Creación

Carlos Ardohain nos presenta a Bonarda López

'Bonarda López' se rebela contra un ambiente estereotipado en el cual la libertad es la premisa pero también la gran mentira, y lo que manda, por fin, es el poder, encarnado como siempre en el dinero.

/por Carlos Ardohain/

Hay un narrador que es un personaje que narra y quizá prefiriera ser solamente un personaje narrado. Hay una mujer que puede ser el sueño, el espejismo, o la proyección de otra mujer. Hay un mito resignificado que nunca se realiza. Hay una historia de amor, o dos. Incluso tres. Hay el viejo vínculo maestro-discípulo con alguna vuelta de tuerca, aunque aquí sería mejor decir maestra-discípulo, ya que son Bonarda y Albertina las mujeres-faro que marcan el camino, o la dirección a seguir. Hay la perenne voluntad de que el arte transforme la sociedad, la realidad, el mundo. Y hay, también, la posibilidad de que eso termine en fracaso.

Y hay, por fin, la intención de que un fracaso sea, solamente, la condición para luego, como quería Beckett,  fracasar de nuevo, pero fracasar mejor.

Bonarda López se rebela contra un ambiente estereotipado en el cual la libertad es la premisa pero también la gran mentira, y lo que manda, por fin, es el poder, encarnado como siempre en el dinero. Quizá fracase en sus acciones, pero en el camino entabla vínculos con los cuales puede poner a prueba su propia injerencia en el mundo que quiere cambiar. Esta novela es el relato de ese intento de transformación.


Bonarda López

[Extracto]

Vivir es creer: al menos es lo que yo creo.

Marcel Duchamp

Un lugar al margen del dolor

Bonarda López entró al bar y caminó decidida hasta la barra, se paró al lado de uno de los taburetes, deslizó su mano por la superficie de cuerina marrón para limpiarla de polvo y se sentó. El mozo, nada más verla, le sirvió su trago de siempre: un gancia con hielo. En el local no había casi nadie a esa hora de la madrugada, las tenues luces amarillentas sugerían un aire teatral y contribuían a hacer menos visible la suciedad. Un borracho que estaba sentado en una de las mesas del fondo levantó su cabeza vacilante y al verla le gritó: —Che, profesora, ¿te la lavaste hoy?

Ella ni lo miró, sabía de quién se trataba, solamente alzó su mano derecha con el puño cerrado y el dedo medio extendido en dirección a la mesa. El bar era una especie de pasillo profundo con la barra de un lado y una fila de mesas del otro. El piso estaba embaldosado de blanco y negro, y un espejo sucio colgaba encima de las mesas cercanas a la entrada. Más atrás las paredes estaban adornadas con viejos carteles de publicidad y fotos de deportistas. Los grandes anteojos oscuros de Bonarda no dejaban ver sus ojos hinchados y rojizos. Tenía el cabello estirado hacia atrás y sostenido por una hebilla. Se escuchó entonces el sonido característico con el que el tren anunciaba su partida en la estación de enfrente. Bonarda prendió un cigarrillo. En ese bar se podía fumar, se podía hacer cualquier cosa; nadie prohibía ni preguntaba nada, por eso le gustaba ir ahí. Bonarda López era crítica de arte, y en este caso está bien utilizado el tiempo verbal, ya que esa noche la habían despedido del diario en el que trabajaba y donde publicaba sus reseñas y comentarios. Lo veía venir; y esa noche, cuando llevó el comentario sobre el premio ArgenGas, otorgado en la feria de arte más importante de la ciudad a una obra que era una bolsa de nylon con un par de zapatos viejos y un montón de calamares podridos, el jefe de redacción le ordenó:

—Cambiala, no podemos hacer una crítica negativa sobre ese premio.

Bonarda se negó argumentando que la obra era lisa y llanamente una mierda. Discutieron, elevaron el tono, se gritaron barbaridades y el tipo la echó. Así, sin más. Ella lo insultó y se fue dando un portazo. Estuvo caminando un buen rato sola, sin rumbo y llorando; terminó en ese bar al que iba a menudo, especialmente cuando se sentía mal. El ambiente era ideal para dejarse ir en el dolor, para vivir el tango personal. En ese sentido todos los habitués eran hermanos, todos estaban en la lona. Seres indefensos, condenados por su propia naturaleza al letargo inane de la resignación. El borracho del fondo la conocía y algo había escuchado de su actividad, por eso la había llamado profesora. Ella siempre elegía sentarse en la barra; había aprendido que, en un lugar como ese, una mujer está más protegida y es más inaccesible en la butaca individual del mostrador que en una mesa en la que se puede sentar cualquier perejil con ínfulas de conquistador.

