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Brasil: los colores del demos

Para Xandru Fernández, Brasil es la prueba de que la extrema derecha no la construyen los gobiernos de izquierdas a fuerza de imponer el lenguaje inclusivo, sino más bien por no hacer nada, cuando pueden, para mantener a raya a los nostálgicos de la desigualdad.

Brasil: los colores del demos

/por Xandru Fernández/

Al comienzo de su novela Hijos de la medianoche, Salman Rushdie cuenta cómo Aadam Aziz conoce a la que más tarde será su esposa, Naseem Ghani. Es Cachemira, es 1915, rige el purdah, la ocultación de la mujer a los ojos de cualquier hombre que no sea su padre o su esposo. Aziz es médico y recibe el encargo de examinar a Naseem, pero no puede mirarla: una sábana se interpone entre la paciente y su médico; una sábana con un agujero a través del cual este puede inspeccionar ahora un trozo de vientre, otro día un tobillo, más tarde una porción del trasero. Aziz es un médico moderno, recién llegado de Alemania, se somete a las costumbres de su comunidad pero está claro que no las comparte y cree que Naseem, al otro lado de la sábana, piensa igual que él: Naseem es joven, obedece a su padre y acepta ser auscultada a través de la sábana, pero seguramente abandonará el purdah en cuanto se case con Aziz. Grave error: Aziz descubre, después de la boda, que su flamante esposa es una guardiana tan celosa de la tradición como sus mayores, le niega incluso el acceso a la cocina y vive como un ultraje que su marido le pida que se quite el purdah: «Quieres que me pasee desnuda delante de extraños».

Aziz es un intelectual de izquierdas típico y tópico: cree que el pueblo, ese demos cuyo bienestar anhela con todas sus fuerzas, se pliega a creencias y prácticas ridículas y humillantes en parte por ignorancia y en parte por sumisión, pero que con gusto se desembarazaría de ellas si se le diera la menor oportunidad de hacerlo. Al igual que Aziz, el intelectual de izquierdas, el militante izquierdista comprometido con las mil y una causas, se da de bruces con una realidad en la que los que componen el demos, los oprimidos, esos que saldrían huyendo de detrás de la sábana si se les diera ocasión, se aferran en cambio a la sábana y al orden injusto aparejado a ella. Esa sábana, ese purdah de la izquierda, evita que el intelectual engagé, el militante de izquierdas comprometido con la causa de los desfavorecidos, conozca de primera mano la situación real de esos desfavorecidos y la manera en que el demos ve el mundo y lo celebra.

Lo que aquí hace las veces de sábana, el paño liminar que separa a la izquierda laica y universalista del demos fanatizado y apegado a sus incoherencias, no es una barrera cuantitativa, como si esa fina sábana pudiera soportar la presión del caudal de sabiduría y autoconciencia de un lado frente al vacío y la ignorancia del otro, sino una diferencia más sutil y decisiva: la que media entre dos sistemas de atribución de confianza, dos mecanismos por los que se decide quién tiene una voz autorizada, información fiable, autoridad intelectual y moral. Ya pueden desde un lado decirte que el Estado español se gastó 62.000 millones de euros en rescatar a la banca después de la última crisis financiera: si al otro lado de la sábana no se reconoce la autoridad intelectual y moral del que emite ese cálculo, el mensaje no llegará a su destinatario, o llegará pero no tendrá efecto alguno.

Izquierda y demos se tantean a través de un agujero y de vez en cuando se encuentran, pero tampoco es raro que lo ignoren todo la una del otro: tan fortuitas son las fricciones entre sus respectivos sistemas de creencias. Estos, por cierto, han sido construidos históricamente y requieren un mantenimiento constante, algo que muchos aliados de la izquierda parecen ignorar adrede: como si la diferencia no fuese epistemológica sino afectiva, no pasa día sin que algún vocero de la izquierda Viriato nos recuerde que para que el demos nos escuche hay que sentir los colores del demos, incluyendo su eventual insolidaridad para con los más oprimidos, su ocasional o estructural xenofobia, su machismo en caso de que lo hubiera o su apego al fútbol y al patriotismo constitucional. Está por ver, y espero que se haya detectado el tonillo sarcástico de mi último enunciado, que todos esos prejuicios se correspondan con las vivencias del demos o sean de nuevo una fantasía de esa izquierda patriótica que de repente ha encontrado su vocación en combatir contra Roma. Lo que sí parece bastante claro es que el ascenso de la extrema derecha en las últimas citas electorales no invita a la confianza en nuestros vecinos y alimenta cierto desprecio intelectual por las clases populares que sirve también de gasolina para la izquierda rojiparda. Sería conveniente investigar si hay algún dato empírico que sustente esa desconfianza.

El pasado 29 de septiembre, cientos de miles de personas abarrotaron las calles de las principales ciudades brasileñas bajo el lema #EleNão, «él no». Se referían a Jair Bolsonaro, el candidato de la ultraderecha a la presidencia de la república. La campaña, liderada por los colectivos feministas, fue un absoluto éxito de convocatoria y tuvo un eco mediático mundial. Una semana más tarde, Bolsonaro ganaba la primera vuelta de las elecciones presidenciales con un 46% del censo: más de 49 millones de votos.

En seguida, como si hubieran estado esperando, agazapados, el pistoletazo de salida, docenas de comentaristas se aprestaron a culpar a las clases populares, a los trabajadores, a los campesinos, a los pobres, en definitiva, del ascenso de la ultraderecha. En Brasil estaría ocurriendo lo mismo que en Francia, en Hungría, en Estados Unidos y en Italia: que el demos se siente rechazado por una izquierda elitista, amante de la diversidad y del multiculturalismo, del feminismo y de las energías renovables, y busca refugio en partidos antisistema que ofrecen seguridad, trabajo, cohesión y orgullo patriótico.

