Creación

Fondo de armario

Pedro Luis Menéndez cierra un conjunto de prosas que se mueven en esa frontera entre géneros de difícil clasificación, que juegan con los recursos propios del relato contemporáneo para dibujar una cartografía confusa, una suerte de mapa trucado del laberinto que nos obliga a permanecer en él, sin demasiada esperanza de encontrar una salida.

/ por Pedro Luis Menéndez /

Fondo de armario cierra un conjunto de prosas que se mueven en esa frontera entre géneros de difícil clasificación, que juegan con los recursos propios del relato contemporáneo para dibujar una cartografía confusa, una suerte de mapa trucado del laberinto que nos obliga a permanecer en él, sin demasiada esperanza de encontrar una salida. La primera parte, con el título Oficios sagrados, fue publicada en EL CUADERNO en tres momentos (I, II y III). La segunda, Álbum de difuntos, como una unidad. Las tres se acogerían al título común de Almacén de prosas, bastante provisional.

FONDO DE ARMARIO

HA llegado de madrugada y, por supuesto, miente sobre lo que ha hecho y lo que no ha hecho durante la noche. Se le da bien, de modo que ha desarrollado con los años una maestría en el mentir que le permite incluso componer su relato como una verdad que pudiera sostenerse como tal verdad. Sabe de sí mismo que ha desperdiciado con frecuencia las oportunidades, pero ese no es su relato, no esa noche. Por primera vez está a punto de traicionarse, aunque se contiene en el último momento. Hace años, en otra ocasión parecida, también dudó sin que la duda llegara a cuajar en ansiedad. Hoy, sin embargo, siente una ola que le produce un ahogo superior a lo esperado, y tiene miedo. No sabe qué hacer con ese miedo, así que lo transforma en una historia luminosa, sin puntos oscuros, una de esas historias que brilla demasiado para ser creíble, al menos del todo. Pero ella la cree porque lo cree a él y ni siquiera duda. Luego se duerme. No recuerda haber tenido ningún mal sueño, sólo una cierta certeza de que algún día, en el futuro, pagará por ello del modo en que se pagan las deudas.

CUANDO despierta, bastante más tarde de lo que había supuesto, ella no está. No le ha dejado ninguna nota, tampoco en el móvil. Tiene hambre pero le vence la pereza de preparar algo para comer, así que fuma y llena el estómago de humo. En el armario que se encuentra a la derecha del frigorífico queda media botella de vino. En algún momento lee las noticias seleccionadas de Internet y en otro momento abre un libro que ella ha dejado en una butaca del salón. No lee el libro, aunque permanece unos minutos con él ante sus ojos. Después deambula por la casa, como hacía el perro cuando tenían perro. Ella dijo que no más perros cuando murió. En el tendedero de la terraza una blusa negra y seca parece un espantapájaros colgado de los hombros. No piensa que está cansado porque es demasiado pronto para pensar en ello. Tampoco sabe qué hora es pero supone que ha pasado el mediodía, por la luz y por el silencio a medias de la calle. Un barrio tranquilo, a veces demasiado quieto cuando todo se mueve. Fue ella quien lo eligió, también la casa y los muebles o los televisores. En cada cuarto hay uno. Por las tardes, si no le toca salir, ella ve la televisión durante horas mientras envía mensajes de voz y hace tiempo para la cena. Algunas noches cocina para él, incluso si él no quiere cenar nada. Una vez, hace muchos años, tiró a la basura una tarta de cumpleaños. Él lo recuerda y supone que ella también.

LE dijeron que serían quince días, ni uno más ni uno menos, lo que duraban sus vacaciones, las de ellos. En la montaña, eran de esa gente. Un barranco famoso, junto a la costa, que querían recorrer. Un sitio de esos que venden como turismo romántico para parejas, plena naturaleza, esas cosas. Pensó que era el quinto día y que aún le faltaban diez para completar los quince. Él no estaba de vacaciones porque había dejado el trabajo. Pidió la liquidación y avisó de que no contaran con él para el próximo curso. No se despidió de nadie, así que sólo la ayudante del administrador supo que no volvería. Cuando lo contó, se hizo un poco la importante, aunque le resultó casi obsceno el corte del secretario: no me sorprende, dijo, y algunos asintieron. Ahora iba cada día a dar de comer a los peces, ése era el acuerdo. Tenían tres acuarios, dos en el salón y uno en la terraza cubierta anexa a la cocina. El de la terraza era más pequeño pero con peces más valiosos, eso le habían dicho. Él no entiende gran cosa de peces, aunque sí sabe que los hay solitarios mientras que otros se mueven siempre en grupo. Si fuera un pez, habría preferido ser de los primeros, en caso de haber tenido esa suerte, porque uno no elige quién es ni dónde nace. Cuando se asomó al cristal de la terraza, vio a una vecina del otro lado de la calle colgar en el tendedero una blusa negra, con las mangas voladas, como un espantapájaros al sol. Ella miró un instante hacia él sin reconocerle, él sí la reconoció pero no hizo ninguna señal, sólo quedó pensando en ella.

