Pensar con Marx hoy
La vuelta de Marx a un mundo en crisis
Publicamos la última de las crónicas enviadas por Pablo Batalla Cueto desde el congreso Pensar con Marx hoy, que en la Facultad de Sociología y Ciencias Políticas de la Universidad Complutense pasó revista al legado y a la vigencia de Karl Marx y su pensamiento cuando se cumplen doscientos años de su nacimiento.
La vuelta de Marx a un mundo en crisis: así se tituló una de las últimas conferencias plenarias del congreso «Pensar con Marx hoy», que en la Facultad de Sociología y Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid pasa revista al legado y a la vigencia del pensamiento de Karl Marx. Contó esta mesa redonda con la participación de cuatro invitados de relumbrón: Carlos Fernández Liria, profesor de filosofía de la Universidad Complutense; Luis Alegre, que también lo es; Clara Ramas San Miguel, doctora europea en filosofía y autora del libro Fetiche y mistificación capitalistas: la crítica de la economía política de Marx, y Juan Manuel Aragüés, profesor de filosofía de la Universidad de Zaragoza. Sus intervenciones, muy aplaudidas en todos los casos, versaron sobre cuestiones como el papel del parlamentarismo y el constitucionalismo en el desenvolvimiento práctico de la teoría marxista; lo que los marxistas deben querer y aspirar a obtener de los Estados-nación o la necesidad de privilegiar el deseo de multitud frente a un deseo de verdad contra el que el propio Marx cargaba de algún modo.
Carlos Fernández Liria: el reino de la necesidad y el reino de la libertad
El primero en intervenir fue Carlos Fernández Liria, que comenzó por consignar —y todos estuvieron de acuerdo— que «el mundo está empeorando tanto, el neoliberalismo está destruyendo hasta tal punto las conquistas del derecho del trabajo y de los sindicatos en una lucha de dos siglos, que estamos caminando hacia un capitalismo salvaje del tipo de aquél al que Marx se tuvo que enfrentar y que describió horrorizado en el capítulo de El capital sobre la jornada laboral. Cada vez nos resulta más útil que alguien nos explique en qué consiste el capitalismo, y de eso se ocupó Marx, que escribió un libro que no se llama Filosofía general de la historia, ni Los modos de producción históricos, sino que se llama El capital». A juicio de Fernández Liria, la «cárcel estructural» que es el capitalismo «sigue siendo básicamente la misma desde los tiempos de Marx hasta el momento actual».
Liria citó con veneración cierto pasaje concreto del libro tercero de El capital que, a su juicio, «debería ser el punto de partida de toda discusión» y marca «un giro que no toda la tradición marxista ha estado dispuesta a asumir»: aquel en el que Marx introduce una distinción, crucial a juicio de Liria, entre el reino de la libertad y el reino de la necesidad. Dice así:
El reino de la libertad solo empieza allí donde termina el trabajo impuesto por la necesidad y por la coacción de los fines externos; queda, pues, conforme a la naturaleza de la cosa, más allá de la órbita de la verdadera producción material. Así como el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para encontrar el sustento de su vida y reproducirla, el hombre civilizado tiene que hacer lo mismo, bajo todas las formas sociales y bajo todos los posibles sistemas de producción. A medida que se desarrolla, desarrollándose con él sus necesidades, se extiende este reino de la necesidad natural, pero al mismo tiempo se extienden también las fuerzas productivas que satisfacen aquellas necesidades. La libertad, en este terreno, solo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente este su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo este un reino de la necesidad. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que, sin embargo, solo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad. La condición fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo.
