Giulino di Mezzegra

Reinhold Messner: renuncias y compromisos

Messner es tal vez el último romántico del montañismo, y hoy ve con desagrado la deriva competitiva que se ha apoderado de una disciplina que él nunca entendió como deporte, sino como espacio de amejoramiento humanista.

Giulino di Mezzegra

Reinhold Messner: renuncias y compromisos

/por Pablo Batalla Cueto/

A Reinhold Messner (italiano, pero del Tirol del Sur, en el confín germanoparlante del norte del país), su cierta misantropía probablemente le provenga de las palizas que, de pequeño, le daba su padre, Josef, un antiguo oficial nazi. De él recordará ya mayor que «era un hombre violento y perturbado que nunca hablaba sobre sí mismo y gestionaba su rabia golpeando a sus nueve hijos». Reinhold encontró su vía de escape en las montañas: los Dolomitas eran —cuenta— «un mundo que yo comprendía y en el que me sentía seguro».

Su ídolo era Hermann Bruhl, un alpinista austríaco que había sorprendido al mundo logrando una proeza sin par: en 1953 había coronado un ocho mil, el Nanga Parbat, en el que treinta y un personas habían muerto antes que él intentando coronarlo; y había logrado hacerlo solo y sin oxígeno. Fue él quien acuñó el llamado estilo alpino de escalada, que Messner popularizaría más tarde a partir de su ascensión al Hidden Peak en 1975: una filosofía montañera de la pureza y la sencillez consistente en ascender solo, o como mucho en pareja o un grupo muy pequeño, y provisto del menor número de pertrechos posible, sin cuerdas fijas, ni campamentos de altura, ni porteadores, ni oxígeno, ni reconocimientos previos del recorrido, y con una finalidad deportiva y no comercial (y actualmente, sin teléfonos móviles u otros aparatos con los que comprobar la predicción meteorológica). Lo contrario, pues, del llamado estilo himaláyico. En éste se asedia la montaña; en el alpino es uno el que se deja asediar por ella y sus arietes letales en forma de aludes, tempestades o edemas cerebrales provocados por el mal de altura. En el primero se busca someter a la montaña; en el segundo, resistirla como Ulises los cantos de sirena de la muerte. Messner lo llama también alpinismo de renuncia, y siempre ha sido leal a él. Fue así como se convirtió en el primer ser humano en escalar los catorce ochomiles del Himalaya, entre 1970 y 1986; fue así como coronó decenas de otras montañas de todo el mundo, del Aconcagua al Kilimanjaro; y fue así que cruzó la Antártida —también el primero— sin ayuda exterior entre 1989 y 1990 y el desierto del Gobi en 2004. Él dice no ser «un sacerdote. No estoy interesado —asegura— en fundar una religión. Sé que muchos alpinistas se comportan como si tuvieran un mensaje, pero ten siempre mucho cuidado si alguien te dice que tiene un mensaje». Pero esto que sigue es un poco un mensaje; y un mensaje hermoso y necesario:

Una montaña se agota rápidamente si el hombre no usa con moderación los medios técnicos de que dispone, es decir, cuando está más interesado en conquistar la cumbre que en conocerse a sí mismo. Aquél que, en alpinismo, no confía en sus propias fuerzas, por lo que utiliza aparatos y drogas, se engaña a sí mismo, engaña a su propio yo. La mascarilla de oxígeno es como un muro entre el hombre y la naturaleza; es un filtro que impide sensaciones de ensueño.

Para Messner (y ¿no es esto también un mensaje?),

Las montañas son algo tan elemental que el hombre no tiene el deber ni el derecho de someterlas con los medios que la técnica pone a su alcance. Sólo aquel que se aproxime a ellas con humildad y modestia en la elección de los medios auxiliares puede experimentar la armonía del mundo. De repente empiezo a acariciar esta idea: subir hasta que la montaña se acabe o caer para no levantarme más.

De Messner siempre se ha dicho, y en realidad es evidente, que es un hombre ferozmente individualista. Anécdota significativa: en 1980, después de coronar el Everest sin oxígeno y en solitario («lo intentaré solo y fracasaré o triunfaré solo», había dicho), aguó la bienvenida que le dispensaron en su pueblo y despertó algunas iras al comunicar a los tres mil convecinos que lo agasajaban, con cierto desprecio, que la bandera que había plantado en la cima del mundo no era, como se había dicho, la del Tirol del Sur, sino su propio pañuelo. Messner sólo es patriota de sí mismo.

