«Nada de arte… A la mierda el arte»: dadá ruso en el Reina Sofía
/por Pablo Batalla Cueto/

«Nada de arte… A la mierda el arte», decía Tatlin. «Nunca pierdas la oportunidad de decir algo estúpido», decía Teréntiev. «¡Ah, sonreíd, reidores!/ ¡Ah, engreíd, risueños!», clamaba Jliébnikov. «Si alguien afirma con delicadeza: “El arte está por encima de la vida, el arte nos enseña…”, le atizamos con un palo en la cabeza», advertían los nadistas, cuyo «único credo» era «el programa de pluma y tintero del terror verbal». Y fue sobre esas bases que los dadaístas rusos —sobre los cuales versa una exposición que el Museo Reina Sofía alberga hasta el próximo 22 de octubre— pintaron sus anticuadros, rodaron sus antipelículas, compusieron sus antióperas y escupieron antiesculturas como el Relieve de esquina de Tatlin soldando y refundiendo retazos dispares de chapa, de madera y de basura. La fe dadaísta dictaba que era el escultor y nadie más quien decidía si sus esculturas eran obras de arte o no, y que incluso podían presentarse como tales los llamados ready mades, esto es, objetos industriales o de uso corriente extraídos de su contexto y simplemente trasladados a una galería o museo, como el famoso retrete/fuente de Duchamp. La única norma digna de tal nombre era que la escultura fuera de mal gusto: sólo así quedaría garantizado que no generara indiferencia visual. No era un extasiado síndrome de Stendhal lo que los budetliane, los «hombres del futuro», buscaban generar en el espectador con sus creaciones, sino todo lo contrario: un si acaso síndrome de Stendhal inverso que cimentase en el desagrado o la extrañeza su intensidad.

