Mirar al retrovisor

Conquista de América: ¿genocidio o epopeya?

Joan Santacana dedica su segundo 'Mirar al retrovisor' a la conquista de América y a argumentar que los hechos históricos deben enjuiciarse en base a los valores de su época y no a los del presente.

Mirar al retrovisor

Conquista de América: ¿genocidio o epopeya?

/por Joan Santacana/

Siempre ocurre lo mismo: cada 12 de octubre estalla la polémica. Para unos es el aniversario de la aventura más grande de la historia y es preciso recordarla y celebrarla: los europeos descubrieron América. Para otros, no hay nada que celebrar, porque los genocidios no se celebran: se condenan. El debate es casi cíclico; anual. Y resultan repetitivos los argumentos de unos y de otros. ¿Merece la pena entrar en ello? No lo sé, pero los humanos somos seres históricos, y de la historia no nos podemos librar. El peso del pasado es tan enorme que muchas de las decisiones que tomamos hoy están condicionadas por él. Nadie se puede librar de su pasado. Podemos ignorarlo, podemos despreciarlo, podemos edulcorarlo e incluso falsificarlo, pero él reaparece siempre en toda su crudeza. Y el caso del 12 de octubre es exactamente ese.

Sobre los hechos del pasado, los testigos, aquéllos que los vivieron, suelen tener, a la hora de describirlos o de enjuiciarlos, visiones distintas en función del papel que ocuparon en ellos. No es lo mismo juzgar la conquista de América siendo europeo —no sólo español—, colono o encomendero, que juzgarla siendo un indio sujeto a la mita. Y a ello hay que sumarle los prejuicios y situaciones particulares de tales testigos. ¿Estaba el cronista europeo presente en el lugar de los hechos que intenta describir? Y aun en este caso, ¿era libre de decirnos lo que vio? ¿Es hoy un periodista libre de escribir lo que quiera, donde quiera y cuando quiera? Pues lo mismo ocurría en el siglo XVI.

Para juzgar cualesquiera hechos del pasado, hay que partir siempre de los valores de la época. Si no se hace así, todo pasado es condenable. ¿Los más grandes pensadores de la historia de la humanidad fueron misóginos? Según los valores de hoy, sí. Y según los valores de hoy, muchos de los grandes libertadores fueron criminales, y muchos de los grandes reformadores unos fanáticos. En el caso que nos ocupa, cualquier aventurero que se embarcaba en el siglo XVI hacia América consideraba que la tortura era admisible para los presos y los criminales; que la pena de muerte e incluso la hoguera eran formas de hacer justicia; que las mujeres eran seres inferiores a los hombres y que los sodomitas merecían un castigo ejemplar. Y es sobre esos parámetros que muchas veces no son los actuales que hay que contemplar el pasado. La aventura americana no es una excepción.

Hechas estas consideraciones, nos disponemos a hacer una valoración sopesada de la conquista de América; y tomaremos como ejemplo a uno de sus protagonistas: Francisco de Pizarro González.

Intentemos, en primer lugar, ponernos en su situación en la década de 1470, cuando nació en Trujillo, en la actual Extremadura. No tuvo ninguna educación, no fue a la escuela y su futuro no era muy halagüeño como pastor de cerdos. Si aquel joven pobre y analfabeto quería salir de ese triste destino, sólo le cabía una opción: los Tercios españoles. Y, ¿qué aprendía un joven en los Tercios que actuaban en Nápoles? Aprendía a jugar, a matar, a violar, a saquear y todas las astucias de un arte, el de la guerra, que había dejado de ser noble, si es que alguna vez lo había sido. Pero, por otro lado, los Tercios le permitían ver lugares y hacer cosas que en lugares que en Trujillo jamás se hubiera atrevido a hacer. Fue en la milicia, en medio de la brutalidad de la guerra, que Pizarro oyó hablar de América. Y en 1510, se enroló en la expedición de Nicolás de Ovando y más tarde con Vasco Núñez de Balboa. ¿Qué se esperaba de un sujeto que se enrolaba? Manejar bien la espada, ser despiadado, ser astuto, ser valiente. Y seguramente Pizarro tuviera todo eso.

Monumento a Pizarro en la Plaza Mayor de Trujillo.

Cuando uno se destacaba en las expediciones, era fácil que le tocara un repartimiento; y a Pizarro le tocó por obra y gracia de Pedro Arias Dávila entre 1519 y 1523. Podría haber vivido tranquilamente en él, con tierras e indios, pero no quiso. Pizarro ambicionaba más. Y espoleado por esa ambición, casi insensiblemente, con amigotes y colegas, empezó a realizar expediciones por su cuenta, muchas de ellas fracasadas pero siempre legales, es decir, con todos los permisos de la Corona. Basta con fijarse en los nombres que los expedicionarios otorgaban a los lugares que visitaban para darse cuenta de su escaso éxito: Puerto Deseado, Puerto del Hambre, Puerto Quemado…

¿Qué movía a aquellos hombres emprender aquellas expediciones sangrientas y la mayor parte de las veces fracasadas? ¿Era codicia? ¿Era que habían penetrado ya en el círculo fatal de buscar la fama? ¿Era supervivencia? ¿O simplemente se trataba de aventureros con un cierto desprecio por la vida? Sea como sea, su suerte empezó a cambiar cuando alcanzaron el legendario reino del Birú. Hacia allá se fueron con 180 hombres y 37 caballos y sus temibles perros de guerra. Y allá se enfrentaron con un imperio de no menos de doce millones de habitantes.