ERA ella la que había insistido con la compra, es posible que a él le diera igual, o al menos no le importara demasiado porque había sido desde niño una persona de fácil acomodo, el tipo de gente que puede vivir en un hotel. Cuando echaba cuentas, le salían ocho o nueve domicilios en los últimos quince años, ninguno suyo, todos con muebles, con vasos, con platos, con manteles. De uno a otro trasladaba la ropa, el ordenador y poco más, porque la biblioteca la había desmantelado tras su primer divorcio. Desde entonces los libros, unos en estantes y otros apilados, poblaban un trastero que había comprado con su segunda mujer, y que seguían conservando después de la separación. En ocasiones, sentía el impulso de acercarse hasta el trastero (vivía a menos de quinientos metros) para mirar los libros, hacer alguna consulta, intercambiar algunas posiciones. Todo ello de pie, acobardado ante la posibilidad de sentarse en la butaca también abandonada que, sin una razón aparente, había acabado allí. Se decía a sí mismo que algún día utilizaría la butaca, pero aún no sabía cuándo. Un hijo y un trastero era lo que quedaba en común de su segundo matrimonio. A ella no le importa ni tampoco al hijo, que sabe, sin embargo, que en algún futuro tendrá que deshacerse de aquello. Es un barco varado, dice él si le preguntan. O un clavo ardiendo, pero no le gusta hablar del tema y sólo lo hace cuando no le queda otra.

ELLA plancha los domingos mientras él duerme la siesta. A menudo se queja después del calor y del dolor de espalda que le produce la postura erguida. Por lo común, pasa muchas horas recostada en la cama viendo la televisión. A veces habla de lo que ha leído, pero debió ser hace mucho tiempo. Casi nunca la ha visto leer, alguna revista, el periódico en el móvil o los mensajes de sus amigos. Dice que tiene que operar un ojo por una mancha, algo de la córnea. Él es muy miope, pero no va a gastar el dinero en eso. No tiene mucho, no tienen mucho. Hace años él tuvo más y piensa que ella también, ahora les da para vivir. No salen nunca, tampoco viajan. Ella vive esperando algo que no llega, él piensa que por eso es tan inestable. También cree que tal cosa no corresponde a su edad, aunque no se lo ha dicho. Hablan poco. Ella habla mucho con otra gente, más de lo normal. Esto es lo que piensa él, que se ha vuelto callado poco a poco, casi sin darse cuenta. No le preocupa porque ha perdido las ganas. Por eso, a pesar de la ansiedad, se encuentra bien confinado en casa. Casi le parece preferible. Algunas noches se asoma a la ventana y mira el parque. Se siente bien así, recuerda que lleva veinte años mirando el parque, incluso desde antes de que hubiera parque, cuando era sólo un amasijo de charcas y de árboles, siempre inundado. Nunca ha echado de menos el centro de la ciudad, una forma de vivir ahora ya ajena. A ella no le gusta la ciudad, no esta ciudad.

ALGUNOS días él piensa que no sabe cómo salir de esta. No es su mundo y siente que se está esforzando demasiado. No le gusta esforzarse porque intuye que eso le rompe aún más. Supone de un modo falso que tiene un destino, que todo tiene un destino, y mientras tanto la vida transcurre. Crecen las flores, llueve, sale el sol. Ella se ríe de él, o le insulta, o grita. No puede saberse con antelación, no hay nada que sirva como aviso previo, sólo ocurre. Esta misma noche ocurre. Han cenado a horas diferentes, eso le tranquiliza. Ella puede llorar en cualquier momento o recorrer la casa buscando cualquier cosa. Él no recuerda si ha sido así desde el principio, o aumenta o disminuye, así que resulta difícil establecer unas pautas que le indiquen qué puede esperar. Ella ha bajado al perro a la calle y él siente alivio. Se asoma a la ventana y respira hondo. Es tarde. Mira hacia el bar del otro lado. Dos clientes, los últimos, salen mientras alguien echa el cierre desde dentro. El ruido de la persiana metálica es sólo un pequeño sobresalto. Sabe que la impresión de la ciudad dormida es una apariencia. Oye entonces cómo ella abre la puerta y entra en la casa. Ahora se encerrará en su cuarto y más tarde, cuando él permanezca en silencio, empezará a deambular a lo largo del pasillo hasta la cocina, una vez y otra, no es posible saber cuántas y establecer alguna constante. El perro camina detrás de ella, o a su lado, aunque se trata sólo de una suposición, que no quiere comprobar.