Es probable que ese individualismo sea inevitable: en 1970, después de que él y Peter Habeler anunciaran que se disponían a escalar el Everest sin oxígeno, un médico le espetó sin rodeos que iba a fallecer con toda seguridad. A 8848 metros, le explicó el galeno, el oxígeno disponible es tres veces menor que al nivel del mar: niveles incompatibles con la vida según todos los manuales de medicina aseguraban taxativamente. El logro de Messner y Habeler —porque lo lograron— obligó a cambiarlos todos, y cuando los pulmones de uno transforman radicalmente la misma concepción médica de lo humano, es difícil que no se le den un poco de sí las costuras de la megalomanía…

Reinhold Messner (1944- ) y Peter Habeler (1942- ).

¿Individualista hasta qué extremo? Durante mucho tiempo, se creyó que hasta al de abandonar a su suerte a su propio hermano, Günther Messner, y dejarlo morir durante una ascensión colectiva al Nanga Parbat en 1970. Se decía que Reinhold había emprendido en solitario un último intento de coronar el pico después de que varios otros de la expedición de la que formaban parte hubieran resultado infructuosos; y se decía que Günther lo había seguido sin que él se diera cuenta, haciendo además un esfuerzo hercúleo por alcanzarlo; pero que Günther, de constitución más débil, comenzó a encontrarse muy mal y a ralentizar la subida. Se decía que Reinhold entonces, negándose a renunciar a la cumbre, y deseando de hecho coronarla solo, había optado por dejar a su hermano atrás, como a un lastre molesto, y obligarlo a descender solo, tras lo cual Günther había muerto devorado por un alud en la mortífera vertiente Diamir. Lo decían, concretamente, dos alemanes que habían participado en la expedición: Max von Kienlin y Hans Saler; y lo decían en sendos libros respectivamente titulados La transgresión y Entre luces y sombras. Messner afirmaba en cambio que él y su hermano habían coronado la cumbre y que su hermano había fallecido no mientras ascendían, sino mientras descendían. El hallazgo en 2005 de los restos de Günther confirmó esta versión, pero que durante años se creyera a pies juntillas, que le fuera verosímil a mucha gente, que Reinhold Messner había sido capaz de sacrificar a su propio hermano revela que el citado individualismo y la ambición competitiva de Messner no deben de ser poco feroces.

¿Otra anécdota significativa? Después de coronar el Everest en compañía de Habeler, Messner describió así la sensación de hallarse en la cumbre sin oxígeno supletorio: «Entré en un estado de abstracción espiritual: ya no pertenezco a mí mismo, ni a lo que alcanzo a ver. Soy únicamente un pulmón jadeante y estrujado flotando sobre la niebla y las cumbres». Es una boutade lo que sigue, pero en esa frase late una especie de individualismo del individualismo: desgajarse de todo colectivo hasta el punto de disolver el colectivo orgánico que es uno mismo; individualizar y conceder vida autónoma a los propios órganos.

Sea como sea, en lo que respecta a convertir las montañas en un ámbito de competición y desenfreno solipsista, Messner no alcanzó ciertos extremos que generaciones posteriores de alpinistas, contaminadas de toda la ponzoñosa filosofía del neoliberalismo, sí han franqueado con desolador entusiasmo. Hay una historia del montañismo que comienza en el siglo XVIII, con las primeras ascensiones al Mont Blanc, y termina de algún modo con Messner, epígono de una estirpe de románticos que —de John Muir a Alberto María de Agostini y de Alexander von Humboldt a George Mallory, que nunca olvidaba incluir libros de Shakespeare y de poetas ingleses en las mochilas de sus expediciones al Himalaya— entendieron la montaña como una sinfonía de intersecciones; como un escenario más de entre los que ofrecen la posibilidad de un desenvolvimiento promiscuo de todas las expresiones de la alta cultura; y que no se acercaban a ella para someterla, sino para dejarse someter por ella; para encontrar en ella un espacio de transformación y amejoramiento humanistas. Hoy se convierten las cordilleras ilustres del mundo en pistas de atletismo o trampolines al servicio de las egolatrías modernas; en la enésima catedral consagrada a los tótemes de la velocidad, la eficiencia y el consumismo enloquecido; pero Messner nunca caminó por esa senda aunque pudiera bordearla. Nunca entendió Messner, y sigue insistiendo en ello, el alpinismo como deporte. No es el alpinismo para él esto que Marc Perelman dice y dice bien que es el deporte en su La barbarie deportiva: un instrumento de legitimación del