Bonarda pensaba en forma de relato, pensaba por medio del lenguaje construido, de manera que se puso a pensar.

Pensó en Bonarda López entrando a esa hora avanzada de la noche al bar mugroso que estaba frente a la estación de trenes. Había llorado y caminado sola por horas. Ahora quería tomar un par de copas en ese lugar perdido en la ciudad. Se había sentado en la barra y cuando el mozo la vio le trajo lo de siempre: gancia con hielo en vaso alto con un poco de limón. Escuchó ese grito tembloroso que venía del fondo del local y estaba dirigido a ella, una forma grosera y tosca de saludo con ribetes agresivos. Sabía de quién provenía, del borracho que siempre se sentaba en la última mesa. Tuvo el impulso de sonreír ante la ingenuidad casi adolescente del insulto, último recurso del marginal para enfrentarse con el mundo que lo había puesto al borde del nocaut. Pero no sonrió. En cambio le pidió al mozo que le llevara a la mesa otra copa de lo que estuviera tomando, que resultó ser ginebra. Bonarda era alta, flaca, huesuda y fuerte. Antipática según muchos, y temida, acaso odiada, en el medio del arte por sus críticas implacables y sin concesiones. Pero ahora se había quedado sin trabajo. Tal vez le había llegado la hora, el momento de ver rodar su cabeza. Se puso a pensar en las razones por las que podrían cortársela. Y le dio por trazar planes, algo que se le daba mal, pero igual lo hacia. Mientras su pensamiento seguía construyendo un relato mental, se fue tomando tres o cuatro gancias con hielo y limón.

Después caminó hacia el fondo del barsucho, se sentó a la mesa del borracho, que la  miraba con la vista perdida, y le preguntó cómo se llamaba. Le contestó, con voz trabada, que su nombre era Severo. Ella le dijo, mirándolo a los ojos:

—Muy bien, Severo, yo te voy a transformar en un artista.

El cronista inesperado

Cuando conocí a Albertina, ella era una celebridad olvidada. Sobrevivía gracias a la pensión que cobraba por haber ganado el premio municipal de poesía y de lo que obtenía dando talleres de escritura. Tomé contacto con ella después de haber leído todos sus libros y la traducción magnífica que había hecho de la poesía completa de Auden, coronada por un riguroso ensayo en el que arrojaba luz sobre su obra y su vida. La admiré más después de leerlo. La busqué y empecé a ir una vez por semana a su casa para un taller individual. Congeniamos de inmediato. Había sido una mujer hermosa y de algún modo lo era todavía, aunque los años la habían deteriorado. Conservaba su larga cabellera sin teñir y eso le daba un aire clásico, fuera del tiempo. Hacía a menudo un gesto que al principio me intimidó y más tarde entendí como una reafirmación de ciertas autocomplacencias interiores: al terminar alguna frase especialmente feliz levantaba la barbilla y enarcaba las cejas, y después de un instante sonreía, como disculpándose por haber estado tan genial. Con el tiempo empecé a quedarme a cenar con ella después del taller y a disfrutar de sus historias y anécdotas, a pesar de que algunas resultaban un poco incoherentes o acaso inventadas. Albertina bebía mucho, tomaba dos o tres whiskys previos a la botella de vino que nos bebíamos con la comida. Después seguía con el whisky. Y así fue como llegué a conocer a Bonarda, fragmentariamente, mediante los monólogos nocturnos de la poeta que había sido su compañera y, siempre según ella, su gran amor. Albertina y Bonarda se habían conocido en una inauguración de pintura e inmediatamente sintieron una fuerte atracción intelectual. Bonarda era filosa y seca, y Albertina volcánica y barroca. Descubrieron que en muchas cosas se complementaban. Recuerdo especialmente la manera en que Albertina me definió su primer encuentro amoroso: dijo algo así como que la primera noche que habían estado juntas en la cama había sido una especie de viaje a la tercera margen del río. Hacía unos años que se habían separado, dolorosamente y en forma definitiva, y desde entonces Albertina estaba sola.

A veces me hablaba de ella con cariño y otras con odio o dolor. En ocasiones hablaba de sí misma, de cosas que había vivido o hecho y yo pensaba al principio que se refería a Bonarda, de modo que pasado cierto tiempo tenía que recomponer en mi cabeza las historias y acomodarlas en los personajes correctos. Pero esta confusión me gustaba, las ambigüedades me parecían poéticas. Había siempre una bruma borrando los contornos de las formas, las precisiones de los relatos. Era como si Albertina contara siempre con puntos suspensivos, y los personajes también estuvieran suspendidos en el tiempo y en su mente.