Interior con hombre joven leyendo, de Vilhelm Hammershoi (1898)

ELLA guardaba silencio y miraba hacia otro lado, como acostumbraba desde niña. En esos momentos le gustaba pensar en sus cosas, así, sus cosas, el camino al almacén, los estantes repletos de cajas, los colores de las etiquetas, el hilo musical. Él seguía a lo suyo. Una vez, en la segunda semana, escuchó durante toda la noche algo que parecía una máquina de coser, un runrún continuo que logró desvelarla hasta que la primera luz comenzó a insinuarse a través de las cortinas. No volvió a ocurrir. Un silencio plano llenaba las noches y sólo, tan lejos que no llegaba hasta ella, el motor del frigorífico sostenía la vida como un hilo tenue de una tela de araña, o de un sedal. Él bajaba a la compra a media tarde, no todos los días, mientras las calles se iban llenando de su propio vacío, ajenas a sí mismas, desconociéndose. Ella entonces canturreaba y recorría la casa en un baile sutil, como quien no necesita buscar para sentirse alegre hasta que oía el giro de la llave en la cerradura de la única puerta de la casa. Él había mandado quitar todas las puertas interiores y cubrir con sábanas los muebles de los cuartos que ya no eran útiles. No le había explicado jamás por qué, así que ella se iba reduciendo, sintiéndose menguar en sus propias dimensiones, entre las jaulas vacías de los canarios que ordenó vender después de dedicar tantos años a su crianza. Ella ya no pensaba en todo eso mientras preparaba la cena para los dos, noche a noche.

LLEGÓ ansioso o enfadado, tal vez las dos cosas, porque el coche no arrancaba después de dos meses estacionado en el garaje. Se ofendía gravemente con las cosas triviales como si la conspiración mundial estuviera dirigida sin duda contra su persona, no contra el Papa, o algún presidente, o una de esas corporaciones que dedican todos sus esfuerzos a atiborrarnos de azúcar. Ella aprovechó para preguntar por qué no vendía el coche de una vez y él teatralizó aún más su ofensa con un rictus de hombre de mediana edad que cualquier observador anotaría como impropio. Un gesto juvenil en un rostro viejo es sólo uno de los sinsentidos de este siglo, como las botas militares o las playeras para acudir al trabajo: esa sombra de sportman que tanto gusta a los publicistas, esos creativos castrados que en alguna de sus vidas anteriores sintieron lo sublime y lo perdieron en algo tan vulgar como es el paso del tiempo. Ella ya no admiraba sus mohines porque agitaba sus propias banderas, enseñas coloridas tras las que pensaba guarecerse de las patas de gallo, las varices y la menopausia. Los dos, de común acuerdo, habían decidido cerrar el negocio, una buena idea aunque no suficiente, que ayudaría a cerrar el grifo de las pérdidas, cuyo fregadero rebosaba con los detritus de sus creencias, pobres, opacas, puro índice de cualquier libro de autoayuda. No tenían gato que se comiera al ratón que se había llevado el queso, pero tenían todo lo demás: parecían sacados de un folleto de esos que anuncian terapias védicas, o bebidas isotónicas, o abraza árboles en sus simulacros de comuna. No estaba claro cuál de los dos abriría antes la puerta para irse. Alguien con buen ojo clínico apostaría por ella, pero podría equivocarse. Eso, equivocarse, es común.