Fernández Liria explicó seguidamente que entiende de este pasaje que «define de pasada el ecosocialismo, pues nos dice que la libertad en ese terreno, el del reino de la necesidad, no puede significar más que que el metabolismo del hombre con la naturaleza quede bajo el control colectivo de los trabajadores asociados. Éstos toman el control de su metabolismo con la naturaleza y entonces pueden decidir colectivamente sobre la marcha de la producción (cuánta producción, de qué manera, con qué ritmo, con qué jornada laboral, etcétera) teniendo en cuenta que el capital, mientras tanto, ha desarrollado muchísimo las fuerzas productivas». Conectó Liria esta cuestión con el famoso derecho a la pereza sobre el que escribiera un famoso libro Paul Lafargue, yerno de Marx. «Según el desarrollo de las fuerzas productivas se multiplicaba, lo lógico habría sido haber ido reduciendo la jornada laboral en proporción: ¿queremos el doble de camisas y seguir trabajando lo mismo que antes, o tener las mismas camisas que antes y reducir la jornada laboral a la mitad?», se interrogó Liria, que citó también a Aristóteles. Decía el de Estagira que si las lanzaderas tejieran solas, no harían falta esclavos. Y hoy —dijo Liria— «las lanzaderas ya tejen solas, pero como el capitalismo es una rueda de ratón que corre cada vez más deprisa para correr más deprisa, que acumula riqueza para acumular más riqueza, no puede haber ocio ni descanso». El comunismo es, a juicio del filósofo, esencialmente el derecho a la pereza de la humanidad; el derecho a descansar. Y a la hora de reivindicar y recuperar a Marx debe tenerse en cuenta que Marx «colocó a eso que llamamos socialismo, incluso comunismo, dentro del reino de la necesidad; dentro de la lógica de la necesidad. El socialismo sería en este sentido una manera de tomar el control efectivo del metabolismo del ser humano con la naturaleza para poder reducir la jornada laboral según avanzan las fuerzas productivas; una cuestión de pura necesidad material. Pero allende el reino de la necesidad, y por lo tanto más allá del socialismo y del comunismo, empieza el desarrollo de las fuerzas humanas considerado como un fin en sí mismo; el verdadero reino de la libertad, que sólo puede florecer sobre aquél reduciendo la jornada laboral. El comunismo, lejos de ser el fin histórico que perseguimos los marxistas o que persigue Marx, no es más que un medio para conseguir algo más importante, que es el desarrollo de las fuerzas humanas consideradas como un fin en sí mismo».
Continuó Liria manifestando su convicción de que «Marx no era comunista para ser comunista ni para crear una cultura comunista, una sociedad de nuevos comunistas que dejaran atrás todas las instituciones mal llamadas burguesas del derecho, de la democracia constitucional, del orden parlamentario. Marx era comunista más bien para que por fin, gracias al ocio, tuviéramos tiempo libre para la República; para esa tradición ilustrada que con sus idas y venidas, con sus grandes defectos, es una respuesta a qué significa eso de un reino de la libertad o lo que Kant llamó república nouménica: una República en la cual los que obedezcan la ley sean al mismo tiempo colegisladores. El comunismo es un medio para poder ser por fin modernos, porque ahora no somos modernos: vivimos en una Edad Media prolongada, lo que pasa es que ahora los señores feudales son los mercados, los grandes poderes financieros, los oligopolios económicos. No solamente no estamos en la posmodernidad, sino que nunca hemos estado en la modernidad».
En opinión de Liria, la tradición marxista debería, con base en aquel texto de Marx, haber insistido más en que «los comunistas no tenemos nada contra el parlamento, ni hemos querido inventar algo mejor que el parlamento. Lo que queremos es un parlamento que sea verdaderamente un parlamento. Lo pensaron personas muy inteligentes, bastante más que nosotros y que Mao y que el Che Guevara: Kant, Hegel, Montesquieu, Rousseau… Lo que no puede ser es que nosotros regalemos a todos esos señores a la filosofía burguesa y nos quedemos con el Che Guevara, un ser magnífico, admirable, un héroe del siglo XX, pero no un gran pensador de la talla de aquéllos». Debemos entender —afirmó Liria— que, del mismo modo que, como decía Marx, «un negro es un negro, y sólo bajo determinadas condiciones es un esclavo; o una máquina de hilar es una máquila de hilar, y sólo bajo determinadas condiciones se convierte en capital, pero también podría convertirse en un invento magnífico que liberara al ser humano del yugo de las fuerzas naturales reduciendo la jornada laboral en lugar de alargarla indefinidamente», también sucede que «un orden constitucional es un orden constitucional y una excelente idea, y sólo bajo determinadas condiciones se convierte en papel mojado sin derecho de amparo con respecto al trabajo, a la vivienda, a las condiciones laborales más elementales, etcétera, y en un instrumento de los capitalistas para masacrar a los más débiles». Y también sucede que «un parlamento es un parlamento, y sólo bajo determinadas condiciones se convierte en una cueva de bandidos donde los mafiosos negocian entre sí, pero también podría convertirse en un magnífico lugar para la República; para discutir las cosas».