Albertina había sufrido hacía algunos años un accidente al caerse de un caballo y se había fracturado la cadera. Como resultado de ello tenía una prótesis y había sido sometida a varias operaciones que le dejaron como secuela una cojera permanente. Estaba obligada a tomar, todos los días, comprimidos para el dolor y la inflamación, lo que mezclado con el alcohol hacía una combinación peligrosa.

Pero Albertina era brillante y, a menudo, genial. Fue muy generosa y pródiga conmigo, me tuvo infinita paciencia y alentó mis torpes progresos. Cuando entraba en el terreno de la confidencia, impulsada por la confianza que crecía entre nosotros, yo agudizaba los sentidos para comprender el vínculo que la había unido a Bonarda y, además, para conocer a Bonarda, ya que su personalidad y su vida me resultaban cada vez más fascinantes.

En su casa conocí a poetas admirados que de otro modo hubieran sido inaccesibles para mí. Muchas veces invitaba a un poeta o escritor a comer y, generosamente, me incluía en la invitación. Los vi comer y beber, oí sus comentarios desdeñosos hacia algunos colegas, sus burlas de críticos y periodistas, los vi perder la elegancia más temprano que tarde. A alguno de ellos me tocó llevarlo en taxi a su casa.

Y así, a pantallazos, en forma de recuerdos esporádicos acumulados a lo largo de muchas noches, fue como conocí a Bonarda y reconstruí su historia, aunque algunas cosas ya no sé si las escuché o las inventé (a veces también yo me pasaba de copas en la cena o después; y alguna noche me habré quedado en casa de Albertina y habré amanecido en su cama también, pero de eso no tengo mucho recuerdo).

Denominación de origen

Bonarda había estado casada y tenía tres hijos a los que veía muy poco. Cuando se separó vino a vivir sola a la capital y dejó a su exmarido y sus hijos en el Chaco. Desde entonces había enfocado toda su energía en su trabajo de periodista. Empezó a publicar en uno de los diarios más importantes de Buenos Aires y a tener sus primeros éxitos y reconocimientos como crítica de arte. Sus comentarios siempre eran profundos, inteligentes e implacables. Tenía una postura crítica con respecto al arte contemporáneo y escribía notas que iban contra la corriente imperante en el mercado del arte, de alguna manera era una figura molesta. Una noche, en la inauguración de una muestra, le presentaron a Albertina. Se saludaron con una sonrisa y se quedaron charlando con una copa de vino. Albertina era una mujer espléndida, su larga cabellera negra y sus ojos rasgados acaparaban todo lo que circulaba a su alrededor, además de lo hechizante que podía ser con sus palabras. Le dijo que había leído sus columnas y que le parecía muy lúcida e inteligente su postura respecto del arte, que ella pensaba igual. Esa noche charlaron y se rieron mucho y en los días que siguieron se encontraron varias veces. Al mes estaban viviendo juntas, Bonarda se mudó al departamento de Albertina con sus pocas pertenencias y comenzaron a compartir también la coordinación de los talleres de escritura de Albertina.

Hay vida bajo los escombros

Severo había sido albañil y ahora sobrevivía haciendo changas diversas. Decía haber olvidado su edad, o no estar seguro, pero debería andar por los cuarenta y cinco años. Su cutis cetrino acusaba la mala vida que llevaba; mal afeitado, la ropa arrugada y no muy limpia, todo en su presencia hablaba de abandono y desamor. No había tenido hijos aunque había vivido con un par de mujeres. Cuando Bonarda lo conoció estaba solo, su última compañera no había podido soportar su debilidad por la bebida. Pero es justo decir que no era un hombre violento y nunca le había levantado la mano a ninguna de sus parejas. Vivía en una prefabricada de madera que alquilaba cerca de la estación, en un barrio humilde.

Severo no tenía nada en el mundo, pero aún así había en él espacio para los sueños. A veces soñaba que era un caballo encerrado en un corral de verjas de madera en el que nunca faltaba comida y agua, y dentro de sí sentía que en algún momento rompería la verja a patadas y escaparía galopando por el campo, los agujeros de la nariz muy abiertos y los belfos temblando por sus resoplidos de excitación. Cuando soñaba eso nunca llegaba a la parte de la huida, pero la seguridad de que iba a producirse era cada vez más intensa.