ÉL estaba sentado en el sofá buscando alquileres en Internet. La relación se encontraba en sus minutos basura. Ella le había dicho sólo dos cosas, ya no te quiero como pareja y el piso es mío. Luego, le dio un margen para encontrar dónde meterse y desaparecer, un margen pequeño, no más de diez días. Él quedó sin fuerzas, desmoronado, como si la vejez hubiera acudido de golpe y una o dos décadas hubieran caído sobre sus hombros. Fría como el hielo, eso pensaba él, ella se demoraba horas al salir del trabajo para no volver al piso, no mientras él siguiera ahí con la esperanza en los ojos de los desesperados. En el calor de la tarde de agosto ella había salido a la terraza para hablar por teléfono con su nueva aún no pareja, que tan sólo aguardaba una señal, la desaparición de él, para instalarse en el piso. Como un culebrón, contaba, hasta me puse de rodillas y llegué a suplicar, ni siquiera lo hubiera pensado posible en mí mismo. Desde el sofá se escuchaban las risas, el subidón de las emociones nuevas, esas maneras desmesuradas y falsas que aportamos a los preliminares de casi cualquier asunto como si nos fuera la vida en ello, que a veces sí. Ella salió de la terraza y cruzó por delante del sofá sin interrumpir la llamada. Él le dijo eres una indecente. Ella respondió es verdad y siguió hablando desde la cocina. En el rostro de él una mueca antigua estaba regresando a su espacio, una vez más, dispuesta a volver a adueñarse de lo suyo, con hambre atrasada. Ella salió de la cocina con la bolsa de la basura en la mano. Le oyó decir si se corta en el ascensor te vuelvo a llamar.

APROVECHÓ una de sus ausencias para pintar parte de la casa. Cavilaba de continuo sobre ello, movía, cambiaba muebles según el rastro de las ofertas que se podía permitir, mesas auxiliares, sillas, estantes, butacas que, en menos de dos o tres años, terminaban en el trastero. Y vuelta a empezar. Él no, él no era así, no era ocurrente y ella se lo decía. Por ti vivirías siempre igual, no miras para la casa, no te preocupas cuando hay que cambiar algo, no ves que el color de las paredes no hace juego con la alfombra. Luego ponía otra alfombra o volvía a cambiar la pintura de las paredes, o las dos cosas a un tiempo. Cuando él volvió esta vez de su viaje, ella le enseñó alegre todas las transformaciones de la casa, la nueva librería del estudio, la adaptación del armario blanco, la lámpara de lectura, el cambio o sustitución de algunos cuadros. Algunas veces, si pensaba en esto, él se daba cuenta de que casi no conocía su propia casa y se excusaba con la idea de que aquella en realidad no era su casa, era la casa de ella a la que, hace ya años, se había trasladado a vivir. No podía sentir apego hacia lo que no era suyo, aunque ahora lo fuera, pero no del todo. Eso se decía a sí mismo, no del todo. Sabía que esa no era la razón. Un lugar de paso. A los lugares de paso casi nadie los observa con detenimiento para complacerse en ellos, sólo los utiliza, los pone a su servicio y no importa mucho ni poco el color de las paredes, o las alfombras, o las toallas del baño. Ella había insistido, no traigas nada de lo tuyo, aquí hay de todo, y él no había traído nada, sólo a sí mismo y ni siquiera del todo. Una parte de él había quedado en el otro lugar, aún a sabiendas de que era un lugar ya muerto. Por eso le dijo a ella que le gustaba el mueble y el color de las paredes y la butaca, cuando se sentó y encendió la lámpara.

Automat, de Edward Hopper (1927)

NO era un día común, nunca lo eran los días en que él salía de su cuarto y afrontaba lo que ella tuviera que decirle, regular o malo o bueno, y escuchaba sin mostrar ninguna perturbación, aún a sabiendas de que la propia escucha le revolvía por dentro hasta que lograba retener la taquicardia con una dosis mayor de ansiolíticos. Por eso, salir del cuarto era una excepción, un algo poco conveniente, casi una excentricidad. Tanto que ella quedó un poco sorprendida y desvió esa mirada suya de los días más difíciles, ese giro de los ojos a medio camino entre el desequilibrio y la huida de la memoria, concentrándose en algún punto de fuga que él desconocía. Lo peor es que no podía culpar a nadie porque una lucecita en el cerebro le había prevenido con esa claridad con la que a veces se presentan las premoniciones, y aún así no se atrevió a huir de lo que se le venía encima. Necesitaba ser castigado, eso piensa cuando piensa en ello, total, son dos días y con suerte queda uno. Él sabe que sus amigos creen que lo suyo no es una pareja, que una pareja es otro asunto, pero están muy confundidos. Lo otro es el amor o la amistad o una fuerza física de algún tipo, cosas que no duran. Lo de ella, sin embargo, no tendrá fin, o no tendrá el fin que cualquiera sospecha, sólo persistirá y persistirá en la letanía de los reproches, un día, otro día, un mes, otro mes, un año, otro año, esa cadena perpetua de movimiento continuo. A él, en los días que despierta de buen humor, le recuerda el centrifugado de una lavadora, ese martillo.