orden establecido, sea cual sea éste. Siempre integrador, contestatario jamás, y rara vez impugnado, el deporte desempeña una función apologética del modo de producción dominante y del sistema en cuyo seno no sólo constituye una rueda o un engranaje, sino la maquinaria misma. El deporte ejerce una función de estabilización del sistema dominante a través de la identificación con los campeones («los dioses del estadio») y la despolitización que suscita: la justificación de los grandes mitos (la competencia sana entre individuos), el respeto a la jerarquía natural entre los fuertes y los débiles, las desigualdades sociales reproducidas encubriéndolas bajo una pseudoigualdad entre los participantes, la constitución de un bloque socioideológico y práctico compacto, la puesta en marcha de una auténtica cadena: selección, entrenamiento, competición, medida, récord… El deporte es el nuevo opio del pueblo (más alienante que la religión), porque seduce por medio de una posible promoción de los individuos, poniendo así en evidencia la perspectiva de una jerarquía social paralela. En cambio, el carácter de «protesta» contra la realidad que aún contenía la religión, según Marx, ha sido sepultado por la potencia infinita de disolución engendrada por el deporte, que suprime de las conciencias cualquier impulso liberador y emancipador.

No ha sido nunca Messner, desde luego, individualista hasta el extremo del objetivismo, la filosofía del egoísmo desaforado y el laissez faire total desarrollada en el siglo XX por la filósofa ruso-estadounidense Ayn Rand, que sí es la gasolina intelectual, explícita o implícita, de muchos de los miembros del star system montañero contemporáneo, crecientemente concentrado en los infames ultratrails que desde hace algunos años proliferan como setas en todos los parajes naturales del globo, y que hacen las delicias de bancos, aseguradoras y otras multinacionales malignas que los utilizan como reclamo publicitario, porque en ellos se desenvuelven con soltura todos los mitemas del turbocapitalismo. El cuerpo del runner, parafraseando a Manuel Delgado, «es un cuerpo radicalmente domesticado, en que cada milímetro de piel, cada músculo, cada articulación, han sido sojuzgados a los principios de la armonía y del orden racional, y en el que no queda apenas rastro de un pasado salvaje y libre. […] Son cuerpos contabilizados, resultado de complejas operaciones de cálculo, en las que todo —entrenamiento, dieta, cuidados— está al servicio de principios de productividad». O como dice Manuel de la Cruz en su Contra el running, una «representación plástica de la productividad convertida en religión». Sus campeones son tipos como Josef Ajram, y su individualismo un individualismo sustancialmente distinto del que pudo impulsar las aventuras de Messner. Porque hay individualismos e individualismos. Hay un individualismo ilustrado y culto y hay un individualismo memo y adolescente (hay adolescentes de todas las edades). Hay un individualismo introspectivo y misántropo para bien (hay misantropía para bien) y hay el individualismo a voces y con luz y taquígrafos de la red social y la muchedumbre que aplaude al runner. Hay un individualismo genuinamente autosuficiente y limpio que, como el de Reinhold Messner y su estilo alpino, al menos pasa por el mundo sin contaminarlo y otro que requiere que todo en el mundo se ponga a su servicio y es indiferente a la suerte de aquello que se cruce en su camino y capaz de convertir el Everest en el vertedero más alto del planeta.