Mientras tanto transcurría su vida entregado al alcohol, casi siempre terminaba la noche tomando sus ginebras en el bar de la estación, ya que el patrón le fiaba anotando lo que tomaba en una libreta mugrosa que tenía bajo el mostrador. Cuando Severo cobraba la quincena o alguna changa, le pagaba lo adeudado y el crédito se renovaba automáticamente. En ese bar era donde había visto algunas veces a Bonarda, siempre tarde y siempre sola, tomando sus tragos en la barra. Digna y altiva, pero sin embargo compartiendo algo del espíritu del bar y de los parroquianos que lo frecuentaban. No era sapo de otro pozo ahí, de alguna manera, desconocida para él, se sentía que era parte del lugar. Le intrigaba verla, tenía algo de masculino en su manera de sentarse en la butaca y tomar el vaso en que bebía, y a la vez una elegancia delicada en su altura casi exagerada. Las manos (le miraba mucho las manos, Severo) eran huesudas y con dedos largos, de pianista o profesora, pensaba él, sin saber muy bien por qué. La veía siempre de perfil y sus grandes anteojos nunca le permitieron verle los ojos. Hasta esa noche en que él, más borracho que de costumbre, le gritó una grosería y ella como respuesta le pagó una ginebra y después vino a su mesa, se sacó los anteojos y se sentó enfrente de él para proponerle un trabajo rarísimo.

Bases y condiciones

Aquella noche Bonarda le expuso a Severo su idea, su plan. Lo hizo con toda la claridad de que era capaz, un poco para que la nube etílica en la que flotaba Severo lo dejara discernir el mensaje y otro poco para entenderlo ella misma, que estaba tan excitada por lo que se le acababa de revelar en su mente en forma súbita.

Todavía no tenía claro si su objetivo era burlarse del sistema desarrollando una serie de obras irónicas en las que se lo cuestionara en forma subterránea, o ser más radical y presentar un programa de enfrentamiento declarado. Puede que secretamente pensara que esa sería su gran obra: desarrollar un programa artístico desde las sombras e inventar un artista falso que lo represente y lo lleve adelante. Pero de todas formas lo que sí pretendía era desafiar el statu quo. Y para eso necesitaba a Severo, para usarlo como estandarte de sus ideas. Le explicó esto a Severo, le propuso que trabajara con ella y para ella en ese proyecto, pero para eso tendría que hacer una rehabilitación a fondo: salir del alcoholismo, cambiar su aspecto, limpiar su cabeza y su organismo; si aceptaba tendría una oportunidad de salir del pozo, pero cumpliendo a rajatabla sus condiciones. Severo la miraba en silencio, concentrado, haciendo un esfuerzo, mientras ella hablaba. En un momento la interrumpió mostrándole la palma de la mano a la altura de la cara y Bonarda, sorprendida, hizo silencio. Entonces Severo le dijo: —Discúlpeme por lo que le grité hace un rato.

Bonarda sonrió y le tomó la mano: —Claro, Severo, estás disculpado. Te sigo contando.

