Cuentinos tristes
Polvo regio
/por Juana Mari San Millán/
El tálamo de la princesa amaneció mediado. Su príncipe consorte ingresó en chirona a medianoche. La institución monárquica no era la que era —pensó para sus adentros la princesa—. Se acabaron para siempre los cuentos de hadas y príncipes encantados. Proliferaban sapos y culebras en las tierras del reino. Y dragones y brujas y cíclopes y lobos huargos y sicofantas y tribus caníbales… Todos esos monstruos y otros más atroces aún afligían a la princesa, atrapada en un solipsismo paralizante, así como estaba, sentadita al borde del lecho conyugal con el camisón puesto, la mirada ida, el pelo enmarañado, las manos entrelazadas en el regazo. Sola. Triste y sola.
Los avatares, las vicisitudes que ocasionaron el estado de postración de la princesa y la entrada en el trullo de su marido no vienen al caso ni al cuento porque de sobra se conocían, porque circulaban de boca en boca, porque formaban parte intrínseca de la ruindad humana.
Pasaron los días. Una mañana, la asistenta personal de la princesa picó la puerta del aposento, entró y dijo:
—Alteza, ha llamado el director de la cárcel y me pide que le comunique que podrán disfrutar del primer vis à vis el día 30 de junio del año en curso.
—Gracias —contestó la princesa—. Y siguió en su ensimismamiento paralítico.
Disponía de quince días de propina para dirimir de una vez, al cabo de veinte años de matrimonio, quién de los dos se entregaba y quién de los dos se dejaba llevar; para averiguar si les unía el sexo o los hijos o la lealtad o la rutina, la alegría o la náusea, el miedo o la pena, el cariño o la dependencia, o la soberbia de uno, o de los dos.
En aquel desnudo cara a cara de la celda carcelaria titiritaron de gozo. No dejaron de mirarse a los ojos con la franqueza más diáfana. Toda la piel junta, encadenada supuró placeres nunca explorados. Los labios rebosaron sabor a luna de miel. Las manos afanaron con frenesí cada palmo, cada recoveco de carne exaltada, trémula. Aquel placentero y sublime, miserable y cutre encuentro amoroso en el presidio —paradojas de la índole típica de la realeza— disipó los nubarrones que otrora atribulaban a la princesa.
Lo supe de buena tinta. Soy la hija de la asistenta.
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