DE niña le gustaba leer. Leía mucho, un poco mezclado, como hacen las niñas a las que les gusta leer, historias de internados, magia, cuentos infantiles, alguna revista cuando aún existían las revistas o algún libro grueso de la biblioteca del colegio. Después perdió el hábito, a la manera en que algunos adictos pierden los suyos, y no volvió a leer. Ahora deja pasar el tiempo mirando la televisión, tantas horas al día que él ha interiorizado en la mente diálogos ininteligibles desde su distancia como fondo sonoro de su propia vida. Ella viaja poco. Una vez, hace un par de años, fue a visitar a su hija, que vive en otra ciudad. Dos semanas. Un tiempo para el silencio, pensó él. La casa fue llenándose con el hueco de las palabras no pronunciadas, de las sintonías que, al enmudecer, perdieron su existencia para abrir paso a los latidos del corazón, a los pequeños ruidos amplificados de la madera o de las bombillas, al canto de algún pájaro en las ventanas. Él sólo recuerda que, a su regreso, el silencio estalló como una burbuja contrahecha e imperfecta que no había tenido tiempo suficiente para adquirir una forma en plenitud y así permanecer. Con la rutina regresaron las distancias acostumbradas, las de ella y las de él, los chantajes, las amenazas ocultas, aquella manera desdeñosa de ignorarse. En una ocasión, una amiga le dijo a él que los recuerdos son un refugio que alivia como un bálsamo. Entonces pensó en ello, aunque imagina que es una falsedad como otra.

NO lo recordaba hasta que él mismo entró al trastero y vio la maleta, inmensa como medio ataúd, que llevaba demasiados años sin uso alguno. La memoria tiene sus propias leyes y nosotros no hacemos sino obedecerlas, pensó, mientras la playa, el apartamento y todo lo demás se le vino encima, como un golpe de efecto, ese pequeño chasquido de una caja de música al abrirse. Era ella quien había decidido comprarla con cierta insistencia, tal vez como un material desmesurado que le permitía soñar con el viaje antes del viaje, como hacía con casi todo, en una fuga hacia la insatisfacción que se resolvía en gritos, malas caras o silencio ausente, muy ausente. Él entonces no era capaz de entender porque había poco que entender, así que la maleta permaneció durante años en un abandono previsible, un trasto tan valioso que bloquea el deseo posible de ponerlo en venta y al mismo tiempo la posibilidad de adquirir algo más manejable, menos absurdo. Fue ella también quien alquiló el apartamento en primera línea de playa, mal orientado en los días de levante, el mismo del año anterior, con los mismos desconchados de la terraza y el mismo ruido molesto del aire acondicionado, ese quiero y no puedo de cualquier pareja en sus circunstancias. En los días más oscuros, antes de todo, él le preguntaba cómo no era capaz de apreciar que tenían una vida con mucha suerte, una de esas vidas que tantos desearían para sí. Ella nunca respondía, ni siquiera cuando las lágrimas terminaban por brotar. Por eso la memoria desvela a veces secretos, descorre cortinas, enciende luces, escribe él mientras finge pensar en ello.

NO lo hace con intención porque, si fuera así, ella lo habría percibido sin ninguna duda, como suele percibir las cosas de él, casi adelantándose a que sucedan, casi deseando comentarlas con una amiga en esa búsqueda incesante de su propia certeza, una manía no importante a los ojos de él. Aún así, cuando abre la puerta de casa, emite algo parecido a un sonido opaco, sin entonación alguna, tan neutro que parece artificial, como si él también fuera un simple transmisor de sonidos, un altavoz incapaz de establecer ningún vínculo con su propia voz. Ella cuenta que antes las cosas no eran como ahora, y si lo eran no lo recuerda o entonces no pensaba en ello. Sabe que se miente a sí misma como hace todo el mundo y que también miente al contarlo a sus amigas, en esa narración permanente de los agravios constantes que dice sentir, a manera de un memorial que va construyendo pared a pared, piso a piso, ventana a ventana, como quien espera que el día en que el edificio se complete todo adquiera algún sentido, sea útil o al menos proteja del ruido interior. Hace años ella le grababa con el móvil y compartía los archivos, como una prueba, dijo una vez. Él cree que ha dejado de hacerlo, no está seguro, no le importa desde el momento en que dejó de importarle todo y se limita a dejar pasar el tiempo, una forma aplazada de suicidio, se dice a sí mismo cuando se dice algo, aunque cada vez ocurre menos. Tampoco ella le contó que estaba enferma, porque son de esas cosas que no se cuentan, o depende de a quién, o de cómo. Y este no es el caso.