El deseo congelado

Bonarda estaba haciendo compras en el supermercado chino del barrio cuando de repente escuchó gritar a uno de los dueños, se dirigía a alguien y señalaba en dirección a la esquina. La curiosidad la impulsó a acercarse a la puerta y entonces escuchó el rumor y los bombos de una manifestación que se aproximaba. El chino que había estado gritando empezó a bajar la cortina metálica sumiendo el local en la oscuridad y dejando a todos los clientes encerrados adentro. No eran muchos, apenas Bonarda y un par de personas más. Supuso que la reacción desproporcionada se debía al temor a los saqueos que se estaban produciendo en algunos supermercados de la ciudad por esos días. Enseguida encendieron las luces y la atmósfera cobró un aire irreal. Aún así decidió seguir haciendo las compras que necesitaba; se encaminó hacia la zona de productos congelados y cuando llegó vio a una mujer hermosísima que la miraba: era una china delgada y misteriosa que estaba parada entre cajas de leche y los paquetes de salchichas (esto lo dedujo después recordando los colores que había percibido enmarcando la figura: blanco y naranja). Quedó fascinada con esa mirada y fue hacia ella, la china no hablaba ni se movía. Bonarda captó una semisonrisa en la boca de carnosos labios rosados y se dejó ir, se paró delante de ella y le dedicó una mirada dirigida al fondo de las pupilas de esos ojos rasgados. Fue como un puente eléctrico, un arco voltaico en medio del frío que emanaba de las heladeras. Se acercó más, se inclinó un poco y apoyó sus labios en los de ella; sintió la mullida y tibia suavidad que se abría y fue entonces cuando la besó. La china, sin moverse, se dejaba visitar por la lengua de Bonarda. El supermercado se diluía en volutas de emoción. De pronto se oyeron otra vez gritos, esta vez mucho más fuertes que en la ocasión anterior. Bonarda abrió los ojos asustada y el hechizo se rompió; la china dio un respingo y se quedó rígida. A su alrededor, dando pequeños saltitos, gritando y gesticulando, estaba el chino que había bajado la persiana. Se dirigía a la china y la señalaba, y después se paró frente a ella y le gritaba señalando a la china, movía sus manos al lado de la cabeza y gritaba, dando pequeños saltitos. Bonarda se aturdió y cayó sobre su visión una cortina blanca que la desconectó de todo; entonces, sin pensar ni ser consciente de tomar ninguna decisión, estiró el brazo, tomó de la heladera lo que parecía ser, al tacto, un paquete grande de salchichas y giró el brazo con fuerza hasta propinarle una soberana bofetada al chino en pleno rostro. Se oyó claramente el chasquido del impacto de las salchichas en la mejilla del chino que, instantáneamente, al sentir el golpe que hundía todo el costado de su cara, abrió desmesuradamente los ojos y la boca, enmudeció y se tomó el rostro con dolor y sorpresa. Bonarda dejó caer su brazo al costado del cuerpo y abrió la mano, el paquete cayó entre ella y la china. Lo que siguió a partir de ahí fue una suerte de escena de película muda: el chino dio media vuelta con su mano cubriendo todavía la mejilla golpeada y comenzó a caminar en dirección a la puerta seguido por la china y, cerrando la marcha, la misma Bonarda. Todos en silencio y en fila india. Llegaron a la entrada y el chino comenzó a levantar la cortina; la china se ubicó en el otro extremo con la mirada baja y sus manos tomadas por delante del cuerpo, mientras ella permanecía en el centro mirando la cortina elevarse. Eso duró unos larguísimos minutos, hasta que la cortina llegó a la altura del pecho de Bonarda, que se agachó y salió a la calle, confundida y un poco triste. Apenas puso el pie en la vereda y se irguió, la imagen que tuvo ante sus ojos la sorprendió y la puso inmediatamente en otro canal: una multitud de personas agolpadas formaban un semicírculo frente al supermercado; silenciosos, expectantes, preparados para cuando llegara el momento de actuar. Desharrapados, sudorosos, con bombos apoyados en el piso y banderas enrolladas en palos, tenían la vista fija en la cortina que se había levantado y, apenas ella salió, corrieron en masa hacia la abertura y se metieron en el local con un murmullo que iba creciendo en intensidad hasta formar un coro de gritos y carcajadas histéricas entre los que se destacaba la frase estentórea: —¡Vamo, vamo, vamo!

Bonarda empezó a alejarse lentamente del súper chino mientras los sonidos que le llegaban desde allí reflejaban el caos que se había desatado adentro. Se le ocurrió pensar qué pasaría si la cadena de la cortina metálica se cortaba, la cortina caía y toda esa gente quedaba encerrada dentro.

El corazón de la palabra

Albertina me contaba estas cosas entre críticas devastadoras a mis poemas de principiante, consejos de lecturas, chismes de escritores y tragos compartidos. Nos fuimos haciendo amigos, me contó que había sido muy compinche de Alejandra Pizarnik en su juventud, que habían compartido muchas noches de poesía. Bonarda estuvo celosa de esa amistad y, probablemente a raíz de eso, siempre dijo que la oscuridad de Alejandra no era genuina, que era una postura o una pose; incluso insinuaba que su muerte formaba parte del plan de crear un mito de su figura de poeta maldita. Me pareció una opinión injusta y cruel. Me dio una idea aproximada de lo diseccionante que podía haber sido Bonarda en su cuestionamiento a los demás. Tuve la inevitable inquietud de saber si habría sido igual de filosa consigo misma. Cuando le comenté estas sensaciones a Albertina, me dijo: —No critiques lo que no podés comprender. —Hizo una pausa y concluyó:— El lenguaje es imposible, pero nos hace posibles.

Entonces hizo el gesto: el mentón, las cejas, la sonrisa. No supe qué decir, pero lo retuve en la memoria. Más tarde esa frase se me fue haciendo menos oscura releyendo los poemas de Albertina en los que hablaba tanto de la palabra, del silencio, de la imposibilidad de nombrar y, sin embargo, de los nombres del amor. En ese momento no sabía que alguna vez tendría necesidad de escribir mis recuerdos de ella, como una forma de rescatar lo que no estaba en los libros ni en los poemas, su manera de merodear la imagen que tenía de sí misma, de construir su mundo, de transformar el mundo para hacerlo suyo. O como ella decía, conseguir habitar en el corazón de la palabra, que era lo único que de verdad le importaba. A mí, en cambio, eran sus palabras las que me llegaban al corazón.

La crítica que provocó el despido de Bonarda

 Crónica de una derrota previsible, por Bonarda López

Basta detenerse a mirar la foto de la entrega del premio ArgenGas para entender el grado de desconcierto del pobre Helguera. Posando con un ridículo cheque gigante en la mano, al lado de un ejecutivo ufano y rodeado de algunos miembros del jurado parece preguntarse: «¿Cómo pasó esto?, ¿qué es lo que salió mal?».