Luis Alegre y Clara Ramas: en busca de un demos
Intervino seguidamente Luis Alegre, profesor de filosofía y uno de los fundadores de Podemos, que comenzó por manifestar su posición en dos debates candentes de la izquierda del momento: el abierto por Daniel Bernabé con su ensayo La trampa de la diversidad (en el que Alegre ve «una nostalgia por una recuperación de una identidad que nunca existió y que no es conveniente recuperar» y al que la respuesta de Alberto Garzón le parece «soberbia e insuperable») y el iniciado por —dijo Alegre— «tres amigos y gente a la que le tengo un respeto sincero»: Julio Anguita, Héctor Illueca y Manuel Monereo, que en un reciente artículo titulado ¿Fascismo en Italia? elogiaban el Decreto Dignidad recientemente aprobado por el gobierno italiano. Se manifestó Alegre radicalmente en contra de que «el repliegue nacional-identitario» que entiende que Anguita, Illueca y Monereo propugnan sea «la única opción que nos queda para mantener determinadas conquistas institucionales de las que no se nos puede olvidar que son conquistas de la clase obrera». También criticó Alegre de algún modo la postura anti-Unión Europea que Anguita, Illueca y Monereo acaudillan de algún modo en el seno de la izquierda y que «nos hayamos acostumbrado a llamar sin más capitalistas a Estados fuertemente garantistas y sociales consecuencia de la derrota del fascismo en la segunda guerra mundial». Apuntó en este sentido que «más del cincuenta por ciento del PIB de la Unión Europea se gestiona directamente desde instituciones políticas, no a través de los mercados» y que «ahora que arrecia el neoliberalismo, nos vamos a enterar de lo que es un capitalismo del siglo XIX». A juicio de Alegre, «plantear que la única alternativa a eso es una especie de repliegue nacional tiene algo de criminal y de estafa». Hoy, dijo, los Estados-nación «ya no están en condiciones, aunque sólo sea por su tamaño, de atender las exigencias que les hacemos».
Alegre cargó seguidamente, más en profundidad, contra una izquierda que «ha hecho concesiones completamente excesivas a Schmitt»; concesiones como «sostener que la única posibilidad de construir un sentimiento de pertenencia, una hegemonía, una comunidad política, pasa por la identificación con algún tipo de referente nacional. Esto es», dijo Alegre, «sencillamente mentira. Es un hecho histórico que primero se construyen los Estados y después se construyen las naciones; que las naciones no tienen absolutamente nada de natural». Sostuvo Alegre que «ahora mismo no hay dimensión capaz de seguir garantizando unas pensiones dignas, una sanidad, una educación, un no pasar frío, etcétera, que no sea al menos europea». Y «pretender que esto es posible en clave de repliegue nacional es como pretender regresar al útero materno: una promesa que no se puede cumplir». Por otro lado, según expuso Alegre, «el gran teórico del constitucionalismo garantista, Luigi Ferrajoli, es muy claro al respecto de que el paradigma constitucionalista garantista vale para cualquier orden jurídico posible; de que no hace ninguna falta vincularlo indefectiblemente a una nación; de que vale para una construcción a escala europea e incluso eventualmente a escala mundial».