Ese discurso se sostiene mal en Europa y en Estados Unidos, pero en Brasil es sencillamente un disparate. Para empezar, las áreas más ricas del país registraron el mayor índice de apoyo electoral a Bolsonaro, mientras que las zonas pobres del norte se decantaron mayoritariamente por su oponente, el candidato del Partido de los Trabajadores Fernando Haddad. Pero es que, además, Bolsonaro es cualquier cosa menos un candidato antisistema: si bien es cierto que la extrema derecha francesa e italiana hace gala de cierto malditismo, enfrentándose a los planes austericidas de la Unión Europea aunque sólo sea de boquilla, Bolsonaro en cambio es pura ortodoxia y representa un sistema de valores en todo coincidente con el de las clases altas brasileñas y beligerante al máximo con los pobres y los trabajadores. No hay confusión posible.

Naturalmente, 49 millones de personas son demasiadas, incluso en Brasil, como para suponer que todas ellas forman parte de la elite económica. Desde luego a Bolsonaro lo han votado también en los barrios más pobres. Pero no estamos ante el caso de un candidato transversal que obtiene una épica victoria a base de edificar lo que algunos llaman una identidad integradora, una especie de pegamento aglutinador de capas yuxtapuestas de rentas del trabajo y del capital. No, Bolsonaro es lo más disgregador que pueda uno encontrarse en el mercado electoral, pero llega en un momento en que la confrontación y la división dan beneficios, al menos en Brasil. De hecho, a fuerza de fragmentarse, el paisaje político brasileño ha dejado a los nostálgicos de la dictadura sin competidores dignos de ese nombre. El principal partido que podía enarbolar no sólo la bandera de la izquierda sino también y muy especialmente la de la democracia, el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva y Dilma Rousseff, llegó a la recta final de la campaña electoral en un estado cuasi agonizante. Los petistas han sido objeto de ataques brutales por tierra, mar y aire, y la maquinaria judicial no se ha detenido hasta que no ha conseguido apartar a Lula de la carrera por la presidencia. Por no poder, Lula no pudo siquiera votar el domingo 7 de octubre.

En Brasil se ha extendido durante los últimos dos años un clima revanchista con respecto al Partido de los Trabajadores que, aunque dirigido y alimentado por las elites económicas, ha calado también en los barrios más pobres, debido en parte al poder de los medios de comunicación y de las iglesias, pero también a causa del miedo a expresar simpatías por el PT y por sus líderes. Ocurre en parte lo que Tucídides escribió a propósito de la conjura oligárquica que estuvo a punto de revertir las conquistas de la democracia ateniense:

Así y todo, el pueblo se seguía reuniendo, y también se reunía el consejo designado por sorteo, pero no se tomaba ningún acuerdo que no contara con el beneplácito de los conjurados, sino que los oradores eran de los suyos y los discursos que se pronunciaban eran examinados previamente por ellos. No se manifestaba, además, ninguna oposición entre los ciudadanos debido al miedo que les causaba el número de los conjurados.

Y añade Tucídides que tenían el ánimo tan deshecho que se imaginaban que la conjura era más numerosa de lo que era realmente.

En un país tan poblado como Brasil, cualquier conjura es, a la fuerza, numerosa. Pero la conjura real que está a punto de devolver a los brasileños a sus tiempos más oscuros procede de una alianza de minorías en la que el peso de las iglesias evangélicas es determinante. Los evangélicos suponen aproximadamente el 22% de la población brasileña. Tan sólo la Asamblea de Dios, del pastor José Wellington Bezerra da Costa, cuenta con 22 millones de seguidores. La Iglesia Universal del Reino de Dios, de Edir Macedo, suma otros nueve millones. Macedo es propietario del segundo canal de televisión con más audiencia de Brasil, TV Record, que evidentemente se ha volcado en la campaña de Bolsonaro. Sobrino de Macedo es Marcelo Crivella, alcalde de Rio de Janeiro desde hace dos años y él mismo obispo de la Iglesia Universal.

Puede parecer sorprendente que, después de tantos años de gobiernos de izquierdas, el poder de las iglesias evangélicas se haya incrementado hasta el punto de poner al país a las puertas de una nueva era teocrática. Pero la tibieza del PT hacia los grupos evangélicos es fácil de confundir con la benevolencia, incluso con el trato de favor: no en vano el Partido Republicano Brasileño, brazo político de Macedo y la Iglesia Universal, fue aliado del PT en sus últimos años en el poder y pudo preparar cómodamente a la sombra de Rousseff el golpe blando que culminaría con la destitución de la presidenta en 2016.

Uno detesta las moralejas por costumbre, no por convicción. De la jornada electoral del pasado domingo las izquierdas deberían extraer, si no una moraleja, al menos una enseñanza: Brasil es la prueba viviente de que la extrema derecha no la construyen los gobiernos de izquierdas a fuerza de imponer el lenguaje inclusivo, sino más bien por no hacer nada, cuando pueden, para mantener a raya a los nostálgicos de la desigualdad. Cuando se aparcan secciones enteras del programa de la izquierda por miedo a ofender al demos, no sólo no se favorece a los desfavorecidos, sino que además se da alas al discurso autoritario, permitiéndole prosperar bajo el paraguas del Estado. Plegarse al fanatismo religioso, a la xenofobia o a los hábitos patriarcales que atribuimos a una masa analfabeta e insolidaria no sólo es dimitir del deber histórico de combatir el fanatismo religioso, la xenofobia y los hábitos patriarcales, sino también atribuirle al demos una maldad intrínseca que, a poco que rasquemos, veremos que solo reproduce y amplifica la que las elites fomentan desde sus carísimos y sofisticadísimos púlpitos.

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