Un poco delante del grupo, en el suelo puede verse una bolsa de nylon blanco con un contenido polémico: un par de zapatos viejos y algunos calamares muertos aportando generosamente su aroma a descomposición, quizá lo más genuino de la escena.

Ahora bien, ¿cómo, a estas alturas, un artista puede creer que con una obra podrá burlar al sistema, ponerlo en ridículo y dejar en evidencia las imposturas de un medio que ha transformado la actividad cultural en un mero negocio? Quizá con una gran dosis de ingenuidad y no poco sentimiento de omnipotencia.

Porque lo que yo creo, dando por sentada la honestidad artística e intelectual del autor, es que Carlos Helguera tenía un plan. Y pensó que era brillante. Lo pensó casi como una operación política, una guerrilla de un solo hombre y, también un poco —cómo no— con una intención poética de transformación. Y su plan era presentar una obra en el premio más importante de la feria de arte más importante; una obra que no fuera una obra, que fuera una burla, una provocación, un cuestionamiento al hueso cancerígeno que sostiene el mercado, una obra que fuera una antiobra y que al mismo tiempo pusiera en duda la validez del premio, de la feria misma. Pero fue ingenuo y subestimó al adversario.

El sistema tiene cintura y reflejos de boxeador, en ocasiones como esta luce especialmente inspirado. Es hábil y perverso, y además tiene mucha experiencia en lides semejantes. Hace casi un siglo que vemos un mingitorio exhibido en las salas más prestigiosas de museos y galerías vaciándolo de todo sentido y poniéndolo en línea con Las señoritas de Avignón, por ejemplo.

Resumiendo, el jurado se dijo a sí mismo: démosle el premio a este provocador, ricemos el rizo, levantemos la apuesta. Y nuevamente, el sistema, que todo lo asimila, desembolsó cincuenta mil respuestas que anularon a una mínima afrenta tan pueril como intrascendente. Le dieron a Helguera un cheque gigante de cincuenta mil pesos y le dijeron: «Parate ahí, al lado nuestro, que te avalamos, y sonreí para la foto». Y Helguera entendió por fin que el olor a podrido era mucho más profundo e intenso de lo que él imaginaba y no venía precisamente de sus calamares en la bolsita. Basta ver cómo elevaban el mentón orgulloso los ejecutivos en fila, rodeando y exhibiendo su nuevo trofeo. Que hablen los giles, que publiquen las revistas, que repitan el discurso de la inmaterialidad de la presencia de la muerte. Helguera: si hubieras vomitado en el mismo lugar los restos de un locro mal digerido, rociado con un tinto de dudosa procedencia, te hubieran dado el premio igual.

El arte: aparte.

(Bonarda escribió esta crítica en tono irónico, haciendo referencia a la foto de la entrega del premio que fue publicada en los diarios. La crítica nunca fue publicada y ella fue despedida por negarse a escribir una reseña positiva).