Tormenta de nieve, de Andrew Wyeth (1971)

A ella no le importan las cosas de él, nada en absoluto, por lo que se ha convertido en una experta en hacerse la olvidadiza, no recoger sus envíos o dividir las baldas de la nevera como en las casas de estudiantes. Cada uno hace su propia compra, y ella, a fin de mes, cuando ingresan su nómina, la de él, se apresura a transferir su parte, la de ella, a otra cuenta personal. Tal vez fue su modo de entender lo de los bienes gananciales, así durante años. Ahora ella también trabaja fuera de casa, un sueldo modesto que no comparte con él. Cuando escribe ficción, piensa en cómo introducir su historia de modo que resulte verosímil, aunque nunca encuentra la fórmula, así que el relato se desvanece entre la imposibilidad y la resignación, como se van desvaneciendo las ilusiones sobreactuadas, aquellas que le dejaron en el punto en que ahora se encuentra, mintiéndose a sí mismo sin demasiados reproches, sólo los necesarios para sobrevivir. El resto es cuenta atrás, piensa, convencido de que esta es la última etapa, conformado al fin con su suerte, casi satisfecho con lo que aporta de castigo, sin duda merecido. Esto debe ser el pecado original, escribe y, mientras lo hace, sospecha que no siente ningún remordimiento ni deseo de contrición. Las deudas se pagan con la esperanza de cobrar alguna vez las ajenas. Ese es el trato, una inversión de futuro. Durante las epidemias, cuando no cabía ni un agonizante más en los hospitales venecianos, los depositaban en el muelle, en espera de las góndolas que transportaban a los muertos. Él lo leyó en alguna parte y se lo contó a ella, una vez.

AUNQUE no lo pueda afirmar con seguridad, él piensa que ha olvidado cómo es el sexo de ella, su fisonomía, su modo de reaccionar ante los estímulos, las proporciones de su tamaño. A ella el tema del sexo no le ocupa ni un instante de atención, es un interés que no posee. Resulta posible que siempre haya sido así, pero él no lo sabe. Lo que sí recuerda es cómo en sus primeros contactos había algo que no funcionaba del todo. No lo sabe explicar, mucho menos a sí mismo, es sólo una intuición, el descubrimiento de una barrera de la que desconoce el origen. No le ha preguntado y además resultaría bastante inútil porque ella nunca cuenta nada. Sus años anteriores, sus otras parejas, son territorios desconocidos que, como tales, van a permanecer incógnitos. Él no espera ningún cambio al respecto. Alguna vez intenta conjugar lo que ella dice de sí misma con lo que hace, pero lo único que se produce es una disonancia tan marcada que podría hacer referencia a dos personas diferentes. Él supone que ella se ha acostumbrado a la mentira y se siente cómoda de esta manera. Lo entiende y no la juzga, sólo que le inquieta esa niebla en que se mueve, un terreno del que conviene apartarse. Por eso se siente más seguro cuando se encuentra lejos. En ocasiones se le ocurre pensar que la ausencia de sexo es un beneficio que aportan los años y que con cualquier otra mujer hubiera ocurrido lo mismo. Es un modo de engañarse que le funciona casi siempre, aunque ya no tiene edad para inocencias y advierte que lo que hace años era chantaje ahora es sólo hábito. Reconoce que resulta cómodo. No teme que ella descubra que ha vuelto a masturbarse y así no se molesta en pensar en todo esto. Si le preguntaran si cree que ella también se masturba, no sabría qué responder.