Resulta tentador, en este sentido, fabular una versión contemporánea del famoso cuadro El caminante sobre el mar de nubes, el más hermoso y conocido del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, que lo pintó en 1818: un hombre de espaldas que, habiendo llegado a una cumbre montañosa, admira un mar de nubes que se extiende hasta el infinito, dejando columbrar tan sólo algunos picos etéreos que descuellan en lontananza. Es una muy romántica exaltación del individuo, pero de un individualismo depresivo, doliente, lacerante; de un individualismo de la derrota o de la humildad. Tal y como se presenta el cuadro, el hombre no domina la naturaleza, no la somete, sino que es sometido y achicado por ella. Es ella la que lo vence a él y no él quien la vence a ella. Aunque ha llegado a una cumbre, seguro que con dificultad y enorme esfuerzo, el mar de nubes inmenso, que viene a simbolizar lo desconocido, y las montañas más altas que se columbran en el horizonte le muestran cuánto le queda por descubrir y la futilidad e insignificancia de los logros humanos. «Sólo sé esto: que nada sé». Aunque ocupe el centro del encuadre, el paisaje lo devora todo y se convierte en el protagonista indiscutible. Bien, ¿cómo sería ese cuadro si, en lugar del individualismo romántico, tuviera que reflejar el del siglo XXI? Probablemente el hombre miraría al espectador de cara y de cerca —de espaldas, por tanto, a las nubes— y aparecería representado en postura y con gesto de dominio, posando para Instagram. Y el encuadre procuraría no incluir el maremagno de tiendas de campaña abandonadas, botellas de oxígeno, bombonas de gas, piolets, kilómetros de cuerdas, latas con toda clase de comida, fármacos, baterías, etcétera, dejados atrás por los cientos y cientos de excursionistas que uno podría imaginarse que se acercan cada año a la montaña del cuadro acompañados (supongamos que está en el Himalaya) de sherpas, guías occidentales, porteadores, médicos, oficiales del Gobierno nepalí, fotógrafos o simples turistas. Del Everest, el Gobierno nepalí calculó en 2014 que acumulaba unas cincuenta toneladas de basura y en 2013 una expedición de limpieza, International Eco Everest, retiró de la montaña trece toneladas y media de detritus. En algunos puntos estrechos, como el Collado Sur, se camina literalmente sobre la basura, de tal amontonamiento que hay; y en otros lugares, el problema trasciende con mucho el mero orden estético. En los alrededores de todos los campamentos, por ejemplo, se han ido acumulando miles y miles de kilos de excrementos humanos que nadie ha hecho nada por evacuar, y que amenazan con provocar una catástrofe medioambiental debido a la posibilidad de que acaben contaminando las cabeceras de algunos ríos cuya agua consumen y utilizan varias comunidades humanas en su curso medio y bajo.

Basura acumulada en el Everest.

Messner fue más el primer caminante sobre el mar de nubes que el segundo y también fue eurodiputado ecologista en Bruselas entre 1999 y 2004; y allá se ocupó de cosas en las que es difícil imaginarse a un Ajram involucrado, tales como oponerse a la construcción, en España, de la presa de Mularroya y al trasvase del río Jalón, que entre otras cosas afectaban a la planta Centaurea pinnata. Mostró también su rechazo al embalsamamiento del río italiano Tagliamento, en Udine, proyecto que perseguía evitar las inundaciones que con cierta frecuencia anegaban la ciudad de Latisana, pero del que a Messner le preocupaban las consecuencias que tendría para las treinta especies de peces y catorce de anfibios que habitan el lugar. También exigió la aplicación del protocolo de Kioto y avanzar en la adopción de regulaciones medioambientales: «Desde que está claro que el CO2 —decía en una intervención en 2000— es el principal responsable de los cambios climáticos y que el transporte sigue aumentando, hay que realizar sobre todo propuestas concretas sobre cómo limitar el tráfico urbano, dirigir correctamente el tráfico de tránsito o configurar adecuadamente el road pricing».

Otra cuestión que revela que no estamos ante una egolatría desenfrenada como las del día es la red de fascinantes museos que Messner ha ido abriendo en los últimos años en su Tirol natal, conocida como Messner Mountain Museum y cuyo logo aprovecha las picudas emes mayúsculas para formar una cordillera esquemática. Son seis. Tres de ellos están instalados en otros tantos hermosos castillos: el de Sigmundskron, el de Juval y el de Bruneck; los otros tres, en estructuras arquitectónicas vanguardistas creadas al efecto y siguiendo el principio de integrarse armónicamente en el paisaje. Y podría esperarse que alguno de ellos, si es que no todos, estuviera consagrado en exclusiva a la figura de Messner; que fuera uno de esos museos fetichistas que expusiera cachivaches y bisuterías sin más interés que haber sido tocados por el dios. Pero no: todos lo están a una comprensión holística del mundo de la montaña y a un juego de intersecciones entre arte, historia, geología, conciencia ecológica y deporte. Se trata de llevar a la gente a las montañas y de llevar las montañas a la gente.