Narcosis, poiesis

Vamos a la Feria del Arte de las Naciones con Bonarda y Albertina, en un predio enorme lleno de puestos y stands, abarrotado de gente. Deambulo por los pasillos atento a todo y a nada al mismo tiempo, un poco narcotizado por tantos objetos, tanta oferta y tantas energías entretejiéndose en un mismo lugar; escucho frases sueltas en varios idiomas, conversaciones aisladas, una persona que pregunta: «¿Usted es el doctor No?» (o: Usted es el doctor, ¿no?) y el hombre interpelado responde: «No». Veo gente con turbante, con chilabas, me detengo brevemente mirando obras atractivas, misteriosas. Paso frente a un stand que tiene dispuestas varias obras como bajorrelieves, construidas con pequeños volúmenes pintados en ocre y marfil. Son muy atrayentes y están dispuestas sobre mesas, apoyadas en ellas, son trabajos horizontales. Me detengo a mirar y un hombre se acerca y me dice que para verlas mejor es aconsejable sentarse frente a ellas y dejarse ir. Entonces veo un banquito detrás y lo acomodo para sentarme delante de la obra que me gusta, pero el banco se hunde en la arena y me desacomoda, lo corro de lugar y me vuelvo a sentar, y el banco se vuelve a hundir, pienso que tal vez me debería sentar directamente en la arena, pero por fin el banco se queda quieto y yo me pongo a observar la obra. Los volúmenes se ven diferentes desde este punto de vista, son como edificios, construcciones de piedra en el desierto, la perspectiva enriquece la percepción y descubro espacios entre ellos como calles y plazas secas, paseo la mirada y es como recorrer un barrio: la luz entre los planos cambia las cosas de lugar, modifica los colores y las texturas. Me hundo en la contemplación; súbitos reflejos en algunos rincones semejan ropas colgadas al viento, el polvo entre las calles se eleva arremolinado y mezcla los sonidos. Dan ganas de perderse en ese lugar mágico y sin darme cuenta me levanto y me pongo a caminar. Huelo aromas de comidas exóticas y también el inconfundible olor a carne asada y siento hambre. Me acerco a un puesto de comidas y veo una columna de fetas de carne girando al lado de un fuego, luce sabroso y pido un sanguche de eso. Después de haberlo comido me doy cuenta de que estoy perdido, o de que Albertina y Bonarda se perdieron y me pongo a buscarlas. Camino por los pasillos que parecen calles o por las calles como pasillos, ahora hay puestos de ropa, de objetos y muebles pequeños hechos en madera. El espeso humo de tabaco y la gran cantidad de gente apretujada cubierta con túnicas casi de pies a cabeza me dificultan la visión; camino sin rumbo, tratando de mirar lejos, más allá de las cabezas. De vez en cuando le pregunto a alguien si ha visto a dos mujeres, pero la pregunta suena absurda, alguien me pregunta quiénes son y yo le respondo: la que busca palabras, la que interpreta historias, una de ellas tiene un bastón. ¿Una tercera pierna? Me pregunta otro. Esas mujeres, ¿quiénes son?, ¿una hechicera?, ¿una pitonisa? No, digo yo, una poeta, una escritora. Todo es cada vez más confuso y dejo de preguntar, sigo caminando, sigo perdido. Al fondo de un pasillo desemboco en un cuarto pequeño, como una continuidad en la que el pasillo era abertura. No hay puerta, hay mujeres hilando sentadas en el piso, con la cabeza y el rostro casi totalmente cubierto con telas. Ni me miran. Salgo por una abertura que hay detrás de ellas a un pasillo más estrecho que el anterior, camino unos metros y entro en otro cuarto, esta vez con cuatro hombres alrededor de un narguile, detrás de ellos en dos de las paredes hay unos camastros cubiertos con telas multicolores. Uno de los hombres levanta la cabeza y me mira, pero yo aparto la vista y sigo mi camino, salgo a un pasillo que me lleva a una nueva habitación; esta vez hay mujeres charlando y riéndose, están acostadas en el suelo muy amontonadas, como si todas formaran parte del mismo cuerpo. La escena tiene algo íntimo que me incomoda, me siento invasor y sigo caminando, salgo a otro pasillo más oscuro que los demás, y más silencioso también. No sé si estoy en una casa, en medio de un barrio o en un conventillo oriental, vienen a mi cabeza palabras como laberinto, damero, axatraz, y las desecho enseguida; ninguna refleja o significa nada como esto, es como estar dentro de un tapiz formando parte del diseño. Sigo caminando, casi no hay otra opción, corredores, cuartos, pequeños patios con ropa colgada, y por fin al fondo de otro pasillo igual a todos se abre una plaza y vuelvo a estar afuera, ¿de qué? No sé, pero siento alivio y respiro un poco mejor. Miro alrededor y a lo lejos veo las siluetas de Bonarda y Albertina, la una flaca y alta, la otra con su bastón. Me dirijo hacia ellas contento y cuando estoy llegando las veo que están abrazadas riéndose a carcajadas. Cuando llego adonde están les pregunto qué les pasa, de qué se ríen, y entonces me dicen: —Mirate, Severo.

Busco un espejo y me miro extrañado, sin reconocerme: tengo puesta una chilaba a rayas blancas y negras y mi cara parece la de un moro. La sorpresa crece cuando me surge un pensamiento: Pero… yo no soy Severo, ¿por qué me llaman así?

La herida que no sangra

Cuando Bonarda por fin llegó a su casa la noche de su despido, después de masticar su bronca en el bar, Albertina estaba muy preocupada. Era tardísimo y Bonarda estaba bastante borracha, o como ella decía: puesta. Le contó alborotadamente lo que le había pasado, la bronca, la tristeza, la impotencia, la meditación en la barra, la revelación de su plan al conocer a Severo. Albertina se enojó con ella por no haberla llamado inmediatamente para contarle. Bonarda se disculpó argumentando que necesitaba estar sola, patear la mufa.

Albertina no estaba de acuerdo, pero se calló. Quería saber más de ese raro plan que incluía a Severo, un hombre salido de la nada. Quién era, qué hacía, cuántos años tenía, por qué lo había elegido a él, y para qué. No estaba claro.

—Severo es albañil. Conmigo se va a convertir en alguien capaz de hacer temblar el ambiente hipócrita del arte. Si puede dejar el alcohol, claro.

—¿Y por casa, cómo andamos? —le dijo Albertina.