ELLA recuerda aún el día en que les robaron los esquíes en un hotel de Navacerrada y cómo él a su vez robó otros para reponer los suyos. Eran jóvenes, buena vida, ese tipo de gente. Desde hace tiempo se refugia en la memoria y se sonríe a sí misma, aún ante el espejo. En la soledad de estas tardes de verano rememora casi con furia la implacable levedad de aquellos años desde su propia levedad de ahora. Es domingo. Él ha salido para ver en un bar algo de fútbol y tomar unas cervezas, no menos de las acostumbradas a pesar del desconfinamiento progresivo. Su suegro murió durante el invierno pero ya habían heredado antes, un tipo organizado que sabía hacer las cosas. Con todo, un miserable, piensa ella, como lo fue en vida. No se llevaban mal. Una de sus cuñadas murió también hace unos meses, un cáncer de esos que te liquida y no te da tiempo a enterarte, igual que el sobrino que se mató con la moto. Un funeral de los de fuerzas vivas, una buena función, dijo él aquel día cuando volvieron a casa. Ella tiene sueños pero no se los cuenta a nadie. En tardes como esta antes se masturbaba más, ahora está perdiendo el interés. Él, sin embargo, no se oculta para hacerlo. Pone siempre la misma película que ella oye desde su cuarto. Le gusta lo repetitivo y siempre culmina en la misma escena, un poco como los niños que quieren escuchar una y otra vez el mismo cuento, eso piensa ella. El verano pasado, al volver de una boda, lo hicieron juntos, en la misma cama. Él no puso entonces la película, sólo la miraba a ella. Ella lo hizo con los ojos cerrados. A veces se acuerda. Tal vez repitan en otra ocasión.

SU abuela demenciada guardaba pasteles debajo del colchón. En la familia se decía que todo aquello eran reminiscencias de cuando la guerra, traumas, cosas así. En la familia de él no hablaban de la guerra, aunque a su abuelo le faltaba un brazo. Se lo había arrancado un camión al huir por la carretera. Ella estaba orgullosa de su familia y le gustaba mantener la épica del asunto. A él no. Mirar atrás le parecía una pérdida de tiempo pero, sobre todo, odiaba el modo en que ella se lamía las heridas o, más bien, la herencia de las heridas. Por ejemplo, las del tío seminarista al que habían paseado desnudo entre las burlas de los vecinos antes de tirarlo a la cuneta. Lo habían enterrado aún vivo y en su casa, la de ella, en la vitrina del comedor habían erigido un altar en su memoria. Una foto del tío vestido de cura, una imagen del Sagrado Corazón, una bandera y unas velas. A él, cuando se conocieron y empezó a visitar su casa, le daba repelús aquel culto a la muerte, aquella presencia constante del alma del difunto señalando el camino por el que debía discurrir la vida familiar. Por eso se cerró en banda cuando, a la muerte de los padres de ella, en esa ceremonia pútrida del desmantelamiento de la casa, quiso traerse para la suya el retrato del pobre difunto, con aquel su rostro de adolescente mórbido, en la pretensión de hacerle un hueco en la sala de estar, entre el televisor y la enciclopedia que habían comprado al casarse. Ella dice que fue él quien pinchó los ojos de la imagen del seminarista. Él lo niega y afirma que es otra de las locuras de ella, las que sólo él conoce, porque hacia afuera todo es cortesía, dulzura y buen tono, pero hacia dentro se transforma como una hidra o algo parecido. En el bar ya no le aguantan las historias y no encuentra quien quiera jugar la partida con él de compañero. Dicen que es un mal jugador.

DESDE el primer día de los aplausos, ella no sabía cómo resolver la situación mientras él se asomaba a la ventana. La angustia y el miedo agravados por la música atronadora de un vecino parecían despertar en él, sin embargo, una euforia tan desconcertante y tan extrema que a ella le desbordaba aún más la ansiedad. Aquellos minutos de aplausos, aquella media hora larga de música sin sentido, lograban romper el mínimo estado de calma que lograba mantener durante la tarde. Como una bomba, pensaba ella, un rayo que hace temblar la estructura más sólida hasta que las grietas acaban por amenazar la seguridad del propio edificio. Y ella era, en este caso, el edificio. Él sembraba sonrisas a lo largo y ancho de la comunidad de vecinos como un ídolo de masas, aunque la masa fuera pequeña, contenida en los límites de la urbanización. Los minutos de gloria son eso, minutos, o ni siquiera llegan a tanto, pensaba ella, y luego me quedará a mí la tarea de recoger los trozos, los mil pedacitos en que se va a disolver en cuanto esto termine, yo que no puedo conmigo misma. No ocurrió así, no del todo, pues a él lo ingresaron en el hospital en el régimen más estricto, sin visitas, sin contacto con el exterior, en el más completo aislamiento. Ella piensa que él ya lo sabía entonces, esas cosas se saben, cómo no van a saberse, no necesitas que ningún médico te lo diga, tú eres el primero en darte cuenta y callas, y sigues porque qué otra cosa puedes hacer, a nadie le importa demasiado, a unos pocos le importa algo, a ella le importaba, pero todo pierde de pronto eso que nos gusta denominar sentido, la vida tiene un sentido, la propia supervivencia lo tiene. Así que él, aislado en el hospital, y ella, confinada en casa, vivieron lo que les tocó vivir, ni mejor ni peor, lo que había. Ella pensó entonces que había perdido el miedo, tal vez.