Fue seguidamente el turno de la joven filósofa Clara Ramas, autora de un libro sobre el fetichismo y la mistificación capitalistas cuya sinopsis lo presenta así:
Cuando compramos en el supermercado, rara vez nos paramos a pensar que no estamos adquiriendo un objeto o producto sin más, sino un cristal solidificado de la fuerza de trabajo de otras personas. Esto, que Marx denominó el fetichismo de la mercancía, aparece en paralelo con otro fenómeno que impregna toda la sociedad moderna, la mistificación del capital. «¡Pon tu dinero a trabajar!, ¡haz que tu dinero trabaje para ti!» nos venden los bancos para que juguemos a ser capitalistas, como si el dinero, mágicamente, creara más dinero.
Como bien denunció Marx, la realidad capitalista es opaca: un mundo invertido y encantado. En Fetiche y mistificación capitalistas, Clara Ramas analiza hasta qué punto ambos conceptos constituyen el núcleo de la crítica de la economía política que Marx formuló en El capital. A partir de estos cimientos, Ramas propone un umbral desde el que asomarse al capitalismo y a la modernidad, y muestra una novedosa lectura que acierta a conjurar la miopía de la ortodoxia y a comprender de un modo más fidedigno el singular quehacer filosófico y crítico de Marx.
Ramas dedicó su intervención a explicar las tesis desarrolladas en su obra. Explicó en primer que «en el capitalismo ocurre que los individuos solamente son capaces de relacionarse los unos con los otros por una acción de intercambio de mercancías»; que bajo el sistema capitalista «la forma mercancía impregna todas las relaciones sociales de la individualidad» y «las personas se cosifican y las cosas se personalizan; adquieren vida propia y rigen la vida y el destino de personas que pasan a ser meras piezas de engranaje, de tal modo que la dinámica del paro, de los desahucios o de los movimientos bancarios acaba teniendo más poder para articular nuestras vidas que los parlamentos». Se da lugar a «una paradoja por la cual lo social se constituye en una forma que no es social y la forma en que los individuos entran en relación entre sí se constituye de una forma no social, ni subjetiva, ni colectiva, sino cosificada». La pregunta clave aquí —expuso Ramas— es la de Polanyi: ¿cómo puede constituirse una sociedad cuando lo que hay es un mercado; un intercambio de mercancías?
La gran pregunta hoy —sostuvo Ramas— es cómo articular un demos que garantice capacidad de decisión y de soberanía democráticas en tensión con lo nacional una vez que el Estado-nacional clásico ha quedado totalmente obsoleto para gestionar esas formas de soberanía, pues ha sido secuestrado por los poderes financieros. Hoy «no hace falta declarar la guerra a un país, pues puede hundírselo económicamente», dijo Ramas, y «ninguna respuesta sensata debería obviarlo». Y es cierto —afirmó— que, como dice Luis Alegre, una vuelta a la soberanía nacional cerrada es una perspectiva enormemente ingenua, pero la izquierda debe enfrentarse a la realidad de que «un millonario como Trump, que recorta derechos, es capaz de crear sentido de pertenencia nacional en clases castigadas que se sienten acogidas y que depositan en él sus expectativas, mientras que Sanders, cuyo programa era una respuesta mucho más real a las demandas de los trabajadores, no logró articular todo un conjunto de marchas de mujeres, negros, trabajadores expulsados por la deslocalización, etcétera; no logró generar una sensación de unión o de protección colectiva a cuyo abrigo pudieran marchar todos juntos». Explicó Ramas que «la contradicción entre los polos capital y trabajo no va de suyo: la fuerza de trabajo hay que producirla, y hay una microfísica del poder que tiene que disciplinar a ese polo que es el trabajo». Ese polo, a su vez, «tiene que articularse políticamente y producir formas de consenso o de consentimiento en términos gramscianos». Y no se puede entender, como decía Althusser, la lucha de clases como un partido de rugby, sino que hay dinámicas de construcción de subjetividad que deben tenerse en cuenta.