¿Fue Pizarro un genocida? En Perú, y en general en América, ha sido tildado de tal en las cerca de ciento cuarenta biografías que hasta ahora se han escrito sobre él; un calificativo basado en que ejecutó al emperador Atahualpa después de que éste entregara un gran tesoro a cambio de su vida e hizo lo propio con su socio Diego de Almagro. No dudó Pizarro, ciertamente, en exterminar a los indígenas que se le opusieron, ni en destruir el gran imperio del Tahuantinsuyo. La historiadora Carmen María Rubio lo presenta como «un hombre intrépido, duro y enérgico, que no dudó en apresar a su superior Vasco Núñez de Balboa, en castigar a un compañero de la isla del Gallo y en ordenar ejecuciones cuando lo consideró necesario, como la de los caciques de Chira, la del Inca Atahualpa, la de su socio Almagro, la de la princesa Azarpay y la de la esposa de Manco Inca». Otros lo juzgan como un aprovechado, astuto antes que inteligente, hipócrita y dotado de una doble cara, y afirman que su éxito militar se basó esencialmente en el engaño y la mentira a Atahualpa. Por su parte, Bernard Lavallé concluye esto en su magistral biografía sobre el conquistador trujillano:

Analfabeto, Pizarro no nos ha dejado nada escrito, fuera de algunos documentos de naturaleza estrictamente jurídica debidos en realidad a sus notarios. […] Pizarro fue un hombre de acción; el jefe de una jauría cuyo comportamiento tenía que servir de ejemplo y llevar tras él al resto de su hueste. A menudo colocado en las condiciones más extremas, el conquistador del Perú aparece antes que nada como el hombre de su tiempo y de su proyecto. No duda en matar, y en hacer matar, pero sin disfrutar del placer sádico que se ve transparentar en los excesos de algunos de sus colegas comprometidos como él en la América de la época. […] Más realista que moderado, cuando las circunstancias parecían exigirlo, Francisco Pizarro, aparentemente sin estados de ánimo, ha sido tajante, es decir ha matado o hecho matar, ya que sin aquello su objetivo no podía ser alcanzado. Desde este punto de vista, sus largos años americanos, desde los inicios en La Española, en el Darién y en el Istmo, hasta sus últimas campañas peruanas, están marcados por interminables séquitos de muertos, sobre todo indios. Cierta tradición ha exaltado su gesta, su epopeya, la grandeza de su empresa. ¿La imagen resiste ante estos continuos mares de sangre que fueron su costo durante el nacimiento trágico de la nueva América? ¿Qué conquista, en la historia del mundo se ha ahorrado crímenes y tragedias? Ésta no escapa de la regla. […]

La imagen de conquistadores como Pizarro o Cortés, sanguinarios ambos, astutos, intuitivos y despiadados, es el resultado de una época; de una dinámica cruel; de todo un proceso de formación de los ejércitos permanentes; del nacimiento de una soldadesca cuya mejor virtud era ser sádico, no tener misericordia, no perdonar jamás. Ellos eran codiciosos y pendencieros y cifraban su fama en lo que lograban con la punta de la espada. Ni Francisco Pizarro, ni Hernán Cortes, ni Vasco Núñez de Balboa, ni ningún otro conquistador hubiera podido existir sin sus hombres, sus fieles esbirros, los monarcas que los enviaban, los curas, obispos y papas que los justificaban y los complicados intereses de la Corona. Todo ello los impulsaba a las conquistas, a la aventura, a la valentía a veces o a matarse y apuñalarse como vulgares mafiosos y delincuentes para repartirse el botín.

‘Los 13 de la Isla del Gallo’, de Juan B. Lepiani, que representa el momento más crítico de la expedición de Pizarro a Perú. Sus soldados llevaban años pasando calamidades de toda clase y estaban descontentos. Pizarro trazó una raya en el suelo, les dijo que a un lado estaba Panamá y la pobreza y al otro Perú y la riqueza y los invitó a hacer lo que les pluguiera. Sólo le siguieron trece hombres.

Este comportamiento de Pizarro, ¿era condenable en base a los valores y criterios del siglo XVI? Parece que sí lo era, lo que se pone de manifiesto en el documento escrito por uno de sus capitanes, Francisco de Chaves, gran enemigo del de Trujillo, que en una carta dirigida al monarca español desde Cajamarca —la escena del crimen— el 5 de agosto de 1533, entre otras cosas le decía:

Le confieso a su Majestad que he matado a muchos indios. No se defendieron con heroísmo los soldados del Inca porque estaban en huida. Gané honor, oro y mujeres. Hasta ahora callé la verdad y sin escrúpulo yo también glorifiqué la falsa hazaña. Pero después me di cuenta de que el Capitán [se refería a Pizarro] y los frailes eran soberbios, malos y duros de sentimientos. La mala intención fue escribir con sangre y pánico la historia del reino del Perú al haber ajusticiado sin causa alguna al desventurado rey Atahualpa. No se contentaron con tantos robos, daños, el saqueo de tanto oro y plata y objetos preciosos de gran valor, ni con haber matado a millares de hombres en nombre de Su Majestad y de Nuestro Señor. Hicieron tantas tiranías que por ser ofensivas a su Majestad no os digo. […] Como servidor de su Majestad, sin apasionamiento alguno, con deseo de justicia, le envío esta carta para que sepa la verdad.

Ahora, tomen ustedes la decisión que les parezca más oportuna en el subsiguiente 12 de octubre, pero no olviden que somos hijos de este pasado.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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