Eran hombres del futuro, pero no del futurismo aunque bebieran de él: no glorificaban, como Marinetti en Italia, la ciudad, la igiene del mondo de la guerra y el racataca de las metralletas, sino todo lo contrario. Eran ruralistas y lo que los budetliane, que sufrieron y detestaron la Gran Guerra, querían de la guerra era apagarla para siempre. «Nosotros hemos abandonado el futurismo, y nosotros, los más valientes entre los valientes, hemos escupido en el altar de su arte», decía Malévich en 1915. Y no fue el fascismo el recorrido político de aquellos hombres, como sí lo fue el de los futuristas italianos, sino La llamada de Lenin, título de una obra de Klutsis, y la de la Tercera Internacional, en honor de la cual Tatlin proyectó y maquetó un famoso monumento —nunca construido finalmente— consistente en una espiral rotante de hierro, acero y vidrio que se convirtió en el paradigma del antiarte. Sí que se trataba, con todo, para los dadaístas de acometer una higiene necesaria sobre el mundo, tal y como expresa mejor que nada un poema de Mayakovski titulado Nuestra marcha:
¡Golpea las plazas del motín el pisoteo!
¡Arriba, orgullosas columnas desnudas!
Con la venida del segundo diluvio
limpiaremos las ciudades del mundo.
El toro de los días arrastra
el lento carro de los años.
Nuestro dios es la carrera;
el corazón, nuestro tambor.
¿Hay oro más celestial que el nuestro?
¿Se apiada de nosotros el aguijón de las balas?
Nuestras armas son nuestras canciones;
nuestro oro son nuestras voces intensas.
La verde pradera
ha cubierto los días.
Arcoíris, da riendas
a los corceles voladores de años.
¡Vean a la humillada estrella del cielo!
Sin ella nuestras canciones trenzamos.
¡Eh, Osa Mayor! Exige
que en el cielo nos prendan vivos.
¡Beban de alegría! ¡Canten!
Por las venas la primavera se desborda.
¡Corazón, redobla a combate!
Nuestro pecho es un timbal de cobre.
«Los nada de hoy todo han de ser», reza la letra de La Internacional, y en eso consistieron las manufacturas dadaístas: en elevar a los altares museísticos a la suerte de proletariado de los materiales que era su apreciada basura. «Serraban y cepillaban, cortaban y pulían, estiraban y doblaban; la pintura había caído en un olvido casi total…», recordaba años después Nikolái Punin de aquellos antiartistas y de sus «construcciones extravagantes, ejecutadas toscamente, elaboradas con materiales que hasta entonces no se habían utilizado en el arte, sin ninguna preocupación por el tiempo que pudieran durar».
Sostiene por cierto el historiador Dominique Noguez en su delirante ensayo-ficción Lenin Dadá que el nombre de la cosa se debió al propio Lenin, del que se sabe que jugaba al ajedrez con el dadaísta francés Tristan Tzara en Zúrich, donde compartían exilio. Asegura Noguez (y es probable que corresponda a la parte ficción del ensayo-ídem) que en una ocasión Tzara, espoleado por el alcohol, se disfrazó de bailarina, trepó a un velador del Café Voltaire y comenzó a ejecutar —son palabras de Juan Manuel de Prada en una reseña del libro—
una danza más beoda que lasciva. La parroquia empezó a abuchear al travestido bailarín con invectivas y peticiones de descabello. “¡Fuera! ¡No, no, que se largue!” Entonces, entre el clamor desaprobatorio, se alzó el vozarrón de un borrachuzo que marcaba el ritmo de la danza batiendo las manos rudas y callosas, como de masturbador de rinocerontes; la gorra calada hasta las cejas, el bigotón desflecado y la barba hirsuta no lograban disimular sus rasgos mongoloides. “¡Da! ¡Da!”, rugía Lenin entre risotadas caníbales, que en ruso significa: “¡Sí, sí!”».
Cierta o no esta historia —seguramente no—, el dadaísmo, en todo caso, decía que sí tanto como decía que no. «En cada “sí”, Dadá ve simultáneamente un “no”. Dadá es un sí-no», dejó dicho el dadaísta holandés Theo van Doesburg en What is Dada?, y también fue así para los dadaístas rusos, cuyo da-da se convertía a veces en un nyet-nyet. Sí a la ironía, al azar, al absurdo, a la extravagancia; pero no al arte clásico, ni al individualismo, ni a la separación de lo visual y lo verbal, que los dadaístas refundían con desparpajo reivindicando una filosofía a la que llamaban todismo. Fue un ejemplo de ello entre muchos la ópera Victoria sobre el sol, de 1913 y de Mijaíl Matiushin, un zurriburri de lenguaje verbal, musical y plástico protagonizado por personajes como Nerón-y-Calígula-en-la-Misma-Persona, Viajero a Través de Todas las Épocas, Persona al Teléfono o Los Nuevos. Malévich presentó en ella su Cuadrado negro, y entre unas cosas y otras, el público reaccionó con indignación y violencia a la representación, para regocijo de sus autores.
Duró poco, eso sí, la luna de miel de los dadaístas con la llamada de Lenin. Tal y como explica el prospecto de la exposición del Reina Sofía, la muerte de Lenin en 1924 significó también la del movimiento:
En Rusia se produjo entonces un punto de inflexión, con el paso de la hiperproductiva y polifacética época revolucionaria al ascenso de la rivalidad cultural y política, cuyas consecuencias fueron dramáticas. El concepto que tenían los budetliane del rayo como metáfora de nuevas visiones efusivas, convertido por Mayakovski en instrumento de difusión del espíritu revolucionario, se transformó en “el rayo de la muerte”, un mecanismo de peligro y represión.
Otro dadaísta, Víktor Shklovsky, había advertido lo siguiente inmediatamente después de la muerte de Lenin:
Insistimos:
No convirtáis a Lenin en un cliché.
No imprimáis carteles con su retrato, ni manteles
ni platos, ni tazas de té, ni ceniceros.
Nada de estatuas de bronce de Lenin…
Lenin es nuestro contemporáneo.
Sigue entre los vivos.
Lo necesitamos vivo, no muerto.
Por esta razón:
Aprended de Lenin, pero no lo canonicéis.




0 comments on “«Nada de arte… A la mierda el arte»”