Juan Manuel Aragüés: el deseo de multitud frente al deseo de verdad
El último en intervenir en la mesa redonda fue Juan Manuel Aragüés, que hizo una interesante disertación sobre cómo «leyendo a Marx uno aprende muchas cosas que si es marxista no sabe». Explicó Aragüés que «en Marx hay muchas cosas que quienes nos consideramos marxistas podemos recibir incluso con estupor. Repetimos mantras marxistas que luego uno no encuentra en los textos, donde aparecen cosas completamente diferentes». Y puso de ello el ejemplo de que «en Marx hay una concepción del sujeto como conjunto de sus relaciones sociales que tiene poco de esencialista, y que está atravesado en cambio por la diferencia, la pluralidad, la multiplicidad. El sujeto político de Marx no está dado, sino que es el fruto de un proceso de luchas. El sujeto se construye en la lucha de clases y la lucha de clases es previa a las clases; las clases mismas se constituyen en la lucha de clases; y de tal modo, la clase obrera, el proletariado o como queramos llamarlo no se constituye de una manera sociológica, sino que lo constituyen aquéllos y aquéllas que en un determinado momento deciden alzar su voz y su voto contra el capitalismo».
Aragüés manejó con desenvoltura durante su intervención, y lo reivindicó, el concepto de estupor. Es necesario el estupor ante una sociedad que, dijo, «nos lleva hacia el abismo; de nuevo hacia el siglo XIX pero con unas potencialidades de destrucción muy superiores a las de entonces», y que «ha llevado al extremo el adagio spinoziano de que los seres humanos luchan por su dominación como si estuvieran luchando por su libertad. El capital ha conseguido que nuestras prácticas sociales sean de dominación y no de liberación, y frente a eso, una de las estrategias que debemos seguir es sacar a Marx de lo que podríamos llamar su zona de confort».
En este sentido, uno de los «empeños teóricos fundamentales» que a juicio de Aragüés debería abordar el marxismo del siglo XIX es «una analítica marxiana del deseo». Expuso el profesor que «ya en los Grundrisse Marx hace un análisis del deseo absolutamente impecable, que adelanta ya mucho de lo teorizado en el siglo XX, como cuando Marx dice que el capital no produce lo que deseamos sino que nos hace desear lo que produce». Sin embargo, ese análisis necesario del deseo no se ha llevado a cabo con la suficiente dedicación a juicio de Aragüés; y es preciso acometerlo especialmente en lo que respecta a lo que para él es «el deseo fundamental»: el deseo de multitud, que opuso al deseo de verdad.
«Me da exactamente igual», dijo Aragüés, «decir multitud, que pueblo, que clase. Cuando hablo de esto hablo de construir un sujeto colectivo. Yo creo que nuestra tradición política ha bebido demasiado del deseo de verdad; de entender que hay un análisis correcto y objetivo de la realidad; de cierta pretensión de cientificidad que tiene cierto marxismo y que lo lleva a menospreciar otras lecturas, posiciones, análisis o propuestas. Nuestra tradición es una tradición atomizada y de pelea entre familias, y yo creo que el propio Marx se aplicó en cierto modo a destruir esa tendencia. Si algo tiene Marx tremendamente interesante es su ausencia de sectarismo en la política de alianzas». Al respecto de esto último, Aragüés puso un ejemplo esclarecedor: «Marx, que era muy duro en sus posiciones teóricas y discutía a muerte con todo el mundo, sin embargo era tremendamente abierto a la hora de la política de alianzas, porque privilegiaba la construcción de sujeto y la potencia de ese sujeto, y se empeñó por ejemplo en que en los estatutos de la AIT no apareciera el carácter ateo de la organización, como promulgaba Bakunin, porque le parecía absurdo y tirarse piedras contra el propio tejado cerrar la puerta a gente creyente que tuviera vocación revolucionaria».

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