasado todas las ganas de vengarse, habrá perdido el interés. Cuando le insisto en que la venganza es sólo un medio entre muchos posibles, él me recalca que a su parecer es un fin en sí misma, casi una obligación en su caso. No estoy seguro. Lo repite tantas veces que se va a quedar en poca cosa.
Estábamos hablando Sonia y yo de todo esto el otro día y me sugirió ponerlo por escrito, me dijo que era una manera de verbalizar lo que llevo dentro, que es eso lo que hace la gente que escribe. No sé. Yo prefiero la música. Te ahorras un montón de palabras.
Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958) Licenciado en Filología. Profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), “Pasión del laberinto”, en Libro del bosque (1984), “Navegación indemne”, en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), “La conciencia del fuego”, en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), y la novela Más allá hay dragones (2016).
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