—No seas boluda, tomé tres o cuatro gancias. Te estoy hablando de algo importante.

—No sé por qué tenés que ir a ese tugurio de mala muerte cada vez que te sentís mal.

—Es un lugar neutral, donde a nadie le importa nada.

—¿Y ahora?, ¿qué vas a hacer sin trabajo?

—Voy a pasar a la clandestinidad.

—Bueno, mejor seguimos hablando mañana. Vení, vamos a la cama.

—Sí, quiero lavarme en tus aguas.

—Uf, qué borracha que estás, no quiero pensar lo que debe ser Severo.

La llevó a duras penas al dormitorio, le sacó la ropa y casi antes de que terminara de hacerlo, Bonarda estaba dormida respirando pesadamente. Albertina se acostó a su lado y se puso a mirar el cielo raso. Estaba completamente desvelada y tenía un poco de miedo. Las primeras luces del día empezaban a insinuarse a través de la persiana.

Volver a la superficie

Bonarda fue a la casa de Severo, tocó el timbre y después de un rato sintió el ruido de las llaves en la puerta. Le abrió un Severo medio dormido, con los ojos achinados por la luz y los pelos enmarañados; la hizo pasar y la condujo en silencio hasta la cocina, estaba vestido únicamente con una remera rotosa y un calzoncillo de color incierto. Bonarda sintió, mientras iba detrás de él, un compacto olor a varón. La invitó a sentarse con un gesto y le dijo en un susurro: —Enseguida vuelvo.

La cocina era pequeña, una mínima ventana encima de la mesada dejaba entrar la luz del día; buscó con la vista la pava y los fósforos y puso agua a calentar. Se quedó parada al lado de la cocina mirando las sombras que las ramas de los árboles proyectaban sobre la ventanita. En la pared había una estampita del Gauchito Gil clavada con una chinche por uno de sus bordes; le venían a la cabeza palabras y frases sueltas asociadas con la situación que se proponía encarar: abandono, desintoxicación, rescate; estaba en esto cuando escuchó silbar a Severo, que mientras se vestía había decidido entonar un tango: Como dos extraños.

Cuando volvió a la cocina se había lavado la cara y estaba peinado con cierta dedicación. La miró y le sonrió. Tenía los ojos un poco inyectados en sangre y ojeras pronunciadas, pero su mirada era franca y directa. Sacó un mate de la alacena, le puso yerba y un chorro de agua caliente inclinando la calabaza, dejó que la yerba se hinchara y metió la bombilla en diagonal. Tomó un sorbo y lo escupió en la pileta. Volvió a servir agua y sorbió nuevamente. Hizo un gesto de aprobación y llenó el mate, se dio vuelta y se lo tendió a Bonarda con una levísima, imperceptible inclinación de su cuerpo. Cuando ella lo tomó, trajo la pava con él y se sentó. Bonarda probó el mate y lo encontró sabroso, hospitalario. Después de tomarlo lentamente se lo devolvió y le preguntó: —¿Te acordás de lo que hablamos la otra noche en el bar?

Él la miró y llenó nuevamente el mate. Solo entonces le contestó que sí, que tenía que dejar de tomar para trabajar para ella. Pero no tenía claro en qué consistía ese trabajo. Bonarda le dijo que era muy fácil, solamente tendría que ir a algunos lugares y hacer algunas cosas sencillas, pero lo primero sería empezar en Alcohólicos Anónimos. Era necesario que él estuviera dispuesto a encarar esa recuperación.

Severo entonces le sonrió: —No hace falta, si yo lo decido puedo dejar de tomar.

Bonarda estaba acostumbrada a escuchar cosas así, pero algo en la determinación o suave firmeza de Severo le indujeron a confiar en él. Entonces le contestó que estaba bien, pero que era imprescindible que fuera así; y pasó a contarle nuevamente lo que se proponía.

Tendrían charlas tres veces por semana, durante un tiempo, para que ella pudiera darle un panorama del arte contemporáneo, ubicarlo en el contexto en que se iban a mover y también contarle algunas particularidades del funcionamiento del mercado y de ciertas personas relacionadas con él. Después de eso pasarían a la acción. Mientras tanto ella le exigía abstención al alcohol, horarios más ordenados, y un cuidado de su persona: aseo, arreglo personal, costumbres y demás. Le ofreció pagarle un sueldo con el que él se mostró de acuerdo y quedaron en que se encontrarían en la casa de Severo. Fijaron un horario de tarde, de 16 a 20. Podían conversar tomando mate. Severo sonrió otra vez. Bonarda se paró, él la acompañó hasta la puerta y se despidieron hasta el otro día.


Bonarda López
Carlos Ardohain
Alción Editora, 2018

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