El museo central, en el castillo de Sigmundskron, no lejos de Bolzano, está dedicado al encuentro de los seres humanos con las montañas y, siguiendo un itinerario predeterminado desde la parte baja de la fortaleza hasta la más alta a modo de alegoría de una ascensión, ilustra al visitante sobre cómo distintas religiones del globo han interpretado y se han relacionado con las montañas. El de Ortles está excavado en el suelo en un estrecho valle de los Dolomitas a 1900 metros sobre el nivel del mar, frecuentemente nevado, y su tema es el mundo del hielo y los glaciares: reúne mapas y documentos sobre las exploraciones populares y el Everest (al que hay quien llama el tercer polo) y también una fantástica colección de cuadros de paisajes helados o nevados. En la cima del monte Rite (2181 msnm) se encuentra el Museo de las Nubes, una sobria estructura de metal y vidrio en la que se relata la historia de los Dolomitas y desde la cual se disfruta de una panorámica sobrecogedora del 360º que envuelve al espectador de cimas como la Marmolada, Schiara, Agnèr, Civetta, Pelmo o Tofana di Rozes. El museo Juval alberga una colección extraordinaria de arte tibetano y de máscaras de los cinco continentes, así como otro conjunto de pinturas relacionadas con la sacralidad de las montañas (también, y esto hay que afeárselo a Messner, un pequeño zoo anexo con especies animales de alta montaña). El castillo de Bruneck se consagra a presentar a los pueblos que habitan las zonas más altas de la Tierra, presentando sus cosmogonías y costumbres. Y el último museo abierto por Messner, el de Kronplatz, relata la historia del alpinismo tradicional. Colgado de un precipicio, se trata de otra estructura arquitectónica tan hermosa como sencilla y no agresiva para el paisaje facturada por la arquitecta iraní Zaha Hadid, con ventanales orientados a todos los puntos cardinales para contemplar los picos de la zona y que dispone también de un pequeño mirador con el suelo de cristal para sentir el vacío bajo los pies. Aquí, Messner y sus gestas sí que son parte fundamental de la exposición, como no podía ser de otro modo en quien es al alpinismo lo que Pelé al fútbol, pero Messner es presentado como lo que fue y nada más que como lo que fue: una pieza de un puzle mucho más grande que él; quizás el alumno más aventajado de la escuela, pero sólo uno más. Y en todo caso, es significativo que Messner haya esperado a abrir su sexto museo para concederse a sí mismo esta cuota de protagonismo.

Museo de Kronplatz, diseñado por Zaha Hadid.

Existen rutas a pie que conectan unos museos con otros —repartidos uniformemente por toda la provincia— serpenteando a través de los Dolomitas, y así compuesta, la iniciativa es ciertamente original y un modelo de gestión turística sensata y explotación económica sostenible del patrimonio cultural y paisajístico de una región. Atrae turismo de calidad y ofrece a los visitantes que se acercan al Südtirol un aliciente más para conocer la provincia a fondo y con calma, dejando dinero entretanto en restaurantes, comercios y hoteles o topándose en el camino de un museo a otro con las bodegas de los vinos Gewürztraminer, Lagrein y Vernatsch; castillos como el de Trauttmansdorff o el de Tirolo; los palacios góticos, renacentistas y rococó de Bressanone; la abadía de Novacella o el interesantísimo Museo Arqueológico del Alto Adigio, que expone la famosa momia de Ötzi, un hombre del Neolítico que fue encontrado, perfectamente conservado en el hielo, en 1991.

Messner, en suma, ha sido un hombre comprometido lo mismo con su planeta que con su región; y el Premio Princesa de Asturias de los Deportes que acaba de concedérsele junto a Krzysztof Wielicki es más que merecido, lo que es bastante novedoso en ese premio concreto que no ha solido respetarse demasiado a sí mismo.

Por cierto que en Asturias, la región española más equiparable al Südtirol italiano —con permiso de la provincia pirenaica de Huesca— por ser otra meca alpinística con cimas tan emblemáticas como el Picu Urriellu/Naranjo de Bulnes, no hay nada ni remotamente parecido a los museos de Messner. Lo que sí hay en esta región montañosa y montañera es un museo consagrado a Fernando Alonso que, a quince euros la entrada, expone trescientas piezas de la colección personal del famoso piloto de automovilismo, oriundo de la región: desde el primer kart con el que corrió siendo un niño hasta sus últimos coches de carreras, pasando por cascos, monos y trofeos. A nadie se le pasó por la cabeza que la imagen de Alonso fuera aprovechada para hacer un museo de historia del automovilismo en general. Tampoco se le pasó, claro, a Alonso. Vanitas vanitatum et omnia vanitas


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

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