ÉL no hizo el servicio militar, sus amigos sí, hablan de ello con frecuencia. Piensa que debe ser algo indeleble, como si te grabaran los recuerdos, o tal vez sólo un mecanismo de sublimación, de un modo parecido a lo que hacemos con la infancia. Ella repite que fue una niña feliz, que nunca hubiera abandonado, de ser posible, aquellos años. Sabe que no hay nada que pueda añorar más que la casa de su padre, que él no conoció. Desde entonces, se ve a sí misma como una viajera. Él no lo es, por eso está siempre quieto, con esa quietud de quien no se hace preguntas. Las amigas de ella casi no hablan del pasado, sólo de sus hijos. A veces compiten como los amigos de él, escalando paredes resbaladizas a causa de la nostalgia. Las amigas de ella no conocen a los amigos de él, porque no les gusta mezclar mundos, eso dicen. Un punto en común, dijo ella en una ocasión. Eso a él le parece una tontería, aunque prefiere callarlo. Le evita incomodidades. Tampoco sabe si sería capaz de encontrar las palabras adecuadas. Ella sí, porque le resulta fácil, no necesita hacer ningún esfuerzo, sólo abre la boca y las palabras fluyen con sentido. Él no posee ese don, pero ha dejado de preocuparle, son otras ahora las cosas que le preocupan. Cuando ella murmura a su espalda, lo que hace con avidez, él se refugia en su interior, busca y rebusca en el armario cerrado de su historia hasta que logra encontrar un punto, una fisura mínima a la que poder agarrarse para evitar el despeñamiento. A veces sufre pequeñas caídas, como el escalador que sobrevive gracias a su cuerda de seguridad, y soporta algunos traumatismos, no bastante graves para saberse infeliz. Esto a ella le trae sin cuidado. Es parte del juego, piensa él.

ELLA se lo explicó una vez a una amiga para intentar justificar lo que a los ojos de cualquiera parecía un disparate, o una precipitación, o directamente una inconsciencia. Piensa en un acuario, le dijo, un acuario necesita estabilidad, es el concepto clave. Todos los elementos, el nivel, la calidad del agua, la temperatura, la luz, deben moverse en un equilibrio que persiga siempre lo estable, porque cualquier cambio sustancial, cualquier modificación en la esencia, las circunstancias o los protocolos lo mandan todo al traste, puede destruirlo en segundos. Él, sin embargo, lo veía, sobre todo al principio, como un armario que guarda una armonía interior, una armonía oculta a nuestros ojos y a nuestra mente cuando no se encuentra abierto, y aún si lo está, nuestra mirada no es contemplación sino sólo búsqueda, con el deseo de una satisfacción rápida y cómoda, un encuentro fácil. Por eso nos desespera no encontrar lo que se busca dentro del armario, porque esa pérdida, extravío o despiste rompe nuestro afán de sentirnos seguros y con él nuestro equilibrio. Aunque no se ponen de acuerdo cuando tratan el tema entre ellos, tanto ella como él admiten en el otro una dosis, por una parte, de buena intención y, por otra, de no haber buscado más que el provecho propio. Así que ambos defienden la conveniencia de su matrimonio mientras se daban las condiciones y los equilibrios que habían logrado ser su sustento, del que ahora casi nada permanece, apenas algunos hábitos y rutinas cada vez menos satisfactorias y en consecuencia más frustrantes. Para ella no es una decisión fácil, es más, ni siquiera desea que resulte una decisión fácil, pues el orgullo necesita también su espacio, una cierta expresión de su poder al menos a los ojos de los demás, la familia, el círculo de amistades, los conocidos. Ella sabe que él preferiría no hacerlo, pero en esta ocasión no quiere ni siquiera dejar un mínimo margen de maniobra ante una decisión ya tomada.

[EN PORTADA: Miss Erickson, de Andrew Wyeth (1970)]


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comments on “Fondo de armario

  1. Pedro, me parece magnífico o mejor magnífica pues más que un relato es una novela corta. Enhorabuena.

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